(Publicado en «Rubio de bote», colaboración en magazine ON (diarios Grupo Noticias, 17/01/25)
Así es como llaman en China a
algunas pequeñas edificaciones que han permanecido como islas en
medio de grandes estructuras −autopistas,
avenidas, bloques de apartamentos−
porque sus propietarios se han negado a venderlas o a ceder ante las
presiones de inmobiliarias o constructoras, ante el avance de esa
maquinaria aplastante que es el turbocapitalismo (el turbocapitalismo
comunista, en este caso): casas clavo.
Durante los últimos días he
visto distintas fotografías de ellas en las redes sociales. Una
casita plantada en mitad de los carriles de una autopista, que los
coches tienen que rodear; otra, hundida en un scalextric de rotondas,
circunvalaciones, vías de servicio, construidas para evitarla y para
engullirla al mismo tiempo; o −esta
es la que más me ha llamado la atención−
un inmueble de dos plantas en mitad de un solar en construcción,
alrededor del cual las excavadoras han abierto un enorme hoyo, de
modo que la casa permanece levantada sobre un bloque de tierra que
coincide con su delimitación. Si los vecinos de ese inmueble
quisieran salir del mismo por el portal caerían en el agujero
excavado por las máquinas. No tengo ni idea de cómo se las apañan
para ello, o para acceder a su vivienda, tal vez trepando por una
escalera de cuerda, o escalando con piolets un terraplén de barro.
Leo además que en muchas
ocasiones a esos propietarios rebeldes les cortan el agua, la
electricidad, los suministros, para obligarlos a rendirse por
agotamiento. Detrás de cada una de esas díscolas edificaciones se
adivina, pues, una historia de lucha y resistencia, una desigual
batalla entre esos monstruos descorazonados que son las grandes
compañías o el Estado y algunos individuos, que deciden no
someterse por orgullo, por el valor sentimental de sus propiedades,
por lo que sea: cada casa clavo, supongo, atesorará una historia
particular y heroica.
También en nuestras ciudades
hemos conocido historias semejantes, edificaciones o pequeños
barrios que han aguantado como vestigios del pasado entre el
hormigón, los polígonos industriales o los centros comerciales; o
en el cine, por ejemplo, la entrañable película de dibujos animados
Up,
que está basada en una historia real, con final feliz, por cierto:
la propietaria de la casa no salió volando elevada por una bandada
de globos, pero consiguió que su propiedad no fuera demolida y
todavía hoy permanece encajonada, convertida casi en una casita de
juguete −y
en atracción turística−,
entre grandes bloques de cemento.
Seguramente
las casas clavo serán excepciones y en la mayoría de casos
similares habrá habido desahucios por la fuerza o por la fuerza del
dinero. Son piedras en el zapato, pero a veces una pequeña china
−nunca
mejor dicho−,
un diminuto clavo en la rueda consigue parar la maquinaria, el avance
imparable del “progreso”, el caminar arrollador y despiadado del
monstruo.
169.
Ese es el número de veces que se repite la misma secuencia rítmica
en el famoso “Bolero” de Ravel. Lo contaban hace unos días los
miembros de la compañía Lapso Producciones en su divertidísimo,
didáctico y talentoso espectáculo “Ad libitum”, en el que
también escenificaban una supuesta carta que el músico de Ziburu
dirigía a la bailarina rusa Ida Rubinstein, quien fue la que le
encargó dicha pieza musical. En esa carta apócrifa Maurice Ravel
venía a decir que, teniendo en cuenta la raquítica compensación
económica que iba a recibir por su trabajo, había decidido componer
una breve secuencia, una célula rítmica, y ejecutar con ella un
ostinato in crescendo, es decir, repetirla una y otra vez
incrementando poco a poco la intensidad; en otras palabras: que para
lo que le pagaba era todo lo que podía ofrecerle.
La
historia en realidad no fue exactamente así, hay que entenderla en
el contexto humorístico de “Ad libitum” (aunque sí es cierto
que a Ravel le daba bastante pereza componer y el que a la postre
resultaría genial “loop” de “Bolero” tuvo algo que ver con
su vagancia), pero me hizo recordar algo que me sucedió hace unas
semanas cuando desde un colegio de Sevilla se pusieron en contacto
conmigo para invitarme a ofrecer una charla a sus alumnos, a cuenta
de uno de mis libros, que habían leído y al parecer les había
divertido bastante. Como en el mensaje no detallaban nada respecto a
las condiciones económicas les advertí de que tendrían que cubrir
al menos los gastos del viaje y el alojamiento, a lo que respondieron
que habían pensado que podríamos realizar el acto por una
videollamada, lo cual me pareció lógico. No tanto que añadieran
que no podían pagarme nada por la charla, y que de lo que se trataba
era de inculcar en los alumnos el valor de la cultura (lo cual es
paradójico, porque el valor de la cultura debe de ser de acuerdo con
esto, cero); o que, en cuanto a mí, los alumnos ya habían tenido
que comprar mi libro previamente (otra paradoja, porque la editorial
que lo publicó no acostumbra a pagarme los derechos de autor).
Esta
es una situación a la que solemos enfrentarnos a menudo numerosos
artistas, escritores, ilustradores, músicos, actores… quienes al
parecer estamos obligados a ofrecer nuestro trabajo por amor al arte,
nunca mejor dicho, algo que nunca se le exige a un carpintero o una
empresa de catering cuando se trata de celebrar actos o jornadas de
carácter solidario, educativo o sociocultural (¿se imaginan, por
ejemplo, que ese colegio pidiera a su compañía de la luz no pagar
las facturas, puesto que se dedican a alumbrar las mentes de sus
alumnos?).
Fue algo parecido lo que le expuse educadamente en mi respuesta. Nunca más volví a saber de ellos, pero por curiosidad días después entré en su página web y me encontré con una cabecera en la que, bajo una foto en la que aparecían varios alumnos uniformados sosteniendo una gran bandera rojigualda, el colegio se describía a sí mismo como un centro de formación de futuros líderes con una metodología inspirada en valores culturales y humanísticos. Y eso, en fin, es lo que vienen aprendiendo e inculcando desde hace siglos, en un ostinato histórico, nuestras élites (y no solo ellas): a «respetar» la cultura sin respetar a sus creadores, algo ciertamente asombroso.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 05/01/2025
Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios Grupo Noticias) 21/12/24
“¡Arriba Heráclito, abajo
Parménides!”, leo en la puerta del baño de la cafetería que hay
frente al instituto de mi hija. ¡Hay que ver qué juventud, tan
procaz y maleducada! Porque supongo que la frasecita la ha escrito
alguno de los alumnos, durante el recreo, en lugar de pintarrajear la
puerta con el
“Tonto el que lo lea” de toda la vida o el clásico “Caga
bien, caga contento, pero caga dentro” (o su variante inclusiva
“Caga bien, caga contenta, pero caga dentra”).
Fuera bromas, lo cierto es que
la filosófica reivindicación me provoca un brote de antiedadismo a
la inversa. Me emociona que haya alguien, un chaval de quince años,
que al hacer esa pintada haya adornado su humorismo con ese ribete
intelectual y heterodoxo. Y mientras voy camino de la reunión con la
tutora de mi hija imagino que al entrar al instituto me toparé con
jóvenes vestidos con camisetas con el rostro de Simone de Beauvoir o
de Diógenes de Sinope, o con grupitos debatiendo acaloradamente
sobre la naturaleza del alma humana, incluso con alguna violenta
pelea de gallos entre partidarios de Góngora y de Quevedo.
Pero me he flipado un poco y,
una vez dentro, lo más que llego a encontrarme es a una muchacha con
una sudadera de Tupac y un mural que no sé si es una reproducción
de un cuadro de Basquiat o una pared vandalizada por grafiteros
egomaniacos.
No obstante, mientras espero a
la profesora suena el timbre de salida. Y, de repente, por las
escaleras veo emerger una ola negra de adolescentes, un tsunami de
mochilas y acné, un ciclón de berridos y risas, un huracán que
arrastra un olor espeso a hormonas en flor, a zapatillas sudadas y
sobaco, una marea imparable que me arrastra, pasa por encima de mí,
me sumerge a las profundidades de la nada más absoluta, me torna
insignificante e invisible…
Allá van, con sus tormentas
interiores y sus carcajadas soleadas, con el cadáver del niño o la
niña inocentes que fueron todavía caliente dentro de sí mismos,
con el instinto carnívoro de quienes temen y quieren devorar al
mismo tiempo la vida.
Allá van, los veo pasar a mi
lado, son una masa informe que dentro de unos años, dentro de nada,
se hará jirones, se definirá en mujeres y hombres que tendrán
hijos, fabricarán o inventarán cosas, publicarán libros o discos,
irán a la cárcel, se divorciarán, practicarán sexo fluido,
destruirán el heteropatriarcado y el turbocapitalismo, se
convertirán en adictos a algo, tendrán depresiones y carcinomas,
militarán en sindicatos o en oenegés, se caerán y se levantarán,
morirán jóvenes en accidentes de tráfico o atragantados por un
hueso de aceituna con ciento veinticinco años, serán, en fin, por
todo ello y a pesar también de todo ello, en general mejores que
nosotros y conseguirán que la vida siga, que todo fluya y nada
permanezca.
Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios Grupo Noticias) 07/12/24
Me
gusta cuando al final de los programas de radio ponen una canción y
consiguen que esta termine justo un segundo antes de que suene la
señal horaria. Me gusta leer primero la última línea de las
novelas. Me gusta cuando en la ducha subes un poquito más la
temperatura del agua caliente. Y cuando te despiertas en mitad de la
noche y ves que todavía quedan algunas horas para dormir. Me gusta
pintar los dientes de la gente con un rotulador negro en las fotos de
las revistas, es como una especie de photoshop o meme prehistórico.
Me
gusta −soy
un raro−
la
fruta escarchada del roscón de reyes. Y me gusta que a la mayoría
de la gente no le guste porque así puedo comerme la que dejan
orillada en sus platos (por cierto, quienes no se comen la fruta
escarchada del roscón de reyes y sacan la figurita deberían
devolverla, porque en realidad no han comido un auténtico roscón de
reyes sino un sucedáneo). Me gusta el olor de la gasolina. Y el de
los libros nuevos (aunque a veces huelan como a basura; lo malo es
cuando el olor es una advertencia y los libros son en realidad una
basura). Me gusta el sonido de la impresora cuando la enciendes, es
como un robot desperezándose. Y el de un balón de baloncesto
botando contra el suelo, es como el latido de mi corazón cuando
tenía quince años. Me gusta el baloncesto, ese estornudo de la red,
¡zas!, cuando la canasta entra limpia (aunque me gustaba el
baloncesto mucho más antes de que pusieran la línea de tres y las
canchas se llenaran de francotiradores).
Me
gusta ponerme ropa que hace tiempo que no he usado y encontrarme en
los bolsillos un ticket de la compra antiguo o la entrada de un
concierto en el que no recordaba que había estado.
Siempre llevo los bolsillos llenos de papelitos. Me gusta que mi ropa
sea una máquina del tiempo.
Me
gusta ese puntito de la primera cerveza o de un vermú, un mediodía
soleado. Me gustan esos tres segundos del propofol atravesando la
vena, en las colonoscopias. Me gusta la primera vez que orino después
de la tercera o cuarta caña. Y ese escalofrío, ese repelús que a
veces sacude el cuerpo al hacerlo (podríamos llamarlo “repegús”).
Me
gustan los chistes malos que hacen gracia de lo malos que son. Y usar
expresiones desactualizadas, por ejemplo “efectivigüonder” o
“yavestruz” (me parecen mucho más ridículas otras en boga como
“¿sabes cómo te digo?” o “aburrido −o cualquier otro
adjetivo− no, lo siguiente”).
Me
gusta esa sensación pletórica, cuando acabo de escribir algunos
artículos, pero no me gusta tener que acabar ya este. Me gustan lo
gatos, la comida cuando la cocinan otros, el viento golpeando en la
persiana, los pantalones pitillo… Me gustan −como a todo el
mundo− tantas cosas…
Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios Grupo Noticias) 23/11/24
Algunos días, mientras conduzco, suelo encontrarme tiradas en mitad
de la carretera zapatillas de deporte, botas de monte… calzado
nuevo y desparejado. Esto último es lo que más me inquieta. Me
pregunto cómo han acabado ahí todos esos zapatos solitarios. ¿Los
ha arrojado un ocupante de un vehículo a otro tras una discusión de
tráfico? ¿Es un código de alguna sociedad secreta para marcar una
ubicación? ¿Hay enterrado a unos metros un tesoro, un muerto, un
cáliz sagrado? ¿Alguien ha atropellado a un cojo?…
¿Y cómo se mueren los pájaros? Veo pasar estos días, a través de
la luna delantera, las bandadas de grullas, una viruela negra sobre
la piel cárdena y moribunda del cielo de otoño. Vuelan en forma de
uve, como flechas arrojadas en dirección al sol por un ejército en
retirada. Y se ríen, con sus graznidos obscenos. ¿De qué se ríen?
Bueno, ¿cómo no se van a reír? Se van al sur, a Marrakech, o a
Benidorm, mientras nosotros nos quedamos aquí, con el mercurio
haciendo muescas por debajo de la línea roja y la camiseta térmica
convertida en una segunda piel. Se ríen de nosotros.
La que más alto se ríe es la que encabeza la bandada, la punta de
la flecha. Tiene que ser una grulla ultramaratoniana y con un GPS en
la cabeza. Pero ¿quiénes son las últimas de la formación? Supongo
que grullas bobas, que no saben leer los mapas, o grullas jubiladas,
con artritis y la próstata o el corazón inflados, grullas que no
llegarán a su último baile en el hotel del imserso. ¿Qué sucede
cuando ya no pueden más? ¿Se separan de la bandada y se dejan caer
planeando, balanceándose como una hoja muerta, hasta posarse en la
tierra? ¿O caen a plomo, como manzanas de Newton, como meteoritos de
carne y hueso? ¿Ha muerto alguna vez alguien golpeado en la cabeza
por un pájaro muerto?
Hablando de pájaros muertos, veo también todos los días, mientras
conduzco, un aguilucho posado sobre un cable de la luz. ¿Por qué no
se achicharra? ¿Sus garras tienen alguna sustancia, una queratina
que aisla la corriente? ¿Es un funambulista eléctrico, un suicida
sin prisa?…
El mundo animal, el mundo en general, está lleno de incógnitas y ya
hace mucho tiempo que otro pájaro, un pájaro de hierro, mató a
Félix Rodríguez de la Fuente, así que cuando llego a mi destino
busco las respuestas en Google. Y, al parecer, el misterio de los
zapatos desparejados no lo es tanto, se trata simplemente de personas
que bajan del monte todavía con la cabeza en las nubes, o que vienen
de dar un paseo, personas que dejan olvidadas sus zapatillas, sus
botas, sus zapatos en el techo de los coches, al cambiarse de ropa,
de manera que durante el trayecto de vuelta, su calzado cae en alguna
curva, y no siempre a la vez. O eso es lo que dicen algunas
hipótesis, algunos listos. Seguro que también saben por qué las
lavadoras se alimentan de calcetines sueltos…