Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)
Barricada ha sido y es, sin duda, el grupo de mi vida, algo que creo que comparto con miles de chavales y chavalas de entre cuarenta y sesenta años. El grupo que más veces habré escuchado y al que más veces habré visto tocando. Por eso entiendo la conmoción que ha supuesto la reciente muerte de Boni, guitarrista y cantante de la banda. Al contrario que a El Drogas, de cuya amistad y enredos mutuos me jacto, a Boni nunca llegué a conocerlo en persona y, sin embargo, sentí su pérdida como la de un amigo, alguien que ha caminado conmigo durante mis mejores años, desde que descubrí al grupo siendo un adolescente.
Recuerdo que de aquel primer disco de Barricada, Noche de rock&roll, me sorprendió que tuvieran tres cantantes tan distintos: Sergio Osés, con su voz limpia y melódica (que cantaba la mayoría de los temas, aunque después dejaría la banda); la gravedad y a la vez socarronería de El Drogas; y, sobre todo, esa manera tan entregada y desgarradora —como si tuviera una alambre de espino en la garganta— de cantar de Boni. Nadie cantaba como Boni, nadie apretaba tanto los dientes ni inflaba tanto la vena del cuello ni desprendía aquel poderío de animal caliente como él. La voz de Boni era rocanrol en estado puro, contenía toda la rabia, todo el desparpajo, toda la tormenta y toda la verdad. Aún queda un sitio, No hay tregua, Rojo, Pon esa música de nuevo, Okupación… Cuando uno lo escuchaba o cuando lo veía cantar comprendía que allí había un tipo dejándose el alma, acuchillándose la garganta con una navaja incandescente y usando el micrófono como el barreño al que arrojar las vísceras que se arrancaba a sí mismo con furia juvenil y pasión incendiaria por el ruido.
Esto fue así de manera literal, pues fue un cáncer de
laringe el que le arrebató primero la voz (no se me ocurre manera más
desagradecida en que la vida puede tratar a un cantante) y después esa vida
misma y una buena parte de las de quienes nos amamantamos a sus pechos como bafles.
A algunos quizás esto les parecerá exagerado, del mismo modo
que resulta tópico e incluso cursi recurrir a aquello tan manido de que las
canciones de Barricada son la banda sonora de nuestras vidas, pero es ciertamente
así: era Barricada lo que sonaba en los bares en los que, en un desfile mortal
de cervezas por el mostrador, sellamos amistades y amores para toda la vida;
Barricada lo que escuchábamos en nuestras habitaciones cuando sentíamos que la
vida se convertía en un callejón sin salida; Barricada lo que oíamos religiosa
y casualmente en el Boni —el bar de San Juan— antes de entrar, como quien
entraba a una catedral, al Anaitasuna a verlos tocar a pecho descubierto; y es
Barricada lo que oímos en el coche con nuestros hijos o lo que ellos aprenden
en las escuelas de música a las que los apuntamos soñando con que un día
lleguen a ser como Boni o como El Drogas, que es lo que realmente nos habría
gustado ser a nosotros.
Barricada eran nuestros héroes. Y lo eran precisamente
porque cuando se bajaban del escenario se quitaban la capa y te los podías
encontrar tomándose una caña a tu lado, o en tu parada de la villavesa, o
meando en el mismo árbol cuando volvías de madrugada y tambaleándote a casa.
Eran, los Barri, chavales sencillos y humildes — sus botas sabían cómo olía el
suelo—, nada orgullosos, pero que a la vez tenían la capacidad de hacernos
sentir orgullosos, invencibles, a quienes vivíamos en la Txantrea, en los
barrios conflictivos, en las afueras, no solo geográficas, de todo.
Por todo eso hemos llorado tanto a Boni las ovejas negras, los lobos malheridos; por eso lloramos tanto cuando Barricada se separó (y por eso también nos sentimos tan aliviados cuando Boni y El Drogas se reconciliaron, con Kutxi y Rosendo de testigos).
Echaremos de menos, en fin, a Boni. Nos quedan, afortunadamente, las canciones. Y todo este montón de recuerdos. Agur, Boni, eta eskerrik asko!
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 09/01/21
Y al día siguiente, para rematar la faena, se murió Charlot.
Las Navidades de 1977 las pasamos en casa de los abuelos.
Nos gustaba la casa de los abuelos. El suelo de madera crujía y tenía ojos. A
través de ellos podíamos ver la bodega y al abuelo cortando la leña en cuñas
que luego echábamos a la cocina. Cada vez que lo hacíamos, revoloteaban chispas como fuegos artificiales
enanos. Después, cuando el fuego cogía fuerza se asomaban por el agujero unas
lenguas retorcidas y diabólicas que había que sofocar colocando la tapa con un
gancho de hierro. Hacía un calor infernal en la cocina. Los huesos del demonio
se rompían en chasquidos dentro de aquel fogón de leña. En las habitaciones,
por el contrario, cuando nos íbamos a la cama, las sábanas parecían láminas de
hielo, que había que derretir poco a poco con el calor de tu propio cuerpo. Nos
costaba dormirnos. El hombre de las 365 narices, que decían que se aparecía la última noche del año, acechaba nuestros
sueños. Nos desvelábamos imaginando cómo sería su rostro. Algunas noches el Míchel
ladraba nervioso en el patio y pensábamos que el hombre de las 365 narices
(bueno, entonces debía de tener solo 360 o 364) ya estaba allí, aguardando
impaciente el momento de desprenderse de aquel peso terrible, anhelando con ansia el día de Año Nuevo, el
único en que no era un monstruo. Claro que tampoco había que fiarse mucho del Míchel,
un perro loco que veía constantemente espíritus a su alrededor y al que mis
tías más que sacar a pasear al monte lo sacaban a hacer sokatira.
Otras veces, no era el hombre de las 365 narices quien nos
robaba el sueño sino el ogro, como llamaban los abuelos al mutilzaharra amargado y quejica que vivía en la casa de enfrente,
de la cual nos separaban apenas un par de metros. Una de aquellas noches, la
nochebuena de 1977, desde nuestro cuarto, comenzamos a tirar trozos de turrón
contra su ventana. Un ogro no tiene gracia si no se le hace gruñir. Era turrón del
blando, eso sí. Un turrón con sabor a fresa, una cosa moderna que no había
gustado a nadie en la cena y que nos habían dejado a los niños, a quienes,
comparado con los Cheiw de fresa ácida aquel turrón también nos parecía una
mierda pinchada en un palo. Así que nos dio por tirarlo contra la ventana del
ogro. Mi hermana pequeña fue la última en arrojar el proyectil. “¡Uy, casi al
señor!”, exclamó. Y cuando, extrañados, nos asomamos los demás, en lugar de los
trozos de turrón resbalando como babosas por el cristal, nos encontramos al
ogro mirándonos malhumorado con su única ceja fruncida. “Ahora mismo voy a
contárselo a vuestros abuelos”, dijo. Y cerró la ventana. Nosotros nos
dispersamos. Cada uno se escondió donde pudo, debajo de las camas, en los
armarios. Yo bajé corriendo las escaleras y me encerré en un cuarto que había
junto a la bodega y al que, esas navidades, nos habían prohibido entrar. Me
imaginé que nadie me buscaría allí. El cuarto de la asociación, lo llamaban, y
nosotros nos preguntábamos qué clase de asociación era aquella, pues en las
paredes había posters de Brigitte Bardot y de Nadiuska, aunque a veces también
allí podías encontrarte la vitrina con la virgen que iba pasando por turnos de
casa en casa. Eran aquellos tiempos revueltos.
El caso es que, aquella noche, mientras escuchaba a mi madre disculparse avergonzada ante el ogro, los vi. Todos aquellos paquetes, envueltos en papel de regalo. Los mismos paquetes que a la mañana siguiente aparecieron a los pies de nuestras camas, mientras la radio anunciaba que esa madrugada, a los 88 años de edad, Charlie Chaplin, Charlot, había muerto. Creo que, de los niños, fui el único que oyó la noticia. El único que todavía no había comenzado a desenvolver su regalo. Recuerdo a mi madre mirándome, con una sonrisa triste y cómplice. Yo comprendí y abrí mi paquete. Era una caja de Magia Borras, con su varita, su baraja, sus monedas… Y con su librito de instrucciones, en el que se explicaban todos los trucos de magia. De aquella magia que de repente se desvanecía y cobraba, al mismo tiempo, otro significado.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)
Como es habitual cada año por estas fechas, desde Libracos, el suplemento literario de
“Rubio de bote”, llega el momento de hacer la lista de los libros más
destacados de este annus horribilis
también para la literatura en el que a pesar de todo se han publicado varias
obras maestras (más o menos una por semana, a pesar de lo cual hemos conseguido
hacer una selección de cuatro de ellas imprescindibles):
Cachopo
sangriento. Ambientada en las montañas cántabras, esta
novela policiaca nos cuenta la investigación que Iris Castaño, inspectora de la
Guardia Civil y madre de sextillizos, realiza tras la aparición del cadáver de
un expresidente autonómico con una anchoa mutante sobre su pubis desnudo. Una
trama vibrante que nos atrapa desde la primera línea, a pesar de que aún no
hayamos podido leerla, pues la novela, que ha sido ya traducida a ciento
dieciocho idiomas, todavía no ha sido publicada. Cuando lo haga, dado su
previsible éxito —nos informan desde la editorial—, se lanzará inicialmente en su decimoquinta
edición.
Kepa I,
bastardo y republicano. “Me llamo Kepa Urrutikoetxea y soy el rey
de España”. Así comienza este libro autobiográfico que ha sido sin duda uno de
los fenómenos del 2020, con ocho millones de ejemplares vendidos. En él, Kepa
Urrutikoetxea, un camarero de Beasain, reivindica sus derechos como primogénito
del rey emérito y por tanto legítimo heredero de la corona del reino de España
(derechos que en su caso, confiesa en el libro, ejercería para arrojar de
inmediato esa corona por la taza del baño e instaurar la tercera república).
Urrutikoetxea airea para ello una muestra de ADN que si bien arroja una fiabilidad
del 98% no queda muy claro de dónde procede (en la novela este aspecto semeja un
spin off de La escopeta Nacional, la película de Berlanga, pues la prueba de
paternidad habría sido obtenida a partir de un pelo púbico que la madre del
supuesto bastardo, una empleada doméstica de una finca que la familia real posee
en el Goierri, conservó tras yacer con el rey de España). Urrutikoetxea, según nos
cuenta en su biografía, se crió en un
baserri de Ormaiztegi entre las
faldas de esta amante borbónica, escuchando cómo cada 24 de diciembre durante
el discurso real ella le decía “Esaiozu
kaixo aitatxori!” o cómo cada mes puntualmente un mensajero les hacía
llegar un sobre con una asignación en cuyo remite se podía leer: “De parte del
tío Juanito”, todo lo cual no hacía sino alimentar su rencor y sus convicciones
republicanas. Si bien la historia es delirante, y por mucho que el autor trate
de explicar el éxito de su libro atribuyéndolo a la alegría pélvica del rey
emérito —“Mi historia podría ser la de otros ocho millones de personas”, escribe—, a Kepa I, bastardo y republicano hay que reconocerle su altas dosis
imaginativas que permiten leerlo como una novela y que ha hecho de la misma el
libro del año, realmente.
La
octava ola. Vuelve J.J.Bonítez, el rey del best-seller. Si
en su anterior saga fue capaz de convencer a millones de lectores en todo el
mundo de que Jesucristo era un marciano, no vemos por qué no hemos de creer
ahora que, tal y como vaticina en esta novela distópica, en 2027 un virus
maligno fabricado en un laboratorio de Wisconsin, eliminará de la faz de la
tierra a toda la raza humana exceptuando a los lectores de sus libros.
Nacionales. Concluimos la lista de libros destacados de 2020 con este nuevo relato definitivo sobre el conflicto vasco, en el que se nos describe desde su perfil más humano la descomunal lucha que mantuvieron el juez de la Audiencia Nacional Baldomero Mola y su equipo para conseguir que en su juzgado se repitieran todos los juicios contra ETA y su entorno llevados a cabo desde 1610. ¡No se lo pierdan!
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (con diarios de Grupo Noticias)
Hoy he tenido un sueño muy raro, iba a escribir, pero en
realidad si un sueño no es raro no es un sueño o es una birria de sueño, es la
vida, como decía Calderón de la Barca. La vida es sueño. Vaya una mierda de
teoría. Sería terrible. Imagínense ustedes que se van a la cama después de un
día de trabajo y sueñan otra vez que están ocho horas en la fábrica, o en clase
o con las gafas empañadas por culpa de la mascarilla. Los sueños tienen que ser
raros, caóticos, desordenados, absurdos, se te tienen que caer los dientes, o
tienes que volar o andar desnudo por la calle o tener pendiente una asignatura
de la carrera que acabaste hace treinta años. Si la vida es sueño es mejor no
despertarse, porque lo que nos espera debe de ser un muermo total, una
pesadilla. Igual somos el sueño de un robot, de una máquina, de un logaritmo…
Pero tampoco, porque si fuéramos androides soñaríamos con ovejas eléctricas,
eso no lo dijo Calderón sino Philip K.Dick.
En mi sueño yo iba con mi madre paseando por una
urbanización pija, comparando chalets (esto que cuento ahora entre paréntesis
no lo decía el sueño, pero igual estaba soñando eso porque por fin cumplía otro
sueño que tenía de pequeño —bueno, no, en realidad era una convicción— y era
que cuando yo fuera mayor iba a convertirme en el relevo generacional de
Corbalán en el Real Madrid y con el dinero que ganara le iba a comprar a mi
madre un chalet y le iba a dar cada mes quinientas pesetas, que entonces para
mí era una fortuna. Además de todo eso en nuestro chalet iba a haber un poni en
el jardín).
El caso es que, de repente, en mi sueño, mi madre en lugar
de caminar a mi lado iba montada en una moto pequeñica y se adelantaba, cogía
velocidad, mucha velocidad, y al llegar al final de la calle, no giraba,
continuaba recta y se estampaba contra la puerta de uno de los chalets, ¡pumba!
El golpe era aparatoso, pero mi madre se levantaba, cogía la moto, la plegaba
como si fuera un paraguas, se la metía en el bolso y decía “¡Ay, chico,
últimamente no sé qué le pasa al cacharro este que va fatal!” y seguíamos
andando los dos como si nada, sin hacer caso al enano de jardín que salía del chalet
y que nos pedía los datos del seguro.
Después pasaban más cosas, pero ya no me acuerdo. La muerte debe de ser algo así: estar dentro
de un sueño del que no recuerdas nada. Hay miles de interpretaciones sobre los
sueños. Igual la teoría de Calderón de la Barca tampoco es tan mierdosa y los
sueños son los recuerdos que le arrebatamos a la muerte. Es decir, la vida. En
el documental Urpean lurra de Maddi
Barber, por ejemplo, quienes vivieron en los pueblos inundados por el pantano
de Itoiz mantienen viva la memoria de esa tierra sumergida a través de sus
sueños; o una de las prácticas recurrentes de tortura es privar a los detenidos
del sueño, puede que no tanto, que también, por arrebatarles el descanso
físico, sino por impedirles que su mente se evada, se purifique, se alivie
soñando que está lejos de las garras brutales de esos torturadores, que
personifican a la muerte.
No tengo, por lo demás, ni idea de si mi sueño tiene algún significado (por ejemplo, la invencibilidad y la inmortalidad de mi madre), pero tampoco trato de buscárselo. Lo mejor de los sueños es su ausencia de lógica, o de lo que nosotros entendemos por lógica. Igual después de alejarnos de los chalets mi madre ya no era mi madre sino Nino Bravo, o al doblar la esquina aparecía Ángel Nieto montado en un poni. Qué más da, en el sueño todo tenía sentido. Espero que en esta columna también, aunque de eso no estoy tan seguro. Igual la he soñado.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para el magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 28/11/2020
A menudo a quienes llevaban las tiendas de chuches no
parecían gustarles mucho los niños. Uno no sabía si eran ya así antes de
dedicarse a ello, lo cual parecía una contradicción, o si había sido el transcurso de los años lo
que los había convertido en personas desconfiadas e impacientes, después de ver
a legiones de niños y niñas ejerciendo sus primeras prácticas de economía
doméstica y recorriendo vacilantes y nerviositos perdidos el mostrador de una
esquina a otra: “Uno de estos… otro de aquellos…”. A algunos de aquellos tenderos
la amargura hasta les había esculpido el rictus y eran conocidos entre la
chavalería con apodos como la Bulldog o el Herodes.
En un escalón superior estaban ya los encargados de las
salas de juegos, a los cuales la aspereza del carácter se les presuponía ya
asociada al cargo (yo, de todos modos, no frecuenté mucho aquellas salas, que las
recuerdo algo sórdidas, tal vez porque la única a la que fui alguna vez era una
catacumba a la que se accedía por unas escaleras estrechas, al final de las
cuales te esperaba un mundo nuevo y peligroso: chicos con cara de malotes y
ademanes machirulos jugando al billar o al futbolín; humo de cigarrillos
Fortuna —cuál si no— flotando en el ambiente; marcianitos que hacían bip-bip y
se multiplicaban exponencialmente; duros que las ranuras de las máquinas de
petaco se tragaban insaciables mientras sonreían como hienas, enseñando sus
dientes de neón; y, por supuesto, aquellos encargados que parecían más bien
boquis, funcionarios de prisiones de alta seguridad y que detrás del mostrador
guardaban siempre una barra de hierro).
Y estaban también, en el mismo gremio, los vigilantes de
jardines, a los que llamábamos los japis,
otra contradicción, porque sus días eran de lo más infelices, los pasaban
persiguiendo a los chavales que tirábamos bolas de nieve a los autobuses desde
las murallas o nos arrojábamos de cabeza sobre los túmulos de hojas muertas que
los barrenderos amontonaban en otoño, desarbolándolas. “¡Qué viene el japi!”, gritábamos cuando los veíamos llegar con la vara en alto.
Con el tiempo los japis y sus boinas
verdes, como de guardia civil para niños, desaparecieron, seguramente porque
alguien se dio cuenta de que si no había japis
a los niños ya no nos hacía gracia romper las farolas a pilongazos.
Pero también había vendedores de chucherías joviales,
dicharacheros, vocacionales, como el Mesié, que tenía su tiendita en el
mismísimo patio del colegio, en un agujero que se abría milagrosamente en la
pared de un frontón y desde el que canturreaba canciones francesas mientras
despachaba chicles Cosmos (los que sabían a regaliz negro, al menos durante los
primeros diez segundos) o Cheiw (“¿Tiene chicles?” “¿Cheiw?”, “No, deme
chinco”), plutones (aquellos sobre sorpresa, una especie de lotería infantil,
de iniciación en la ludopatía) o pastas de canela y azúcar glass (que a mí me
parecían deliciosas hasta que alguien me dijo que los tenderos meaban en una botella
por no salir de sus kioskos, y entonces yo cada vez que cogían una de aquellas
pastas me imaginaba que segundos antes habían sostenido su pajarito, el canario
al que acababan de cambiar de agua, con los mismos dedos).
O como El Moreno, que desde su kiosko junto a la Plaza de
Toros tiraba al arrebuche cada viernes caramelos u organiza carreras y premiaba
a quienes las ganaba con alguna bolsa de pipas. El Moreno era un adelantado, un
intuitivo y potencial experto en marketing. Y, tal vez sin pretenderlo, ayudaba
con sus métodos a subsistir a la competencia, porque también había chavales que
nunca ganaban las carreras o que preferían, antes que revolcarse por el suelo
mojado y pelear con los demás para llevarse gratis al bolsillo un caramelo,
pagarlo en la Bulldog o en Chucherías Herodes.
Las tiendas de chuches eran, en fin, un mundo, o el mundo mismo, el mundo que nos aguardaba.