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RETABLO DE MARIONETAS

Feb 28, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Retablo de marionetas de Gustav Doré

Nuevo ‘Rubio de bote’, para el semanario ON (periódicos del Grupo Noticias) 27/02/2016

Interior. Un viejo y siniestro almacén, repleto de peligrosos objetos incautados por la policía (bufandas de Indar Gorri y de los Bucaneros, el móvil del cantante de Def con Dos, César Strawberry, el disco duro del rapero Pablo Hasel…). Tumbados sobre una pila de ejemplares de El Jueves con la portada de los reyes chingando, la Bruja y don Cristobal —a quien se le ha desprendido del cuerpo la cabeza— se lamentan de su triste sino de títeres:

Bruja: Es injusto, los titiriteros ya está “libres”, pero nosotros aquí seguimos, encerrados y olvidados por todos.

Don Cristóbal: Ya ve, ahora no se oye a nadie gritar Títeres askatu!, nadie firma manifiestos, ni escribe columnas a favor de unas pobres marionetas.

Bruja: La culpa de todo es del capital. Y del sistema educativo.

Don Cristóbal: ¿Cómo?

Bruja (imitando la vocecita de Don Cristóbal): ¿Cómo, cómo? (ahora, gritando)¡Comiendo! Parece usted tonto…

Don Cristóbal: ¡No me pegue, no me pegue!

Bruja: No le puedo pegar, usted no tiene cabeza y yo no tengo cachiporra. Me han incautado la cachiporra. La cachiporra ahora debe de estar en el almacén de objetos incautados a los objetos incautados. Vamos, que la cachiporra se la han quedado ellos. Ellos tienen la cachiporra por el mango. El uso de la cachiporra es monopolio del estado.

Don Cristóbal: ¡Cachiporreta!

Bruja (dando un brinco y señalándole): ¡Apología, apología! Ya verá, ahora vendrán y nos detendrán por hacer apología de una obra que hacía apología con una escena en la que se escenificaba un montaje policial para denunciar a alguien por apología, no sé si me explico.

Don Cristóbal: No sé, a mí desde que nos detuvieron se me ha ido la cabeza. Pero me parece entender que se trata precisamente de eso, de que no van a dejar títere con cabeza.

Bruja: Y todo por culpa del capital. Y del sistema educativo. ¿A esos padres que nos denunciaron nadie les ha enseñado a diferenciar entre narrador, personajes y autor? ¿Entre ficción y realidad? ¿Nadie les ha explicado qué es una sátira o un retablo de marionetas?  No, claro que no, los que les han enseñado es a ser competentes. Ahora todos tenemos que ser competentes. Y competitivos. Alumnos competentes, trabajadores competentes, demócratas competentes… Qué asco de palabra. La vida se ha convertido en una competición. Al colegio se va ahora  a ser competente. Y a aprender inglés. We are the champions, my friend! (cantando)

Don Cristóbal: Pues, con perdón, pero a nosotros nos podían poner un abogado competente…

Bruja: Ja, ja, qué ingenuo. Las pobres marionetas como nosotros no tenemos derecho a nada. Como mucho a ese juez que nos tocó, el que fue policía con Franco, qué país. Que total para qué, ya nos juzgaron antes los titulares de algunos periódicos, y los políticos, y la tibieza de los políticos que nos habían contratado, y toda esa gente convertida de repente en críticos teatrales, aunque no hubieran visto la representación. Es el mundo al revés. El teatrillo y los títeres están ahí fuera y nosotros aquí dentro, presos. Porque nosotros, Don Cristóbal, desengáñese, no vamos a salir de este almacén nunca, ese es nuestro triste sino.

Don Cristóbal: Pues entonces no pasará nada si me cago en todos sus muertos ¿no?

Bruja: Vaya usted a saber.

 

 

ULTRACHEF EN ‘RUBIO DE BOTE’

Feb 18, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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CARTEL DE UN CONCIERTO DE LAS TAMPONES (1984

Publicado en ‘Rubio de bote’, semanario ON de los diarios de Grupo Noticias (13/02/2016)

Para nosotros, que no creíamos en nada, el punk-rock era una religión y la primera vez que yo fui a misa, el primer grupo al que vi tocar en directo (si todo esto no me lo estoy inventando, que también podría ser), fueron Las Tampones. Yo tendría por entonces, hacia 1984, unos quince años. Fue en el frontón de mi instituto y me quedé pasmado. Las Tampones era un grupo de chicas. Su canción más famosa decía “Somos Las Tampones y estamos contra las reglas”. Las Tampones aparecieron en el escenario con el rostro cubierto por pasamontañas, y en el caso de la cantante, que se hacía llamar Miren Lacalle, embadurnado de sangre.

Aquella imagen se me quedó grabada en la memoria, entre otras cosas porque ya nunca más volví a saber de aquel enigmático grupo, que desapareció de repente como si se lo hubieran tragado las tablas del escenario. Después vinieron muchos más conciertos, grupos, discos, canciones… A través de las canciones podría reconstruir toda mi geografía sentimental, trazar un mapa sobre la piel de mi corazón. Recuerdo el rock radikal vasco en los bares como ollas a presión del casco viejo. Los empujones. El olor a cerveza y serrín. Los pelotazos contra la persiana. Recuerdo como, en uno de esos bares,  besé por primera vez a una chica, mientras de fondo sonaba Solidarity, de Angelic up stars. Recuerdo a Janis Joplin, cantando para mí en mis walkmans, el día que me extirparon el tumor. Recuerdo, en la fábrica,  las cintas de Meat Loaf y de Rage Againts de Machine que me prestaba un compañero para aguantar el turno de noche. Recuerdo los trabajos, la universidad, los euskaltegis… Recuerdo a toda la gente que ha pasado por mi vida.  Gracias a la música, lo recuerdo todo.

De Miren Lacalle, la cantante de Los Tampones, sin embargo, me había olvidado. Pero en una de esas carambolas sorprendentes que tienen la vida y la literatura hace solo unos meses recibí a través de Facebook un mensaje de una lectora que me pedía permiso y un prólogo para una novelita que iba a publicar y alguno de cuyos pasajes ubicaba en Zarraluki, el pueblo imaginario en el que transcurre Pan duro, uno de mis libros. “Me llamo Miren Lacalle” —me contaba— “y esta es la primera vez que escribo, porque las canciones que hice para Las Tampones creo que no cuentan”.  ¡Las Tampones! No me lo podía creer.

Por supuesto, le contesté que sí. Decir que no habría sido como renegar de mi mismo, de mi pasado, de Zarraluki, de mis días  instituto. Ultrachef—así se titula la novelita de Miren Lacalle—, además, habla de una de mis últimas obsesiones: los programas televisivos de cocina.  Su protagonista es un concursante que decide tomarse la revancha contra el jurado tras ser eliminado de modo caprichoso y cruel, una especie de trasunto del tristemente famoso autor de “León come gamba” (de hecho el personaje se llama Leontxo). El libro viene acompañado, además,  de las recetas de los pintxos que Miren Lacalle cita en la novela y a los que el joven y prestigioso chef del restaurante donostiarra “A Fuego Negro”, Edorta Lamo, ha dado vida (pintxos delirantes como “Txuletón de sandía” o “Foie de ratas del aire”). Yo he escrito el prólogo. Ha sido como volver a clase, o a misa. A aquel frontón del instituto, y a aquel primer concierto, que despertó, para mí que no creía en nada, la fe en la literatura y la música, en  esa vida que he construido alrededor de ellas; en esa vida en la que todo, imaginación y realidad, se confunden y, sin embargo, para mí es tan cierta como que me llamo “Rubio de bote”.

TIBISAY. Rubio de bote

Ene 31, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

ImmagSigOchoaeacutepreteconfessaTibiinLeonela_zpsd04f75f1(Publicado en ON (Diario de Noticias de Navarra, Gipuzkoa y Alava y Deia) 30/01/2016)

Nuestra cotorra Tibisay, de la que prometí volver a escribir aquí, era la Jesucrista de los pájaros de colores. Resucitó cuando todos en casa, menos yo, la daban por muerta, para desaparecer al cabo de un tiempo, como si se la hubiera tragado el cielo.

A Tibisay la bautizamos con ese nombre leyendo, en lugar del santoral, la guía de televisión, que por entonces estaba infestada de culebrones venezolanos, como ahora lo está de programas de cocina o antes lo estuvo de toros o de folclóricas (algunas de las cuales debieron firmar en aquella época un contrato blindado y vitalicio, como demuestra esa apología de la delincuencia, a la mayor gloria de la reclusa Isabel Pantoja, que echan a la hora de comer en una televisión pública).

A nuestra cotorra —a lo que íbamos— la llamamos de ese modo porque cuando ahuecaba las alas su cuerpo se parecía bastante al peinado de una de aquellas actrices venezolanas, que protagonizaba una serie con un personaje con ese nombre:  Tibisay. A diferencia de las heroínas de los culebrones, la vida de nuestra Tibisay resultaba bastante anodina, y lo único que la alteraba era cuando tocaba limpiar su jaula de cáscaras de pipas y caca radioactiva y la cotorra salía aterrorizada de su cubículo, para levantar el vuelo apenas unos metros del suelo y darse un trompazo con el pico contra la ventana.

En aquella época yo tendría yo unos 18 años y un día, al volver a casa de madrugada, cuando  entré a trompicones a la habitación de mi madre para decirle que ya había vuelto y que me había sentado mal la última cocacola, ella murmuró:

—Tibisay ha muerto.

—Pobre Eduardo Alberto, estará destrozado —le seguí yo el hilo, pensando que hablaba en sueños.

—No seas ganso, la cotorra, digo, la hemos tirado a la basura —contestó ella.

Y en efecto, allá estaba el pobre animalico, entre mondas de patata, pelusones y hojas de periódico como mortajas.  Con el corazón destrozado la cogí entre mis manos y fue entonces cuando me di cuenta de que a pesar de que su cuerpo estaba frío como una lápida del cementerio de Abaurrea Alta, un hilo de vida culebreaba  en su interior. Mi primera reacción fue hacerle un pico a boca, pero no tardé en darme cuenta de que aquello se parecía más bien a un capítulo de Mr. Bean, y después se me ocurrió machacar una aspirina, mezclarla con agua en una jeringuilla y hacérsela tragar. Sorprendentemente, el pecho de Tibisay se abombó y comenzó a respirar en boqueadas que poco a poco fueron siendo menos aparatosas. Resucitó, en definitiva, aunque de aquel trance traumático le quedaron algunas secuelas: medio cuerpo paralizado y la manía de abrir la puerta de su jaula. Aprendió a hacerlo con el pico, retirando un pequeño cierre que sus excrementos habían corroído. Al principio solíamos cerrársela, pero como Tibisay no pasaba de ahí, finalmente optamos por dejarla siempre abierta. Hasta que una mañana nos levantamos y Tibisay había desaparecido, no estaba en su jaula ni en el cubo de la basura. Nunca supimos qué fue de ella. A mí me gusta pensar que se fue a un cielo encapotado de cotorras cimarronas, mudas, cojas, tuertas…; o con algún cotorro llamado Eduardo Alberto. Pero sobre todo, pienso muchas veces que su vida fue bastante humana, bastante parecida a las nuestras; que nosotros también vivimos en jaulas con una puerta abierta, mirando a través de ella sin decidirnos a cumplir nuestros sueños,  encadenados a la seguridad del comedero lleno, presos de nuestros miedos, aterrorizados por la idea de la libertad o paralizados por la de estrellarnos de morros contra un cristal. Pero bueno, ese es otro culebrón.

PELOS EN LA SOPA

Ene 18, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en mi sección Rubio de bote del suplemento ON (periódicos de Grupo Noticias) 16/01/16 Star Wars, Storm Trooper, Lego, Juguete, Jugar, Aerosol

Eso no es publicidad, es acoso. “¿Hay algo de Star Wars, no?”, decimos —modo irónico— en casa cada vez que en la tele, por la calle, en las tiendas…, recibimos un impacto publicitario de la última película de esta saga cuya promoción se ha convertido en una auténtica dictadura cultural. Está hasta en la sopa, y no es una forma de hablar: Campbells, ha lanzado una serie de sus sopas con el rostro de Chewbacca, Yoda y otros personajes de la película estampados en sus famosos botes.

De modo que esa frase, “¿Hay algo de Star Wars, no?”, que comenzó siendo parte de nuestro idiolecto familiar (es decir, de la particular forma de hablar de cada familia, sus giros y bromas domésticas; en mi casa, por ejemplo, decimos mucho palabras como “morrudo”,  “alabuyé”, «pelmo» o listopán» y mantenemos otras que pronunciaban torcidas o mutiladas los niños de pequeños, como bacallito, en vez de caballito, saña en vez de lasaña, etc.); esa frase, decía, “¿Hay algo de Star Wars, no?”, se ha convertido en uno de esos estribillos que se te pegan o con los que te levantas una mañana  y no puedes dejar de repetir, aunque aborrezcas o ya no tengan gracia. De hecho, la gracia de repetirla ahora (a una media de cada cinco minutos, aproximadamente) es que ya no tiene gracia.

A mí Star Wars tampoco me ha hecho nunca demasiada gracia, pero no creo que después de semejante paliza publicitaria me acompañe la fuerza para unirme a su legión de fans (a quienes, en realidad, se supone que la publicidad no va dirigida, porque ellos ya están previamente ganados para la causa; aunque quizás lo que ha conseguido esta campaña es que deserten de La guerra de las galaxias,  como cuando un grupo de música o un escritor que consideras “tuyo” empieza a gustar a todo el mundo). Se trata, pues, o se debería de tratar de una campaña contraproducente. Yo, por ejemplo, veo un bote de sopa con la cara de Chewbacca y no me resulta nada apetitosa, de hecho, la frase que viene a mi cabeza es “Camarero, hay un pelo en la sopa”. Y, lo más grave, se trata de una campaña además de atosigante, ofensiva, pues trata a los potenciales espectadores como si fuéramos tontos. Como si alguien tuviera que elegir el menú por nosotros y tuviéramos que creerle que en la carta solo hay un plato.

Me niego a creer que seamos tontos, pero igual me equivoco, y una campaña publicitaria como la de Star Wars consigue lo que se propone y es en realidad la adecuada, la que nos merecemos. Después de todo vivimos en un mundo en el que todo es absurdo y sin embargo la reiteración nos lo acaba imponiendo como normal, un mundo en el que los ladrones son presidentes de bancos, los ministros condecoran a Vírgenes o tienen ángeles de la guarda que les ayudan a aparcar, los concejales de cultura escriben con faltas de ortografía, los señoritos andaluces son bohemios y entrevistan a presidentes del gobierno o nietas de Franco mientras juegan partidas al futbolín…; un mundo tontuno gobernado por un imperio de listos, que nos dicen qué tenemos que ver, leer, creer, comer, vestir, votar… Todo eso mientras nosotros metemos la cuchara en la sopa caliente y nos tragamos los pelos sin rechistar, como mucho haciendo algún comentario irónico, alguna broma doméstica —“¿Hay algo de Star Wars, no?”—, que ya solo hace gracia, solo dibuja la sonrisa estampada en un bote del Chewbacca o el Yoda de turno.

Felicitación navideña con animalitos

Ene 3, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para On, magazine de los periódicos de Grupo Noticias (02/01/2016)

El primer animal que tuvimos en casa fue la polla. Una gallina, vamos. Uno de aquellos pollitos pintados de colores que vendían en las fiestas de los pueblos mientras la gente tiraba el jersey a lo alto al compás de “Voló, voló” y a los que al cabo de unos días el culo comenzaba a pelárseles y se morían pero que a nosotros nos aguantó y se hizo grande y por eso y porque era chica la llamamos la polla. La polla olía fatal y tuvimos que fabricarle con cartones una especie de gallinero en el balcón. A veces le concedíamos el tercer grado y la metíamos en casa. En el pasillo levantábamos barricadas, como en las calles, solo que nosotros con Exin Castillos, y la polla saltaba por encima de ellos, y en el aire quedaban flotando algunas plumas, y nosotros nos reíamos mucho y estornudábamos, todo eso sin saber que lo que estábamos haciendo era entrenar a la polla para la gran evasión.

La polla intentó fugarse un día de reyes, saltando desde nuestro quinto piso, de balcón en balcón. La descubrimos cuando estaba en el tercero, yo creo que ya arrepentida, temblando sobre la barandilla. Conseguimos que volviera a casa tirándole a dar curruscos de pan duro que guardábamos en un saco para los perros de la huerta del abuelo. Y una vez que la hubimos rescatado mi madre dijo “La polla o yo”. Elegimos a mi madre y a la polla la llevamos a un gallinero que tenían mis tíos en el pueblo y en que los primeros once días la polla estuvo poniendo huevos como una campeona y al siguiente se la comió un perro (o eso nos contaron).

Luego vinieron aquellos ratones de ojos rojos. Nosotros queríamos un hámster, ya teníamos incluso preparada la jaula, con su ruedita y todo, pero mis tías dijeron que sus vecinos criaban “bichos de esos” y que si queríamos algunos y nosotros dijimos que sí y cuando fuimos a recogerlos los bichos de esos eran ratones de laboratorio, blancos y flacuchos y con los ojos rojos, y a pesar de todo nos los llevamos a casa, y en casa, claro, los ratones se escaparon de la jaula porque para ellos aquello no era una jaula sino una plaza con porches. Nunca supimos qué fue de aquellos ratones. Al principio, de vez en cuando, alguno aparecía desde detrás del armario, cuando estábamos viendo la tele, se ponía de pie, se frotaba las patitas y volvía corriendo a esconderse. Aquellos ratones o tenían muy mala leche o estaban locos, porque para mí que vivían dentro del televisor, y por eso este a veces se estropeaba, y para que volviera a funcionar había que levantarse y darle un zurriagazo y después olía a pelo quemado y así, electrocutados o escuchando los debates de La Clave, yo creo que fueron muriéndose todos aquellos ratones de ojos rojos.

Y después vinieron muchos más, el gato Pelusa (hasta que mi madre dijo “El gato o yo”, y como durante un rato estuvimos dudando mi madre tuvo que bajarlo en el bolso de la compra al barranco, al final del descampado que había debajo de casa), y la cotorra Tibisai (a la que resucité, tras recogerla de la basura cuando todos la daban ya por muerta, haciéndole el boca a boca una mañana que volvía de gaupasa—la pobre, claro, quedó con secuelas graves—), y cardelinas, periquitos, tamagochis, pero de ellos ya hablaré otro día, porque ahora se me acaba la página y solo me queda espacio para desearle a todos ustedes que tengan un feliz año. Un año que sea la polla.

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