• Subcribe to Our RSS Feed
Tagged with "rubio de bote Archivos - Página 37 de 48 - Patxi Irurzun"

RUNNING OCHENTERO

May 8, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 Publicado en ‘Rubio de bote’, ON (suplemento de los diarios del Grupo Noticias). 08/05/2016

 

—¡Un, dos, un, dos! —oímos que nos gritaban desde una de las casas bajas, las que daban al barranco, por donde mi madre y yo habíamos salido a correr al caer la noche, cuando nadie pudiera vernos.

Y después unas risas que subían a la superficie desde la ciénaga de un pecho lleno de alquitrán y malas hierbas. Miré hacia aquel agujero negro y vi brillar una luciérnaga naranja, alguien fumando a la puerta de la casa de la bruja. De ese modo llamábamos a la herbolera que vivía allí, una mujer mayor y con barba, que siempre andaba arrastrando bolsas de hierbabuena, berro, verbena, a veces acompañada de un jabalí amaestrado, que hozaba entre los matorrales de los descampados.

—¡Un, dos, un, dos!—escuchamos de nuevo su voz cavernosa.

Y corrimos como alma que lleva el diablo, sintiendo a nuestras espaldas el aliento caliente del animal y los colmillos fríos de la humillación clavados en nuestros culos deportistas. Corrimos hasta que llegamos al portal, y una vez dentro, nos apoyamos contra la pared, jadeantes. Miré a mi madre. Llevaba puesta una falda a cuadros, botas de monte y un oriller amarillo horrososo.

—¡Yo no vuelvo! —dije.

No sé por qué, nos había dado por salir a correr. A mí, supongo que porque había visto Rocky, o porque pensaba que para que me cogieran en la NBA solo con los entrenamientos del equipo de baloncesto no me valía; a mi madre porque siempre había sido muy moderna, una adelantada, o porque no quería dejarme solo en aquella época de navajeros y miedo a salir de noche. El caso es que aquella fue la primera y la última vez.

Por entonces correr era una excentricidad. Nadie corría, si no hacía falta. Solo quienes practicábamos algún deporte, y lo hacíamos de vez en cuando y en grupo. La gente nos señalaba, se reía, y siempre había el típico gracioso que se colocaba junto a nosotros y recorría unos metros imitándonos, burlándose.

Después no sé qué paso. A salir a correr le cambiaron de nombre y le pusieron footing. El chándal se convirtió en una prenda de uso corriente, que hasta se podía combinar con tacones. Todo el mundo corría, aunque nadie les persiguiera. Y como todo el mundo corría, los que corrían más que los demás  dejaron de hacer footing, que era una cosa como de aficionados, y se hicieron runners.

Yo hará unos veinticinco años que no hago deporte. Alguna vez, si se me va a escapar el autobús, echo una carrerita y siento como si cada uno de mis huesos proclamara su declaración de independencia. Y al día siguiente, las agujetas, que duran una semana. No voy a decir que eso sea normal, ni que hacer ejercicio no esté bien, pero a veces me he encontrado con algunos de esos que de niños se reían de mí cuando corría, con aquellos compañeros de colegio para los que la clase de gimnasia era una tortura y el plinto un Everest; o con aquellos que cuando quedábamos para ir en bicicleta, aparecían con sus BH impecables, con los guardabarros sin tocar, aquellas bicicletas que solo habían usado la mañana del día de reyes; y de repente, todos ellos se han convertido en ironmanes, van vestidos como astronautas, beben cosas verdes…  Y no sé muy bien qué pensar: por una parte me siento descolocado, una especie de marciano, me parece que siempre en la vida he hecho las cosas al revés, cuando no tocaba; pero, por otra, me parece que en todo eso hay algo raro, no sé muy bien qué. Por lo demás, cualquier día de estos me encuentro a la bruja yendo a clase de zumba. Y al jabalí atado en la puerta del gimnasio, con una de esas sudaderas para mascotas.

 

Patxi Irurzun

Y MUCHO MÁS

Abr 25, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote, magazine ON (diarios del Grupo Noticias), 24/04/16

Los niños eran monísimos, tres o cuatro príncipes de Beckelar, con sus pelos rubios como soles, cortados a tazón, y sus dientes resplandecientes, ultrablancos, todavía sin manchas de sangre, y los pantaloncitos cortos y cuadriculados de sus uniformes de colegios concertados, en los que en cada aula solo hay los inmigrantes justos y necesarios, y se hacía raro verlos allí, en la caja de aquel supermercado, un súper de barrio, fronterizo, en mitad del polígono industrial que separaba nuestros bloques de VPO de sus urbanizaciones de chalets, y también a sus padres, que parecían descolocados, nerviosos, con ganas de pagar cuanto antes y largarse de allí, de volver al mundo real, pero justo después de pasar la tarjeta y recoger la compra, la cajera los retuvo aún un poco más dentro de aquella pesadilla de extrarradio, metiendo la mano y sus uñas pintadas de tres colores en una bolsa de caramelos con el logo del súper.

—Estamos celebrando nuestra reciente apertura, esperamos volver a verlos pronto por aquí —dijo después, con voz de máquina de tabaco, ofreciéndoles una sonrisa falsa (la de verdad la mantenía candada  a su boca con un piercing) y un generoso puñado de aquellos caramelos a cada uno de los niños.

—¿Qué se dice, chicos? —preguntó entonces, de mala gana, un poco por obligación, el padre.

Y aquellos príncipes de adosado, tan ricos, contestaron al unísono, en un coro que entonaba el himno de los tiempos que corren:

—¡Más!

La escena, aunque parezca un esperpento en el que el espejo deformante de la escritura exagera  a conveniencia los trazos, es real, la presencié hace poco mientras hacía la compra en un supermercado recién abierto cerca de mi casa. Si no hubiera sido real y me la hubiera imaginado los niños tal vez habrían sido menos rubios y menos concertados, para que nadie me llame maniqueo o populista o bolivariano, pero los niños eran así, pijos, qué le vamos a hacer.

Después, con el tiempo, igual esos niños, y otros como ellos, o distintos (no hay nada más democrático y menos clasista que la estupidez)  dejan de ser príncipes y se hacen tronistas, comienzan a tener otra inquietudes y preocupaciones, el terrorismo, por ejemplo, pues cada vez que hay un atentado en la tele emiten programas especiales y suspenden Mujeres, hombres y viceversa (MYHYV) y a eso “no ay derecho”, prenden fuego a la red entonces con sus tuits, “y a mi ke me inporta todo eso de Bruselas, ande cae Bruselas?”, teclean airados en sus móviles, y a veces su indignación no se queda ahí, también salen a la calle, ellos u otros distintos, o sea iguales, todos estúpidos, y hacen concentraciones, “¡Salvemos a Carlos!”, gritan unos, y otros les responden “¡Salvemos a Laura!”, y Carlos y Laura no son  desahuciados o refugiados sirios, son los finalistas de Gran Hermano (GH), porque a los refugiados esos y a los pobres pobres ya les dan bastante bola en los telediarios, gritan los tronistas, y su coro se unen ahora belenestabanistas y bertinosbornistas y hooligans del fúrgol y de la vigorexia y de Vargas Llosa (del escritor no, del otro que sale en las revistas del corazón), a nosotros que nos dejen en paz, corean, a nosotros que nos dejen con lo nuestro, que vivimos muy tranquilitos y no hacemos mal  a nadie, nosotros también votamos y tenemos derechos, nosotros lo único que queremos es más MYHYV y más GH y más LIGA BBVA, todos queremos más —se cogen finalmente todos por los hombros, hermanados—  y más y más y mucho más. Chimpún.

 

Serendipias, mondegreens & guachi-guachis

Abr 9, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  3 Comments


Publicado en la sección «Rubio de bote» del suplemento ON de los diarios del Grupo Noticias (09/04/2016)

A todos nos pasa de vez en cuando y, sin embargo, cuando sucede nos sentimos especiales, elegidos por algún dios menor de la casualidad. Estás, por ejemplo, hojeando un libro o el periódico y en el preciso momento en que lees una palabra alguien junto a ti la pronuncia o la escuchas en la radio o en la tele. No sé si existe un nombre para eso. Estrictamente no se trata de una serendipia, es decir, de un hallazgo obtenido por azar o error, en el transcurso de otra búsqueda o investigación, como la penicilina, los tripis, el kalimotxo o la Viagra, que se descubrió al observar que los pacientes de un estudio sobre la angina de pecho, se mostraban entusiasmados con el mismo, además de puntiagudos, y que no devolvían las pastillas sobrantes.

Cuento todo esto porque hace unos días, mientras le daba vueltas a la idea de escribir en esta columna sobre otro curioso fenómeno para el que también desconocía el nombre, como es el de las frases que inventamos para canciones cuya letra no sabemos o que llevamos toda la vida cantando mal sin saberlo, en el libro que casualmente estaba leyendo, el estupendo Vikingoen sorterrira de Xabier Mendiguren, uno de los protagonistas de uno de los relatos (que, abundando en las coincidencias, además se llamaba Felisín, como el personaje de mi primera novela) entona el Eusko gudariak de esta manera: Irrintzi va que chuta, mendi tontorrean!; y a continuación el narrador explica que en inglés a eso se lo define como un mondegreen.

Mi primer mondegreen, el primero del que yo tengo constancia, tiene también que ver con el euskara, o más bien con el desconocimiento de él. Recuerdo que cuando era pequeño y mi madre nos obligaba a ir a misa en la iglesia de nuestro barrio solían adaptar canciones de Simon & Garfunkel o Bob Dylan (el Blowin in the wind se transformaba en  Saber que vendrás, por ejemplo, o The sounds of silence en Padre nuestro tú que estás) y que en algún momento de la ceremonia también se entonaba el comodín del Txoria de Mikel Laboa, en cuyo caso se mantenía la letra original, y que cuando le tocaba el turno a la estrofa que decía “neria izango zen”, yo la transformaba en un “María y san José” que debía sonarme mucho más propio para un lugar como aquel.

Más adelante, en mi adolescencia vendrían otros lamentables mondegreens como sustituir en el Eh, txo! de Hertzainak  aquello de “Gehiegi itxoiten duk” por “Que ya he dicho que no”, o tararear el tema central de Grease, en el momento en que Travolta se pone a señalar con el dedo mientras menea pizpiretamente las caderas, de esta macarrónica manera: “Acanchuuuú is pepinable”.

En este último caso, en realidad, más que ante un mondegreen nos encontramos con un claro caso de guachi-guachi, que con el tiempo descubriría que es un recurso más que habitual entre los músicos a la hora de componer: encajar letras provisionales en sus temas en un inglés de pega, algo que por lo demás también hacen los niños cuando imaginan canciones o imitan a artistas extranjeros. Me pregunto, por lo demás, en qué idioma cantan los niños ingleses cuando se inventan o no se saben la letra de una canción.

 

 

 

HOMBRE-BOCINA

Mar 25, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

autopistadelsurRubio de bote. Publicado en el magazine ON (Diarios del Grupo Noticias), 25/3/2016

Este año el invierno estaba de veraneo y regresó cuando ya nadie lo esperaba, sacudiéndose con ímpetu juvenil los restos de la última fiesta de la espuma, que se convertían al entrar en contacto con el aire súbitamente adiciembrado de marzo en copos de nieve lentos, gordos y abatidos, descendidos del cielo como palomas de la paz con un ala rota.

Una mañana, por ejemplo,  nos levantamos y, contra todo pronóstico (metereológico) y desafiando a la aburrida infalibilidad de AEMET, había caído una nevada imprevista, como las de antes de ahorcar al hombre del tiempo.

Y tanta espontaneidad nos pilló a todos desprevenidos, incapaces de reaccionar, de improvisar, de usar el transporte público o las katiuskas, en lugar de las ruedas de invierno.

Desde la ventana de casa se veía en la rotonda de salida a la autovía un atasco descomunal, que podría haber sido cortaziano, de no ser por aquel tonto del haba y su bocina. Si en su cuento La autopista del sur Julio Cortázar imaginaba a conductores que se ofrecían sándwich de jamón y vasos de granadina y se enamoraban y morían con naturalidad en mitad de un embotellamiento canicular y parisino, en el nuestro (que podría haber sido la cara B de aquel cuento y titularse La autovía del Norte), los conductores disfrutaban en calma de  la coartada perfecta de la nevada para, por un día, llegar tarde al trabajo, y lo único que se escuchaba era la música tranquila de sus radios o las risas de los niños y sus guerras de bolas o el crujido un poco denteroso y a la vez adictivo de la nieve recién hollada por los felices transeúntes…

Todo eso hasta que llegó aquel tonto del haba y su bocina. ¿Qué pretendía? ¿Tenía más prisa, se sentía más importante que el resto de los conductores? ¿Creía que estos tenían sus coches detenidos para contemplar alelados cómo caía la nieve? ¿Cómo sonaría una bocina cuando te la metían por el culo?

La expresión tonto del haba, y su apócope tontolaba, tiene su origen en una tradición navideña de  la soldadesca de los tercios de Flandes, que escondía un haba en un bizcocho, de tal suerte que  al que le tocaba en su ración durante unas horas podía mandar y sobre todo desmandar en los demás. Eso luego evolucionó hasta el roscón de reyes, por una parte, y por otra hasta elegir delegado en el instituto al más lerdo de la clase. Hoy, además, el original tonto del haba es el previsible tonto de la bocina. Y su claxon el reclamo que despierta el instinto gregario y propenso a la bulla de la especie humana carpetovetónica. Y así, en menos de un minuto, lo que podía haber sido un atasco modélico, civilizado, noruego, se convirtió en un guirigay de pitos, insultos escupidos por la ventanilla y disparos a las alas sanas de las palomas de la paz.

La bocina como paradigma del mundo en que vivimos, en el que meter ruido parece ser la única solución para todos los atascos. El ruido mediático de las noticias, que anestesian por saturación; el ruido de los likes en las redes sociales, que calman nuestras conciencias o nuestra ira; el ruido de la política-espectáculo,  con su información invasiva y excesiva, copándolo todo, sobreponiéndose a los auténticos problemas y dramas de la gente común…

Hemos decidido seguir a los hombres-bocina, en lugar de gobernarnos a nosotros mismos, de intercambiarnos mantas y cargadores de móviles en los embotellamientos. Hemos dejado nuestros destinos en manos de los líderes mesiánicos y narcisos de la vieja nueva política y en su ruido. Todo ello mientras la fila apenas avanza y la nieve sigue cayendo, como un maná que se deshace cuando intentamos atraparlo con las manos.

Patxi Irurzun

 

Síndrome Calimero

Mar 16, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en «Rubio de bote», semanario ON (12/3/16)

Podría ser peor, como contaré al final, pero a mí nadie me toma en serio. No hay manera. Cada vez que, por ejemplo, en casa me salta el aceite mientras les frío las alitas de pollo a los niños oigo sus carcajadas desde el cuarto de estar, eso si no aparecen en la cocina para meterme el dedo en las llagas, señalándome tronchados de la risa.  También es cierto que cuando me quemo se me escapan unos gritos un tanto ridículos, como si tuviera dentro un jugador de tenis. Pero duele. Sufro. Lo paso mal. Y no está bien, niños,  reírse de las desgracias de los demás, por muy cómicas que resulten.

No culpo a mis hijos, de todas maneras, la cosa viene de lejos. Una vez, en el colegio, me di un trompazo monumental. Fue durante uno de aquellos recreos caóticos y peligrosos en los que el patio se convertía en una madeja enredada de partidos de fútbol, con balones volando descontrolados en todas las direcciones. Aquel día, además, llovía como si el cielo fuera un enorme acuario al que se le había roto el fondo, y a mí, que aquel día estaba de portero y un tanto aburrido (a veces los partidos se enquistaban en una melé en la otra esquina del patio y así podía transcurrir el recreo entero), se me ocurrió imitar a Nadia Comaneci y colgarme del larguero, con tan mala suerte que como este estaba mojado, los dedos de la mano se me escurrieron y caí de espaldas contra el suelo, golpeándome la nuca. Fue uno de esos impactos que duelen también al que oye y reconoce el sonido del hueso quebrarse. De hecho,  cuando me levanté —o más bien cuando mi sentido del ridículo me puso en pie— e intenté echar a andar noté que algo en mi cabeza se había descalabrado, pues desde ella se transmitían a mis piernas una especie de entrecortados impulsos eléctricos.

—¡Ja, ja, ja, mira como hace el robocito! —oía a los demás morirse también, pero ellos de la risa.

Por suerte, aquel apagón de mis transmisiones nerviosas que me convirtió involuntariamente en Michael Jackson, duró apenas unos segundos, al cabo de los cuales estaba otra vez defendiendo como un campeón mi portería.

Me quedaron algunas secuelas, sin embargo, y al mediodía, mientras comía en casa, me desmayé en dos fases, primero sobre la ensalada y después de nuevo de espaldas contra el suelo de la cocina. Esta es la parte de la que recuerdo algo, el nuevo golpe que paradójicamente me hizo recuperar el conocimiento. Lo otro,  la fase ensalada,  la conozco porque me la han contado mis hermanos, pero al parecer debí de estar durante un buen rato restregando mi cara, hundida en el plato, contra una rodaja de tomate, sin que a ninguno de ellos mi comportamiento les pareciera extraño o fuera de lo habitual.

—Pensábamos que era alguna gansada de las tuyas —dicen.

Y así, claro, no hay manera, es imposible que te tomen en serio, las señoras mayores se me cuelan en la fila del autobús, los críticos literarios me ignoran, mis hijos no me respetan… Y al final tengo que acabar enfadándome, gritando, perdiendo los nervios, transformándome en un antidisturbios, en un energúmeno, en un notas, publicando con seudónimo, y enfadándome también conmigo mismo por ello, por verme obligado a ser alguien que no soy, algo que odio.  Es el síndrome Calimero, en definitiva.  Hago reír cuando debería dar pena. Solo hay una cosa peor que esa: dar pena (o penica) cuando quieres hacer reír. Espero que no sea el caso.

 

Patxi Irurzun

Páginas:«1...34353637383940...48»
ga('create', 'UA-55942951-1', 'auto'); ga('send', 'pageview');