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MUERTOS GRATIS

Oct 24, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote (suplemento ON de los diarios de Grupo Noticias 22/10/2016)

Resultado de imagen para bruce willisComo decíamos ayer, o sea, en el anterior Rubio de bote, que no pare la música. Y la canción que a viene sonando en la jukebox de mi cabeza es en los últimos días esa de Extremoduro que dice “Y muere a todas horas gente dentro de mi televisor”. A todas horas no sé, pero por la noche al mando el mando a distancia se convierte en un arma de repetición, en el disparo de salida para una masacre, en un arrebuche de balas y muertos gratis.
Desde hace algún tiempo, cada vez que por la noche intento encontrar alguna película que me tranquilice, que sintonice con ese momento de calma y recompensa que debería ser el final del día, inevitablemente todas comienzan con tiroteos, persecuciones de coches, brucewillis repartiendo zartakos o convertidos en héroes anónimos que se toman la justicia por su mano…
Vivimos en un mundo violento, es cierto, pero creo que tras la apocalipsis que acabe con la raza humana, cuando un alienígena encuentre en alguna cápsula del tiempo alguna de esas películas que dejamos como testimonio de lo que era la vida en la tierra, esta no tendrá mucho que ver con la realidad, ni hablará de cuáles fueron las auténticas aspiraciones, sentimientos, sueños de los terrícolas de a pie. Ni siquiera con la violencia real que padecieron la mayoría de ellos.
La violencia explícita es, creativamente, un recurso fácil, en el que todos los que nos dedicamos a contar historias caemos de vez en cuando. Es mucho más sencillo poner a un tipo desesperado entrando en un supermercado con una media en la cara y disparando a todo lo que se mueve que a alguien comparando las etiquetas de los precios de la carne y eligiendo la bandeja más barata, la de peor calidad, la que semana a semana irá matándolo, obstruyendo sus arterias, porque no puede pagar nada mejor, más saludable; o una escena de violaciones, palizas a mujeres, que una conversación entre hombres en la que alguien hace un comentario machista y los demás se ríen o callan.
La mayoría de las películas de hoy en día se trufan de cadáveres, explosiones, asesinos descorazonados que matan fríamente, sin ninguna muestra de arrepentimiento posterior. Si se trata de contar que en el corazón del ser humano anida el mal, ya ha quedado claro, lo que cada vez parece menos claro es que junto a él hay otros polluelos mucho más simpáticos, que aman, ríen, se protegen, juegan y hacen, en definitiva, de las personas algo más complejo y humano, valga la redundancia.
Esa saturación de violencia ha acabado por convertirse en una especie de exaltación del mal y por necrosar gran parte de los procesos creativos o artísticos. Resultan casi inconcebibles, aburridos, un videojuego, una película, un comic sin acción, sin muertos, sin sangre. Ahora mismo, por ejemplo, mientras escribo esto, junto al ordenador hay una pistola de cartón que mi hijo ha fabricado descargando de internet un recortable y en uno de cuyos laterales se puede leer un inquietante: “Proyecta tu mente”.
Reivindicar para la literatura, el cine, la ficción otros valores y sentimientos como la piedad, la solidaridad, la bondad corre el riesgo de acabar identificándose con otro tipo de películas, como los telefilmes lacrimógenos y ñoños de sobremesa de domingo, pero creo que hay espacios intermedios que como creadores (o como espectadores o lectores que buscan otro tipo de arte) tenemos la obligación de buscar para contrarrestar toda esa tormenta de sangre que no solo no da la verdadera dimensión de los que somos sino que además parece encaminada a convertirnos en ello, en humanos que aceptan sin inmutarse toda esta violencia gratuita y ese mundo incierto de brucewillis.

UN MAPAMUNDI EN EL OÍDO

Oct 10, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote (Magazine ON, diarios Grupo Noticias)


Hace unos días encontré trasteando por Internet una versión reggae de un tema de Pink Floyd que me gusta mucho, Whis you were here, interpretado por Alpha Blondy, y como este es un artista de Costa de Márfil me acordé también de que hace ahora un año, gracias a un premio literario, yo me encontraba recorriendo aquel país. Recuerdo que mi vuelo llegó con antelación al aeropuerto de Abdijan, porque un día antes había habido un golpe de estado en Burkina Faso, donde el avión debía de hacer escala técnica, que decidieron suspender a última hora. Así que las personas que debían venir a recogerme al aeropuerto todavía no habían llegado cuando yo aterricé y eso desbarató una de las cosas tontas que me hacían ilusión de aquel viaje: la imagen de alguien esperándome con mi nombre escrito en un cartel en letra Times New Roman 72.

Tuve que hacer tiempo, pues, en el aeropuerto de un país y un continente desconocidos, y por desconocidos injustamente temidos, y eso me puso algo nervioso, por no decir que estaba hecho un flan (o una cuajada). Me sentía, perdón por el chiste malo, el blanco de todas las miradas. En un momento dado la gente, incluso, comenzó a señalarme, a acercarse a mí, sacarme fotos…Y cuando llegaron hasta donde yo me encontraba me rebasaron como si fuera invisible. Me di la vuelta y por la puerta de llegadas, apareciendo como un dios, un dios del reggae, vi al mismísimo Alpha Blondy. No me lo podía creer. Solo una semana antes había descubierto que el estribillo de una sus canciones, Cocody Rock, que yo había tarareado cientos de veces sin saber qué significaba y escuchado hasta aborrecerla (mi hijo cuando era pequeño me la pedía una y otra vez siempre que subíamos al coche) hacía alusión a un barrio de la capital del país, Cocody, en el que yo además iba a dormir alguna noche durante ese viaje.

El caso es que, espoleado por todas estas casualidades, compartí esas canciones de Alpha Blondy en mi muro de Facebook, y también otras del disco Jerusalem que el cantante marfileño grabó con los míticos The Wailers: Travailler c,est trop dur, Miwa, Kalachnikov love…, y que a su vez me traían otros recuerdos más lejanos: una Semana Santa en Lekeitio, durmiendo en una furgoneta, la playa vacía, la música —de Alpha Blondy— alta, recuerdos melancólicos (y melalcohólicos) de juventud, aquella sensación, en definitiva, tan parecida a la libertad.

Para mi sorpresa, alguien dejó un comentario en uno de esos videos, el de la canción Travailler c,est trop dur, explicando que ésta en realidad era una versión de un tema tradicional cajún, la música mestiza de Luisiana que mezcla el blues, el country y el folklore francés, interpretado con violines, concertinas o tablas de lavar. Y eso tampoco me lo podía creer. Acabo de publicar una novela titulada Los dueños del viento, protagonizada por un muchacho vasco que, en el siglo XVII, huyendo de las persecuciones de la Inquisición,  se enrola como músico en una tripulación pirata. Y resulta que la idea de escribir esa novela tuvo como punto de partida precisamente una pequeña guía encontrada al azar sobre la música que en teoría escuchaban los piratas, y en la que entre otras se citaba la música cajún.

Un cúmulo, en definitiva, de casualidades, la memoria convertida en un dial, el oído en un mapamundi,  ese poder evocador de las canciones que nos transportan de un recuerdo a otro. De Wish you were here a la playa de Karraspio. De las cuevas de Zugarramurdi a Jerusalem. Que no se detenga, pues,  el viaje. Que no pare nunca la música.


 

CAMPEONES DE OTOÑO

Sep 26, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

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Un kiliki de la Txantrea que representa a aquellos japis, los antiguos vigilantes de jardines de Pamplona

Publicado en Rubio de bote (ON, magazine de diarios de Grupo Noticias)

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, que cantaba Pablo Milanés. La vida es un infanticidio perpetuo y la cabeza se llena de ceniza y musgo, que son los olores de la melancolía. Hace unos días mi hijo mayor empezó el instituto y me acordé de cuando yo era él, hace tantos años, porque la vida también es una noria y el tiempo su agua que limpia la sangre de los niños viejos ahogados y trae consigo otros con la piel nueva, sin arañazos todavía.

Por entonces, nosotros empezábamos las clases en octubre, quince o veinte días más tarde que los colegios, y yo recuerdo aquellos días con una nostalgia agridulce, que es como tiene que estar condimentada la nostalgia. Eran aquellos días en los que nos sentíamos los reyes del mundo, de un mundo, eso sí, que era como una casa de pueblo cerrada hasta el siguiente verano, o como una piscina vacía, que se iba llenando de hojas, o como una sala de espera de una estación de autobuses que no sabíamos a dónde llevaban.

En el fondo creo que estábamos muertos de miedo, porque sabíamos que ya nada sería como antes, porque por primera vez comprendíamos que la niñez no duraba para siempre. Éramos igual que esa castañas pilongas resplandecientes, que rompían el cascarón de púas protectoras. No sabíamos hacia donde nos arrojaría la mano del destino, y a ratos nos preparábamos para recibirlo a cara de perro, fumando cigarrillos a escondidas, creyendo que su humo nos inflaba, nos hacía grandes y duros, y otras veces regresábamos a los paraísos ya casi perdidos de la niñez, a las murallas, al parque de la Media Luna, y volvíamos a arrojarnos sobre las fosas comunes de hojas caídas, a pisar sus esqueletos, que los barrenderos amontonaban pacientemente y nosotros deshacíamos a patadas antes que el viento, porque para eso éramos los reyes del mundo, reyes déspotas y caprichosos, destronados a escobazos o por los japis, aquellos vigilantes vestidos de verde que el ayuntamiento ponía no sé si para que los niños nos divirtiéramos  puteándoles o para que se nos fuera curtiendo la piel con sus bastonazos, que viene el japi, que viene el japi…

Éramos solo campeones de otoño, que bajábamos del pódium el primer día de clase, el día de la presentación, cuando acantonábamos nuestros miedos y nuestros complejos adolescentes en el hall del instituto y por el altavoz nos sometían a un buylling legalizado, porque nos iban llamando de uno en uno, y había que abrirse paso entre toda aquella espesura de hormonas en flor, y subir las escaleras hacia el aula que te había correspondido, aupado por todos aquellos ojos carnívoros, aquellas gargantas llenas de zarzas que se reían cuando a alguno los nervios le hacían tropezar, o cuando eras gordo, o flaca, o tímida, o tenías granos, o tu apellido era una condena, Jorge Cabezón, Mikel Aeropagita, Miren Amiano, y Miren subía a ese patíbulo con un jersey anudado a la cintura.

Mi hijo, ahora, supongo que estará pasando por todo eso, quizás sin comprender todavía ese septiembre de su niñez; ese septiembre que revive los míos, aquellos septiembres en los que toda la vida estaba aun por delante, pero atrás ya empezaban a quedar cosas que ya nunca se recuperan, que nunca serán iguales. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, es cierto, pero nuestros hijos  siempre siguen siendo niños para nosotros, dentro de nosotros, y su sol sigue, seguirá siempre brillando en este otoño de ceniza y musgo. Te quiero, hijo, suerte en el insti.

 

 

 

VIAJES (RAROS) EN EL TIEMPO

Sep 10, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Resultado de imagen de yogur teléfonoRubio de bote, colaboración para ON (10/09/2016)

Igual soy yo, que soy raro, pero de cerca todos somos raros, así que  creo que todos nos hemos hecho alguna vez preguntas como esta: si me metieran en una máquina del tiempo o en un DeLorean, si me reencarnara o teletransportara a otra época, pero sabiendo todo lo que sé ahora, por ejemplo, que existen los coches, la televisión, los Motörhead,  que el hombre ha llegado a la luna… si supiera todo eso y me plantara, no sé, pongamos, en la Edad Media, ¿me convertiría en un profeta, un benefactor de la humanidad, un iluminado?

Mi respuesta es que no, que seguiría siendo un pobre diablo, o que me tomarían por un chalado, con la cabeza llena de pájaros  y también de alpiste ¿Cómo explicaría, por ejemplo, el funcionamiento de un avión? ¿O del teléfono? ¿Dónde encontraría en pleno siglo XII dos vasos de yogur y un hilo?

Para que mis conocimientos técnicos tuvieran una base teórica defendible debería retroceder por lo menos al pleistoceno e inventar  la rueda o el fuego, pero ni siquiera entonces estoy seguro de que fuera capaz de explicarme.

—Mira, ahí está otra vez ese tonto a las tres, dale que te pego—dirían condescendientes Miguelón y los demás hombres y mujeres de Atapuerca cuando me vieran frotando los dos palitos, incapaz de hacer saltar una mísera chispa.

—¿De qué me ha servido leer el “Manual de los jóvenes castores”? —me preguntaría yo entonces— ¿O todos esos años de colegio, instituto, universidad, cursos del INEM, si soy incapaz de comprender por qué aprieto un botón y dentro de una caja se oyen voces, cómo funciona un reloj, cómo se hace un queso?

Tal vez debería de ser un poco menos ambicioso y sacar un billete de cercanías para ese viaje en el tiempo. Retroceder, por ejemplo, solo una década y presentarme en la redacción de deportes de alguna televisión:

—Voy a retrasmitir los partidos de fútbol como si los estuviera contando por la radio —les diría, pero me temo que ellos no lo entenderían.

Bueno, en realidad, yo tampoco lo entiendo y me da mucha rabia y mucho dolor de cabeza —algo lógico cuando tienes la cabeza llena de alpiste y de pájaros—esa manía de poner a un locutor-hooligan que te van diciendo “Menganov lleva la pelota, la toca con el pie de derecho, se la pasa a Fulanowski, la recibe con el pecho”… ¡Coño, pero si ya lo estoy viendo, deja de gritar, chaval!

O, si no, podía probar con la música. Si por ejemplo, me dejaran caer de repente en la Viena del siglo XVIII, Mozart iba a flipar, cuando le tarareara el “Give it away” de los Red Hot Chili Pepers. Claro que para eso yo debería tener oído en vez de solo orejas y es más que probable que, en cuanto terminara de destrozar la canción, Wolfgang Amadeus me despachara con alguna de sus escatológicas frases:

—¡Madre mía, pero si pareces un chimpancé con meteorismo!

—¡A que se la llevo a Salieri! —replicaría yo, pero sería más la rabieta que otra cosa, y allí me quedaría, solo e incomprendido, con “Yesterday” y “El concierto de Aranjuez” y “Cerebros destruidos” sonando en la jukebox de mi cabeza.

La historia debe de estar llena de genios, de adelantados a su época, de viajeros perdidos en el tiempo, a los que nadie prestó atención, o que no tuvieron suerte, carisma, habilidades sociales, padrinos, el sexo o la condición social adecuados. ¿Habrá un limbo al que fueron a parar sus inventos, sus canciones? Y por seguir con las preguntas: ¿Volverías a los 18 años? (¿Pero, cómo, con todo lo que he aprendido hasta ahora?) Y, sobre todo: ¿Eso del meteorismo qué es, algo que tiene que ver con los extraterrestres o con la aerofagia?

 

My generation

Ago 13, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

que suba la marea 053

Con David González en el backstage de un concierto de Marea en León en 2002

Con Vicente Muñoz durante la presentación de Resaca /Hank over en 2008
Con Manuel Vilas, Vicente Muñoz, David González y Oscar Aibar

Con Manuel Vilas, Vicente Muñoz, David González y Oscar Aibar, durante la presentación de «Golpes. Ficciones de la crueldad social»

 MY GENERATION

En aquella época el buzón era nuestro cofre del tesoro. Nos asomábamos a él cada mediodía, cuando regresábamos de la universidad, de la fábrica, de la oficina del INEM, esperando ansiosos encontrarnos la respuesta de una editorial o uno de aquellos grandes sobres que llegaban desde León, desde Gijón, desde Punta Umbría, y que contenían el último fanzine en el que habíamos colaborado, o el poemario o libro de relatos que acababa de publicar algún “hermanito”, así nos llamábamos cómplice y cariñosamente en las cartas manuscritas que también nos escribíamos.

Contactábamos entre nosotros buscándonos en las últimas páginas del Ajoblanco, escribiendo a los apartados de correos que dejaban como santo y seña las revistas literarias. Nos leíamos primero, antes de conocernos, y queríamos conocernos porque nos gustaba lo que leíamos (al contrario, creo, que sucede ahora, que los escritores se hacen amigos por acumulación y por Facebook y no se leen unos a otros, les basta con darle al me gusta, que es más barato que un sello de correos)…

David González, Vicente Muñoz Álvarez, David Benedicte, Eva Vaz, Oscar Sipán… Esos eran los nombres. Mono Gráfico, Borraska, Vinalia Trippers, Kastelló, El Canto de la Tripulación… Esas las barricadas de papel en las que nos curtíamos, que a menudo nosotros mismos levantábamos. Soñábamos con vivir de la escritura, antes que con la fama, que nunca llegaba. Sabíamos que, a pesar de eso, escribiríamos siempre, que nos levantaríamos una y otra vez de la lona, ocurriera lo que ocurriera, aunque la suerte fuera esquiva y los golpes bajos. No teníamos padrinos ni éramos complacientes. La mayoría procedíamos de barrios obreros, de ciudades fuera de los mapas del telediario, y eso también contaba, claro que contaba (en contra).

David González estuvo en una cárcel de menores y arrastró durante años la condena —todavía hoy, con más de cincuenta, la arrastra—, aunque su poesía sea mucho más grande que su leyenda. Con él aprendí a leer y a entender y a amar la poesía. Es uno de los imprescindibles y sin embargo se siente, lo hacen sentirse a menudo despreciado, con ganas de quitarse de en medio, de autodestruirse y dejarnos huérfanos a los cientos de lectores que lo queremos  y admiramos sus versos. Vicente Muñoz Álvarez, el narrador y poeta más brillante de la noche y la oscuridad, agitador cultural, editor de revistas y libros antológicos, ministro del “underground”… Recorre España durante medio año con una furgoneta cargada de muestrarios de zapatos y se siente agradecido por ello, porque así le queda el otro medio para escribir y para ensoñar, para conspirar contra Babilonia y merodear en los márgenes del arcoiris. Ellos son mis “hermanitos”. Mi generación. My generation, como cantaba The Who. Léanlos. Vicente acaba de reeditar su, a mi juicio, libro más logrado, El merodeador. David prepara una antología de sus mejores poemas, seleccionados por sus propios lectores. Lean  las novelas de David Benedicte, los poemarios de Eva Vaz, los cuentos de Oscar Sipán…. No les resultará fácil encontrarlos, eso sí. No los verán reseñados en los suplementos culturales, ni se los encontrarán en los displays de las librerías.  Hay que buscarlos. Como cofres del tesoro.

(Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para el suplemento ON de los diarios de Grupo Noticias 13/08/2016)

 

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