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EL ANTIBAR

May 1, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en magazine ON, suplemento semanal de diarios Grupo Noticias (01/04/23)

Hace unos días estuve en el antibar. A la puerta del mismo había un gorila, lo cual ya daba alguna pista, pero como en vez de repartir soplamocos iba entregando a cada persona que entraba unos auriculares, nos pudo la curiosidad. Una vez dentro del garito, observamos que los auriculares desprendían luces de diferentes colores −amarillo, verde y azul− y no tardamos en caer en la cuenta de que cada una de estas dependía de la música que escuchabas a través de esos auriculares, la cual tú mismo podías seleccionar manipulando un botón. En el amarillo, rock, en el azul, electrónica, y en el verde, reguetón.

En principio, parecía una buena idea, así cada cual podía escuchar su música preferida o incluso enviar señales a los demás sobre sus gustos, si lo que pretendía era hacer amigos o incluso follamigos. También resultaba bastante divertido ver a los diferentes grupos y descubrir la heterogeneidad de los mismos, pues en la misma cuadrilla podías encontrarte con alguien rascando en el aire una guitarra imaginaria junto a otro que perreaba y al lado de los anteriores a uno más haciendo el robocito.

El problema era cuando querías decirle algo a alguno de tus acompañantes, porque tenías que quitarte los auriculares, y entonces descubrías varias cosas: que la mayoría de la gente canta fatal; que el rock es imbatible frente a otros estilos cuando se trata de corear las canciones; y, lo más inquietante de todo, que en realidad ¡nadie hablaba con los demás! (más allá de un “Ahora vuelvo, que me estoy meando viva”).

De acuerdo, todos hemos estado en bares en los que la música estaba alta o a los que hemos entrado precisamente por la música, a escucharla o bailarla, en lugar de a hablar de Dostoievski, pero también es cierto que a la mañana siguiente nos hemos levantado afónicos porque hemos tenido que gritar, sobreponer nuestra voz a la de King África o la de Evaristo, incapaces de refrenar la necesidad de comunicarnos; o que incluso cuando solo hemos bailado, la música era una comunión, algo que compartías con el resto, te gustara más o menos, creyeras más o menos en ella, te sintieras excomulgado si lo que sonaba te horripilaba, porque también podías mostrar tu disconformidad, tu falta de fe, boicoteando la canción, apoyándote en la barra o convirtiendo tu manera de mover el esqueleto en una chirigota, en una danza de la muerte que ridiculizaba esa música. Lo importante, en realidad, lo que había que respetar, no era la música, sino el bar, el bar como institución social, como espacio de encuentro, incluso como patria o ideología común…

En el antibar, por el contrario, la música, los auriculares, se convertían en la negación de buena parte de todo eso, en otro tentáculo más de la hidra del individualismo propio de esta sociedad tecnológica en la que vivimos y en la que las redes solo sirven para atraparnos y aislarnos del resto, no vaya a ser que nos juntemos y se nos ocurra algo. ¡Hala, cómo se pone! Bueno, sí, en realidad supongo que quien entra a ese local lo hace, como lo hicimos nosotros, de manera puntual, por curiosidad o como experiencia zoológica; o que, en realidad, los dueños del local ofrecen ese servicio para reducir decibelios o sortear alguna normativa municipal.

En realidad, si cuento todo esto es porque el otro día escuché en la radio que el año que viene el bono cultural para jóvenes incluirá también los espectáculos taurinos. Es decir, la tortura animal convertida en cultura y como incentivo para despertar entre la chavalería los aspectos más creativos y sensibles de su personalidad. ¡Toma antibar! Va más allá, de hecho, que el antibar: es como si en este añadieran otro color a los auriculares −rojo sangre, por ejemplo− e incluyeran un canal en el que se pudieran escuchar canciones de José Manuel Soto. ¡La anticultura!

El mundo, en fin, se va a la mierda.

SIEMPRE HAY ALGÚN BAR LAS VEGAS

Mar 20, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments


De colmenas y recuerdos - Zenda

Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 17/03/23

Todos tenemos un pasado más o menos oscuro. Yo, por ejemplo, durante unos años estuve trabajando en una agencia de publicidad. Fue una época de mi vida horrible. Me he acordado de ella cuando buscando en una tienda un producto para blanquear las juntas de las baldosas me he topado con uno llamado Baldosinín. Y también de que en medio de aquel horror lo más terrible era cuando me tocaba un naming (es decir, inventar un nombre para un producto financiero, un medicamento, una feria industrial…; no sé, por cierto, por qué razón en el mundo de la publicidad a todo se le ponía un nombre en inglés, naming, briefing, brainstorming, si luego todos los premios en los festivales se los llevaban los argentinos).

Cada vez que me tocaba inventar un nombre la cabeza me echaba humo. A pesar de lo cual salí bien parado, si me comparo con un compañero que se pasó seis meses dedicado en exclusiva a bautizar una hipoteca inversa y que al final daba pena, el chaval, hablando solo en voz alta (bueno, la verdad es que además era rapero) y diciendo palabros que solo él entendía, como “acetopih” (luego ya te explicaba que era hipoteca al revés).

Aquello no tenía nada que ver con Camilo José Cela en la película de La Colmena, en la que Matías Martín, el personaje al que interpretaba, también se dedicaba al naming y al que los neologismos le salían como churros. “Soy inventor de palabras. Bizcotur, dícese del que sobre ser bisojo y mal encarado, mira con aviesa intención, se la regalo”, decía.

En el café en el que transcurría la escena, por cierto, los clientes también buscaban nombres con las yemas de los dedos por debajo de las mesas, que en realidad eran lápidas de cementerio. Y, de hecho, cuando en la agencia te tocaba un naming te caía un muerto encima. La cabeza echaba humo y total para nada, para que el tren de vapor descarrilara, porque al final lo que uno acababa aprendiendo era que al cliente le daba lo mismo lo que tú le dijeras: él solo te contrataba para comprobar que aún se podían proponer nombres más absurdos que el que tenía en mente desde el principio y que, en realidad, no pensaba cambiar por nada del mundo.

Y es que no se puede luchar contra algunas cosas. Por ejemplo, contra un bar Manolo o un bar Las Vegas (“Siempre hay algún bar que se llama Las Vegas”, canta Diego Vasallo). Un bar Las Vegas o un bar Manolo, con sus servilletas por el suelo, el camarero que deja en la mesa la cazuela con las alubias del menú del día a diez euros, la tarta de chocolate que ha cogido sabor a cebolla en el frigo… Un bar Manolo solo se puede llamar bar Manolo (bueno, como mucho valen acrónimos del tipo bar Jonay, o sea, Jonatan+Yerai). Del mismo modo que en una pensión Manoli habrá que salir a mear fuera de la habitación o se oirán crujir las camas durante toda la noche y los gemidos y las flatulencias y las risas de los vecinos atravesarán como fantasmas las paredes. Es una cuestión de marca. Tú serás inventor de palabras, pero la señora Manoli es la que cambia las sábanas en su pensión y quien sabe que en ellas está dibujado todo el mapamundi de los sentimientos humanos, sus miserias, sus cazcarrias, los castillos en el aire, las lágrimas ahogadas en la almohada, los secretos que solo quien duerme en una pensión Manoli, y no en otra, está seguro de que le van a guardar. Cada uno, en definitiva, bautiza a sus hijos como quiere y el niño será Ceferino por mucho que el médico, o el publicista de turno, digan que han tenido que ponerle Oxígeno y que, si no, se muere o que la empresa se hunde.

Por lo demás, yo opino que Matías Martín/Camilo José Cela regaló “bizcotur” porque sabía que era una mierda de palabra.

LA FORJA DE UN LEÓN

Mar 6, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
No hay ninguna descripción de la foto disponible.

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 04/03/23

Cada mañana Google Fotos intenta usurparme la memoria y decidir por mí cuáles son mis mejores recuerdos y momentos de hace uno, dos, diez años, pero como inteligencia artificial todavía está un poco verde, porque a menudo lo que aparece es la foto de un calabacín o una pechuga de pollo empanada −mi hijo siente cada mediodía la imperiosa necesidad de saber qué vamos a comer y yo le mandó imágenes de lo que estoy cocinando, a las que él responde siempre cariñoso y agradecido con un “¡Pues vaya mierda!”−.

Sin embargo, como hasta un reloj parado da la hora correcta dos veces al día −si es de agujas−, recientemente en la aplicación apareció una imagen que me trajo un montón de recuerdos emocionantes. Es una foto que saqué en una exposición de la Biblioteca General de Navarra hace algún tiempo y en la que se ven los viejos armarios grises que había en el cuarto de préstamos de la misma −cuando esta estaba en la Plaza de San Francisco de Iruña−, con aquellos cajones repletos de fichas clasificadas y escritas a máquina y con las cuales yo me hice león, aunque ya venía cachorro de casa, donde me había amamantado con las lecturas de El pequeño Nicolás, Mark Twain, Gloria Fuertes, Emilio Salgari, Jack London o Mortadelo y Filemón.

Aquel pequeño cuarto, siempre abarrotado de gente y con un aire denso, en el que se compartían el virus del conocimiento y la gripe de la literatura, lo recuerdo como un lugar mágico, en el que había que meter el codo para arrimarse a las susodichas cajoneras, buscar los libros (alfabéticamente o por materias), rellenar las solicitudes, entregarlas después en el mostrador… Venía a continuación uno de los mejores momentos, porque entonces las bibliotecarias pedían y recibían los libros a través de un pequeño montacargas, y daba la impresión de que estos llegaban desde otro mundo (en cierto modo era así). A mí me parecía que aquel trabajo era maravilloso, sin sospechar que años más tarde el destino sería generoso conmigo y yo mismo acabaría siendo bibliotecario.

Recuerdo también, volviendo a las cajoneras, que me impuse a mí mismo la misión imposible de leer en orden alfabético todos los libros, primero la A, luego la B… Así hasta que llegué a la BU, de Bukowski y todo mi método se desbarató, pues me encontré con media docena de fichas sobadas, amarillentas, entre las cuales destacaba una que un adolescente de los 80 no podía obviar: La máquina de follar (luego, eso sí, había que pasar el mal trago, sobre todo para un chaval enfermizamente tímido como yo, de entregar la solicitud en el mostrador; o, peor todavía, no despistarse cuando la bibliotecaria recibía el libro en el montacargas, para que no tuviera que gritar “¡A ver, Patxi Irurzun, La máquina de follar!”). El caso es que desde entonces, desde Bukowski, y después desde John Fante, los beats, etc., hasta hoy, mis lecturas han sido caóticas, guiadas por el azar, la intuición, la curiosidad, siguiendo siempre ese camino misterioso y apasionante a través de los túneles invisibles que a veces conectan unos libros, a unos autores con otros.

Podría, en fin, seguir escribiendo durante horas, recordando aquellos días y todas las cosas que me sucedieron después, todos los mundos a los que viajé subido en un montacargas, gracias a los libros. Pero el espacio de esta página se acaba y ahora solo puedo recordar que todo empezó allí, en aquellas cajoneras. Allí, enjaulado en aquel pequeño cuarto de la Biblioteca General, donde me hice león y libre.

YO NO PIENSO IR

Feb 20, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 06/02/23

Una vez, hace años, mi mujer y yo fuimos a ver el Circo del Sol, pero se nos olvidó la crema protectora, algún tipo de ungüento que nos hiciera invisibles y nos protegiera de los cañones de luz que se paseaban entre el público, mientras redoblaba un tambor, hasta detenerse en algún elegido, chimpún, el cual entonces debía salir al escenario. Fue angustioso. Tanto que en el intermedio estuvimos pensando en largarnos, pero como somos de la cofradía del puño y las entradas nos habían costado un riñón, seguimos allí sufriendo, sintiéndonos como guerrilleros del Vietcong huyendo de los helicópteros entre los arrozales.

En mayor o menor medida eso se repite cada cierto tiempo. Procuramos evitar todo tipo de espectáculos que se anuncien como interactivos, rompan la cuarta pared, conviertan al espectador en protagonista…, pero de vez en cuando es inevitable toparse con funciones que sacan al escenario a “voluntarios” (esa es otra, negarse a participar todavía es peor, te conviertes automáticamente en un aguafiestas). Con el tiempo hemos desarrollado una serie de estrategias, como no colocarse en las primeras filas o en las esquinas de las mismas, no establecer contacto visual con los artistas o sentir la imperiosa necesidad de tomarte una piña colada justo en el momento en que ese tipo que se pone una serpiente pitón alrededor del cuello necesita un ayudante.

Este tipo de situaciones suelen ser habituales en las animaciones de los hoteles, donde, además, a todo ello se suma un sentimiento de culpa e insolidaridad, pues a menudo los magos, contorsionistas, bailarinas de flamenco, deben actuar ante apenas media docena de espectadores mientras de fondo se oyen los laalalalalalaaala beodos de los hooligans con pulsera de todo incluido.

Los artistas, de todos modos, suelen ser casi siempre unos curtidos profesionales y saben interpretar las señales que los pitufos gruñones les enviamos. En una ocasión, por ejemplo, en un espectáculo de calle, un malabarista repartió entre el respetable una serie de papelitos con números y a mitad de la función sacó una bola de un pequeño bombo, cuya cifra, cómo no −la lotería, no, esto sí−, coincidió con la de nuestro boleto. Nosotros, por supuesto, nos callamos como perros, pero para nuestra sorpresa cuatro o cinco personas levantaron la mano y acabaron en el centro de la pista conformando con sus cuerpos entrelazados una especie de taburete humano que se sostenía en pie a pesar de estar todos ellos recostados (yo entonces me reforcé en mi decisión de no haber participado, evitándome así una contractura). Es decir, ese malabarista había repartido más numeritos de los que eran precisos, pues contaba con que alguno de los voluntarios íbamos a escaquearnos.

No siempre he conseguido librarme, sin embargo. Recuerdo traumatizado aquella ocasión en que en una fiesta de cumpleaños de un txikipark la mascota, una especie de ratita a la que el traje le olía a cortauñas usado, me arrastró consigo y me hizo interpretar el baile del gorila, todo ello mientras ella murmuraba por lo bajinis “putos críos de mierda” y estos me señalaban y se partían la caja.

La cuestión es que, hablando del Circo del Sol, últimamente aparece hasta en la sopa la publicidad de una réplica del mismo pero en chino, o en antichino, no sé muy bien, un circo llamado Shen Yun. La apabullante campaña propagandística del mismo resulta inquietante. Uno se pregunta si ese circo, que más bien parece una tapadera, una secta, algo chungo, será capaz de recaudar la mitad de la mitad de lo que haya invertido en publicidad. Yo, desde luego, como cantaba La Polla Records, no pienso ir.

DAVID GONZÁLEZ, POETA

Feb 20, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios de Grupo Noticias) y en Diario de Noticias de Navarra (18/02/23)

No llegamos a tiempo, David. Pero seguimos adelante. Como esos boxeadores sonados y tenaces, que necesitan besar la lona para levantarse de sí mismos una y otra vez. El último golpe fue duro, mortal. Tú sabías que no lo podías esquivar, así que decidiste encajarlo con dignidad, convirtiendo, como siempre hiciste, tu derrota en una victoria por puntos, en ese combate a muerte que fue para ti la poesía.

El pasado 6 de febrero conocimos la dolorosa noticia del fallecimiento del poeta David González. Llevaba enfermo algún tiempo y en las últimas semanas algunos de sus amigos y admiradores trabajábamos contra reloj −contra ese implacable reloj de sol en que todas las horas hieren y la última mata− en un libro de homenaje y agradecimiento. No llegamos a tiempo, porque no acabábamos de creernos y de aceptar que un día ya no estaría con nosotros; porque pensábamos que también esta vez se pondría en pie. Vicente Muñoz, su amigo del alma, expresó lo que todos sentimos, cuando se fue: nos hemos quedado huérfanos. Nuestro consuelo es saber que, al menos, en sus últimas horas David todavía pudo escuchar algunos de los textos que escribimos para él y que Mari le leyó.

Todas las biografías de David cuentan que se hizo poeta en la cárcel, pero él, sin saberlo,ya amasaba versos mucho antes −versos como piedras arrojadas contra las ventanas, como escribió Raymond Carver, sin conocerlo, para él−. Por ejemplo, cuando las aguas del pantano lo arrastraron del pueblo en que nació, San Andrés de los Tacones, o cuando se miró las manos por primera vez y supo que los niños siempre las tienen limpias. Muchos, es cierto, llegamos a David por aquellos primeros poemas de la cárcel, atraídos por el halo de malditismo que siempre lo acompañó y que él no se encargó de disipar, porque no podía hacerlo, porque no había ninguna impostura en ello: David fue un poeta de barrio, de calle y callejón, de maco y acería industrial. Y estaba orgulloso de ello. Fue, pues, tal vez un poeta maldito, pero −como escribió otro de sus amigos, el músico y escritor Ángel Petisme− más malditos fueron los burócratas de la poesía que se reparten premios, prebendas y cargos y que lo silenciaron.

Yo conocí a David a finales de los ochenta, cuando algunos de nosotros todavía soñábamos con vivir de la literatura. Nos enviábamos por correo cartas, con nuestras primeras publicaciones, nos encontrábamos en viajes al fin de la noche, en los que David siempre apuraba con más ansiedad que nadie la vida y las madrugadas, como si fueran las chustas de sus cigarros. Los demás acabamos rindiéndonos, aunque fuera a medias, sometidos en almacenes, colas del INEM u oficinas siniestras, pero él no tiró la toalla, abandonó la fábrica para vivir de la poesía, sabiendo que en esa apuesta los que ganaban era la pobreza y el invierno. Y así se mantuvo, escribiendo y leyendo cada día en su casa de la Plaza de la Soledad, en Cimadevilla, a pesar de las noches infinitas, en las que golpeaba con sus anillos los atriles y la barras de los bares, mientras recitaba con la contundencia de las piedras sus versos como cantares de ciego.

(Recuerdo por cierto, lo poético que le parecía a David escribirme sus cartas de esa Plaza de la Soledad en Gijón, al Paseo de los Enamorados de Pamplona, en donde por entonces yo vivía; y conservo una foto que él nos sacó a Anabel y a mí, besándonos durante un concierto de Marea, una foto en la que no se le ve, pero es seguramente la foto en que está más presente para mí).

David González fue, seguramente, el último de una estirpe de poetas. El último bohemio. Y, sobre todo, repito, sobre todo, un escritor inmenso, cuya poesía ha marcado a fuego a cientos de lectores y escritores, como demuestra el libro que le debemos y con el que Nacho Tajahuerce y yo seguimos adelante, con la inestimable ayuda de Gsus Bonilla, Vicente Muñoz o la propia familia de David, y en el que colaboran un centenar de poetas y músicos.

El cáncer le arrebató la vida y en las últimas semanas la voz, pero David se levanta una vez más, indomable, de la lona, porque nos dejó sus versos, que todavía seguimos escuchando, en la veintena de libros que escribió y que desde aquí reivindicamos.

David, amigo, hemos recogido tus guantes. Descansa en paz.

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