Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 04/03/23
Cada mañana Google Fotos intenta usurparme la memoria y decidir por
mí cuáles son mis mejores recuerdos y momentos de hace uno, dos,
diez años, pero como inteligencia artificial todavía está un poco
verde, porque a menudo lo que aparece es la foto de un calabacín o
una pechuga de pollo empanada −mi hijo siente cada mediodía la
imperiosa necesidad de saber qué vamos a comer y yo le mandó
imágenes de lo que estoy cocinando, a las que él responde siempre
cariñoso y agradecido con un “¡Pues vaya mierda!”−.
Sin embargo, como hasta un reloj parado da la hora correcta dos veces
al día −si es de agujas−, recientemente en la aplicación
apareció una imagen que me trajo un montón de recuerdos
emocionantes. Es una foto que saqué en una exposición de la
Biblioteca General de Navarra hace algún tiempo y en la que se ven
los viejos armarios grises que había en el cuarto de préstamos de
la misma −cuando esta estaba en la Plaza de San Francisco de
Iruña−, con aquellos cajones repletos de fichas clasificadas y
escritas a máquina y con las cuales yo me hice león, aunque ya
venía cachorro de casa, donde me había amamantado con las lecturas
de El pequeño Nicolás, Mark Twain, Gloria Fuertes, Emilio
Salgari, Jack London o Mortadelo y Filemón.
Aquel pequeño cuarto, siempre abarrotado de gente y con un aire
denso, en el que se compartían el virus del conocimiento y la gripe
de la literatura, lo recuerdo como un lugar mágico, en el que había
que meter el codo para arrimarse a las susodichas cajoneras, buscar
los libros (alfabéticamente o por materias), rellenar las
solicitudes, entregarlas después en el mostrador… Venía a
continuación uno de los mejores momentos, porque entonces las
bibliotecarias pedían y recibían los libros a través de un pequeño
montacargas, y daba la impresión de que estos llegaban desde otro
mundo (en cierto modo era así). A mí me parecía que aquel trabajo
era maravilloso, sin sospechar que años más tarde el destino sería
generoso conmigo y yo mismo acabaría siendo bibliotecario.
Recuerdo también, volviendo a las cajoneras, que me impuse a mí
mismo la misión imposible de leer en orden alfabético todos los
libros, primero la A, luego la B… Así hasta que llegué a la BU,
de Bukowski y todo mi método se desbarató, pues me encontré con
media docena de fichas sobadas, amarillentas, entre las cuales
destacaba una que un adolescente de los 80 no podía obviar: La
máquina de follar (luego, eso
sí, había que pasar el mal trago, sobre todo para un chaval
enfermizamente tímido como yo, de entregar la solicitud en el
mostrador; o, peor todavía, no despistarse cuando la bibliotecaria
recibía el libro en el montacargas, para que no tuviera que gritar
“¡A ver, Patxi Irurzun, La máquina de follar!”).
El caso es que desde entonces, desde Bukowski, y después desde John
Fante, los beats, etc., hasta hoy, mis lecturas han sido caóticas,
guiadas por el azar, la intuición, la curiosidad, siguiendo siempre
ese camino misterioso y apasionante a través de los túneles
invisibles que a veces conectan unos libros, a unos autores con
otros.
Podría, en fin, seguir escribiendo
durante horas, recordando aquellos días y todas las cosas que me
sucedieron después, todos los mundos a los que viajé subido en un
montacargas, gracias a los libros. Pero el espacio de esta página se
acaba y ahora solo puedo recordar que todo empezó allí, en aquellas
cajoneras. Allí, enjaulado en aquel pequeño cuarto de la Biblioteca
General, donde me hice león y libre.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 06/02/23
Una vez, hace años, mi mujer y yo fuimos a ver el Circo del Sol,
pero se nos olvidó la crema protectora, algún tipo de ungüento que
nos hiciera invisibles y nos protegiera de los cañones de luz que se
paseaban entre el público, mientras redoblaba un tambor, hasta
detenerse en algún elegido, chimpún, el cual entonces debía salir
al escenario. Fue angustioso. Tanto que en el intermedio estuvimos
pensando en largarnos, pero como somos de la cofradía del puño y
las entradas nos habían costado un riñón, seguimos allí
sufriendo, sintiéndonos como guerrilleros del Vietcong huyendo de
los helicópteros entre los arrozales.
En mayor o menor medida eso se repite cada cierto tiempo. Procuramos
evitar todo tipo de espectáculos que se anuncien como interactivos,
rompan la cuarta pared, conviertan al espectador en protagonista…,
pero de vez en cuando es inevitable toparse con funciones que sacan
al escenario a “voluntarios” (esa es otra, negarse a participar
todavía es peor, te conviertes automáticamente en un aguafiestas).
Con el tiempo hemos desarrollado una serie de estrategias, como no
colocarse en las primeras filas o en las esquinas de las mismas, no
establecer contacto visual con los artistas o sentir la imperiosa
necesidad de tomarte una piña colada justo en el momento en que ese
tipo que se pone una serpiente pitón alrededor del cuello necesita
un ayudante.
Este tipo de situaciones suelen ser habituales en las animaciones de
los hoteles, donde, además, a todo ello se suma un sentimiento de
culpa e insolidaridad, pues a menudo los magos, contorsionistas,
bailarinas de flamenco, deben actuar ante apenas media docena de
espectadores mientras de fondo se oyen los laalalalalalaaala beodos
de los hooligans con pulsera de todo incluido.
Los artistas, de todos modos, suelen ser casi siempre unos curtidos
profesionales y saben interpretar las señales que los pitufos
gruñones les enviamos. En una ocasión, por ejemplo, en un
espectáculo de calle, un malabarista repartió entre el respetable
una serie de papelitos con números y a mitad de la función sacó
una bola de un pequeño bombo, cuya cifra, cómo no −la lotería,
no, esto sí−, coincidió con la de nuestro boleto. Nosotros, por
supuesto, nos callamos como perros, pero para nuestra sorpresa cuatro
o cinco personas levantaron la mano y acabaron en el centro de la
pista conformando con sus cuerpos entrelazados una especie de
taburete humano que se sostenía en pie a pesar de estar todos ellos
recostados (yo entonces me reforcé en mi decisión de no haber
participado, evitándome así una contractura). Es decir, ese
malabarista había repartido más numeritos de los que eran precisos,
pues contaba con que alguno de los voluntarios íbamos a
escaquearnos.
No siempre he conseguido librarme, sin embargo. Recuerdo traumatizado
aquella ocasión en que en una fiesta de cumpleaños de un txikipark
la mascota, una especie de ratita a la que el traje le olía a
cortauñas usado, me arrastró consigo y me hizo interpretar el baile
del gorila, todo ello mientras ella murmuraba por lo bajinis “putos
críos de mierda” y estos me señalaban y se partían la caja.
La cuestión es que, hablando del Circo del Sol, últimamente aparece
hasta en la sopa la publicidad de una réplica del mismo pero en
chino, o en antichino, no sé muy bien, un circo llamado Shen Yun. La
apabullante campaña propagandística del mismo resulta inquietante.
Uno se pregunta si ese circo, que más bien parece una tapadera, una
secta, algo chungo, será capaz de recaudar la mitad de la mitad de
lo que haya invertido en publicidad. Yo, desde luego, como cantaba La
Polla Records, no pienso ir.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios de Grupo Noticias) y en Diario de Noticias de Navarra (18/02/23)
No llegamos a
tiempo, David. Pero seguimos adelante. Como esos boxeadores sonados y
tenaces, que necesitan besar la lona para levantarse de sí mismos
una y otra vez. El último golpe fue duro, mortal. Tú sabías que no
lo podías esquivar, así que decidiste encajarlo con dignidad,
convirtiendo, como siempre hiciste, tu derrota en una victoria por
puntos, en ese combate a muerte que fue para ti la poesía.
El pasado 6 de
febrero conocimos la dolorosa noticia del fallecimiento del poeta
David González. Llevaba enfermo algún tiempo y en las últimas
semanas algunos de sus amigos y admiradores trabajábamos contra
reloj −contra ese
implacable reloj de sol en que todas las horas hieren y la última
mata− en un libro de
homenaje y agradecimiento. No llegamos a tiempo, porque no acabábamos
de creernos y de aceptar que un día ya no estaría con nosotros;
porque pensábamos que también esta vez se pondría en pie. Vicente
Muñoz, su amigo del alma, expresó lo que todos sentimos, cuando se
fue: nos hemos quedado huérfanos. Nuestro consuelo es saber que, al
menos, en sus últimas horas David todavía pudo escuchar algunos de
los textos que escribimos para él y que Mari le leyó.
Todas las biografías
de David cuentan que se hizo poeta en la cárcel, pero él, sin
saberlo,ya amasaba versos mucho antes −versos
como piedras arrojadas contra las ventanas, como escribió Raymond
Carver, sin conocerlo, para él−.
Por ejemplo, cuando las aguas del pantano lo arrastraron del
pueblo en que nació, San Andrés de los Tacones, o cuando se miró
las manos por primera vez y supo que los niños siempre las tienen
limpias. Muchos, es cierto, llegamos a David por aquellos primeros
poemas de la cárcel, atraídos por el halo de malditismo que siempre
lo acompañó y que él no se encargó de disipar, porque no podía
hacerlo, porque no había ninguna impostura en ello: David fue un
poeta de barrio, de calle y callejón, de maco y acería industrial.
Y estaba orgulloso de ello. Fue, pues, tal vez un poeta maldito, pero
−como
escribió otro de sus amigos, el músico y escritor Ángel Petisme−
más malditos fueron los burócratas de la poesía que se reparten
premios, prebendas y cargos y que lo silenciaron.
Yo conocí a David a
finales de los ochenta, cuando algunos de nosotros todavía soñábamos
con vivir de la literatura. Nos enviábamos por correo cartas, con
nuestras primeras publicaciones, nos encontrábamos en viajes al fin
de la noche, en los que David siempre apuraba con más ansiedad que
nadie la vida y las madrugadas, como si fueran las chustas de sus
cigarros. Los demás acabamos rindiéndonos, aunque fuera a medias,
sometidos en almacenes, colas del INEM u oficinas siniestras, pero él
no tiró la toalla, abandonó la fábrica para vivir de la poesía,
sabiendo que en esa apuesta los que ganaban era la pobreza y el
invierno. Y así se mantuvo, escribiendo y leyendo cada día en su
casa de la Plaza de la Soledad, en Cimadevilla, a pesar de las noches
infinitas, en las que golpeaba con sus anillos los atriles y la
barras de los bares, mientras recitaba con la contundencia de las
piedras sus versos como cantares de ciego.
(Recuerdo por
cierto, lo poético que le parecía a David escribirme sus cartas de
esa Plaza de la Soledad en Gijón, al Paseo de los Enamorados de
Pamplona, en donde por entonces yo vivía; y conservo una foto que él
nos sacó a Anabel y a mí, besándonos durante un concierto de
Marea, una foto en la que no se le ve, pero es seguramente la foto en
que está más presente para mí).
David González fue,
seguramente, el último de una estirpe de poetas. El último bohemio.
Y, sobre todo, repito, sobre todo, un escritor inmenso, cuya poesía
ha marcado a fuego a cientos de lectores y escritores, como demuestra
el libro que le debemos y con el que Nacho Tajahuerce y yo seguimos
adelante, con la inestimable ayuda de Gsus Bonilla, Vicente Muñoz o
la propia familia de David, y en el que colaboran un centenar de
poetas y músicos.
El cáncer le
arrebató la vida y en las últimas semanas la voz, pero David se
levanta una vez más, indomable, de la lona, porque nos dejó sus
versos, que todavía seguimos escuchando, en la veintena de libros
que escribió y que desde aquí reivindicamos.
David, amigo, hemos
recogido tus guantes. Descansa en paz.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine On (diarios Grupo Noticias), 23/12/22
“Nadar
es una forma más pausada de volar”, decía el personaje de un
cuento de Harkaitz Cano. Y algo así debían de pensar aquellos
jóvenes, soñadores y atléticos, que durante las primeras décadas
del siglo XX se reunían a orillas del Arga, en Pamplona, para
zambullirse en el río, desafiando la prohibición de hacerlo, y que
a menudo tenían que volver desnudos y de madrugada a sus casas
porque los guardias les requisaban la ropa. La natación era para
ellos una suerte de religión atea, que profesaban con tal fe que
acabarían por edificar sobre aquellas piedras, en un meandro del
río, su propia iglesia: el Club Natación, que con los años
acabaría por convertirse en una de las piscinas con más solera de
la vieja Iruña.
Yo
fui socio del Club durante muchos años. Pasé en aquella piscina los
veranos más azules de mi niñez y, en la pista de baloncesto y la
discoteca del penúltimo piso, los inviernos estroboscópicos de mi
adolescencia y primera juventud. Y del mismo modo que me sucedió con
mi colegio, los Escolapios, del que, gracias al libro Los
culpables
de Galo Vierge, conocería mucho tiempo después que tras el golpe
militar de 1936 había sido un siniestro centro de detención,
descubro ahora que algunos de los fundadores del Club Natación
fueron represaliados por sus ideas republicanas o vasquistas.
Lo
contaba Mikel Huarte durante la charla que ofreció hace unos días
en el propio Club Natación, en la que presentó las investigaciones
que ha realizado sobre los orígenes de esta piscina. Anteriormente,
junto con el grupo de historiadores que componen el colectivo
Osasunaren Memoria, hizo lo propio en “Rojos”, libro en el que se
cuenta el trágico destino de algunos de los fundadores, jugadores y
directivos de Osasuna, fusilados, exiliados o encarcelados durante la
guerra civil.
En
la presentación del Club Natación Mikel Huarte estuvo acompañado
de varios familiares de aquellos lobos del Arga -así se hacían
llamar-, como Elur Barón, nieta de Baldomero Barón, quien cuando yo
era niño era un personaje conocido y omnipresente en la piscina, en
parte por su singular y tintineante nombre, pero sobre todo porque, a
pesar de su ya por entonces avanzada edad, no era raro verlo
arrojarse haciendo el ángel desde lo alto del trampolín. Lo que no
podía imaginarme era que aquel hombre enérgico y jovial había
pasado tiempo atrás por algunos campos de concentración como el de
Gurs, en Francia, o había salvado el pellejo medio siglo atrás
porque el 18 julio de 1936 había viajado a Barcelona para participar
en las Olimpiadas Populares (mientras tanto, en Pamplona, un día
después, cuando algunos nadadores subían desde el río al centro de
la ciudad con los bañadores colgando de unos palos, una
ametralladora requeté abría fuego contra ellos).
Me
estremece pensar que mi piscina, donde tantas buenos momentos pasé,
forjara sus cimientos sobre todo ese sufrimiento. Pero me estremece y
me inquieta todavía más haber conocido todo eso tanto tiempo
después. Por eso es tan necesario y tan admirable el trabajo de
personas como Mikel Huarte -o de quienes han exhumado estos últimos
días los restos de varias víctimas en la prisión franquista de
Orduña-, de quienes desentierran ese pasado cubierto tan a menudo de
paletadas de olvido e infamia. Como consuelo me queda saber que, en
buena parte, tantas horas de felicidad estival (verdad o
atrevimiento, la cama elástica, los trampolines -del tercero de
cabeza y del cuarto con carrerilla, esos eran mis hitos-) se las debo
a todos aquellos jóvenes tritones rojos que soñaron con cambiar el
mundo y que, de algún modo, lo consiguieron, lograron volar en el
agua.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para Magazine On (diarios Grupo Noticias),12/11/22
No sé si sucede lo mismo en todas las casas, pero en la mía se libra cada día una lucha soterrada por el control de los cargadores de los teléfonos móviles. Cada miembro de la familia, en teoría tiene el suyo propio, con lo cual no debería haber ningún problema, sin embargo es frecuente que dichos cargadores cambien de lugar o desaparezcan, a veces permanentemente, de su ubicación habitual, y siempre de forma misteriosa, pues cuando alguien pregunta al respecto nadie sabe nada, como si en la casa tuviéramos un Pumuki 2.0 que se dedica a hacer ese tipo de trastadas o a trapichear en en el en el mercado tecnológico de segunda mano o en el Ebay de los duendes.
Como consecuencia de
todo ello, cada cual ha comenzado a tomar sus propias medidas de
protección -desde marcar los cargadores con pegatinas, pasando por
llevarlo siempre encima a modo de complemento posmoderno, hasta
pegarlo con Loctite a la mesita de noche-. Como si nos fuera la vida
en ello. Porque en cierto modo nos va. Los teléfonos móviles se han
convertido en una especie de prolongación de nosotros mismos, un
disco duro externo de nuestra memoria (yo todavía puedo recitar de
carrerilla el teléfono de varios de mis amigos de los ochenta con
los que hace treinta años que no quedo, pero soy incapaz de recordar
el número de personas con la que hablo hoy cada día), nuestra
oficina bancaria, el cajón de las fotos, y el de los discos, la
prensa diaria, la agenda, el reloj, la cartera, incluso la vía de
contacto con los extraterrestres.
Esto último es lo que creen al menos algunos seguidores del expresidente brasileño Jair Bolsonaro, que recientemente colocaron sus teléfonos sobre sus cabezas con la linterna encendida, argumentando que de ese modo enviaban señales a los marcianos a través de las cuales les pedían ayuda para impedir que Lula Silva ocupara el puesto que, al parecer, corresponde por mandato celestial -nunca mejor dicho- a su ¡oh, amado líder! De lo cual se pueden deducir dos cosas: la primera, que los extraterrestres son de ultraderecha; y la segunda que esos seguidores de Bolsonaro están como una cabra. Esta segunda parece la más lógica. Sin embargo yo me decanto por la primera opción. No es la primera vez que desde esta página defendemos la teoría de que una civilización alienígena -a la que podríamos llamar, por poner un nombre al azar, los hijoputas- está intenando colonizar y dominar la tierra, y para ello han infiltrado entre nosotros a miles de sus congéneres, tanto entre la gente común -los que aparcan en doble fila, los que te llaman “campeón”, etc. – como, sobre todo, entre los masters del universo: banqueros, magnates de la comunicación, jefes de la diplomacia europea, etc. Y así, serían hijoputas también muchos de los expresidentes de los gobiernos mundiales, como el susodicho Bolsonaro. La prueba más clara de ello son los artículos que está escribiendo Rajoy sobre el mundial de Catar. En una primer vistazo pueden provocarnos la risa, pues parecen redacciones de un niño de tercero de primaria, así como despertarnos inquietantes preguntas del tipo “¿Pero de verdad estuvimos en manos de este mermado durante dos legislaturas?”; pero una lectura más detallada por parte de criptógrafos y expertos de la NASA y de la TIA estoy convencido de que desvelaría una serie de mensajes dirigidos a sus compinches los marcianos (Marciano Rajoy, podríamos llamarle) capaces de poner en riesgo la vida inteligente en nuestro planeta y la continuidad de la raza humana. Y no es el único, hay otro expresidente del gobierno, llamémosle X, que recientemente pronunció otra frase: «En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad», que no sé en realidad si es un mensaje encriptado o una desfachatez de los más transparente.
Supongo que
Bolsonaro, Rajoy o Felipe González también envían por las noches
mensajes al cielo con la linterna de su móvil y que por eso también
ponen a buen recaudo los cargadores de sus teléfonos. Pues bien, si
Pumuki 2.0 lee estas líneas le pido encarecidamente que deje de
habitar las humildes moradas de los mortales comunes y se traslade a
casa de estos infiltrados y sea a ellos a los que comience a
fastidiar y a robar los cargadores o a infectar con virus troyanos
sus dispositivos. Por el bien de la humanidad.