Estos últimos días hace un calor del demonio. Y por si alguien, por
lo que sea, no se ha enterado todavía, cada telediario dedica quince
o veinte minutos a contárselo −o
a darle la brasa, ya puestos−.
“Esta noche no he pegado ojo”, sale lamentándose una señora;
o después un señoro afirma categóricamente “Es el verano más
caluroso que recuerdo”. Yo creo que que trabajan como figurantes
para la tele y que son los mismos que dicen “Era una persona muy
educada”, cuando detienen a un asesino, o “Nos hacía mucha
falta, este un barrio obrero”, cuando toca el gordo de Navidad.
Pero es cierto: la canícula es inaguantable, incluso dentro de las
casas, donde se ha colado por las ventanas, como buscando refugio de
sí misma. Así que hoy me han llevado a la piscina. Digo me han
llevado porque yo por mi propia voluntad no voy allí ni aunque me
paguen (en lugar de pagar yo los once euros que vale la entrada de la
piscina municipal, un chollo). La piscina es para mí el segundo peor
lugar después del infierno. De hecho, la única sombra que hemos
encontrado ha sido detrás de un señor con la espalda muy ancha y
con un tatuaje satánico. Unos metros más allá había unos niños
jugando a fútbol. Por suerte, lo hacían sin balón. Hacía siglos
que no veía esa especie de teatrillo: uno de ellos simulaba un chut
y el otro lo detenía con una palomita imaginaria. Me he emocionado y
todo. Hasta que cada uno ha empezado a ver un partido distinto y se
han puesto a discutir: “¡Ha entrado!”, “¡No, la he parado!”…
Era como una metáfora de la vida y las relaciones personales.
Luego el hombre con Lucifer en la espalda se ha levantado y, cuando
mi piel ha empezado a echar vapor de azufre, no me ha quedado otro
remedio que irme a bañar. No me gusta nada bañarme. Tengo los
pezones hipersensibles al cloro y el cuerpo-escombro. Me ha dado la
impresión incluso de que toda esa gente con cuerpos normativos, o
sea con tatuajes y tabletas en los abdominales, me miraban con un
poco de grima. Aunque también puede que fuera porque de camino a la
piscina, oh, balansé, balansé, me he dado cuenta de que tengo que
comprarme un bañador nuevo, con el braguero más ajustado.
Después del baño he leído un poco el periódico. Los periódicos no están diseñados para leer al aire libre, pero de todos modos he conseguido enterarme de que los que están a favor del gobierno Frankonstein critican a los partidarios del gobierno Frankenstein (no sé por qué usan ese término de manera despectiva, para mí que nadie s3e ha leído la novela. ¡Ya podían ser todos los monstruos como el de Mary Shelley, que leía a Plutarco!). También he visto que la lehendakari de Navarra en su discurso de investidura solo ha utilizado dos frases en euskera: en una se ha trabado y la otra se la ha saltado. Supongo que esa es para ella la “lógica de la realidad sociolíngüística” de la que tanto habla.
Por la tarde hemos ido a comprar un bañador nuevo a un centro
comercial. Me lo he tenido
que probar en medio de la tienda porque no encontraba los probadores.
“¡Pero hombre, entre ahí, qué asco!”, me ha señalado una
dependienta un cartel en el que se leía: Fitting room.
Yo ya lo había visto, pero pensaba que era el nombre de una marca de
ropa moderna. Igual se hubiera estado en euskera lo habría
entendido.
Hacía fresquito allí, al menos, pero los centros comerciales son mi
tercer peor lugar, después del infierno y la piscina. O sea que
hemos vuelto a casa. He puesto la tele. Seguían hablando del calor.
En fin, menudo bochorno. Nunca mejor dicho.
Publicado en «Rubio de bote», colaboreación para el magazine On (diarios Grupo Noticias), 2/10/23
Yo creo que me compraron mi primer jersey cuando tenía quince o
dieciséis años. Eso no quiere decir que hasta entonces afrontara
los inviernos a pecho descubierto, a lo que me refiero es que hasta
esa edad era mi madre la que tricotaba en casa los jerséis. No es
que mi madre fuera modista, ni mucho menos, en realidad era algo que
hacían la mayoría de las madres. De modo que el outfit de
todos los chavales de la época resultaba singular, cada uno de
aquellos jerséis era único e irrepetible. Nosotros no le dábamos,
sin embargo, ningún valor, sobre todo si tu madre no tenía mucha
maña con las agujas y a veces los jerséis te llegaban hasta las
rodillas o todo quedaba manga por hombro, nunca mejor dicho.
Por entonces las prendas industriales eran una anormalidad, que
observábamos boquiabiertos los fines de semana, cuando íbamos al
centro de la ciudad a “ver escaparates”, como se decía. Había
incluso un jugador de fútbol, Vicente Biurrun, al que su tía le
tejía los jerséis de guardameta, los cuales lució en equipos como
la Real Sociedad, Osasuna o el Athletic (donde, solía bromear, fue
el primer extranjero del club, pues nació en Brasil, a donde sus
padres, donostiarras, habían emigrado y de donde regresaron cuando
el futuro futbolista contaba cinco años).
Recuerdo muy bien aquel primer jersey que me compraron, me gustaba
mucho, era de algodón y de color lila. Estaba muy guapo con él, así
que lo llevaba al instituto todos los días, a menudo sin ningún
tipo de criterio estético, por ejemplo combinado con pantalones de
mahón o con un macuto militar en el que había escrito con un boli
BIC “Mili KK”. Mi madre solía decirme que iba hecho un
“zakarro”, y yo no lo entendía, solo lo he acabado entendiendo
cuarenta años después, cuando veo a mis hijos salir de casa con los
tobillos al aire en invierno y chanclas con calcetines de deporte en
verano.
A diferencia de los jerséis, los pantalones vaqueros sí los
comprábamos en las tiendas, pero no los mirábamos ojipláticos en
los escaparates, porque los vaqueros nuevos daban para atrás, con
aquel color azul oscuro horrible, nuevo, que había que ir
decolorando con el uso, hasta que solo dos o tres años después se
conseguía ese efecto lavado a la piedra que hoy se obtiene en
fábrica sin ninguna dificultad, gastando tres mil o cuatro mil
litros de agua de nada. Eran aquellos unos vaqueros recios,
indestructibles, que te acompañaban durante un lustro y a los que
las madres iban sacando el dobladillo, que quedaba marcado, como las
muescas de la estatura en la pared, o que estrechaban con la máquina
de coser para que nosotros nos convirtiéramos en macarras de ceñido
pantalón, como cantaba Joaquín Sabina.
Eran, en fin, otros tiempos, tan antiguos que a todo eso no se le llamaba el outfit sino las pintas.
“Nadie es profeta en su tierra, hasta que no se encuentra enterrado
bajo ella”, escribía el poeta asturiano David González, en Loser,
una de sus obras. David, de quien ya nos hemos ocupado en alguna
ocasión en estas páginas, falleció el pasado mes de febrero, e
hizo bueno su vaticinio, pues en los días posteriores a su muerte
las páginas de cultura de periódicos que nunca habían hablado de
él le dedicaron sentidas necrológicas, o festivales de poesía en
los que jamás le invitaron a participar −con
concejales y consejeros de cultura que no lo habían leído en su
vida a la cabeza−
lo homenajearon en sus programas.
A David, de todos modos, no lo enterraron, fue incinerado, de modo
que esos reconocimientos oficiales tampoco parece que vayan a tener
mucho más recorrido, y somos sus amigos y sus lectores quienes
estamos intentado reivindicar su memoria y, sobre todo, su obra,
diseminada a lo largo de los años en pequeñas editoriales,
fanzines, plaquettes, libros y discos compartidos, antologías,
blogs literarios…
La experiencia carcelaria
Los mundos marginados, por ejemplo,su primer libro, fue publicado en internet y todavía puede descargarse en esta dirección: https://www.babab.com/biblioteca/books/david_gonzalez.pdf. El poemario lleva por subtítulo Poemas de la cárcel (fue en la entrega de este club de lectura dedicada a Papillon, de Henri Charrière, y otros libros de literatura carcelaria, donde lo mencionamos) y en él recoge su propia experiencia en prisión tras cometer un atraco a mano armada cuando contaba diecinueve años, un lance que marcó su trayectoria vital y literaria: fue en presidio, por una parte, donde David comenzó a interesarse por la literatura, a la que entregaría su vida; y, por otra, tanto en ese libro como en otros −sobre todo los de su primera etapa− temas como la cárcel, la delincuencia, las drogas, el SIDA…, cobran protagonismo y, por qué no decirlo, son la razón por la que muchos de nosotros nos interesamos por su poesía y su persona, atraídos por ese contorno del abismo al que nos asomamos, sin riesgo de caer, a través de sus versos.
La obra de David, a la que él insistió siempre en calificar como
poesía de no ficción, se caracteriza por su carácter
autobiográfico y en ella, más allá de la experiencia carcelaria,
aparecen tratados también otros rigores de su existencia, como la
enfermedad (la diabetes, su segunda cárcel, como él la llamó), la
precariedad (a la que se expuso cuando tomó la decisión de
abandonar la fábrica en la que trabajó a turnos como operario
durante diez años y dedicarse exclusivamente a escribir) o el
presentimiento o incluso la búsqueda premeditada de una muerte
temprana, como luego veremos.
Oralidad y poesía narrativa
Por todo ello hemos elegido ese
título para esta última entrega del club de lectura, Los
mundos marginados, si bien no
queremos ceñirnos únicamente a esa obra y recomendamos, en
realidad, cualquiera de sus libros: La carretera roja, Ojo
de buey, cuchillo y tijera, Ley de vida, En las tierras de Goliat,
Sparrings…
Todos son una buena manera de descubrir a este autor e incluso de, a través de él, interesarse por otros poetas, pues en los poemas de David son frecuentes los ecos, las citas y las generosas reivindicaciones de escritores (algunos universalmente conocidos como Raymond Carver, Arthur Rimbaud, Sharon Olds… y otros contemporáneos y compañeros de recorrido del propio David: Vicente Muñoz Alvarez, Ana Pérez Cañamares, Kutxi Romero, Karmelo Iribarren, Eva Vaz, Isla Correyero, Antonio Orihuela…).
Otro de los rasgos de la poesía de
David González es, ciertamente, su accesibilidad, la oralidad con
que la impregna (“De siempre he oído decir que un escritor ha de
escribir tal como habla”, señala en el prólogo de Nebraska
no sirve para nada), a lo que se
suma la estructura narrativa de los versos, que en muchas ocasiones
componen pequeños relatos. David, de hecho, es también cuentista,
un buen cuentista que podríamos adscribir al realismo sucio, y en
buena parte de sus obras alterna los poemas con narraciones cortas, o
incluso podemos encontrar, en el caso de Humillación,
uno de sus poemas más logrados y conocidos (el de su abuela, el
funcionario de prisiones y la peseta con la cara de Franco), una
versión del mismo en prosa.
El punch
literario
La aparente sencillez de la poesía de David González, por supuesto, acarrea tras de sí, además del talento innato o la genética y la fuerza propias para lanzar directos a través de la palabra, un arduo trabajo de cincelado y de conocimiento de recursos y técnicas literarios, adquiridos de manera autodidacta tras años de lectura voraz. Y así, David González es capaz de desnudar esos poemas y mostrarnos de esa manera el músculo en todo su esplendor. Como, por ejemplo, cuando escribe: “Si el señor es mi pastor/¿quién es mi perro?”; o “Mi perro cada vez se parece más a mí/ pronto dejará de ser mi mejor amigo”.
Esa facilidad para el punch
−el
boxeo y su terminología es otro de los mundos recurrentes en su
obra−
le sirve con frecuencia para cerrar los poemas de forma contundente o
sorpresiva,
a la manera, de nuevo,
de algunos cuentos,
con una última estrofa o un último verso que nos conmocionan, ponen
en danza en nuestra cabeza una constelación de estrellas que arrojan
luz mucho tiempo después de morir, o de ser leídos, en este caso.
Así sucede en algunos de sus poemas más memorables, aquellos que
solía declamar con vehemencia, golpeando con sus anillos sobre las
mesas y barras de las decenas de garitos en los que ofreció
recitales; poemas como La autopista
o como Historia de España, en
el que expone magistralmente en una treintena de versos algunas de
las infamias, de los nudos todavía sin desatar de nuestra historia
más reciente.
Como antes hemos anticipado, la muerte y su acecho, su presencia
constante, es otro de los temas que se repiten en los textos de David
González.
El escritor asturiano nació en San Andrés de los Tacones y durante una época firmó incluso sus obras como David de San Andrés, tal vez tratando de fijar junto a su nombre unos orígenes anegados por la construcción de un pantano que obligó a su familia a trasladarse a Gijón; o tal vez renegando de su propio padre, en un arrebato sanguíneo, a los que David era dado −en una ocasión fue detenido por golpear con un paraguas a un policía, o se enemistó muchas veces con otros escritores, a veces de manera injusta, y, siempre con razón, con políticos y mandarines de la cultura−; tanto lo uno, la tensa relación con su padre, con quien de todos modos también se mostró reconciliador en algunos poemas, como lo otro, su casa natal y su infancia en San Andrés de los Tacones, son temas que se repiten en sus libros. Al igual que la muerte, decíamos unas líneas más arriba.
Crónica de
una muerte anunciada
El escritor asturiano, falleció el pasado 6 de febrero, víctima de un cáncer de esófago. Tenía 59 años y había vivido casi una década más de lo que él mismo había calculado o deseado para sí mismo, como nos repetía en ocasiones a sus amigos: “Yo moriré antes de los cincuenta”, o como intentaba en ocasiones propiciar, de nuevo de manera impulsiva, por ejemplo cuando en 2016 tras una farra alcohólica y psicotrópica de varios días anunció en su redes sociales y en una entrevista en prensa su intención de autodestruirse : “Drogas, mujeres, dobletes y tripletesy así hasta que el cuerpo ya no aguante…”.
La
sombra y la profecía de esta muerte anunciada se puede seguir a lo
largo y ancho de sus libros: “Yo todavía no tengo cáncer”,
escribe, por ejemplo, en uno de los relatos autobiográficos de
Sparrings;
o,sobre
la trascendencia de su obra, vaticina en un poema del mismo libro:
“Con el tiempo/yo también puedo llegar a ser eso:/ una fotografía/
en blanco y negro/ y tendré suerte/ muchísima suerte/si
alguien/algún día /en alguna parte/me/mira”.
Contra esto último, algunos de sus lectores y amigos estamos, como decíamos, reivindicando su memoria y la importancia e influencia de su obra en la poesía española de las últimas décadas, de tal modo que próximamente verán la luz diversos homenajes y libros dedicados al escritor asturiano que esperemos que sirvan para colocarlo en el lugar que le corresponde: en lo alto del podium o, acaso, seguramente, como él habría preferido, en el centro del ring.
Y
respecto a su muerte, David tuvo todavía, después de su intento de
suicidio pasivo, una última recompensa, como fue reencontrarse y
recorrer ese último tramo de su vida junto a uno de sus primeros
amores, su compañera Mari, que lo acompañó y reconfortó en sus
últimos momentos, en los cuales David aceptó de manera serena su
convulsa existencia, su destino y su final, tal y como dejó escrito
en La
última palabra,
poema incluido en su libro póstumo La
canción de la luciérnaga: “Cuando
la vida/se te pone en contra/ y pensar en luchar contra ella/no es
más que otra de esas utopías/ solo la muerte/tiene la última
palabra./Solo la muerte, repito,/ tiene la última palabra./La
palabra/ que cierre/ el último poema./ Fin/.
“Malditos
no, gracias”, titulaba un artículo en El País J.
Benito Fernández,
el autor de El
contorno del abismo. Y
continuaba: “En
la distancia, los personajes marcados por el malditismo están muy
bien, sobre el papel son muy atractivos, pero de cerca resultan del
todo in-so-por-ta-bles”.
J.
Benito Fernández sabe de primera mano de qué habla, pues El
contorno del abismo
lleva por subtítulo Vida
y leyenda de Leopoldo María Panero y
es una impresionante biografía de este poeta que transitó, entre
sablazos, delirios y delirium
tremens
por hospitales, manicomios, pensiones de mala muerte −pero
también palacetes
de buena cuna−
o
pisos de amigos y familiares convertidos en “leopolderas”…, y
al que el biógrafo tuvo que sufrir por partida doble, por una parte
en el trato personal (tal y como señala en el prólogo a la reciente
reedición ampliada del libro) y, por otra, cargando con él dentro
de su cabeza durante los años en que trabajó en este libro que
reconstruye de manera pormenorizada la biografía de quien fue
también −algo
que a menudo, velado por la densa niebla de su caótica peripecia
vital, se olvida−
uno de los más destacados y singulares nombres de la poesía
española de la segunda mitad del siglo XX.
En
la nueva edición de El
contorno del abismo
se incluyen los últimos tumbos antes de acabar en la tumba de
Panero, a quien el autor dejó vivo y orinando por las esquinas y los
platós de televisión en 1999, el año en que fue publicada por
primera vez esta biografía, un clásico y una referencia ya dentro
del género.
El
último en morir que apague la luz
Hablando de las dos ediciones del libro, separadas por veinticuatro años, sobrecoge observar cómo en la página de agradecimientos que hace J. Benito Fernández el nombre de un alto porcentaje de las personas a las que entrevistó o le ayudaron en su trabajo viene acompañado de un paréntesis en el que se lee in memoriam. El propio Leopoldo María Panero, que murió el 5 de marzo de 2014, sobrevivió a muchos de ellos, por increíble que parezca, dada la excesiva vida que llevó; una vida entregada a la locura, la poesía y la autodestrucción, que lo emparenta con escritores de otras épocas, como Antonin Artaud, Edgar Allan Poe o Dylan Thomas (quizás, recientemente, solo podamos incluir en esa estirpe maldita y bohemia a David Gonzalez, de quien hablaremos la semana que viene, si bien es cierto que este no padeció enfermedad mental alguna; González, por cierto, incluyó a Panero en El último en morir que apague la luz, una antología de sus poetas favoritos).
En
esas paginas introductorias de El
contorno del abismo
J. Benito Fernández explica también como el personaje de Leopoldo
María Panero le atrapó tras ver la famosa película de Jaime
Chávarri El
desencanto,
que se adentra de una manera inquietante en la intimidad de una
familia a la que mantiene unida el odio que se profesan: la compuesta
por Felicidad
Blanc,
viuda del poeta franquista Leopoldo
Panero,
y los tres hijos de ambos: Juan
Luis,
también poeta, Michi,
escritor sin obra a quien sin embargo debemos una cita de carácter
ya casi universal −“En
esta vida se puede ser de todo menos un coñazo”−,
y el príncipe sin trono de los infiernos de la poesía española, el
propio Leopoldo María Panero.
Evangelistas
del exceso
Admite también el autor en esas primeras páginas de la biografía que fue algo propio de su generación la absurda fascinación por la locura y por quienes la padecían, a los cuales se envolvía en un halo de romanticismo o se convertía en estandartes que agitar frente a lo establecido, lo normativo o los monstruos de la razón, pero lo cierto es que mirar al abismo, dejarse embriagar por el vértigo, escucharlo llamándonos por nuestro nombre desde las profundidades, es algo a lo que el ser humano ha sucumbido siempre, como demuestra que hasta el final de sus días a la sombra de Leopoldo María Panero fueron cobijándose una procesión de poetas, músicos, pintores, que acudían a visitarlo a los manicomios por los que recaló y que le proponían documentales, prólogos para sus libros, poemas para sus revistas, discos con sus letras… (entre esa peregrinación de artistas, encontramos por ejemplo a otro evangelista del exceso, Enrique Bunbury, quien cantó los alunados versos del poeta en el disco-libro Leopoldo María Panero, en el que también participó el director y productor de cine porno, José María Ponce).
Por
la parte que nos toca, uno de los hospitales psiquiátricos en los
que estuvo internado Panero fue el de Arrasate, convirtiéndose en el
segundo huésped más ilustre de Santa Águeda, tras el presidente
del gobierno Antonio
Cánovas del Castillo,
que se alojó allí cuando el establecimiento era todavía un
balneario (acabaría convertido en un manicomio a raíz precisamente
de su caída en desgracia tras el magnicidio en él del político).
Allí, en Santa Águeda, escribió Panero sus Poemas
del manicomio de Mondragón
o participó activamente en la revista editada por internos del
centro, Globo Rojo. Panero, además, desperdigó unos cuantos de sus
poemas en otras revistas locales como Elgacena o Pamiela, mantuvo
durante un tiempo una columna en el diario Egin (por la que aseguraba
que le pagaban diez mil pesetas) o participó en unos encuentros
literarios en Pamplona en los que también tomó parte Roberto
Bolaño,
quien, aunque no coincidió o no quiso coincidir con el poeta, lo
convertiría en protagonista de algunos de sus libros.
El
maldito de cerca
Evitar, como Bolaño, al poeta se convirtió en algo recurrente entre los conocidos y colegas de Panero, resabiados por sus habituales saqueos, okupaziones de casas y brotes violentos que daban la verdadera dimensión de un maldito visto o sufrido desde cerca.
El
contorno del abismo
nos da cuenta detalladamente de todo ello. A lo largo de sus páginas
nos encontraremos con Leopoldo −que
primero fue Leopoldito, niño prodigio que asombraba con sus poemas e
improvisaciones a escritores como Dámaso
Alonso,
Claudio
Rodríguez
o Luis
Cernuda−
mojando cruasanes en los charcos de París, embarrando colchones
ajenos con orina y ceniza, liando cigarrillos con sus propios
excrementos, reclamando amor como un mendigo o negándolo como un
príncipe a todo el mundo menos a él mismo. La biografía no es, sin
embargo, solo un inventario de barbaridades y escatologías, a lo
largo de la misma también se puede seguir la trayectoria literaria
del poeta, leer sus cartas y algunos de sus poemas, conocer a quién
frecuentó, quién lo admiró (Octavio
Paz,
por ejemplo) y quién lo consideró solo un señorito consentido
(Jaime
Gil de Biedma)…
Hay
que destacar, por último, que el libro nos hace recorrer sus páginas
en una suerte de hipnosis no solo por el morbo que despierta el
biografiado o el deslumbramiento de su poesía, tocada a ratos por
una extraña genialidad, sino, sobre todo, por el acierto, el tono,
el rigor y la exhaustividad −que
no merma en absoluto la entretenida lectura−
del biógrafo, que en todo momento mantiene al lector con los pies
firmes al borde de ese abismo y le permite asomarse a él sin riesgo,
sosteniéndolo con el arnés de su brillante y eficaz literatura, y
permitiéndole observar de cerca cada uno de los enloquecidos
movimientos del poeta maldito, pero con la seguridad de que este no
saldrá del ataúd y se masturbará delante de toda la familia en
medio del cuarto de estar o intentará estrangularlo con sus propias
manos mientras le susurra al oído versos surrealistas.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 19/08/23
“Tranquilo,
que eso nos ha pasado a todos”, trataba de animar una de las
cocineras, que había salido a la barra para dejar una ración de
bravas, al joven camarero. La cara del chaval era un poema (nunca he
entendido esta expresión, en realidad habría que especificar un
poema de quién, ¿de Lorca, de Gloria Fuertes, de Borja Semper?). El
camarero estaba muy nervioso. Abrió dos o tres cámaras frigoríficas
hasta que encontró la botella de vino blanco. Y al servirnos la
ronda el pulso le tembló.
Le
pagamos con tarjeta y tuvo que preguntar a un compañero cómo
funcionaba el datáfono. El otro se lo explicó con desgana, como si
esa parte del trabajo no entrara en su contrato o como si él ya
hubiera pasado por ese trago tiempo atrás y hubiera tenido que
apañárselas solo. Ahora, que los demás también apechugaran.
Nos
dimos cuenta entonces, mientras bebíamos con recelo los primeros
sorbos del vino y comprobábamos que no sabía a lavavajillas, de que
el joven camarero había comenzado a trabajar ese mismo día. Y de
que seguramente nunca había estado antes a ese lado de la barra.
Un
ratito después el camarero veterano volvió a dirigirse al
debutante. “Ahora tienes media hora de descanso”, le dijo. Pero
no era que se hubiera vuelto majo de repente, sino que en realidad
esos treinta minutos también iban a ser un alivio para él, tal y
como se ocupó de dejar bien claro en cuanto el chico salió del bar:
“¡Madre del amor hermoso, menudo pipiolo!”.
Apuramos
el vino y nos fuimos. Unos minutos después nos encontramos al pobre
camarero debutante en la calle, sentado en un banco, solo, muy
quieto, como si de esa manera pudiera conseguir que su reloj no se
moviera. Daban
ganas de abrazarlo. Abrazarlo era también abrazarse a uno mismo
¿Quién no había pasado alguna vez por una situación como esa? Un
primer trabajo en el que todo es nuevo y desconocido y en el que no
das pie con bola; la sensación de desear con todas tus fuerzas estar
en otro lugar; las noches aplastantes sin pegar ojo, que pasan, sin
embargo, en un suspiro, y en las que no dejas de pensar que al
levantarte tendrás que volver al infierno; la lotería, un incendio
en el bar, un nuevo confinamiento… como única escapatoria a ese
callejón sin salida; el asco infinito de tener que volver a
preguntar al día siguiente cada duda a un anormal…
En
fin. La cara del camarero debutante, pensé, en realidad no era un
poema, sino una tragedia griega. Estuve a punto de decirle estas
palabras de Esquilo: “Lo que deba ser, será”. Pero para mí que
Esquilo escribió esa tontada su primer día de trabajo. Así que me
callé. Y nos fuimos a tomar otro vino.