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Página de un diario

Sep 29, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Hoy ha empezado el cole. Y ha empezado mal. Bronca con los niños, prisas… Yo he perdido los nervios y les he gritado y me he sentido fatal.  Después, al volver de la escuela, he bajado al trastero. Dentro de unos días me voy de viaje, uno de esos viajes como los que conseguía hace años, gracias a la escritura y los premios literarios. Voy a África. Visitaré los proyectos de una ONG en Costa de Marfil y a la vuelta escribiré sobre ello e intentaré publicar algún reportaje, por el que me ofrecerán una miseria pero con el que tal vez pueda pagar el dentista o alguna extraescolar.

En Costa de Marfil es ahora la época de lluvias, así que he bajado al trastero a buscar el impermeable que utilizaba cuando trabajaba de barrendero.  Soy un tipo apañado, uno de esos que usan el traje de su boda para las de los demás.

El impermeable no aparecía entre las cajas con ropa de los niños que se ha quedado pequeña, las bicicletas y los ordenadores moribundos, los apuntes de la universidad y de cursos que nunca acabé o que no me sirvieron para nada… Pero en otra caja he encontrado mis cuadernos de redacciones del colegio y el primer cuento que escribí, con cinco años, y que creía perdido… Los he estado ojeando y he sentido ganas de llorar. Llevo casi cuarenta años escribiendo y tengo la misma sensación que con esos apuntes: que hay algo que he dejado a medias y que escribir no me ha servido para mucho. Pero no he sentido pena y dolor por mí mismo —yo no necesito mucho, solo un poco, un poquito más—, sino por aquellos a quienes he arrastrado en este camino, con esta obsesión, esta enfermedad que es la literatura; pena y dolor y también admiración y agradecimiento por sus sacrificios y sus estrecheces…

Junto a la caja con los cuadernos he visto también otra con mis viejas cintas de casete. Heavy metal. Punk. Rock radikal vasco. Me he acordado también de mi juventud. De los empujones para entrar a los bares o llegar a las primera filas de los conciertos. De las cervezas y el humo. De los jerseis de lana y las botas que conocían cómo olía el suelo. De las broncas con la policía y los gatos callejeros,  que salían corriendo entre los montones de basura cuando volvía a casa, borracho y solo… No siento nostalgia por aquella época. La recuerdo triste, violenta y atormentada; soportada solo a costa de una diversión autodestructiva; sin perspectivas de futuro… Esto último no ha cambiado mucho. La precariedad, las oficinas del INEM… Me angustia esta falta de estabilidad, los gastos —el dentista, las extraescolares…—,  las prisas para llegar a sitios que no llevan a ninguna parte… Yo nunca imaginé, por ejemplo, que llegaría a ser un padre que grita y pierde la paciencia con sus hijos.

Por un momento, he pensado que mi vida es también un trastero, en el que he ido acumulando recuerdos inservibles, trozos de vida como cacharros rotos. Pero cuando estaba ya a punto de subir a casa, a escribir un rato y curarme las heridas, he visto el impermeable, en una esquina.  Y he comprendido que dentro de mí también había algo —la fe inquebrantable en la imaginación, el anhelo de libertad, la lucha empecinada por cumplir los sueños— que permanecía intacto, que salvaguardé, que salvaguardamos mientras fuimos dejando pasar nuestra alegre juventud, algo que nunca se borraría de los cuadernos de redacciones infantiles. Algo que enseñar a mis hijos y que nos protegerá siempre de la tormenta.

Publicado en suplemento ON (26/09/2015), con diarios del Grupo Noticias)

EL FINAL DEL VERANO

Sep 13, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Daniel Etter

Foto Daniel Etter

Publicado en el suplemento ON de los diarios de Grupo Noticias (Rubio de bote)

Era el más punk de todo el paseo marítimo. A contracorriente de las oleadas de chavales con sus camisetas con dedos corazones tiesos o en las que se leía Fuck you; remontando la marea de carne quemada por el sol y por la sangría; enfrentándose a los torsos tatuados con tigres y las sonrisas esbozadas con la comisura de las nalgas; desafiando la vulgaridad de las bermudas chorreantes y las chanclas sucias de arena. Caminaba, erguido y orgulloso, entre el humo de las cachimbas y el tundatunda del reggaeton, inmune al olor de las ventosidades que se le escapaban a los clientes de hoteles con pensión completa y a los berridos asilvestrados de los hooligans que abrevaban en barras libres y meaban como perros en las farolas.

Todos ellos, que creían llevar el mundo por montera, lo señalaban, se daban codazos, y se reían de él, al verlo pasar, pero no había nadie más punk, vivalavida y a la vez más digno en todo el paseo marítimo que aquel hombre, aquel dandi con su americana entallada, la raya de sus pantalones afilada como una cuchilla y sus zapatos de inmaculado terciopelo rojo.

Yo decidí seguirle durante un rato. Quizás un disidente como él podría conducirme hasta algún lugar en el que vendieran periódicos. Llevaba ya tres días en aquella ciudad de vacaciones y todavía no había sido capaz de encontrar un kiosko, una librería, ni mucho menos de ver a nadie leyendo otra cosa que los anuncios en ruso de las inmobiliarias o los menús de comida basura. Y eso a pesar de que la mayoría se pasaban las horas muertas tumbados al sol como lagartos. Me sentía angustiado. ¿Cuál era el futuro de la literatura? ¿Y el mío? ¿A quién podían interesarle, para qué servían entonces las bobadas que yo escribía en columnas como esta?

Y, mientras tanto, mientras allí la vida era un bufet continuo, fuera el mundo se convertía en algo cada vez más miserable, en un enorme ataúd redondo, con millones de personas enterradas vivas y otras tantas echándoles paletadas de tierra con su indiferencia. Quizás por eso nadie leía periódicos, ni veía los telediarios. Durante sus vacaciones no querían saber que había otras playas en las que la marea varaba cadáveres de inocentes, ni que estos se amontonaban en camiones frigoríficos, como los que transportaban el hielo para sus mojitos. Yo mismo era incapaz de escribir sobre ello. ¿Qué podía decir, que no hubieran dicho ya todas las fotografías publicadas? ¿Qué, que no fuera algo parecido a ponerse una camiseta con algún lema provocativo y contundente, echar la culpa a los políticos, al capitalismo, a enemigos invisibles y abstractos, y seguir paseando por el paseo marítimo con la conciencia tranquila?

Puede que en el fondo lo que me atenazaba, lo que nos convertía a la mayoría en ciegos, sordos e insensibles, era el hecho de que nuestros miedos,  nuestros recelos, apuntalan también las vallas y los muros, los convierten en infranqueables, rizan las serpentinas de alambre y arman a los guardias de frontera. Tenemos  miedo a los inmigrantes, a los refugiados, a que si llegan no haya sitio para todos. A que se cuelen en el bufet y nos roben el último plato de paella. Nos sentimos cómodos con las sandalias y las bermudas impregnadas de cloro y salitre, con nuestras camisetas y comportamientos de adolescentes perpetuos y egocéntricos, pero, aunque no queramos darnos cuenta,  el final del verano ha llegado, y con él de una vez el momento de ponerse el pantalón largo y de caminar con la dignidad de seres humanos, en lugar de haciendo sonar las chanclas, como si nos aplaudiéramos a nosotros mismos.

EL FUTURO DE LA TELEFONÍA MÓVIL

Ago 31, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote (Suplemento ON, Grupo Noticias 29/082105)

—¡JA, JA, JA! —Edmundo Alerta, el superjefazo plenipotenciario de Ultrafónica, se rió como si eructara un dios.

Su carcajada con mayúsculas y eco recordaba a la de los malvados de las viejas películas de principios de siglo, en los albores de la telefonía móvil, cuando su bisabuelo había empezado a forjar el imperio que ahora dirigía y, sin saberlo, a dominar el mundo.

—Así que por fin no queda ni una sola persona sobre la faz de la tierra sin móvil —dijo Edmundo, tras comprobar las últimas y definitivas estadísticas, mientras la yema de su dedo índice acariciaba el botón rojo.

El destino de la humanidad estaba, por fin, en sus manos.

Había sido un largo recorrido: aquellos primeros aparatos, tipo ladrillo, que los clientes se colgaban orgullosos del cinturón; los SMS, a 15 céntimos el mensaje —ah, qué tiempos—; y también Internet, y los whatsapp, y los pioneros experimentos secretos de telecontrol y solución final, en colaboración con la CIA y la Troika… Un largo camino, sí, pero sin baches ni cuestas. Echando la vista atrás resultaba sorprendente comprobar cómo los seres humanos se habían ido dejando dominar de una manera tan sumisa y gregaria. Como si, en el fondo, comprendieran que todo aquello se encaminaba a su supervivencia como especie.

—¡JA, JA, JA! — volvió a reírse Edmundo Alerta.

Pero en realidad él no era un malvado, sino un benefactor de la humanidad. Las ondas telefónicas que su compañía, y a través de ella todas las demás, habían ido transmitiendo durante años a todos sus clientes, hasta conseguir, primero adormecerlos, y ahora, si era preciso, eliminarlos, eran el método más efectivo, más justo y selectivo para acabar con la superpoblación y todos los problemas que esta generaba: migraciones masivas y violentas, guerras por el agua y el petróleo disfrazadas de guerras de religión, catástrofes nucleares y químicas… La única manera de que la humanidad se salvara era sacrificar a una cuarta parte de la misma, y solo ellos, que controlaban los gustos y gastos, los pensamientos y sentimientos de todos, sabían quiénes eran prescindibles, quienes merecían vivir y consumir y quienes no. Bastaba con que él, el superjefazo, apretara el botón rojo para que las ondas comenzaran a transmitirse selectivamente en una frecuencia hasta entonces desconocida y letal. Y no le temblaría el pulso. Los clientes, después de todo, habían puesto sus vidas en sus manos.

Primero dejaron que controlaran todos sus movimientos y accedieron a estar permanentemente localizados. Después, poco a poco, fueron sustituyendo sus vidas reales por sus vidas virtuales; sus amigos de carne y hueso por sus amigos de las redes sociales; sus conversaciones cara a cara por mensajes con caritas que sonreían o mandaban besitos… Dejaron de ver y de disfrutar  lo que sucedía a su alrededor para fotografiarlo o grabarlo en vídeo. Sus vidas ya no eran lo que les sucedía, sino lo que sucedía en las pantallas de sus móviles. Sus almas se almacenaban en sus tarjetas de memoria; sus cuerpos eran solo recipientes… Dejaron, por ello, también de leer, y de conversar, se dedicaron todos a hacer runnig y a tatuarse y a blanquearse los dientes y a ponerse tetas y a estirarse los penes…

Y a mirar sus móviles.

—¡JA, JA, JA! — se rió una vez más Edmundo Alerta, con una carcajada diabólica, una carcajada propia de un mesías.

Y después volvió a acariciar con la yema de su dedo índice y plenipotenciario el botón rojo.

 

 

 

PERIODISMO DOMÉSTICO

Ago 17, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

—¿Me estás hablando a mí, me estás hablando a mí?

Allí estaba yo, frente a la puerta del ascensor, imitando a Robert de Niro en Taxi Driver, intentando distraer a mis hijos para que no volvieran a iniciar su enésima y desesperante pelea, cuando de forma inesperada la puerta automática se abrió y aparecieron unos vecinos a los que los ojos se les convirtieron en platos —en platos de tiro al plato—al verme  apuntándoles con un arma imaginaria.

—Estooo… buenos días —disparé, muerto de lacha, y luego me autorreduje hasta el tamaño de un insecto y, pasando entre sus piernas, me dirigí hacia una de las esquinas del ascensor.

Siglos después, cuando la puerta se cerró, mis hijos, a quienes mi imitación del desequilibrado taxista no les había hecho hasta entonces gracia alguna (“¿Aita, ya estás otra vez con tus gansadas?”, habían dicho, y habían seguido chinchándose), estallaron en una carcajada nutritiva que se me contagió y fue creciendo en mi interior hasta hacerme recuperar mi tamaño y apariencia humanos y olvidar aquel abochornante momento.

Episodios tan chuscos como este son los que solía compartir con los lectores en Mi papá me mima, una colaboración (después libro) que tuve durante años en una revista de embarazos y bebés y en la que contaba en tono de humor mis peripecias de padre primerizo.  Se trataba por una parte de un ejercicio de periodismo doméstico y por otra, en el plano más personal, de un álbum de recuerdos, en el que quedaban inmortalizados esos momenticos junto a los niños que en caliente nos parecen inolvidables pero que con el tiempo se pierden como lágrimas en la lluvia —por seguir con las referencias cinéfilas—; o esas frases antológicas que descacharran nuestra lógica de adultos.  Por ejemplo, el día que me equivoqué y eché sal en lugar de azúcar al bizcocho de cumpleaños de mi hijo  e intenté excusarme con un penoso “Estas cosas le pasan a todo el mundo”.

—Ya, pero a ti te pasan más —me replicó él.Mi papá me mima (Ediciones B, 2013)

Después, los niños se me hicieron mayores y tuve que dejar de escribir sobre ellos, antes de que me demandaran por explotación laboral o atentar contra su intimidad, o de que lo hiciera la jefa de redacción por inventarme un nuevo bebé con el que conseguí prolongar mi colaboración en la revista algunos meses más.  Dejé, pues,  de anotar todas sus ocurrencias, de lo cual  me arrepiento profundamente, porque en breve se me olvidará, por ejemplo, que es un “serpentión”: así llamó mi hija a un cangrejo la última vez que estuvimos en la playa, supongo que asociando las imágenes híbridas de una serpiente y un escorpión, que en su cabecita deben de ser primos-hermanos del cangrejo de roca.

La literatura, y el periodismo sirven, entre otras cosas, para ello, para luchar contra la desmemoria (por ejemplo, y en otro orden de cosas, también quedará registrado en las hemerotecas quién  habló de una “plaga” para referirse a personas, a emigrantes en busca de una oportunidad). Escribiendo, en definitiva,  conseguimos que  no caigan en el vertedero de los recuerdos irrecuperables, como en Del revés, la última película de Pixar, algunos pequeños momentos que sirvieron para hacernos reír o nos ayudaron a sobrellevar situaciones en las que hubiésemos deseado que nos tragara la tierra… o el hueco del ascensor.

Colaboración par el magazine ON (periódicos Grupo Noticias), en la sección Rubio de bote

 

FELICITÁ

Ago 3, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  1 Comment

Yo soy un ser morfológicamente incapacitado para ser feliz. Cada vez que me río fuerte o durante un rato largo comienzo a sentir un dolor insoportable en la parte trasera de la cabeza. Como si bajo la bóveda craneal tuviera a una banda de rufianes, de aguafiestas, acogidos en sagrado (aquella potestad medieval que otorgaba impunidad en recintos religiosos a los perseguidos por la justicia)… Como si una panda de neonazis armados con bates o de tertulianos cavernícolas con micrófonos irrumpiera en una fiesta.

Una limitación física de ese tipo imprime carácter, pero lo imprime solo con el cartucho de tinta negra, mientras el de colores se seca reservado para días que nunca llegan. Soy, pues, un tipo irónico y contenido, con tendencia a la melancolía. Por prescripción médica. Me consuelo leyendo, como si fueran prospectos de un medicamento,  sentencias filosóficas o literarias sobre la felicidad, como aquellas que dicen que la felicidad consiste sencillamente en tener mala memoria (Ingrid Bergman); que la felicidad la dan pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña joya…( Groucho Marx); o que hay dos maneras de conseguir ser felices: una, hacerse el idiota; otra, serlo (Jardiel Poncela).

Es cierto, ser feliz es insolidario, es ir por la vida con anteojeras, cambiar de canal a la hora del telediario… Pero a mí me gustaría, de vez en cuando,  poderme reír a carcajadas, partirme de risa, sentir que mi cabeza revienta y las carcajadas caen sobre quienes me rodean  como una metralla de buen rollo, como un gas de la risa que contagia incluso a los que me hacen infeliz, a los que firman desahucios o te incluyen en listas negras, a los que aparcan en doble fila, a los antidisturbios… Que pudiera quitarme la mordaza, reírme a  mandíbula batiente, disparar el cartucho de colores y que  todos ellos  murieran de risa.

Se puede morir, de hecho, de risa. Me lo contó un compañero de trabajo una vez. Que su padre murió atragantado por sus propias risas. Y mientras me lo contaba yo me imaginaba la situación y luchaba contra mí mismo por contener las mías, mis propias carcajadas.

Esa es la parte que compensa mi incapacidad para ser feliz. O un efecto secundario. Del mismo modo que la presión craneal aplasta mis carcajadas debo luchar contra mí mismo para que en momentos solemnes no se me escape una risa inoportuna. No hay nada peor que reírse en un funeral. O en un discurso. O durante un desfile (en este último caso no porque no lo pida el cuerpo, que sí, sino porque te enfrentas a gente peligrosa y armada).

Lo cierto es que, pese a la vida misma y pese a los periodistas de la caverna mediática, estamos diseñados para reírnos: sonreímos  al observar  a las personas a las que amamos, al dar las gracias, cuando a alguien se le cae un pedo… Y eso está bien,  hay que reírse, aunque el chiste sea malo o la realidad apeste. Hay que intentar ser feliz aunque nos duela la cabeza. Porque hay brillando una pequeña joya en los momentos más domésticos.  “Vivimos como queremos”, dijo un día mi hijo, mientras compartíamos un pincho de tortilla de patata en un bar. Y  después, cuando yo me reí y comenzó a dolerme la cabeza, pensé que quizás fuera porque se me estaba quedando grabado en ella, a cincel, un momento como aquel, tan parecido a la felicidad.

Colaboración para ‘Rubio de bote’, sección del magazine semanal ON (Grupo Noticias). 1-08-2015
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