Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios Grupo Noticias) 07/12/24
Me
gusta cuando al final de los programas de radio ponen una canción y
consiguen que esta termine justo un segundo antes de que suene la
señal horaria. Me gusta leer primero la última línea de las
novelas. Me gusta cuando en la ducha subes un poquito más la
temperatura del agua caliente. Y cuando te despiertas en mitad de la
noche y ves que todavía quedan algunas horas para dormir. Me gusta
pintar los dientes de la gente con un rotulador negro en las fotos de
las revistas, es como una especie de photoshop o meme prehistórico.
Me
gusta −soy
un raro−
la
fruta escarchada del roscón de reyes. Y me gusta que a la mayoría
de la gente no le guste porque así puedo comerme la que dejan
orillada en sus platos (por cierto, quienes no se comen la fruta
escarchada del roscón de reyes y sacan la figurita deberían
devolverla, porque en realidad no han comido un auténtico roscón de
reyes sino un sucedáneo). Me gusta el olor de la gasolina. Y el de
los libros nuevos (aunque a veces huelan como a basura; lo malo es
cuando el olor es una advertencia y los libros son en realidad una
basura). Me gusta el sonido de la impresora cuando la enciendes, es
como un robot desperezándose. Y el de un balón de baloncesto
botando contra el suelo, es como el latido de mi corazón cuando
tenía quince años. Me gusta el baloncesto, ese estornudo de la red,
¡zas!, cuando la canasta entra limpia (aunque me gustaba el
baloncesto mucho más antes de que pusieran la línea de tres y las
canchas se llenaran de francotiradores).
Me
gusta ponerme ropa que hace tiempo que no he usado y encontrarme en
los bolsillos un ticket de la compra antiguo o la entrada de un
concierto en el que no recordaba que había estado.
Siempre llevo los bolsillos llenos de papelitos. Me gusta que mi ropa
sea una máquina del tiempo.
Me
gusta ese puntito de la primera cerveza o de un vermú, un mediodía
soleado. Me gustan esos tres segundos del propofol atravesando la
vena, en las colonoscopias. Me gusta la primera vez que orino después
de la tercera o cuarta caña. Y ese escalofrío, ese repelús que a
veces sacude el cuerpo al hacerlo (podríamos llamarlo “repegús”).
Me
gustan los chistes malos que hacen gracia de lo malos que son. Y usar
expresiones desactualizadas, por ejemplo “efectivigüonder” o
“yavestruz” (me parecen mucho más ridículas otras en boga como
“¿sabes cómo te digo?” o “aburrido −o cualquier otro
adjetivo− no, lo siguiente”).
Me
gusta esa sensación pletórica, cuando acabo de escribir algunos
artículos, pero no me gusta tener que acabar ya este. Me gustan lo
gatos, la comida cuando la cocinan otros, el viento golpeando en la
persiana, los pantalones pitillo… Me gustan −como a todo el
mundo− tantas cosas…
Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios Grupo Noticias) 23/11/24
Algunos días, mientras conduzco, suelo encontrarme tiradas en mitad
de la carretera zapatillas de deporte, botas de monte… calzado
nuevo y desparejado. Esto último es lo que más me inquieta. Me
pregunto cómo han acabado ahí todos esos zapatos solitarios. ¿Los
ha arrojado un ocupante de un vehículo a otro tras una discusión de
tráfico? ¿Es un código de alguna sociedad secreta para marcar una
ubicación? ¿Hay enterrado a unos metros un tesoro, un muerto, un
cáliz sagrado? ¿Alguien ha atropellado a un cojo?…
¿Y cómo se mueren los pájaros? Veo pasar estos días, a través de
la luna delantera, las bandadas de grullas, una viruela negra sobre
la piel cárdena y moribunda del cielo de otoño. Vuelan en forma de
uve, como flechas arrojadas en dirección al sol por un ejército en
retirada. Y se ríen, con sus graznidos obscenos. ¿De qué se ríen?
Bueno, ¿cómo no se van a reír? Se van al sur, a Marrakech, o a
Benidorm, mientras nosotros nos quedamos aquí, con el mercurio
haciendo muescas por debajo de la línea roja y la camiseta térmica
convertida en una segunda piel. Se ríen de nosotros.
La que más alto se ríe es la que encabeza la bandada, la punta de
la flecha. Tiene que ser una grulla ultramaratoniana y con un GPS en
la cabeza. Pero ¿quiénes son las últimas de la formación? Supongo
que grullas bobas, que no saben leer los mapas, o grullas jubiladas,
con artritis y la próstata o el corazón inflados, grullas que no
llegarán a su último baile en el hotel del imserso. ¿Qué sucede
cuando ya no pueden más? ¿Se separan de la bandada y se dejan caer
planeando, balanceándose como una hoja muerta, hasta posarse en la
tierra? ¿O caen a plomo, como manzanas de Newton, como meteoritos de
carne y hueso? ¿Ha muerto alguna vez alguien golpeado en la cabeza
por un pájaro muerto?
Hablando de pájaros muertos, veo también todos los días, mientras
conduzco, un aguilucho posado sobre un cable de la luz. ¿Por qué no
se achicharra? ¿Sus garras tienen alguna sustancia, una queratina
que aisla la corriente? ¿Es un funambulista eléctrico, un suicida
sin prisa?…
El mundo animal, el mundo en general, está lleno de incógnitas y ya
hace mucho tiempo que otro pájaro, un pájaro de hierro, mató a
Félix Rodríguez de la Fuente, así que cuando llego a mi destino
busco las respuestas en Google. Y, al parecer, el misterio de los
zapatos desparejados no lo es tanto, se trata simplemente de personas
que bajan del monte todavía con la cabeza en las nubes, o que vienen
de dar un paseo, personas que dejan olvidadas sus zapatillas, sus
botas, sus zapatos en el techo de los coches, al cambiarse de ropa,
de manera que durante el trayecto de vuelta, su calzado cae en alguna
curva, y no siempre a la vez. O eso es lo que dicen algunas
hipótesis, algunos listos. Seguro que también saben por qué las
lavadoras se alimentan de calcetines sueltos…
“Victoriano
Santos: de hoficio: boseador profesional. Con 23 años de hedad”.
La inscripción está tallada con algún objeto punzante, o quizás
con las uñas, en la pared encalada de una celda de castigo del
Fuerte San Cristóbal, en el monte Ezkaba, a las faldas del cual se
asienta Pamplona. El mismo fuerte en el que el 22 de mayo de 1938
casi ochocientos prisioneros republicanos llevaron a cabo una de las
mayores fugas de la historia, con resultados funestos: casi
seiscientos fueron atrapados en las horas o días posteriores o
volvieron por su propio al fuerte, el resto asesinados como conejos
en las laderas del monte o los pueblos cercanos, solo tres, quizás
cuatro, llegaron a la muga con Francia.
Junto a la
inscripción de Victoriano Santos hay una confusa fecha en números
romanos, pero que parece resolverse como 1940, o tal vez 1942.
¿Participó Victoriano en la fuga? ¿Quién fue Victoriano? ¿Por
qué fue encerrado en esa celda de castigo? Todas esas y otras
preguntas me asaltan al leer su mensaje, que fotografío casi de
manera furtiva, como si temiera que algún otro de los escritores que
me acompañan en la visita guiada a este enorme ataúd de piedra que
es el fuerte pudiera robarme la historia. Porque ahí hay una
historia, la noto entusiasmado removerse como un germen en mi cabeza,
azuzada por algunos estímulos literarios (la cárcel, el boxeo, el
hecho sobre todo de que todavía más de ochenta años después la
inscripción permanezca ahí, como un mensaje en una botella, o una
llamada de auxilio que atraviesa
el tiempo
y me interpela).
Al volver a casa busco en internet información sobre Victoriano. En 1943 un boxeador con su mismo nombre participó en Málaga en un combate contra un púgil local. Se refieren a Victoriano como excampeón de España de los pesos ligeros, pero a pesar de ello no encuentro ninguna otra referencia deportiva en la hemeroteca. Busco en una lista de prisioneros del Fuerte y doy con su segundo apellido, Gómez, y su lugar de origen: Fernán Caballero (Ciudad Real). Escribo a ese Ayuntamiento y, mientras espero sin mucha esperanza la respuesta, consulto una página de combatientes en la que averiguo que un Victoriano Santos Gómez, miembro de las Juventudes Socialistas, de veinte años, fue detenido por “auxilio a la rebelión” (¿a qué rebelión? Eso en realidad querría decir que apoyó el golpe militar, no que lo combatió). Se le acusa de delatar a un vecino de su pueblo, militante de Falange, que sería fusilado. No veo la fecha de la detención, pero encuentro otro documento que sitúa a un Victoriano Santos en 1937 en un batallón de zapadores en el Frente de Madrid. Me contestan, además, para mi sorpresa desde Fernán Caballero y me dicen que Victoriano se trasladó a vivir a Carrión de Calatrava en 1946. Los datos, poco a poco, de manera muy leve, como los puntos del dibujo en una página de pasatiempos, van recomponiendo el fantasma del boxeador.
Pero de repente el trazo se corta. Desde Carrión de Calatrava no llega información. Encuentro en Google Street el teléfono de alguien que vende o alquila la casa en que vivió Victoriano en Fernán Caballero (a solo unos metros, por cierto, de la de Nemesio Espinar, el falangista al que denunció), pero el número no da señal. Mi entusiasmo se desinfla, me encuentro en un callejón sin salida. Victoriano, mientras tanto, sigue en mi cabeza, ensayando golpes en un boxeo de sombra, a la espera de alguna nueva pista −tal vez a través de este artículo−, que me conduzca hasta él.
Fue en un programa de
televisión, no recuerdo cuál, de repente un tertuliano utilizó una
palabra extraña que tampoco recuerdo (pudo haber sido tibulín o
estrujis) e imediatamente se autocorrigió (en realidad, no tenía
necesidad de hacerlo, porque normalmente los tertulianos no se
escuchan más que a sí mismos).
“Uy, perdón, esta es una
palabra que usamos solo en casa”, dijo.
Es lo que se denomina
idiolecto, el habla particular de una persona o de un grupo familiar
o de amigos, una especie de idioma doméstico, con términos propios,
que solo quienes pertenecen a ese círculo lingüístico utilizan y
comprenden.
Cuando escuché al tertuliano,
pensé en algunas de las palabras de nuestro idiolecto familiar, que
es más bien un idiotolecto, porque tendemos a deformar algunas
palabras, pronunciándolas deliberadamente mal (por ejemplo, en lugar
de decir “una onza de chocolate”, decimos “una lonza de
chocolate”, o en lugar de “tener estrés”, “tener exprés”).
Algunas de las palabras
estrella de nuestro diccionario propio son: “culiculi”, para
referirnos a las marcas blancas de refrescos de cola, y por
extensión, de cualquier producto; “esterilizar”, por estilizar
(esta nos la apropiamos de una dependienta de una tienda de ropa, que
dijo a mi madre que determinada prenda la “esterilizaba” mucho y
le hacía un “entorno” muy bonito); a la serie de televisión
“Los Serrano” −siguiendo
con el mismo campo semántico−
le tomamos prestada la expresión “quedarse nenuco”, por
“quedarse eunuco”; y tenemos también un amplio vocabulario
adoptado de cuando los niños eran pequeños y hablaban con lengua de
trapo: “recatera”, por “carretera”, “el lanintendo”, por
“la Nintendo”, y, al contrario, “la saña”, por “la
lasaña”, etc. Una que me gusta mucho es una ultracorrección
preciosa que hizo mi hija cuando comenzaba a leer: “egnomo”, por
“gnomo” (es decir, ella hizo lo que tenía que hacer, leer lo que
ponía; a partir de entonces en nuestra casa David el gnomo es David
el Egnomo)…
Todos tenemos uno o varios
idiolectos, y es divertido hablarlos. El riesgo que se corre con
ellos es que pueda sucedernos lo que al tertuliano, que de tanto
emplear de una manera doméstica algunas palabras o expresiones o
algunos usos incorrectos, acabemos por darlos por correctos,
empleándolos también fuera de su ámbito familiar. Que acabemos
diciendo “tibulín” o “tener exprés” en público, sin darnos
cuenta.
La moraleja es que eso es algo
que se puede trasladar de la lingüística al terreno de las ideas o
las costumbres, por ejemplo que si en nuestra casa es costumbre dar
un soplamocos a alguien cada vez que, no sé, estornude, acabemos
creyendo que eso es lo normal o lo correcto y lo hagamos también
fuera de casa, o que si repetimos en esta (o en la televisión) una y
otra vez que los emigrantes son delincuentes o los partidos de
ultraderecha democráticos, terminemos asimilando esas ideas falsas,
es decir, esos idiotolectos.
¡¿PERO
QUIÉN SE VA A QUERER TATUAR MIS MONIGOTES?!
El tatuador
iruindarra Mikel Edorta López de Vicuña ha recopilado y llevado al
papel −y a la piel de
decenas de su clientes−
los dibujos de su abuela, Josefina Altuna, una artista navarra
autodidacta de arte outsider que lleva medio siglo dibujando
en secreto y que ahora es descubierta para el gran público en el
libro “Una ventana. La luna. Mis luceros” o en la exposición que
le dedicó recientemente el Salón del Cómic de Nafarroa.
Patxi Irurzun. Publicado en 7ka (06/10/24)
“Dibujando a los
políticos me meo. Hace tiempo que no he pintado a ninguno. Siempre
pinto a los asquerosos. A Trump también le pinté porque era tan
malo…Me sale bien su peinado. Pero no me parece que mis dibujos
tengan valor para nada. Pienso que la gente se va a reír”, dice
Josefina Altuna, la joven promesa de la ilustración navarra. Tiene
92 años. Lo dice Josefina y lo transcribe su su nieto, Mikel Edorta
López de Vicuña, en el libro que autoeditó hace dos años y en el
que recoge la obra y la historia de esta sorprendente artista
outsider, nacida en 1932 a las faldas del monte Ezkaba, en
Berriosuso, y vecina del pamplonés barrio de la Txantrea durante
buena parte de su vida.
Vergonzosa y desenfadada
Mikel Edorta nos recibe en Aizkora, su estudio de tatuaje en la Plaza de la Navarrería de Iruñea, de donde han salido decenas de personas con uno de los diseños de Josefina Altuna impresos en la piel, después de que Mikel los diera a conocer, primero en las redes sociales, y luego en su libro “Una ventana. La luna. Mis luceros”. Además, durante la última edición del Salón del Cómic de Navarra, celebrada el pasado mes de septiembre, una de las exposiciones estuvo dedicada a la obra de esta autora secreta, que durante cincuenta años ha pintado para sí misma, llenando sus libretas de coloridos dibujos, con un aire entre naif y gamberro. En ellos aparecen mujeres que fuman − “Cuando me salen con el morro feo les pongo un cigarro”−, chicas con cabeza de pollo −”Chicos no, porque no me salen”−, gente en pelotas − “Porque así venimos al mundo”−, y también pájaros con barba, animalitos defecando, lobos con jersey…
El
Salón del Cómic programó también una charla sobre este original y
fecundo imaginario de Josefina Altuna, charla en la que, como en este
reportaje, fue su nieto, Mikel, quién actuó como portavoz:
“Josefina es ya muy mayor, está bastante sorda, es muy
vergonzosa…”, explica,
pero también
añade que la
visibilización de su trabajo le ha hecho muy ilusión: “Ella vive
todo esto con
felicidad, con orgullo,y está encantada, a pesar de su timidez. A
mucha gente le sorprende cuando digo que Josefina es vergonzosa,
porque sus dibujos son muy desenfadados”.
Un
viaje en el tiempo
La
historia de esa proyección pública de la obra de Josefina
Altuna arranca hace cinco
años, cuando a Mikel un
redescubrimiento de los dibujos de su abuela
lo transporta en una
máquina del tiempo hasta su infancia: “Tengo
un recuerdo de los
sábados,
que era cuando íbamos a casa de mi abuela, en
la Txantrea, muy cerca de la nuestra,
y después de comer nos pegábamos como cuatro o cinco horas pintando
con ella.
Luego, en la
adolescencia, cuando empiezas a interesarte por otras cosas, yo dejo
de ir a comer a su casa y todo eso queda un poco enterrado, aunque sí
me sonaba que ella seguía dibujando, y también escribiendo poemas.
Más tarde, a los diecinueve, yo empiezo
a tatuar. Era
todavía muy joven y al principio, en los primeros años, estás
aprendiendo el oficio, dando bandazos. Pero
allá por el año 2019, poco
antes de la pandemia, ya
con un bagaje como
tatuador, en una visita a
mi abuela veo otra vez
sus dibujos y es cuando tengo ese viaje en
el tiempo, me acuerdo de mis
vivencias con Josefina
y me doy cuenta de que esas imágenes podrían funcionar muy bien
como tatoos.
Se lo digo a ella y,
aunque
no recuerdo exactamente
su respuesta, debió
de ser algo así como:
“¡¿Pero
quién se va a querer tatuar
mis monigotes?!”. Despúes
puse los
dibujos en las redes, e
inmediatamente comencé a
recibir mensajes de gente interesada, que querían reservar cita. Así
es cómo comenzó la rueda”.
Arte
outsider
Mikel recuerda también al primero de los clientes que llevó del papel a la piel una referencia de Josefina Altuna. Fue Ibai, un chico de Unzué a quien él ya había tatuado anteriormente, en aquella ocasión un dibujo de Henry Darger. “Era una especie de niño con alas de mariposa, cuernos de carnero. Es curioso, porque ahí ya me empezaron a resonar cosas de mi abuela. Luego ya he comprendido que el mundo artístico de ella tiene mucho que ver con eso que se denomina arte outsider o marginal”.
Henry
Darger es, en efecto, uno de los artistas más destacados del llamado
arte outsider
o marginal, aquel que
surge fuera de la academia o la cultura oficial, por medio de
artistas autodidactas o naif, colectivos marginales, racializados,
etc. y en el que también tiene cabida el Art Brut, un término para
describir el arte originado en instituciones psiquiátricas,
carcelarias…, en definitiva, un arte que describe la obra de
personas ajenas al mundo artístico, sin formación académica. “Me
parece gente muy
interesante”, señala
Mikel, quien sí estudió un grado superior en la Escuela de Artes,
“porque no están
contaminados, es algo muy puro, la gente cuando crece o entra en
centros de enseñanza, aprende muchos conceptos, imágenes, y a veces
es difícil
recuperar esa
esencia, esa
naturalidad que tienen
los artistas outsider,
que son gente muy libre.
Todo eso es lo que hace
tan especiales,
tan
llenas
de imaginación y de corazón esas
obras de artistas como Darger o mi abuela”.
El
tatoo de
Hofe
Si
la primera de las personas en tatuarse un dibujo de Josefina Altuna
fue Ibai −quien
repitió después en cuatro o cinco ocasiones más, calcula Mikel−
uno de los últimos ha sido el artista y cantante Igotz Méndez,
Hofe, autor de temas como “Joven lehendakari”, o “Vampireando”,
incluidos en sus EP “Amodioa” y “Amorrua”, y a quien
preguntamos qué fue lo que le llamó la atención de los dibujos de
Josefina Altuna: “Yo tengo bastante cercanía con Mikel, somos
colegas, y supe de la historia de Josefina a través de él y su
hermana Izaskun. Me fui interesando mucho por el tema, más todavía
cuando Mikel publicó el libro contando su historia. Vi también un
vídeo, un reportaje en EITB Kultura en el que explicaban no solo esa
historia, sino también el proceso de dibujo, cómo Mikel llevaba
después eso al tatuaje. Me pareció muy guay ese gesto de Mikel de
trasladar el arte de su abuela a la piel de mucha gente y hacer de
esa manera que se conociera, por eso lo hice, porque me interesaba
ese relato y quería contribuir a hacerlo más grande. Y, bueno,
además de todo eso porque me gustan mucho los dibujos de Josefina,
claro”.
Hay, como señala Hofe, un componente intergeneracional en esa transmisión entre abuela y nieto de un relato y unas imágenes que también ha contribuido a que algunas personas decidan tatuarse los dibujos de Josefina: “El de Josefina seguro que no es un caso aislado, hay mucha gente que dibuja y no lo muestra, el otro día, por ejemplo, vino un chico con un diseño de un dibujo que había hecho su abuelo. Ha venido también gente que tenía vínculos muy fuertes con su abuela y esta historia les ha llenado el corazón. Ese factor también existe”, explica Mikel.
Las creaciones de Josefina Altuna despiertan, en efecto, el interés entre aquellos que deciden tatuarse uno de sus diseños por diferentes motivos: “Hay clientes a los que les ha gustado algún dibujo concreto, otros se tatuan alguna de las mujeres que ella dibuja, porque ven en ellas una especie de fuerza implícita, a otros les ha hecho gracia un diseño porque descubren un estilo o un aire de cierta época… Yo, por ejemplo, cuando veo esos personajes que mi abuela dibuja de cuerpo entero me transportan un poco a los 80, me recuerdan el vestuario de las pelis de Almodóvar… Tiene un universo muy rico, con diseños fantásticos, otros más divertidos…
El
dibujo como terapia
Al
respecto de esto último, una de las vertientes más llamativas de
las creaciones de la artista navarra son sus dibujos más
desenfadados, con un toque gamberro e incluso punk, que son una
expresión de su carácter, aunque introvertido, alegre, o que
funcionan como espita o mecanismo de compensación para esa timidez:
“Sí, el sentido del
humor que tiene, su felicidad, es algo que yo creo que le ha hecho
estar viva hasta esa edad tan avanzada, ella es una persona a la que
conoces y desde el minuto uno está echando carcajadas, sonriendo, y
es algo que se refleja
en su obra. Ella, de
todos modos, se ha sentido en todo este proceso no
diría
contraria a enseñar sus
dibujos, pero sí que le daba cierta vergüenza, porque cree
que no valen nada. Es
algo que comparte con todo este tipo de artistas que
mencionábamos antes, que
dibujan al final como un
hobby, y
no dan valor a lo que
hacen. Aunque también es
cierto que cuando empezó
todo esto ella empezó a motivarse un poco, por ejemplo si yo
tatuaba una cara de una
chica y se lo decía,
iba a la semana siguiente a
su casa y
había dibujado muchas
caras de chicas, porque veía que interesaban a la gente… En el
libro cuento que todo esto ha sido algo que le ha dado vida, un
pequeño fueguito al que hemos ido echando leña, y que Josefina ha
cogido como fuerza, de hecho ahí está con sus
92 años y sigue
dibujando.”.
El
arte, y la escritura, esas vocaciones tan arraigada e intuitivas de
Josefina Altuna, han tenido, pues a lo largo de su vida cierto
carácter terapéutico. En “Una ventana, la luna, mis luceros”,
el libro editado por Mikel, se recogen, por ejemplo, algunas de las
cartas que ella escribió a su marido, cuando este falleció:
“Querido
Santi: Han pasado dos años. Una eternidad. El pasado aporta la vida
que pasamos juntos criando una familia maravillosa. Pero hace dos
años que nos dejaste. Nunca te olvidaremos. Siempre, hasta en los
sueños, te hablo y no me contestas. Te quiero, te quise, siempre en
el corazón como árbol fecundo para el presente y para el futuro de
esta tierra exigiendo justicia y libertad. Eso es lo que decía
Santi, quien no se perdió una manifestación recogiendo el testigo
de la lucha por la dignidad, porque al fin y al cabo esta es es la
historia nuestra del 36”.
Josefina
y la fuga del monte Ezkaba
La
trayectoria vital de Josefina, que contaba cuatro años cuando tuvo
lugar el golpe militar, se recoge también en una de las tres partes
en que está dividido “Una ventana. Las luna. Mis luceros”.
Josefina recuerda, por ejemplo, la histórica y multitudinaria fuga
del Fuerte de San Cristóbal, en el monte Ezkaba, cuando todavía
vivían a las faldas del mismo, en Berriosuso. Su casa era la primera
al bajar del monte y a las puertas de la misma se juntaron diez o
doce fugados. “El que mandaba en el pueblo, que trabajaba en
Diputación y era más malo que el sebo, le dijo a mi madre: “Benita,
no cures más, que nosotros los vamos a curar enseguida”. Los
llevaron al cementerio y empezaron: pim, pom, pim, pom… Antes de
eso, mi padre había escondido a uno en casa, entre la paja. Estuvo
toda la noche sin dormir, mirando por la ventana. Cuando estaba aún
oscuro, mi padre le dijo por dónde tenía que ir para escaparse y el
hombre se marchó. Años después, cuando mi padre murió, se lo
volvieron a encontrar. Vivía en Pamplona y tenía dos hijas”.
Rememora
también Josefina cómo le arrebataron el euskera: “Me gustaba
mucho, lo aprendí de pequeña, porque mis padres no hablaban otra
cosa. Pero cuando vinimos a Pamplona dejé de hablarlo. No nos
dejaban usarlo, estaba prohibido y en el colegio nos pegaban con la
regla si lo hablabas”.
Tal vez por eso, Josefina recuerda también como uno de sus paraísos perdidos las temporadas que pasó con su tía en Ultzama, aquejada por una enfermedad provocada por las humedades que sufrió en su infancia en los pisos de Iruña en que vivió, en la calle Nueva o en la de la Merced. De aquella época tiene un gran recuerdo y una profunda añoranza, ligados a la vida en libertad y en comunión con la naturaleza y los animales. “En sus dibujos también refleja esa vida rural, en ellos salen pueblitos, animales, de hecho ella tiene todavía algo de paquete a la ciudad, a Pamplona, incluso a la Txantrea, donde se instaló más tarde, cuando se casó”, señala Mikel, quien recogió todos estos recuerdos transcribiéndolos tras una larga y fluida conversación con Josefina que grabó sin que ella lo supiera. “Si lo hubiera sabido se habría puesto nerviosa, no habría sido lo mismo, la transcripción es una selección de sus propias palabras, con la naturalidad que ella habla, y también con ese punto poético que tienen alguna de sus frases”.
Una
ventana. La luna, Mis luceros.
Esa
pequeña biografía de Josefina Altuna conforma uno de los tres
capítulos en que se divide “Una ventana. La luna. Mis luceros”,
el titulado “La Luna”, en el que también se da cuenta del
momento en que Josefina comenzó a dibujar, a una edad en realidad
bastante avanzada, con cuarenta años, ayudando a su hija, la madre
de Mikel, en una tarea escolar: “Yo nunca en mi vida había
dibujado. Cogí un papel e hice un dibujo. Le dije: “Esto es muy
fácil. Empiezas por el río, después la orilla del río, después
las chozas, luego los negros, el misionero…”. Hice el dibujo con
lápices de madera y… ¡ganó el premio del colegio!. Pero era más
feo… Eso es la pura verdad”.
En
otro de los capítulos del libro, el primero de ellos, “Una
ventana”, Mikel introduce a los lectores contando cómo ha sido el
proceso de redescubrimiento de la obra de su abuela y cómo llevo
esta a su salón de tatuaje, así como lo que ha supuesto para él
toda esta experiencia. En el tercer capítulo, “Mis luceros” −una
referencia al modo en que Josefina se refiere a sus nietos−
se incluyen dibujos y poemas de Josefina, y en la parte final hay un
apéndice con fotografías de tatuajes realizados a clientes, como
muestra de agradecimiento a estos.
El
libro fue autoeditado en 2022, con la ayuda de diferentes amigos del
tatuador navarro, en una pequeña tirada que Mikel Edorta López de
Vicuña no tienen intención de reimprimir, a pesar de que ya apenas
le quedan ejemplares: “Era como un pequeño secreto, no quería que
circulara demasiado”, dice, aunque algunos de los ejemplares han
llegado a otros países, como Estados Unidos: “La edición es
trilingüe, en castellano, euskera e inglés. Lo del inglés me
interesaba porque en Estados Unidos, que es con diferencia el lugar
de fuera al que más libros he mandado, tienen mucha más cultura del
tatoo
que aquí, y también porque está más familiarizados con el arte
outsider,
han tenido más artistas de ese tipo…”, dice.
Una historia, en definitiva, la de Josefina, única y al mismo tiempo universal, que nos abre una ventana a la historia de una mujer que de un modo natural e intuitivo consigue encontrar en el arte uno de sus fundamentos y sus razones de ser: expresar un mundo interior, una trayectoria vital, un modo de estar en el mundo y transmitirla, en este caso, primero a los seres más cercanos y queridos y a través de estos, de su nieto y sus tatuajes, a otras personas. “El título del libro viene de ahí. A mi abuela le gusta dormir con la persiana subida porque de ese modo ve a través de la ventana la luna. Me parecía que era una buena metáfora, que a través de la ventana podías entrar al universo de Josefina”, concluye Mikel.
“Quiero
que la manzanas tengan vodka”. La pinturitas y otros ejemplos de
arte outsider
local
Los dibujos de Josefina Altuna, como señala su nieto, el tatuador Mikel Edorta López de Vicuña, pueden catalogarse dentro del llamado arte outsider o marginal, una corriente a la que dio nombre el historiador Robert Cardinal, ampliando el concepto de Art Brut que etiquetó el pintor francés Jean Dubuffet y con el que se refería al arte realizado por enfermos mentales (si bien antes psiquiatras como el portugués Miguel Bombarda o el alemán Hans Prinzhorn ya habían trabajado en ese campo). Cardinal amplia el espectro para referirse a todo tipo de artistas que carecen de formación académica. Uno de los exponentes más destacados del arte outsider es el estadounidense Henry Darger. Darger fue un anónimo trabajador de la limpieza a cuya muerte fueron encontrados en su cuarto, en Chicago, cientos de acuarelas y dibujos que constituían las ilustraciones de un manuscrito de más de catorce mil páginas, “La historia de los Vivians”, a la que dedicó toda una vida. Batallas épicas, fugas imposibles, brutales torturas a niños esclavizados… La obra de Darger revela un don natural para el dibujo, que lo convirtió en uno de los artistas marginales más destacados. Pero no es el único. Entre nosotros también podemos apuntar varios ejemplos que podrían incluirse dentro de esta corriente. Por ejemplo, el artista donostiarra José Luis Zumeta ilustró en su obra “Oi! Bihotz” 38 poemas de varios de los internos del hospital psiquiátrico de Arrasate, publicados en la revista Globo Rojo de dicho establecimiento (en la que también participó activamente el poeta Leopolo María Panero). “Quiero que las palabras tengan vodka/ Quiero una manzana negra”, escribe, por ejemplo, uno de los pacientes. Aunque si hay un ejemplo notorio y cercano de Art Brut es la obra de María Ángeles Fernández Cuesta, más conocida como La Pinturitas, una artista que a lo largo de varios años ha pintado las paredes de un antiguo restaurante abandonado en la carretera nacional que atraviesa el pueblo navarro de Arguedas. Los dibujos de La Pinturitas (un colorido y caótico entramado en el que se mezclan rostros grotescos y superpuestos de enormes pestañas, labios con forma de pez, nombres de personajes famosos escrito con tipografía animal… y que renueva cada cierto tiempo, como un enorme palimpsesto) llaman la atención de conductores y curiosos. Hasta hace relativamente poco no era extraño encontrarse a La Pinturitas trabajando en su “estudio”, ni que ella accediera a contar su vida a quienes se acercaban al mismo (o a cantarles un tema de Rocío Jurado), pero desde hace algún tiempo el antiguo restaurante aparece cercado, según nos cuenta el propio Mikel Edorta López de Vicuña, que a partir de la obra de su abuela Josefina Altuna, comenzó a interesarse por otras manifestaciones de arte marginal y ha visitado de vez en cuando Arguedas, sin llegar a toparse con La Pinturitas. Hace apenas unos días, sin embargo, se encontró con las vallas que protegían la obra de la artista ribera. “Nos dijeron que solían entrar chavales, que habían quemado un colchón… Pero, cuando preguntamos por La Pinturitas, nos llevaron hasta su casa y estuvimos hablando un poco con ella. Ha pasado una racha mala, está cuidando a su marido y lleva sin pintar un par de años”, nos cuenta. No sabemos, pues, si la artista volverá a retomar su obra, pero esta, en todo caso, ya ha sido reconocida y recogida por artistas como el fotógrafo Hervé Couton, quien publicó un libro recopilando la obra de La Pinturitas, o de galerías como la parisina Galerie Du Moineau Écarlate, especializada en Art Brut, que le dedicó una exposición en 2022.