“La utilización política de la pandemia ha sido un asunto canallesco”
Miguel Sánchez-Ostiz, escritor
En Breves del
desconcierto, la última obra de Miguel Sánchez-Ostiz, publicada por
Pamiela, el escritor navarro anota, a través de textos breves (o boteprontos)
sus reflexiones sobre los tiempos de incertidumbre que vivimos, incluidos los
últimos meses de pandemia y esa llamada nueva normalidad, apuntalada con
“porras viejas y mordazas ya muy mordidas”.
Patxi Irurzun / Gara 18/08/20
En el último de los breviarios de Miguel Sánchez-Ostiz, género
en el que se ha prodigado últimamente (recordemos, El asco indecible, Diario volátil o A cierta edad) late, como señala él mismo en el quevediano prólogo,
una alegría feroz y la convicción profunda de no arrojar la toalla, a pesar de
los pesares, a pesar de los empujones, que nunca hay que dejar sin devolver, o
del fango de los tiempos en el que chapotean con chulería cayetanos, matones
(“Me pregunto si el futuro no estará en manos de matones iletrados”, anota
siempre certero en su desconcierto el escritor navarro), trepas, mangutas de
guante blanco y máscara benemérita y rojigualda… Todo ese aire a podrido se
ventila en estos breves o, como se
subtitula la obra, boteprontos, enojos o
soliloqueos. Sánchez-Ostiz no escribe para gustar a todos, señala también el
autor al inicio del breviario, y todos quienes le leemos lo agradecemos.
Este es un libro que, como casi todo, dio un vuelco forzoso con el confinamiento, tal y como explica en la introducción. ¿Cómo afectó al mismo y en que ha cambiado lo que iba a ser?
Cambios no ha habido muchos, ni de tono ni de contenido. Lo que ocurre es
que de pronto se impuso una realidad que
obligaba a hablar de ella. Por ejemplo, algunos capítulos como el de «Oigo
patria a tu afición…» cogieron con la pandemia un volumen cayetanesco y
rojigualdo inaguantable. La utilización política de la pandemia ha sido un asunto
canallesco.
“Breves del desconcierto”… Vuelve a los breviarios, los textos cortos, que ha frecuentado durante los últimos años. ¿Se siente cómodo en ese formato del botepronto, el soliloqueo (maravillosa invención, por cierto)…?
Pues sí, me siento tan cómodo que
hasta he pensado poner un negocio de epitafios en Beritxitos (cementerio de Iruñea)… Ahora en serio,
los discursos de recio y apretado discurrir se leen con dificultad creciente.
El tiempo lector de las redes sociales se impone y esos boteprontos se leen con
gusto porque más allá de las diez líneas lo que digas se sigue a ratos o con
desgana.
Y en este caso los breves son del desconcierto… Más allá de mostrar este desconcierto, ¿el breviario intenta buscar respuestas o un camino para seguir adelante?
El de resistir y el de plantar cara a lo que no es dañino en lo público y
en lo privado, en la medida de nuestras posibilidades, que no son muchas, pero
porque no lo tengan fácil que no quede.
-Al libro no le falta el tono zumbón, burlesco, aunque a muchos quizás no se lo parezca…
¿Burlesco? Mucho, empezando por mí mismo. Auténtico pitorreo de mis
bajonazos, torpezas e hipocresías. Una cosa es lo que te propones o quisieras
hacer, y otra bien distinta lo que haces o logras hacer. Muchas veces te quedas
por el camino. Por no hablar de en qué paran tus propios discursos en plan
Espartaco.
–En relación con lo anterior, también se advierte en su breviario, como en otros de sus libros cierto optimismo, diría, me refiero a esa posición de resistencia, de no ceder (“No cedas”, aparece en la penúltima entrada) o de no resignarse, no callar, devolver los empujones…
Sí, ese «no cedas viejo perro» es un verso de un amigo poeta boliviano
que me gusta mucho, el Humberto Quino. Somos quintos, para allá viejitos, pero el
Humberto no deja de dar la cencerrada, no tira la toalla, te guste o no lo que
dice, se enfrenta, resiste.
-Hay temas recurrentes, de los que ya ha hablado a menudo: el matonismo, el abuso de la fuerza y los uniformados, el patrioterismo, convertirte en enemigo y repudiado solo por no aplaudir o seguir las consignas oficiales… ¿Tenemos para rato con todo esto?
Para rato… como dices. Es el asco de nunca acabar. No hay más que fijarse
en lo que parece invisible, salvo para el que recibe los porrazos, lo sucedido
en esta mandanga de la «nueva normalidad» con porras viejas y mordaza ya muy mordida.
Ahora estamos de veraneo, dándole al balonico
hinchable de colorines, como focas amaestradas, pero la incertidumbre de lo que
pueda venir sigue ahí. Somos frágiles y vulnerables, y se ve que el sistema no
llega a todo, y no a todos. Iban a hacer y no solo no han hecho, sino que ni
intención parece que tengan. De pronto todo a vuelto a «las altas esferas» que
es donde la inmensa mayoría no estamos.
–En la parte final, dedicada a “la plaga”, reflexiona sobre lo que vendrá tras ella… ¿Qué espera de esta “nueva normalidad”, como la llaman?
Nada bueno, salvo que en lo público se reconstruya la cohesión social,
pero desde abajo. Esos movimientos vecinales de solidaridad son un ejemplo de
lo que puede hacerse o ese movimiento de artistas madrileños «Salva lo Público», que hacen calle y no
bureo de redes sociales, a favor de la Sanidad pública y en contra de la
privatización de todos los servicios a ellos aparejados. Nuestras vidas no
pueden ser un negocio.
-Por último, también comenta en relación con esto sus temores respecto al futuro de las pequeñas editoriales, librerías… e incluso el desconcierto respecto a sus propios libros futuros. ¿Qué cree que puede pasar?
No tengo ni idea, pero me temo que el lector está muy dañado, las redes nos han quitado capacidad lectora, perdemos en ellas el tiempo de la lectura, nos achatamos… La gran mayoría ha estado colgada de las pantallas durante esta pandemia. Pequeñas editoriales, pequeñas librerías… no sé cuál puede ser su futuro y si van a poder mantenerle el reto a los grandes grupos que lo abarcan todo e imponen sus criterios comerciales (los literarios son otra cosa), como no sé cuál puede ser el futuro de un escritor que vaya a contrapelo y no puedan hacer con él negocio editorial y mediático, aunque no creo que sea bueno.
Publicado en magazine On, suplemento semanal de diarios de Grupo Noticias (15/08/20)
Uno de los
libros más emocionantes y bonitos que he leído es, sin duda, Capitanesde la arena, de Jorge Amado.
Pero no me hagan mucho caso. Lo que a uno le parece bonito a otros les puede
parecer un horror. Tengo comprobado, además, que hay un nada despreciable (en
cuanto a número) grupo de lectores a los que no les gustan los libros que
hablan sobre desgracias (es decir, el ochenta por ciento de la literatura
universal), a los cuales les recomiendo que no sigan adelante con este artículo
en el que, además de esta novela del escritor brasileño Jorge Amado, vamos a
hablar de literatura sobre sintecho o escrita por sintecho.
Capitanes de la arena cuenta las peripecias de una banda de
niños de la calle, de meninos da rua
de Salvador de Bahía (el libro se publicó en 1937, pero, por desgracia, sigue
siendo terriblemente actual), sus temores, sus sueños y las razones que les
llevaron a la marginación y la delincuencia. Las novelas de Jorge Amado, el
gran narrador de la ciudad de Bahía, pobladas por prostitutas, vagabundos,
campesinos, obreros, siempre lo hacen, siempre nos enseñan que tras cada una de
esas historias hay una injusticia y que nadie nace ni se hace pobre por
vocación. En el caso de Capitanes de la
arena, por ejemplo, hay dos momentos de la novela que resumen perfectamente
la misma: la escena de los meninos da rua
subidos a un tiovivo en el que por unos momentos son capaces de olvidarse de la
miseria, la violencia, el hambre en la que viven sumidos; o el capítulo en el
que uno de ellos, Sin-Piernas, es
adoptado por una acomodada familia y se debate entre la misión por la que se
deja acoger por esa familia: marcar la casa y facilitar al resto de la banda el
asalto de la misma, y la felicidad que, repentina e inesperadamente, encuentra al
sentirse por una vez querido —más allá de la camaradería de sus compinches—.
Los niños de la calle, se puede concluir, son solo niños, y lo que le añade la
apostilla “de la calle” es la persistencia a lo largo de los siglos de miseria,
desigualdades y atropellos.
El pan desnudo de Mohamed Chukri Jorge Amado narra la historia desde una óptica cercana al realismo social e incluso socialista, y así algunos de los capitanes de la arena evolucionarán a lo largo de la narración hasta convertirse en una brigada de choque de lucha obrera. Todo ello sin que de las páginas de esta novela se borren nunca los trazos profundamente líricos con que es contada.
Al igual que en
las novelas de Jorge Amado, la literatura se ha ocupado en muchas otras ocasiones
de quienes no tienen nada: vagabundos, alcohólicos, mendigos…, a veces con un
halo romántico que se desvanece cuando los propios autores han sido sintecho y
han escrito sobre ello, como el escritor bereber Mohamed Chukri, que fue otro niño de la calle y escapó a la pobreza
a través de la literatura (aprendió a escribir con veinte años) dejándonos una
obra memorable, a la altura de Capitanes
de la arena como es El pan desnudo (o El pan a secas, así ha sido traducido en sus últimas ediciones).
Tom Kromer y Victor Hugo Viscarra Otro escritor sintecho
es el estadounidense Tom Kromer, autor
de Nada que esperar, un clásico de la
literatura de la Gran Depresión, que narra los cinco años que el autor pasó
deambulando por albergues, vías de ferrocarril, descampados o pensiones de mala
muerte.
La vida de los vagabundos estadounidenses de ese periodo (retratada también en otros libros, como el magnífico Tallo de hierro, de Willian Kennedy, adaptado al cine por Héctor Babenco e interpretada en su papel protagonista por Jack Nicholson), está escrita en Nada que esperar sobre papeles de fumar o en los márgenes de los folletos religiosos de los albergues cristianos. Kromer refleja la desesperanza de un ejército de pobres vencido por el hambre y el desempleo, sus triquiñuelas para pedir limosna, la muerte de algunos compañeros, desmembrados al intentar subir en marcha a trenes de mercancías, las palizas de la policía…
A las palizas de
la policía, precisamente, achacaba otro escritor vagabundo, el boliviano Víctor Hugo Viscarra, su ruina física,
en lugar de a los treinta años malvividos en las calles de La Paz, o al alcohol
trasegado durante todo ese tiempo. Víctor Hugo Viscarra, que murió en 2006 a
los 49 años cuando parecía que tenía 70, dejó títulos como Alcoholatum y otros drinks, en los que describe la vida de los
borrachos, delincuentes y vagabundos de La Paz, es decir, su propia vida: los
bares como pudrideros (bares con nombres como El pezón de la mariposa o El
Averno; bares en los que es posible encerrarse bajo candado para beber hasta
reventar, literalmente); el sexo indigente,
buscando calor en la pestilencia y la llaga; el mundo y el lenguaje del
pequeño hampa paceño… De Víctor Hugo Viscarra, una leyenda de la noche y de la
literatura maldita boliviana, se han ocupado más y mucho mejor otros autores
como Alex Ayala o Miguel Sánchez-Ostiz; y la editorial
gasteiztarra Mono Azul, con Jabo H.
Pizarroso al frente, publicó su título quizás más conocido y accesible, Borracho estaba, pero me acuerdo.
El escritor apestado, y Miquel Fuster El mexicano Carlos Flores Vargas no es propiamente
un escritor sintecho, pero sí se puede decir que vive y trabaja en la calle,
que la recorre cada día de arriba abajo con sus libros a cuestas, y con los
recortes de prensa que hablan de “su caso”. Ganador del prestigioso concurso
internacional de cuentos Max Aub en 1988, Flores firmó un contrato con la
editorial mexicana Diana, pero esta retuvo sus cuentos, dilató ad infinitum la publicación de los
mismos, ante lo cual el escritor inició una huelga de hambre frente a sus
oficinas e incluso amenazó con amputarse y comer su propio brazo si la
editorial no cumplía el contrato. La editorial finalmente indemnizó al escritor
pero su pequeña victoria fue a la vez su tumba, pues a partir de ese momento
ninguna otra editorial quiso publicar a un autor con fama de conflictivo como
Flores Vargas. Desde entonces, este vende de manera ambulante sus libros, que
él mismo edita bajo sello propio (El patito feo), por el Zócalo de México DF.
Por cada uno de ellos pide 0,60 pesos, y además tiene una página web, www.elescritorapestado.com, en las que se pueden leer algunas de
sus obras, como Cuentos de sexo o Estela y la sangre.
Un caso más cercano es el del dibujante e ilustrador barcelonés Miquel Fuster, que tras entrar como aprendiz con dieciséis años en la Bruguera y trabajar como ilustrador durante un tiempo en otras editoriales de prestigio, como Norma, o agencias de prestigio como Selecciones Ilustradas, se vio en la calle a causa de una acumulación de desgracias: una ruptura sentimental, el refugio en el alcohol, el incendio fortuito de su vivienda… Miquel Fuster pasó quince años viviendo al raso, sobreviviendo gracias a la mendicidad, hasta que en 2007 comenzó a publicar sus vivencias en un blog que finalmente se convertiría en una novela gráfica titulada Miquel, 15 años en la calle. Miquel mantiene además un blog (www.miquelfuster.com) en el que se pueden ver algunas páginas de este trabajo, y otras ilustraciones de trazo desgarrado y oscuro que dejan constancia de sus años como sin techo.
Fuster, Viscarra, Flores, Jean-Marie
Roughol, cuya autobiografía
se convirtió en un best-seller en Francia, los cuatro vagabundos polacos
autores de Invisible, un curioso
libro cuya tinta solo es visible bajo cero, de modo que quienes lo lean sientan
qué es vivir a la intemperie, el Diario
de una vagabunda de la japonesa Fumiko Hayashi…
Hay, en definitiva y por desgracia, muchos capitanes de la arena y, para
disgusto de esos “lectores” que citábamos más arriba, nos tememos que, como
decía el tango de Discépolo, puesto que “el mundo fue y será una
porquería” seguirá habiendo también
quien, afortunadamente, dé cuenta de ello en novelas crudas y hermosas como las
de Mohamed Chukri o Jorge Amado.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 23/08/20
Yo lo supe años después, pero en una ocasión estuve a punto
de ser denunciado acusado de injurias al rey, a cuenta de un cuento en el que
hablaba del cabrón del rey (me refiero a un macho cabrío —¿o era un oso?, no
recuerdo bien— que este abatió en una de sus cacerías, que nadie piense mal;
bueno, que cada uno piense lo que quiera, a ver si al final también van a estar
penado pensar). La cuestión es que alguien leyó en una radio mi cuento, que yo
había publicado previamente en un fanzine revoltoso, y algún jefazo de la
cadena, al que no le hizo ninguna gracia el juego de palabras, amenazó con
emplumarme. Por suerte, para mí, quien leyó ese cuento —el mismo que me lo
contó años después— al parecer no solo intercedió en mi favor sino que ofreció
a cambio su cabeza, es decir se le invitó a dejar de colaborar con la emisora.
El rey, por entonces, era intocable, a pesar de que se caía
mucho. Sigue siéndolo, de hecho, ahora que su figura parece tambalearse más que
nunca (en realidad es el falso balanceo de un tentetieso que es a la vez una
muñeca rusa y que al final dejará todo en su sitio; la única manera de acabar
con la monarquía es tirar el juguete a la basura). El rey, decíamos, sigue siendo intocable, hace
apenas unos días, por ejemplo, hemos sabido que la fiscalía investiga a
dirigentes de varios partidos por sus comentarios sobre el emérito, que es de
momento a quien nos referimos, luego ya le tocará al preparao. El rey nos trajo
la democracia, el rey nos salvó del golpe de estado, el rey era un tío
cojonudo, como los espárragos a los que daba nombre una de sus ocurrencias, el
rey era un profesional, ¡viva el rey! Y si no a la audiencia nacional. Como los
del oso Mitrofán.
Porque, ahora me acuerdo, sí, al final, era un oso (y esto no
es un cuento, es rigurosamente cierto). El oso Mitrofán. Lo emborracharon con
cóctel de vodka y miel —eso fue al menos lo que reveló un funcionario ruso—
para que don Juan Carlos-escopeta caliente lo abatiera en una cacería a
quinientos kilómetros de Moscú. Y así fue, el oso Mitrofán, que era “bondadoso
y alegre”, de ese modo lo describen las crónicas, cayó muerto de un solo
disparo. “Estaba cocido”, rotularon, junto al sonrosado rostro del monarca, en una
viñeta que apareció publicada en los diarios Deia y Gara. Y sus autores, claro,
fueron llamados a declarar, daba igual que evidentemente se refirieran al oso,
del mismo modo que yo en mi cuento me refería al cabrón, es decir, al macho
cabrío.
Por cierto, y por si a alguien se le ocurre rematar la faena y demandarme ahora, la denuncia contra aquellos humoristas no prosperó (claro que el acojone, en plan matón togado, no nos lo quita nadie). Eso es en el fondo, lo que perpetúa la monarquía, no tanto la propia familia real (da lo mismo, en realidad, si quienes la componen son ejemplares o unos golfos, la institución per se es anacrónica y antidemocrática, ni siquiera deberíamos plantearnos un referéndum, del mismo modo que no se vota sí o no al cinturón de castidad), sino sus palanganeros y porteadores. Los “yo no soy monárquico sino juancarlista”, aquellos a los que les parecían tan graciosos la peineta en Vitoria y el ¿por qué no te callas? en Chile, o un negocio redondo para el país los chanchullos con sus hermanos los señores feudales saudís… Muchos de ellos son los que ahora han colaborado en la huida del campechano; otros meten tanto ruido como antes era atronador su silencio. Y todos, en cuanto pase este agostazo mal medido pero agostazo a fin de cuentas, volverán a doblar lacayunos la cerviz ante el preparao, del que a su vez airearán otros sus miserias —es un decir— cuando le hayan hecho hueco en el trono al culo trasparente y constitucional de la que venga detrás por la gracia de Dios y de Francisco Franco.
Cualquiera que disfrute husmeando en las librerías de segunda mano se topará en ellas con este título una y otra vez, en diferentes ediciones. Debieron de venderse en su día millones de ejemplares de Alguien voló sobre el nido del cuco y a ello, sin duda, contribuyó la exitosa versión cinematográfica de Milos Forman, con Jack Nicholson interpretando al rebelde MacMurphy. Ken Kesey, sin embargo, el psicotrópico autor de la novela, abominaba de esa película. Quizás no al extremo de Boris Vian con la adaptación de Escupiré sobre vuestras tumbas, quien falleció de un infarto sentado en la butaca de un cine que la proyectaba. Pero casi.
Kesey consideraba que el director de Amadeus había traicionado el espíritu de su novela (y así era, aunque lo hiciera de un modo magistral), cargando el protagonismo de la misma en MacMurphy-Nicholson y dejando en un segundo plano al narrador de la historia, el Gran Jefe Brondem y a su mundo interior. De hecho, mientras la novela está contada con la voz del Gran Jefe, en la película este no pasa de ser un secundario, a quien solo se escucha pronunciar una reveladora frase, pues hasta entonces todos lo habían considerado sordomudo (en una clara metáfora de la situación de los naciones indias en Estados Unidos). También contribuyó, claro, al rechazo de la película por parte de Kesey el hecho de que los productores del film desestimaran el guión propuesto por él o que el escritor, de todos modos, vendiera los derechos de su libro sin demasiado margen de maniobra para intervenir.
Los experimentos, con LSD
Alguien voló sobre el nido del cuco, recordemos, nos cuenta la lucha de un grupo de enfermos psiquiátricos contra el despótico trato de su enfermera, la todopoderosa Gran Enfermera Ratched, lucha que se desatará con el ingreso de MacMurphy, un pequeño delincuente, exveterano de la guerra de Corea, que simula trastornos mentales para eludir la prisión y los trabajos forzados. MacMurphy alentará al enfrentamiento y la desobediencia a sus compañeros — a veces con consecuencias funestas— en una historia tras la que palpita el cuestionamiento de una sociedad, como la de los Estados Unidos de los años 60 (la novela se publicó en 1962), conservadora, uniformadora, castrante y controladora.
La idea para escribir Alguien
voló sobre el nido del cuco, en la que una de las formas de sometimiento de
los pacientes es la farmacología, se le ocurrió a Ken Kesey tras participar
como cobaya humana en un experimento auspiciado por el gobierno de los Estados
Unidos sobre los efectos de los psicotrópicos, en el transcurso del cual el
escritor conoció el ácido lisérgico o LSD, de cuyas virtudes se convertiría en
uno de los principales profetas, dándose la paradoja de que una de las herramientas
de liberación de la contracultura, las drogas, se propagara desde la
administración (recordemos, además, que la propia CIA experimentó con el ácido
lisérgico como elemento de control mental, antes de que los beats primero y luego los hippies le
dieran un uso recreativo).
Un viaje fluorescente al Más Allá
Ken Kesey, uno de los abanderados, precisamente, de la generación beat —aunque quizás no tan conocido como Jack Kerouac, Willian Burrougsh o Allen Ginsberg— estuvo al frente de los The Merry Pranksters, los Alegres Bromistas, un grupo de jóvenes que en 1964 (es decir dos años después de la publicación de Alguien voló sobre el nido del cuco) recorrieron los Estados Unidos de costa a costa a bordo de un fluorescente autobús, al que bautizaron como “Further”, es decir, “Más allá”, en un psicodélico viaje en el que ofrecían catas públicas de LSD. El conductor del “Más Allá” fue Neil Cassady, el espídico muso de la generación beat, inmortalizado en la novela En el camino de Jack Kerouac, y a la tripulación se sumó también el grupo de música Greateful Dead. Tom Wolfe, por su parte, el autor de La hoguera de las vanidades, hizo la crónica del accidentado viaje (tan solo doscientos metros después de iniciarse el autobús se quedó sin gasolina) en Ponche de ácido lisérgico, uno de los libros señeros del llamado periodismo gonzo, aquel que hacía crónicas desde dentro, en primera persona y sin eludir la experiencia propia.
No fue el de Wolfe el único testimonio del lisérgico itinerario de los Alegres Bromistas, ellos mismos llevaban consigo algunas cámaras, aunque a la postre estas sirvieron más bien como elemento disuasorio cada vez que la policía les daba el alto, alegando que su comportamiento se debía a que estaban rodando un documental, pues las imágenes del mismo acabarían perdidas en un desván, del que finalmente las rescatarían y restaurarían Alison Elwood y Alex Gibney, que estrenarían en 2011 Magic Trip, en donde podemos ver —no resulta difícil encontrarlo en internet— a Kesey, Cassady y compañía en pleno viaje, nunca mejor dicho.
¿El libro o la película o los dos?
Volviendo a Alguien voló sobre el nido del cuco, el libro contiene uno de los finales más hermosos y redentores de la literatura, que no vamos a contar aquí, y que quien quiera conocer tendrá que leer, tras buscar la novela en alguna de esas librerías o ferias del libro de segunda mano. La abundancia de ejemplares de la misma en esos lugares, por cierto, no deja de resultarnos en este club de lectura de verano sorprendente. Se supone que si están allí es porque alguien se los has quitado de encima. Quizás la explicación se deba a que quienes se desprenden de ellos ya han visto la película, cuando lo lógico, en la mayoría de los casos debería ser lo contrario: “No, ya he leído el libro”, no vaya a ser que nos pase lo mismo que a Boris Vian al ver la adaptación cinematográfica. En el caso de Alguien voló sobre el nido del cuco, de hecho, si bien la película de Milos Forman es notable, la novela de Ken Kesey resulta imprescindible.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 08/08/20
Los irurzunólogos acérrimos se acordarán sin duda de Putoso
y sus hermanos quinientillizos, quienes ya han aparecido al menos en dos
ocasiones en esta sección, Rubio de bote.
Putoso es un enorme oso de peluche que nos regalaron cuando nació mi hijo mayor
y que, desde entonces, está con nosotros, siempre en medio (de ahí su nombre). Fue
alumbrado en un parto múltiple en algún taller clandestino de Asia o en alguna
maquila en Centroamérica y separado de sus 499 hermanos apenas nació,
dispersados todos ellos por centros comerciales y jugueterías de todo el mundo.
No obstante, en una ocasión yo me encontré a uno de los quinientillizos abandonado
junto a los contenedores de basura que hay junto a mi portal. Al verlo, subí
rápidamente a casa a tramitar los papeles de la adopción (es decir, a
preguntarle a mi mujer si podía recogerlo), pero para cuando logré convencerla
resultó que alguien se me había adelantado.
Escribí unRubio de botesobre eso y al cabo de unos meses un lector de esta página se acercó a mí en la villavesa y me confesó que había sido él el que se hiciera cargo del hermano de Putoso, pero que los papeles de la adopción no estaban en regla (es decir, que él no había conseguido convencer a su mujer) y tuvo que deshacerse del peluche. También sobre eso escribí un artículo, preguntándome qué habría sido del pobre oso sintecho, y a partir de entonces comencé a recibir en mi correo fotos de gente que había visto putosos —así comenzamos a llamarlos— por todo el mundo: colgados por las orejas en el tendedero de un patio de Tudela, durmiendo en un albergue de Bilbao, con una polla de goma anudada a la cintura en una película guarra…
Después, durante un tiempo los putosos estuvieron hibernando
o en algo suyo de osos, pero recientemente he vuelto a recibir varios correos
en los que me informan de su reaparición en París. Aunque originalmente llegaron a la ciudad de
la luz (yo no sé por qué se llama así si siempre llueve) gracias a la
iniciativa del dueño de una librería que los desperdigó por calles y cafés para
dar a conocer su negocio, en los últimos meses, al parecer, las mesas de muchas
terrazas han sido ocupadas por ellos para mantener la distancia social entre
los clientes. La cuestión es que a mí me alegró mucho ver a gran parte de la
familia putosa reunificada, tras tantos años calamitosos, y además dándose la
vidorra padre, tomando cafeolés todo el día o leyendo por las noches Libertad para los osos de John Irving.
Quise compartir por eso mi felicidad con mis lectores y colgué las fotos de la
nueva y bohemia vida de los quinientillizos en las redes sociales, pero al cabo
de unas horas alguien me hizo saber que en realidad las condiciones laborales
de los peluches no eran tan placenteras como yo suponía, pues debían pasar las
noches al raso y someterse a los caprichos de los trasnochadores (quienes, por
ejemplo, se fotografiaban junto a ellos haciéndose mortadelos); o que —aquellos
que dormían en la librería— eran encerrados en un cuarto en el que se
almacenaban las cajas con las novelas de los youtubers o los alfonsoussías
franceses. Por si fuera poco, junto con esta triste noticia adjuntaban otra
foto de putosos que no habían sido capaces de superar ese estrés y
—presuntamente— se habían suicidado de manera colectiva en una playa nórdica
enterrando sus cabezas en la arena y esperando la subida de la marea (la foto
es además la portada del último trabajo del grupo noruego de rock progresivo
Airbag). Yo, sin embargo, estoy convencido de que esa imagen es un fake o se ha interpretado mal y de que
muy pronto comenzarán a llegar fotos de putosos recogiendo kiwis o esquilando
ovejas en Nueva Zelanda —es decir, en las antípodas de Noruega—, luchando, en
definitiva, por conseguir una vida más dichosa.