Publicado en Rubio de bote, suplemento ON de los diarios de Grupo Noticias (18/06/2016)
Algunas mañanas, cuando salimos para ir al cole y los niños están imposibles, chinchándose sin parar, tengo que recurrir a un “os imagináis que…”.
—Os imagináis que tuviéramos un ojo en el culo —por ejemplo.
Hay que empezar fuerte porque los niños también discuten fuerte; llamar su atención usando una captatio benevolentia ajustada a sus intereses: pedos-pitos-culos, peonzas, filosofía existencial (¿cómo nació la primera persona, aita?; aita, si cuando te mueres es como si estuvieras dormido ¿entonces qué sueñan los muertos?, etc.).
—Te refieres a un ojo para ver ¿no? —replica mi hijo, al tiempo que suelta el cuello de su hermana.
—Sí, para ver por detrás. Pero igual mejor lo llevaríamos en la cabeza, en la nuca —aprovecho para reconducir la conversación.
—Claro, porque si no con el otro veríamos como el culo —dice dulcemente la niña, y para hacerlo tiene que dejar de morder el brazo de su hermano.
Si tuviéramos un ojo en la nuca — llegamos a algunas conclusiones a partir de ahí—tendríamos que cortarnos también el pelo por detrás, hacer una pequeña tonsura alrededor del tercer ojo; o nos pondríamos las gafas trifocales por arriba, como si fueran un sombrero; si tuviéramos un tercer ojo en la nuca, atacar por la espalda no sería deshonesto y muchas sillas las fabricarían sin respaldo y ya nadie te castigaría de cara a la pared y la industria de los retrovisores se iría a pique (pero, por el contrario, la de las máquinas troqueladoras experimentaría un auge considerable y encontraría nuevos nichos de mercado en los cascos para motos, los gorros de piscina…).
—¿Y os imagináis que el cielo fuera una tablet? —toman a veces también la iniciativa mis hijos—. Que estiraras la mano y pudieras apartar las nubes—dice, por ejemplo, la niña.
Y el niño le responde:
—Noooo, porque igual a otro le gusta que llueva. O igual coges un avión para irte de vacaciones a Nueva York y un gracioso lo mueve y acabas en Maputo —entre las capitales del mundo tienen especial fijación por esta)—. Estaría todo el mundo siempre discutiendo.
Y, antes de que ellos también vuelvan a enzarzarse, intento mediar:
—Cada uno tendría su propio clima, sería como en los dibujos animados, uno iría con una nube encima, otro apagaría la luz y sería de noche…
—Menudo lío. ¿Os imagináis que pudiéramos volar? —me corta mi hijo, y empieza a hacer fiufiú con la boca, como si en las suelas de las zapatillas llevara turbopropulsores, y ya se imagina a sí mismo sobrevolando las casas, los árboles, hola, pajarito, y piensa que ya nadie le podría decir “Estás en las nubes” cuando está despistado, sería absurdo, como decirle “Estás en el súper”, porque en el cielo habría también tiendas y aparcamientos, y desde allá arriba ve el patio del colegio y, fiufiú, se dirige como una exhalación hasta su fila, tan deprisa y tan en su mundo que hasta se olvida de despedirse de su hermana con el habitual “Adiós, fea”…
—¿Y entonces por donde haríamos cacas? —me pregunta, cuando nos quedamos solos, ella—. Si viéramos por el culo, digo. Tendría que ser por otro sitio, porque si no nos meteríamos el dedo en el ojo cada vez que fuéramos al baño, ¿no?
Y así.
Estas tácticas de pacificación no siempre resultan, claro. Pero usar la imaginación a veces resuelve un montón de problemas.
Me gusta esa expresión: hacer tiempo. Hacer tiempo suena mejor que perder el tiempo, y desde luego mucho mejor que matar el tiempo. He pensado en eso esta mañana, mientras hacía tiempo entre una cita para una entrevista con un conocido cantante (al que, sin embargo, iba a entrevistar porque acababa de publicar una novela) y otra para sacarme la muela del juicio. No tenía muy claro cuál de esas dos citas iba a ser más dolorosa, pero al final no he podido comparar porque el manager del cantante ha llamado y me ha dicho que teníamos que anular la entrevista. “Hemos tenido un contratiempo”, ha dicho, sin entrar en más detalles.
Así que, como no me daba tiempo a volver a casa- preparar la comida para los niños- mirar el correo -fregar los cacharros de la cena anterior- contestar al correo -y salir otra vez para ir al dentista, me he dedicado a hacer tiempo. Hacía mucho tiempo que no tenía tiempo para hacer tiempo y se me había olvidado lo maravilloso que es convertirse en eso que los franceses llaman un flâneur, un paseante, un callejero, un extranjero de tu propia ciudad y hurgar en su intimidad, en el cajón de sus bragas, debajo de sus alfombras…
Durante mi merodeo he visto un grafiti enorme en el que se leía TE QUIERO. Me ha parecido un gesto tan aparatoso como romántico. Luego me he acercado al muro sacrificado, he visto que el amoroso rapero firmaba Stalin y entonces he imaginado qué pasará cuando la persona a la que vaya dirigida ese mensaje se desenamore, si será sometida a una purga. Te quiero y Stalin. Qué extraños compañeros de paredón. Después, he pasado delante de un quiosco de periódicos y en uno de ellos, en las páginas de fútbol, he leído un titular todavía más desconcertante: “Dios es el último”. ¿Qué demonios era eso? ¿Cristiano Ronaldo hablando sobre existencialismo?… No, claro. Dios es el apellido de un juvenil y al parecer el último jugador incorporado a la primera plantilla del equipo local. Algo más adelante, una mujer acariciaba y hablaba a las flores en una mediana, en mitad de una gran avenida. En la otra acera, un anciano ha salido de un portal, se ha acercado al contenedor que había junto a un supermercado, ha sacado una bandeja de carne caducada y ha vuelto al portal, que se lo ha tragado en silencio…
¡Dios mío, qué hacía yo desperdiciando el tiempo con el Facebook! La ciudad es una inmensa red social, rebosante de historias que contar. “Algún periódico debería pagarme (a mí, que soy un escritor de periódicos tremendamente desaprovechado) por eso, por pasearme por las mañanas y por las tardes escribir lo que veo. Por eso en vez de por entrevistar a cantantenovelistas”, me he dicho.
Y justo en ese momento, a través del cristal de una cafetería, he visto al tipo al que debía entrevistar y a su contratiempo. Estaba en una televisión, respondiendo las preguntas de otra. He entrado hecho un basilisco y he pedido un café.
—Escribir una novela es mucho más fácil que escribir una canción —le he oído decir, para más inri.
—¡Sí, claro! Pues ahora yo, que nunca he escrito una canción, voy a hacer una: Trialarí trialará chispún. ¡Qué te parece? He tardado cinco segundos. Me imagino que tú escribirás las novelas del mismo modo —le he gritado al televisor.
La camarera y los demás clientes me han mirado como si hubiera perdido el juicio. Y entonces me he acordado de mi segunda cita, he mirado el reloj, me he tomado el café de un solo trago y he continuado mi camino en dirección a la consulta del dentista.
Publicado en ‘Rubio de bote’, ON (suplemento de los diarios del Grupo Noticias). 08/05/2016
—¡Un, dos, un, dos! —oímos que nos gritaban desde una de las casas bajas, las que daban al barranco, por donde mi madre y yo habíamos salido a correr al caer la noche, cuando nadie pudiera vernos.
Y después unas risas que subían a la superficie desde la ciénaga de un pecho lleno de alquitrán y malas hierbas. Miré hacia aquel agujero negro y vi brillar una luciérnaga naranja, alguien fumando a la puerta de la casa de la bruja. De ese modo llamábamos a la herbolera que vivía allí, una mujer mayor y con barba, que siempre andaba arrastrando bolsas de hierbabuena, berro, verbena, a veces acompañada de un jabalí amaestrado, que hozaba entre los matorrales de los descampados.
—¡Un, dos, un, dos!—escuchamos de nuevo su voz cavernosa.
Y corrimos como alma que lleva el diablo, sintiendo a nuestras espaldas el aliento caliente del animal y los colmillos fríos de la humillación clavados en nuestros culos deportistas. Corrimos hasta que llegamos al portal, y una vez dentro, nos apoyamos contra la pared, jadeantes. Miré a mi madre. Llevaba puesta una falda a cuadros, botas de monte y un oriller amarillo horrososo.
—¡Yo no vuelvo! —dije.
No sé por qué, nos había dado por salir a correr. A mí, supongo que porque había visto Rocky, o porque pensaba que para que me cogieran en la NBA solo con los entrenamientos del equipo de baloncesto no me valía; a mi madre porque siempre había sido muy moderna, una adelantada, o porque no quería dejarme solo en aquella época de navajeros y miedo a salir de noche. El caso es que aquella fue la primera y la última vez.
Por entonces correr era una excentricidad. Nadie corría, si no hacía falta. Solo quienes practicábamos algún deporte, y lo hacíamos de vez en cuando y en grupo. La gente nos señalaba, se reía, y siempre había el típico gracioso que se colocaba junto a nosotros y recorría unos metros imitándonos, burlándose.
Después no sé qué paso. A salir a correr le cambiaron de nombre y le pusieron footing. El chándal se convirtió en una prenda de uso corriente, que hasta se podía combinar con tacones. Todo el mundo corría, aunque nadie les persiguiera. Y como todo el mundo corría, los que corrían más que los demás dejaron de hacer footing, que era una cosa como de aficionados, y se hicieron runners.
Yo hará unos veinticinco años que no hago deporte. Alguna vez, si se me va a escapar el autobús, echo una carrerita y siento como si cada uno de mis huesos proclamara su declaración de independencia. Y al día siguiente, las agujetas, que duran una semana. No voy a decir que eso sea normal, ni que hacer ejercicio no esté bien, pero a veces me he encontrado con algunos de esos que de niños se reían de mí cuando corría, con aquellos compañeros de colegio para los que la clase de gimnasia era una tortura y el plinto un Everest; o con aquellos que cuando quedábamos para ir en bicicleta, aparecían con sus BH impecables, con los guardabarros sin tocar, aquellas bicicletas que solo habían usado la mañana del día de reyes; y de repente, todos ellos se han convertido en ironmanes, van vestidos como astronautas, beben cosas verdes… Y no sé muy bien qué pensar: por una parte me siento descolocado, una especie de marciano, me parece que siempre en la vida he hecho las cosas al revés, cuando no tocaba; pero, por otra, me parece que en todo eso hay algo raro, no sé muy bien qué. Por lo demás, cualquier día de estos me encuentro a la bruja yendo a clase de zumba. Y al jabalí atado en la puerta del gimnasio, con una de esas sudaderas para mascotas.
Publicado en Rubio de bote, magazine ON (diarios del Grupo Noticias), 24/04/16
Los niños eran monísimos, tres o cuatro príncipes de Beckelar, con sus pelos rubios como soles, cortados a tazón, y sus dientes resplandecientes, ultrablancos, todavía sin manchas de sangre, y los pantaloncitos cortos y cuadriculados de sus uniformes de colegios concertados, en los que en cada aula solo hay los inmigrantes justos y necesarios, y se hacía raro verlos allí, en la caja de aquel supermercado, un súper de barrio, fronterizo, en mitad del polígono industrial que separaba nuestros bloques de VPO de sus urbanizaciones de chalets, y también a sus padres, que parecían descolocados, nerviosos, con ganas de pagar cuanto antes y largarse de allí, de volver al mundo real, pero justo después de pasar la tarjeta y recoger la compra, la cajera los retuvo aún un poco más dentro de aquella pesadilla de extrarradio, metiendo la mano y sus uñas pintadas de tres colores en una bolsa de caramelos con el logo del súper.
—Estamos celebrando nuestra reciente apertura, esperamos volver a verlos pronto por aquí —dijo después, con voz de máquina de tabaco, ofreciéndoles una sonrisa falsa (la de verdad la mantenía candada a su boca con un piercing) y un generoso puñado de aquellos caramelos a cada uno de los niños.
—¿Qué se dice, chicos? —preguntó entonces, de mala gana, un poco por obligación, el padre.
Y aquellos príncipes de adosado, tan ricos, contestaron al unísono, en un coro que entonaba el himno de los tiempos que corren:
—¡Más!
La escena, aunque parezca un esperpento en el que el espejo deformante de la escritura exagera a conveniencia los trazos, es real, la presencié hace poco mientras hacía la compra en un supermercado recién abierto cerca de mi casa. Si no hubiera sido real y me la hubiera imaginado los niños tal vez habrían sido menos rubios y menos concertados, para que nadie me llame maniqueo o populista o bolivariano, pero los niños eran así, pijos, qué le vamos a hacer.
Después, con el tiempo, igual esos niños, y otros como ellos, o distintos (no hay nada más democrático y menos clasista que la estupidez) dejan de ser príncipes y se hacen tronistas, comienzan a tener otra inquietudes y preocupaciones, el terrorismo, por ejemplo, pues cada vez que hay un atentado en la tele emiten programas especiales y suspenden Mujeres, hombres y viceversa (MYHYV) y a eso “no ay derecho”, prenden fuego a la red entonces con sus tuits, “y a mi ke me inporta todo eso de Bruselas, ande cae Bruselas?”, teclean airados en sus móviles, y a veces su indignación no se queda ahí, también salen a la calle, ellos u otros distintos, o sea iguales, todos estúpidos, y hacen concentraciones, “¡Salvemos a Carlos!”, gritan unos, y otros les responden “¡Salvemos a Laura!”, y Carlos y Laura no son desahuciados o refugiados sirios, son los finalistas de Gran Hermano (GH), porque a los refugiados esos y a los pobres pobres ya les dan bastante bola en los telediarios, gritan los tronistas, y su coro se unen ahora belenestabanistas y bertinosbornistas y hooligans del fúrgol y de la vigorexia y de Vargas Llosa (del escritor no, del otro que sale en las revistas del corazón), a nosotros que nos dejen en paz, corean, a nosotros que nos dejen con lo nuestro, que vivimos muy tranquilitos y no hacemos mal a nadie, nosotros también votamos y tenemos derechos, nosotros lo único que queremos es más MYHYV y más GH y más LIGA BBVA, todos queremos más —se cogen finalmente todos por los hombros, hermanados— y más y más y mucho más. Chimpún.
Publicado en la sección «Rubio de bote» del suplemento ON de los diarios del Grupo Noticias (09/04/2016)
A todos nos pasa de vez en cuando y, sin embargo, cuando sucede nos sentimos especiales, elegidos por algún dios menor de la casualidad. Estás, por ejemplo, hojeando un libro o el periódico y en el preciso momento en que lees una palabra alguien junto a ti la pronuncia o la escuchas en la radio o en la tele. No sé si existe un nombre para eso. Estrictamente no se trata de una serendipia, es decir, de un hallazgo obtenido por azar o error, en el transcurso de otra búsqueda o investigación, como la penicilina, los tripis, el kalimotxo o la Viagra, que se descubrió al observar que los pacientes de un estudio sobre la angina de pecho, se mostraban entusiasmados con el mismo, además de puntiagudos, y que no devolvían las pastillas sobrantes.
Cuento todo esto porque hace unos días, mientras le daba vueltas a la idea de escribir en esta columna sobre otro curioso fenómeno para el que también desconocía el nombre, como es el de las frases que inventamos para canciones cuya letra no sabemos o que llevamos toda la vida cantando mal sin saberlo, en el libro que casualmente estaba leyendo, el estupendo Vikingoen sorterrira de Xabier Mendiguren, uno de los protagonistas de uno de los relatos (que, abundando en las coincidencias, además se llamaba Felisín, como el personaje de mi primera novela) entona el Eusko gudariak de esta manera: Irrintzi va que chuta, mendi tontorrean!; y a continuación el narrador explica que en inglés a eso se lo define como un mondegreen.
Mi primer mondegreen, el primero del que yo tengo constancia, tiene también que ver con el euskara, o más bien con el desconocimiento de él. Recuerdo que cuando era pequeño y mi madre nos obligaba a ir a misa en la iglesia de nuestro barrio solían adaptar canciones de Simon & Garfunkel o Bob Dylan (el Blowin in the wind se transformaba en Saber que vendrás, por ejemplo, o The sounds of silence en Padre nuestro tú que estás) y que en algún momento de la ceremonia también se entonaba el comodín del Txoria de Mikel Laboa, en cuyo caso se mantenía la letra original, y que cuando le tocaba el turno a la estrofa que decía “neria izango zen”, yo la transformaba en un “María y san José” que debía sonarme mucho más propio para un lugar como aquel.
Más adelante, en mi adolescencia vendrían otros lamentables mondegreens como sustituir en el Eh, txo! de Hertzainak aquello de “Gehiegi itxoiten duk” por “Que ya he dicho que no”, o tararear el tema central de Grease, en el momento en que Travolta se pone a señalar con el dedo mientras menea pizpiretamente las caderas, de esta macarrónica manera: “Acanchuuuú is pepinable”.
En este último caso, en realidad, más que ante un mondegreen nos encontramos con un claro caso de guachi-guachi, que con el tiempo descubriría que es un recurso más que habitual entre los músicos a la hora de componer: encajar letras provisionales en sus temas en un inglés de pega, algo que por lo demás también hacen los niños cuando imaginan canciones o imitan a artistas extranjeros. Me pregunto, por lo demás, en qué idioma cantan los niños ingleses cuando se inventan o no se saben la letra de una canción.