Publicado en «Rubio de bote» colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 25/11/23
“¡A los nietos del rocanrol, bienvenidos!”, tuneaba para la ocasión la letra de su canción Miguel Ríos en el concierto del cuarenta aniversario del Rock & Ríos, aquel disco doble que muchos nos aprendimos de memoria a inicios de los 80. Estuve viéndolo hace unos días, en el Navarra Arena. Llegué por los pocos pelos que me quedan.
Venía del estreno de una obra de teatro, Ezkaba, que el grupo Iluna Producciones puso en escena en la abarrotada Casa de Cultura de Artica, en las mismísimas faldas del monte del mismo nombre que dicha obra. En la cima de este se levanta −aunque, en realidad, está hundido en la tierra como un enorme ataúd de piedra− el Fuerte de San Cristóbal, penal franquista del cual el 22 de mayo de 1938 huyeron ochocientos presos, que padecían condena en unas condiciones deplorables. Más de doscientos de ellos fueron abatidos por las laderas de Ezkaba o fusilados los días posteriores. El resto, apresados de nuevo. Solo tres pasaron la frontera, como dice la canción.
Mientras escuchaba a un, a sus 79
años, pletórico Miguel Ríos, me sentía raro, viejo y joven a la
vez, y desubicado, sobrecogido todavía por la interpretación de los
actores de Iluna. Para sacudirme esa extrañeza se me ocurrió hacer
un ejercicio que ya en otras ocasiones he traído a estas páginas:
los seis grados de separación, esa teoría que dice que mediante
solo seis pasos es posible conectar a cualquier persona del mundo con
otra. ¿Sería posible, pues, llegar de ese modo, además de en
coche, desde Ezkaba hasta el Rock & Ríos?
Vamos allá. Uno de los presos que
protagonizan Ezkaba,
la función de Iluna, es un afiliado del sindicato anarquista CNT, en
el que también militaba Federica Montseny,
la que fuera la primera mujer ministra en España y quien durante un
tiempo tuvo como chófer a un muchacho que mantenía una relación
sentimental con la hermana de Sabicas,
el gitano universal de la calle de la Mañueta de Pamplona, uno de
los mayores genios de la guitarra flamenca de todos los tiempos, que
contó entre sus admiradores y discípulos al gran Paco de
Lucía, invitado en cierta
ocasión a una de las entregas del programa “¡Qué
noche la de aquel año!”,
que presentaba… ¡Miguel Ríos!
Y para rematar, como hemos llegado de un extremo a otro en una sola frase, podemos hacer además el camino de vuelta, es decir, desde el Rock & Ríos hasta Ezkaba, ahorrándonos varios de los pasos, pues resultó que uno de los invitados de Miguel Ríos en el Navarra Arena fue El Drogas, quien en el disco de Barricada La tierra está sorda dedica una de las canciones a la fuga del fuerte (22 de mayo, aquella en la que precisamente entona eso de “Solo tres pasaron la frontera”) .
La canción en la que acompañó Enrique Villareal a Miguel Ríos fue, por cierto, Rocanrol bumerang. Y a mí −aunque quizás solo lo entendiera yo− me pareció muy apropiada para la ocasión.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 11/11/23
En
la novela “Hombres al sol” el escritor palestino Gassan Kanafani
nos cuenta el éxodo y la odisea de tres compatriotas suyos que, en
una huida desesperada de su país en busca de una vida que
les ofrezca un respiro −¡atención, spoiler!−,
encontrarán la muerte asfixiados dentro de la cisterna del camión
en el que intentan atravesar la
frontera hacia Kuwait.
Cada uno de los tres
personajes, a los que se suma el del conductor del vehículo,
representan a una generación de palestinos y los diferentes
padecimientos de su pueblo, desde que Palestina fuera ocupada en
1948. Los tres polizones
han sufrido hambre y miseria, exilio, heridas de guerra y cargan a
sus espaldas con la melancolía y la impotencia de las
naciones
sin estado, sometidas
por la fuerza en su propia tierra.
“Hombres
al sol”, publicada entre nosotros en 1991 por la editorial navarra
Pamiela, con portada e ilustraciones de Pedro Osés, es una de las
obras de referencia de la literatura palestina, una novelita de
apenas cien páginas, con un claro carácter simbólico. La cisterna
en la que los tres protagonistas se ocultan, dentro de la cual la
temperatura resulta mortal de necesidad, representa el infierno en el
que vive desde hace décadas el pueblo palestino, y el trágico final
de los tres hombres, una metáfora que cobra estos días un sentido
literal y sangrante: los polizones morirán asfixiados en esa
ratonera (en la que no nos resulta difícil identificar la Gaza de
hoy en día) como consecuencia de un contratiempo en la aduana que
obliga al conductor a detenerse más tiempo del previsto.
La novela, pues, aunque escrita en 1963, renueva y actualiza su lectura gracias a ese carácter simbólico. En el desgarrador final de la misma, el conductor del camión, atormentado por la muerte de sus compatriotas, se pregunta por qué estos no pidieron auxilio golpeando con sus manos la cisterna. Kanafani lamenta de esa manera la resignación de sus compatriotas. Una reinterpretación actual de ese final nos lleva a cuestionarnos por qué calla hoy la comunidad internacional, por qué nadie escucha el clamor desesperado del pueblo palestino, por qué nadie se precipita sobre el techo del infierno y abre su escotilla, por qué nadie saca de esa cisterna letal a los palestinos de Gaza.
Gassan
Kanafani es uno de los más destacados escritores palestinos, junto
con otros como Mahmoud
Darwish
o,
más recientemente, Adania
Shibli, a quien se le ha
“pospuesto”
la entrega de un premio en la pasada Feria de Frankfort, a cuenta de
su novela “Un detalle
menor”, en la que narra el caso de una joven
violada
y
asesinada por
soldados israelíes
en
1949.
Además
de escritor, el autor de “Hombres al sol” fue fundador y portavoz
del Frente Popular para la Liberación de Palestina. Murió en 1972,
en un atentado en Beirut detrás del cual estaba la mano del Mossad,
los servicios secretos de Israel. Tenía treinta y seis años.
Publicado en «Rubio de bote» (magazine ON, Grupo Noticias), 28/10/21
Lo
cuento de oídas y no he encontrado información en la red que lo
corrobore, así que lo mismo me lo he inventado o lo he soñado, la
cuestión es que en algún pequeño lugar de Europa mantienen la
costumbre de pesar en una báscula a su alcalde o alcaldesa al
principio y al final de su legislatura. No lo hacen porque pretendan
presentarlos a un concurso de belleza, sino porque esa era en siglos
pasados la manera de controlar si el alcalde en cuestión se había
beneficiado de su cargo. Lo había hecho si había acabado su mandato
convertido en una morsa, aprovechándose de su posición para desviar
hacia su despensa perniles y otras viandas (bueno, eso en el caso de
que las morsas coman jamón); si, por el contrario, el alcalde había
mantenido su figura, eso quería decir que había dirigido el
Ayuntamiento de una manera austera y ecuánime, es decir, que había
pasado el mismo hambre que el resto de sus vecinos.
Lo
más parecido que tenemos hoy en día es la declaración de bienes y
rentas de los cargos políticos, un supuesto ejercicio de
transparencia que a menudo resulta bastante turbio, pues no existen
sanciones en el caso de no presentarlas o de mentir u ocultar datos.
De hecho, algunas de las que se hacen públicas resultan bastante
sospechosas, dan ganas incluso de comprar un bocadillo o pagar una
pensión Manoli a estos carpantas de la política, de la que sin
embargo acaban a menudo saliendo a lo grande por una puerta
giratoria.
Ser
diputado o alcaldesa, pues, puede resultar, aparentemente, muy
jugoso, una buena manera de ganar kilos. Sin embargo, existen medio
centenar de localidades (la gran mayoría de ellas en Navarra, por
cierto), donde nadie quiere el bastón de mando. Y es que hay
alcaldes y alcaldes, lugares en los que ese trabajo resulta ingrato y
en los que la única recompensa que se obtiene es que la mitad del
pueblo deje de hablarte o en los que el cargo supone un sacrificio de
la vida familiar y laboral o un perjuicio de la salud e incluso la
propia economía. Pequeñas localidades en las que ese alcalde o
alcaldesa tienen que arreglar una ventana, abrir la ermita a
domingueros o viajar a la capital para reunirse con alguna morsa.
Superhéroes de pueblo, a los que no hace falta poner en la báscula
para comprobar que pierden peso y se dejan el pellejo por sus vecinos
o su comunidad. Y no son los únicos, pues a ellos podemos sumar
juntas de APYMAS, entrenadores de deporte base, bomberos voluntarios,
periodistas de revistas de barrio o radios libres y un largo etcétera
de personas que sin esperar nada a cambio ni obtener a menudo
reconocimiento consiguen que el pequeño mundo que los rodea funcione
o sea mejor y a los que desde aquí dedicamos hoy un gran aplauso,
¡plas, plas, plas!
Hace algunos días en una entrevista cierto influencer, en una
de esas baterías de preguntas rápidas (una canción, una película,
etc.), al preguntarle por su libro preferido se jactaba de no haber
leído ninguno desde el instituto. No quiero imaginarme qué tipo de
influencia puede tener ese tipo entre sus seguidores (en mí desde
luego la tuvo, influyó en mi ánimo de tal modo que me dieron ganas
de estrangularlo, aunque me conformé con pintarle con un boli negro
uno de los radiantes dientes −radientes, podríamos llamarlos−
con los que sonreía, regodeándose feliz en su ignorancia).
Ese es el problema, en realidad: a uno no tiene por qué gustarle
leer ni estoy muy seguro de que resulte muy pedagógico obligar a
nadie a hacerlo (aunque, bueno, nadie se plantea que no sea
pedagógico ni saludable, qué se yo, obligar a aprender inglés o
hacer deporte en los institutos), pero alardear de tu analfabrutismo
te convierte directamente en un paleto, iba a decir, si no fuera
porque ahora los paletos se han apropiado de este adjetivo
calificativo y lo usan como un boomerang. Un
paleto puede ser hoy en día alguien que no conozca a nuestro
influencer, quien
además se autodefine como creador de contenidos. Yo diría, por
ejemplo, que probablemente sea más bien un creador de contenedores
(de los marrones, los de basura orgánica), pero me tengo que callar
porque soy solo un paleto. Y un pitufo gruñón.
El mundo al revés. Y así, es
probable incluso que Radientes, que aborrece la lectura, lleve
tatuado en un costado una cita literaria de algún intelectual como,
qué sé yo, Paulo Coelho o Paquirrín. Del mismo modo, hace unos
días veía otra entrevista, en la tele, con algunos de los fans que
durante el Zinemaldia esperan horas y horas a la caza del autógrafo
de alguna actriz o actor famosos y me preguntaba intrigado si esas
personas entran también a ver las películas en las que salen esos
artistas. No lo sé, lo cierto es que desde hace algún tiempo muchos
de los quioscos callejeros de prensa de las grandes ciudades se han
reconvertido en tiendas de souvenirs.
Menos mal que para solucionar todo esto el Ministerio de Culturismo ha impulsado una campaña con la que ha llenado las marquesinas y vallas publicitarias de carteles con el lema “Hambre de cultura”. Yo es que es verlo y me entran unas ganas irrefrenables de leer a Dostoievski. Si de verdad se quisiera arrancar a la juventud de las garras de los analfabrutos a mí me parece que resultaría mucho más efectivo que en esos anuncios apareciera, qué se yo, un cuadro de Pieter Brueghel, el Viejo, o de Simónides, o un párrafo de alguna novela, por ejemplo, este de Solo quería bailar de Greta García: “En mi vida he tenío tres grandes aspiraciones: ser bailarina, matar a gente y tener un ano enorme donde metérmelo to”, con el que si a algún que otro joven no se le despierta la curiosidad y el hambre de lectura es que entonces ya está todo perdido.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 14/10/23
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 30/09/23
Ahora frecuento menos los bares y no sé si el imán sigue
funcionando, pero hace unos años yo tenía la cuestionable capacidad
de atraer a los tipos más extraños, a los más locos y alucinados,
que solían ser además igualmente los más pelmas (una vez, por
ejemplo, tuve que aguantar durante horas a un tipo con una enorme
mochila a la espalda que pretendía convencerme de que llevaba dentro
de ella a su abuela disecada). Hasta hace poco pensaba que eso tenía
que ver con mi debilidad de carácter, con la falta de coraje para
quitármelos de encima sin que se molestaran o se sintieran
menospreciados, pero desde hace algún tiempo veo desde la ventana de
mi casa que en el banco que hay bajo ella viene con frecuencia a
sentarse gente rara. Así que quizás exista realmente ese imán de
frikis, algún tipo de fuerza electromagnética que los arrastra
hacia mí, o al menos hacia el lugar en que estoy. La ventaja ahora
es que, con un poco de disimulo, puedo observarlos sin que se den
cuenta, o sea, sin que me den la chapa.
En las últimas semanas aparece cada mediodía el medio-runner.
Lo he bautizado así porque, aunque algunos días se presenta vestido
de arriba abajo con ropa de correr, la mayoría lo hace solo de
cintura para arriba, con una camiseta Quechua, mientras de cintura
para abajo lleva puestos pantalones de pinzas y zapatos. Por eso y
porque durante la media hora que se queda en el banco se pimpla dos
latas de cerveza, al tiempo que enciende un cigarrillo con la chusta
del anterior o contempla cachazudamente a la gente que pasa.
Es un hombre de unos sesenta y cinco años. Mientras lo espío me
hago pajas (mentales, quiero decir), me acuerdo por ejemplo de El
adversario, de Emmanuel Carrère,
la crónica de un caso real cuyo protagonista se hacía pasar ante su
familia por un importante médico de la OMS cuando su ocupación
real, que desempeñaba paseando cada mañana por parques o
conduciendo sin rumbo por carreteras secundarias, consistía
precisamente en eso: hacer creer a su familia que era un importante
médico de la OMS, es decir, inventarse historias, jornadas
laborales, compañeros de trabajo, etc. Me pregunto si el
medio-runner también
tendrá una doble vida. Si es un prejubilado al que los médicos han
recomendado vida sana y que se despide cada mañana de sus hijos y su
mujer con un “Me voy a andar” más falso que un billete con la
cara del mono Txarli…
Me paso, pues, las mañanas
observándolo. Observando cómo observa a los demás. Tal vez, a su
vez, haya alguien que desde otra ventana observa cómo observo al
medio-runner, y así
en bucle. No lo sé, todo es un misterio. A veces, siento el impulso
de bajar a la calle y dejar que el imán funcione, que el hombre se
acerque a mí y me cuente su vida. Pero luego me acuerdo de que el
protagonista de El adversario
asesinó a sus padres, sus hijos y su mujer cuando descubrieron la
farsa y se me quitan las ganas.