Publicado en Rubio de bote, colaboración semanal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 03/04/21
Ja, ja, este tío es la monda. Estaba el otro día
oyendo en la radio al cómico Ignatius Farray pinchar unas canciones y va y pone
una de su grupo Pétroleo, uno de los conjuntos más punkis que he escuchado
últimamente. Pero a continuación aclara que en realidad Petróleo ahora se ha
convertido en Plástico, y que este es un grupo tributo de Petróleo, aunque
casualmente los músicos son los mismos. No sé si me explico. Es decir, un grupo
tributo formado por los componentes del mismo grupo al que tributan, tocando
sus mismas canciones. Genial. Además, probablemente, en esta sociedad del
simulacro en la que vivimos, les vaya mejor. El espectador, después de todo,
prefiere a menudo la copia que el original, el karaoke al artista. No hay más
que ver Operación Triunfo. Yo tampoco voy a hablar mucho porque la vida del
escritor es también un simulacro. Todo lo que le sucede, las personas que
conoce, lo que estas le cuentan, lo convierte en materia literaria. Si al
escritor, por ejemplo, le acuchillan por la calle se frota las manos llenas de
sangre pensando en el cuento tan estupendo que escribirá sobre eso. Su vida
verdadera es la literaria, la otra es solo una especie de ensayo o borrador.
Volviendo a Ignatius, después de escucharlo en
la radio leí su libro Vive como un
mendigo, baila como un rey, en el que narra sus inicios en el mundo de la
comedia, dejando al descubierto todas sus inseguridades, ansiedades o contando
que una vez se le salió un huevo delante de una cámara y otra se metió una raya
de cocaína en directo y eso se convirtió, para su pesar, en su vídeo con más
visualizaciones, da igual que el tiro fuera de fogueo, con cocaína de pega (es
decir, otra vez la sociedad del simulacro).
Al inicio de dicho libro Ignatius cita a
Murakami. “El destino es algo que se debe mirar volviéndose hacia atrás”. Lo
cual me hace recordar el libro que leí justo antes que el de Farray, Un armario lleno de sombra, las memorias
del poeta leonés Antonio Gamoneda, en las que este indaga cómo se formó su
conciencia poética escarbando con afán arqueológico entre recuerdos de su niñez
llenos de tierra y huesos sepultados y dentaduras de muertos en los que siempre
encuentra un destello de oro —y esto es algo más que una metáfora—.
Si Ignatius soñaba con convertirse en cómico y Gamoneda en poeta, yo de niño imaginaba que era el sustituto de Corbalán, el base del Real Madrid. Y para ir forjando mi destino, colocaba una percha de manera horizontal sujeta con la puertecita que había en la parte superior de mi armario, percha que simulaba ser una canasta —no sé si me explico— del mismo modo que una pelota de tenis era el balón o el escueto espacio que quedaba entre la cama de mi hermano y la mía la cancha. Con el tiempo llegué a ser, en la vida real, un buen jugador de baloncesto (de vez en cuando exhibo en la redes sociales, puesto que nadie me cree, recortes de periódico en los que se me ve en alguna foto de la selección juvenil navarra), nada comparado con los partidos que jugué en mi habitación, en los que me convertí en el mejor baloncestista de todos los tiempos y en los que a la vez que jugaba era también el público, quien retransmitía los partidos o quien al acabar los mismos me autoeentrevistaba.
La pregunta que me hago ahora es si aquello fue también un simulacro, si no soy un grupo tributo de mis propios recuerdos, o si no fueron acaso reales, para mí, aquellos partidos en mi cuarto. No lo sé. Lo que sí sé es que nunca llegué a ser Corbalán, pero ahora me gano la vida, entre otras cosas, imaginando historias. Y esa es la realidad. No sé si me explico.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 20/03/21
Tengo un conocido —creo todos tenemos uno— sobre el que
podría escribir una novela, pero no lo hago porque nadie se la iba a creer. Cada
vez que me lo encuentro, me da pavor preguntarle cómo está, pues sé que a
continuación me referirá los últimos acontecimientos de su vida y todos ellos
serán calamidades: accidentes domésticos, de tráfico, de trabajo, de todo tipo,
divorcios tormentosos, hijos y novias a la fuga, denuncias —interpuestas por él
o contra él—, incendios, plagas, robos, estafas, inspecciones de hacienda,
enfermedades raras, errores médicos, viajes que se los pasa en la habitación
del hotel por culpa de un huracán o una inundación bíblica, o en los que pierde
las maletas, le meten en ellas drogas… Todas las desgracias que puedan imaginarse
le suceden a ese conocido mío. Y, aunque yo tenga miedo a preguntar, él me las
refiere con una naturalidad y una falta de pudor pasmosas, del mismo modo que
otro te contaría que va hacer un recado o que ha salido buen día o que a ver si
se acaba pronto esto de la pandemia. Para pandemia él.
La cuestión es que los avatares de ese conocido mío, al que
en casa llamamos unos días Calamity y otros —menos— Antonio Alcántara, son a
menudo tan inverosímiles y recurrentes que en lugar de darte pena te da la risa.
El otro día, por ejemplo, me lo crucé por la calle y al cabo de un minuto ya
estaba poniéndome al día de sus últimas calamidades, las cuales ahora mismo no
recuerdo, porque esa es otra, son tantas y las encadena de tal modo que al
final uno pierde el hilo —creo que en esta ocasión, entre otras cosas, me habló de una mascota que le había comprado
a una de sus hijas, un conejo, o una cobaya, algo por el estilo, y que no había
tenido otra idea que bajarlo a la calle atado con un arnés, y entonces había llegado
un perrazo enorme y se había abalanzado sobre el animalico y en menos de un
segundo lo había convertido en una hamburguesa; después mi conocido había
denunciado al dueño del perro asesino pero resultó que este pertenecía a algún
tipo de mafia, siciliana, o japonesa, o policial, y ahora se encuentra en su
buzón fotos de cabezas de caballo cortadas—.
La cuestión es que mientras me lo contaba yo me mordía los carrillos, tratando de contenerme y de no envenenarme con mi propia sangre, porque no puedes evitar sentirte un poco mezquino y mala persona mientras alguien describe cómo lloraba su hija con su conejito hecho un Big Mac entre las manos y tú te estás descojonando vivo por dentro. Aunque creo que a él tampoco le importa. Una de las virtudes de Calamity es que es buen encajador, y que nunca pide ayuda, ni te implica en sus marrones —a diferencia de Antonio Alcántara; debe de ser horrible ser vecino de ese hombre—. A veces pienso, incluso, que es más bien al revés, que es Calamity quien está ofreciéndote ayuda a ti, pues cada vez que te lo encuentras tus desgracias se relativizan, pierden importancia, se convierten en menudencias. Es como si su objetivo en la vida fuera ese, como si se tratara de un profesional de las calamidades, que va buscándolas o provocándolas —¿a quién se le ocurre ponerle un arnés a un hámster?— para después contártelas y aliviar, por comparación, tus pequeñas o puntuales fatalidades. Supongo que nunca escribiré una novela sobre Calamity pero me parecía que al menos, como agradecimiento a su abnegado y anónimo servicio a la comunidad, se merecía un “Rubio de bote”. ¡Ánimo, Calamity!
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para diarios de Grupo Noticias 06/03/21
Durante
los últimos años centenares de cines y salas de teatro han echado el cierre y
no hay que ser pitoniso para adivinar que la situación actual tampoco ayuda
mucho para que muchos de ellos vuelvan a abrir. Es muy doloroso, porque cuando
la bola de demolición arremete contra una sala de cine o de teatro golpea
también la memoria, los sentimientos, las vivencias de miles de personas que un
día se ampararon en la oscuridad para soñar, para evadirse o para acariciarse
en las filas de mancos.
Los
cines, los teatros, las salas de concierto, son, más allá de un espacio físico,
una especie de contenedores invisibles de emociones y recuerdos y por ello, a
menudo, forman parte de nuestro
imaginario colectivo. El Gayarre, el Arriaga,
el Victoria Eugenia, la Hell Dorado… Así, de esa manera familiar, los
nombramos. Los sentimos como nuestros.
El proyecto Irudilantegia-Atelier de Imaginarios, de Labrit Multimedia, busca identificar ese patrimonio inmaterial, indagar qué representan esos lugares, qué nos evocan, qué lugar ocupan en la memoria común de nuestras ciudades…. Para ello durante unas semanas han recogido testimonios relacionados, en este caso con el teatro Gayarre de Pamplona. La colaboración era abierta y voluntaria y yo no pude resistirme a contribuir con una historia que me gustaría ahora compartir.
Se
trata, eso sí, de una historia íntima,
pequeña, insignificante, sobre todo si
tenemos en cuenta que el escenario del Gayarre lo han pisado artistas de la
talla de Valle-Inclán, The Pogues, García Lorca, Faemino y Cansado… Pero creo
que la suma de esas insignificancias es lo que busca este proyecto.
Vamos
allá.
Cuando yo era niño, aunque vivía en el barrio de la Txantrea de Pamplona, estudiaba en el centro de la ciudad, con lo cual cada día tenía que hacer cuatro viajes en autobús. La cola de la parada de mi villavesa quedaba justamente a la altura de una puerta trasera del teatro y a menudo mientras esperaba esta se entreabría y podía ver un trozo del escenario. Era algo que me fascinaba. Muchas veces, los operarios estaban montando los decorados para las representaciones y a través de aquel umbral yo sentía que mi imaginación me hacía viajar a otras épocas y lugares… Otras veces, los actores o los músicos se asomaban por esa puerta y salían a fumarse un cigarro en mitad o en el descanso de alguna obra o un ensayo. Me parecía increible que solo un metro separara aquellos dos mundos tan diferentes, el real (la tarea, el frío, las notas, los abusones) y el imaginario (los artistas en traje de pingüino, o vestidos de egipcios, de floristas…).
Años
más tarde adapté uno de mis relatos y lo presenté a un concurso de textos
teatrales organizado por el Teatro Gayarre, con tal fortuna que gané el premio
y la obra se representó en aquel mismo escenario. Yo la vi entre el público,
deseando que la butaca me engullera, pues al final de la representación debía
salir a saludar al público. No pude escaquearme y lo hice como buenamente pude,
es decir dando penica. A continuación me retiré por la parte trasera del
escenario y alguien me acompañó hasta una puerta. Era aquella puerta. Encendí
nervioso un cigarrillo y lo fumé allí mismo, igual que había visto de niño
hacer a los musicos y a actores. Y mientras miraba los coches pasando, la gente
esperando aburrida la villavesa, fue por un momento ese mundo, el mundo supuestamente real, el
que me pareció extraño, ajeno. Supongo que eso es lo que todos buscamos cuando
vamos al cine o al teatro o a un concierto: vivir otras vidas para recuperar el
aliento durante un instante y poder seguir viviendo las nuestras. Y por eso es
tan importante preservar esos lugares. Mucha mierda, pues, para todos ellos.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 20/02/2021
Puesto que hace unos días cayó una nevada en Madrid — no sé
si ustedes se habrían enterado— yo ahora
tengo que mear a oscuras, como en aquel poema de Neruda: Y por verte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa,
como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada.
Bueno, en mi caso no es tan poético:
—¡La luz, pesado! —me riñen si por culpa de un reflejo
automático se me ocurre darle al interruptor mientras mi agüita amarilla baja
por una tubería y pasa por debajo de tu casa, pasa por debajo de tu familia,
etcétera (ahora que lo pienso, hay toda una literatura urinaria, desde la letra
de esa canción de Toreros muertos, pasando por el “Entre heces y orines
nacemos” de San Agustín, hasta el famoso verso de Gloria Fuertes: “Nos están
meando y dicen que llueve”).
Pero volvamos a lo nuestro. Hace unos días circuló por las
redes una viñeta de J.R. Mora en la que, junto a un texto en el que se leía
“Los ladrones hicieron millones de pequeños butrones por los que entraban a robar
cada mes”, aparecía el dibujo de los dos agujeritos de un enchufe.
La factura de la luz de enero, en efecto, fue un atraco. La
más cara de la historia. A pesar de lo cual en nuestra casa cada día es una
fiesta de cumpleaños, o sea, que cuando nos levantamos, después de mear a
oscuras, encendemos velas, y también
cuando se hace de noche, y además estamos adelgazando un montón, porque si
vamos al frigo tenemos que abrirlo y cerrarlo muy deprisa y coger lo que esté
más a mano que suele ser casi siempre un
yogur desnatado o una hoja de lechuga chuchurría.
Lo de las compañías eléctricas es, por no abandonar del todo
la escatología, para mear y no echar gota. Algo incomprensible, es decir, que
las propias compañías se encargan de que al consumidor nos resulte un
galimatías, algo que escape a nuestro raciocinio, con sus facturas como
jeroglíficos y sus subastas diarias y caprichosas en las que, por ejemplo, se decide que si en Madrid nieva —no sé si se
habrían enterado ustedes— y quienes
tienen que capear el temporal son unos destalentados, la filómenica factura la debemos
pagar también aquellos a los que los muñecos se nos deshicieron en solo unas
horas.
“Pues eso será porque usted quiere y no tiene contratada una
factura en el mercado libre”, se oye la voz de un ofendidito al fondo, pero es
que hasta en eso el vocabulario de las eléctricas es confuso, y las tarifas
reguladas son precisamente aquellas en las que el precio de la electricidad
varía y depende del hombre del tiempo —menuda regularidad de los cojones; por
no hablar de que la tarifa aplicada responde a las siglas PVPC, es decir Precio
Voluntario para el Pequeño Consumidor; voluntario, dicen… — y las libres
aquellas en las que ese precio es una tarifa fija (y en la que de todos modos los
que cortan el bacalao son los cinco grandes grupos de butroneros eléctricos, lo
cual para el caso acaba siendo casi siempre lo mismo).
La factura de la luz en España es, en todo caso, una de las
más caras de Europa, un auténtico pelotazo. Seguramente por eso las asesorías
externas y los consejos de administración de las compañías están superpoblados
de expolíticos que acceden a ellos a través de enchufes, nunca mejor dicho,
puertas giratorias, retiros dorados (en
ocasiones con la desfachatez del repulsivo José María Aznar, que fichó por
Endesa después de que esta compañía fuera privatizada durante su mandato;
privatización que a su vez puso en marcha otro eXpresidente, Felipe González,
quien también estuvo a sueldo de Gas Natural, hasta que lo dejó porque “se
aburría”).
Y así todo, en este país en el que mientras unos se pasan todo el invierno sin poner la calefacción o sin dar la luz, el rey emérito toma el sol en Abu Dabi con chambelanes pagados por Patrimonio Nacional y la Audiencia Nacional encarcela a raperos (o mientras el mismo día que doscientos artistas se solidarizan con Pablo Hasel firmando un manifiesto bajo el encabezado “Sin libertad de expresión no hay democracia” el heredero del rey a la fuga se descojona de nosotros, con la misma altivez borbónica que su predecesor, repitiendo exactamente ese mismo encabezado en un encuentro con la Asociación de la Prensa de Madrid, donde, por cierto, no sé si se lo han contado todavía, hace unas semanas cayó una nevada universal).
Por lo demás, está claro que la amante de Neruda aquel día que meaba a oscuras no había comido espárragos.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 06/02/21
El otro día llevé el coche al taller. No me gustan los
talleres. Ya no hay en ellos calendarios con tías buenas en bolas, pero me
sigue pareciendo un mundo demasiado masculino, en el que me siento fuera de
lugar, un marciano.
—¿Tracción a dos o a las cuatro ruedas? —me preguntó, por
ejemplo, el tipo que me atendió.
Para mí que lo hacen para joder; o para medirte. ¡Yo que sabía!
No sé nada sobre coches. Los distingo por colores. Hay coches blancos, rojos,
grises, y luego están los amarillos, que suelen ser los más peligrosos, los que
casi siempre conducen acomplejados, psicópatas o funcionarios de correos con
sacos llenos de cartas certificadas con malas noticias.
Así que me da mucha pereza llevar el coche a las revisiones, o a cambiar el aceite —que era de lo que se trataba esta vez— y a veces espero a que sea el propio coche el que me lo pida. El coche que tengo ahora, que todavía es bastante joven —el anterior me duró 22 años— es un coche discreto, antracita, que no quiere importunar, y por eso me avisó dejándome un mensaje en el cuentakilómetros: 55.555. Cinco cincos. Eso supongo que algo querría decir. No soy nada supersticioso, excepto con los coches, por pura ignorancia. Una vez, por ejemplo, me dieron un golpe por detrás y recuerdo que llevaba puesta “1979”, la canción de los Smashing Pumpkins. Nunca más he vuelto a oír a ese grupo en el coche. Como si su música fuera un canto de sirenas que atrae los parachoques de los otros coches.
—Estará en una hora o así, caballero —me dijo el tipo del taller
(y el “caballero” sonó un poco raro en su boca, del mismo modo que antes movían
un palillo en la boca mientras te hablaban).
Así que me di un paseo por los alrededores. Primero subí
hasta un pequeño cementerio que había cerca del polígono. Tampoco es que me
gusten mucho los cementerios, pero como al menos en ellos no tienes que hablar
con nadie, entré. Y apenas lo hube hecho, sonó el teléfono.
—Soy el del taller. Hemos mirado y también debería cambiar
las pastillas del freno. Y las ruedas, caballero, si no quiere tener un
disgusto —dijo.
Yo primero pensé si le diría lo mismo a alguien que sabe qué
tipo de tracción tiene su coche, pero después, como estaba en un cementerio, no
me atreví a contestarle que no, y me
palpé la cartera como quien se palpa una herida mortal.
—Pues nada, en media horica lo tiene —se despidió.
Comencé a bajar hacia el taller. Pasé por la parte trasera
de un centro comercial. En los muelles de descarga vi a trabajadores
almorzando, o sacando contenedores de basura, a dependientes fumando serios,
con rostros cansados de sonreír a los clientes y aguantar sus impertinencias.
Rostros resignados, tristes y agradecidos de al menos tener un trabajo. Pensé
en otras épocas, cuando las revoluciones se fraguaban en esas puertas traseras.
El capitalismo había hecho la jugada perfecta. Ahora, al salir del trabajo,
esos trabajadores daban la vuelta a la manzana y entraban a comprar o a cenar
al centro comercial y se encontraban con otros trabajadores como ellos que les
llamaban caballero.
Llegué hasta el taller. Vi que ya habían sacado el coche
fuera.
—Ya lo tiene —dijo el tipo.
Pagué. Mientras lo hacía otro tipo me trajo el coche hasta
la mismísima puerta, como si yo fuese un marqués y no pudiera andar los
cincuenta metros que me separaban del lugar donde estaba aparcado.
—Hasta pronto, caballero —se despidió.
Arranqué. Puse la radio. Sonaba una canción de los Smashing Pumpkins.