Que
nadie se dé por aludido. Con lo de imbécil me refiero a un
servidor. Una de las leyes no escritas del humor es que para reírse
de los demás antes hay que empezar por uno mismo. Imbécil
es el título de un cómic de Camille Vannier, publicado por
Astiberri, en el que la autora francesa-barcelonesa recopila una
serie de escenas patéticas de su vida. O de la vida de cualquiera.
Pasajes de nuestra biografía que a menudo quedan a resguardo en una
caja blindada de la memoria y que, por vergüenza, no solemos
compartir con nadie.
Vannier,
por ejemplo, nos relata la ocasión en que encargó por correo una
estantería para su apartamento y cuando llegó no era la que ella
esperaba. Llamó al servicio de Atención al cliente, los puso a
caldo y de repente, por las explicaciones que iba recibiendo, se dio
cuenta de que la que había errado al elegir en el catálogo era
ella. Pero ya era demasiado tarde para recular, después del pollo
que había montado, así que se mantuvo en su papel de clienta
agraviada, hasta que consiguió que le dieran la razón y le pidieran
amablemente disculpas, lo cual la hizo sentir en su fuero interno
como una miserable.
En
otra de las historietas nos cuenta la vez que tenía que coger un
vuelo a primera hora de la mañana, salió la noche anterior a tomar
un par de cervezas, que luego fueron cuatro, y luego seis… total,
que al volver a casa ya de madrugada y completamente borracha, para
poder apurar un poco más la cama al día siguiente, decidió
preparar la maleta en lugar de levantarse temprano, como tenía
pensado. Una idea que le pareció brillante hasta que al llegar a su
destino y abrir el equipaje descubrió que lo único que había
dentro era un bañador (en un lugar en el que además no había
playa).
Todos
tenemos alguno de esos pasajes lamentables en nuestras vidas. Yo los
tengo a diario. Tengo tantos que me resulta difícil elegir solo uno.
Recuerdo una vez que en un Nafarroa Oinez, en uno de los primeros en
que empezaron a usar ese engorroso sistema en el que cambias el
dinero por vales para consumir en las barras, entregué en una caseta
todo lo que llevaba en el bolsillo, y cuando fui a pedir el primer
katxi me hicieron saber que lo que yo había comprado eran en
realidad pegatinas. Por supuesto, me dio tanta lacha que no volví a
la caseta a explicar que me había equivocado. ¡Hay que ser imbécil!
(por contra para quienes me vendieron las pegatinas debí de quedar
como un tipo de lo más espléndido y solidario).
He
empatizado, pues, mucho con ese cómic de Vannier, la cual se ríe de
sí misma de tal modo que en las solapas del libro −dibujado
con trazos intencionadamente descuidados y feistas, imperfectos como
las historias que cuenta−
incluye algunos “halagos” que han dejado en sus redes sociales
varios lectores, del tipo “Si me pongo un lápiz en el culo dibujo
mejor”.
Todos somos, en fin, imbéciles. Aunque, sin duda, lo más imbéciles de todos son aquellos que no se dan cuenta.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 19/07/24
Hay un cuento de Iban Zaldua recopilado en su última y fantástica colección de relatos, «A escondidas», en el que el protagonista adquiere el don de la ubicuidad tras plantearse el dilema de acudir a una manifestación con cuya reivindicación de fondo está de acuerdo pero en la que sabe que se van a corear lemas con los que difiere. Con su nuevo superpoder tiene la opción de dejar al yo al que esas consignas le incomodan en casa y enviar a la mani al que quiere solidarizarse con el meollo de la protesta.
No me digan que no sería todo un chollo. Si fuéramos capaces de desdoblar de ese modo todas las personalidades que nos componen podríamos, del mismo modo, teletransportar un domingo por la mañana al monte a nuestro yo más andarín mientras en la cama se queda el más remolón; o dejar en efigie en el cumpleaños de un amiguito de nuestros hijos a uno de nosotros y mandar a otro a un concierto, al cine, a un partido…
Me siento muy interpelado por ese cuento de Zaldua porque a menudo tengo esa sensación de extrañeza o de melancolía (“Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada”, define la RAE melancolía) que me hace desear casi siempre estar en otro sitio diferente al que me encuentro o considerarme a mí mismo en todos los lugares y situaciones un extranjero, un marciano. Lo cual se agrava por el hecho de que el lugar al que quiero huir siempre cuando eso sucede, el sitio donde me gustaría estar realmente, es en casa, leyendo o escribiendo. Es decir, atrapado en un bucle, pues cuando escribo o leo lo que estoy haciendo, en el fondo, es imaginar, a su vez, que estoy en otra parte o que soy otra persona…
Dejando ese pequeño lío o inconveniente al margen, a mí particularmente me resultaría muy útil este don de la ubicuidad para hacer la comida. Cocino casi todos los días y −esto que no lo lean mis hijos− casi todos los días el resultado es desastroso. Carezco no ya de talento culinario sino de la capacidad de aprender, o, mejor dicho, del interés por hacerlo. Y creo que eso se debe a que mientras estoy preparando unas lentejas mi cabeza está a menudo en otra parte, pensando ideas para algún relato, alguna novela… Así que, si pudiera desdoblarme, tal vez mi yo cocinillas podría centrarse un poco; o incluso si ni por esas pudiera arreglar los desaguisados, nunca mejor dicho, mi yo sufridor se quedaría en la cocina soportando las quejas de mis hijos −”Está salado”, “Está soso”, “Qué asco”, etc.− mientras otro de mis yos se lamería esa herida escuchando «Sinceridad no pedida» de Ojete Calor (“Nadie te ha preguntado/Te diría lo que pienso de tu sinceridad”) o ideando la manera de perpetrar, para mi desahogo personal, un «Rubio de bote», como este, por ejemplo.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 25/05/24
Mientras conduzco voy escuchando la radio. Llueve y después sale el
sol y luego vuelve a llover otra vez. La primavera es siempre igual,
voluble. A los dos lados de la carretera los sembrados resplandecen,
con esa luz extraña y hermosa que arrojan las grietas del cielo. De
vez en cuando, me ciega el destello amarillísimo de un campo de
colza.
En el programa que sintonizo hay una sección titulada “La buena
noticia del día”. Intentan conectar con la colaboradora que suele
contar el descubrimiento de un nuevo medicamento para curar una
enfermedad rara, la reaparición de una especie animal que se creía
extinguida, la reconversión de una plaza de toros en una
biblioteca…
Pero la colaboradora no responde. Seguramente se deba a algún
problema técnico, falta de cobertura, algún cable desconectado, una
caída de la red… O puede −pienso de manera retorcida− que se
trate de una paradoja, que esa periodista que tiene que alegrar el
día a los oyentes sufra el síndrome del payaso triste, esté
pasando un mal día, no le queden fuerzas… Desde el borde de un
abismo gritar “Feel good!” deja un eco que da muy mal
rollo. Sea lo que sea, el silencio a la espera de la buena noticia
del día resulta inquietante, una metáfora un poco triste. Lo mismo
que esa norma del periodismo que sentencia que las buenas noticias no
son noticia. Tal vez por eso durante años el diario más vendido en
España fue El Caso, con sus escabrosas portadas: “Salvajamente
apuñalados”, “El cura vicioso”, “Asesinados con la barriga
llena”…
Para colmo, para llenar el horror vacui acústico que deja la
borota de la colaboradora, ponen una de Bisbal.
Así que muevo el dial. Atrapo en otra emisora, cuando ya está casi
acabando su sección, a otro colaborador que suele comentar
etimologías de palabras curiosas. Hoy explica que “trabajar”
deriva del latín vulgar tripaliare,que
era un
instrumento de tortura compuesto por tres palos de madera.
Pero bueno −me
digo−
tampoco hay que ser Corominas para saber que el trabajo es una
maldición divina. Hasta el mismísimo Jesucristo lo dijo: “Reparad
en los lirios del campo, cómo crecen, no trabajan ni hilan. Mas os
digo que ni aun Salomón con toda su gloria fue vestido como uno de
ellos”.
Veo, por cierto, mientras el coche sigue
avanzando entre campos de cultivo a través de la rectilínea
carretera, algunas amapolas y algunas desobedientes flores amarillas
de colza, que han desertado durante la siembra y han decidido crecer
en las cunetas, o entre las zarzas, solitarias y azotadas por el
viento y los tubos de escape, pero a salvo de las cuchillas de la
segadora.
Vuelvo a sintonizar la primera emisora. David
Bisbal ya ha tenido que ahogarse en sus gorgoritos. “Vamos a
intentar recuperar la conexión con nuestra colaboradora”, dice, en
efecto, la presentadora, y de nuevo se escucha un silencio tenso. Yo,
ilusionado, me
quedo a la espera de buenas noticias.
La filosofía es La Polla… Records. Eso es, al menos, lo que defiende Tomás García Azkonobieta, que acaba de publicar un ensayo en el que relaciona las letras de las canciones del grupo de Agurain con diferentes corrientes filosóficas. La idea fue en principio una maniobra pedagógica para poner cresta a la filosofía y acercarla de esa manera más pizpireta a sus alumnos de secundaria; una idea que este profesor acabó convirtiendo en libro tras romperse una pierna (los hospitales son, ciertamente, un buen sitio para reflexionar sobre la fugacidad de la vida, el acecho constante e inevitable de la muerte, etc; o como diría Evaristo: «No somos nada»).
En La filosofía es La Polla, Tomás García establece una comparación, por ejemplo, entre los filosófos cínicos (con Diógenes de Sinope a la cabeza) y los piesnegros, aquella tribu urbana que solía deambular por txoznas y conciertos −muchos de ellos de La Polla Records− acompañados por perros.
A Diógenes, que, por cierto, era también conocido como Diógenes el Perro (y de ahí viene etimológicamente la palabra cínico, que en griego vendría a significar algo así como perruno) le sudaba la polla todo (con perdón, es por seguir con la misma terminología). Solía masturbarse en público y si alguien se lo reprochaba contestaba que ojalá pudiera también aplacar su hambre frotándose la barriga. En cierta ocasión, Alejandro Magno, el hombre más poderoso sobre la faz de la tierra, le preguntó qué podía hacer por él y Diógenes le contestó que apartarse, porque le quitaba el sol; Diógenes, que tenía por casa una tinaja y vivía desprendido de cualquier bien material (aunque, paradójicamente, el síndrome de Diógenes se use para referirse a las personas que acumulan objetos), también escupió en otra ocasión en la cara de un hombre rico porque, dijo, no encontraba otro lugar más sucio donde hacerlo…
Evaristo, del mismo modo, escupe en sus canciones contra banqueros, militares, políticos, gurús… y en muchos de los casos el centro de la diana es una democracia raquítica, a la que las papeletas alimentan solo cada cuatro años. De un modo intuitivo, en las letras de La Polla hay reminiscencias de El contrato social de Rousseau, quien también ve en esa exigua representación democrática una afrenta a la soberanía personal (“Mi representación soy solo yo”, canta Evaristo en El congreso de los ratones); del anticapitalismo marxista, en Delincuencia o Venganza; de Thoreau y su desobediencia civil o su cabaña en el bosque, en La Llorona (“Voy al campo, abandonaré la ciudad”)…
La filosofía, en fin, es La Polla porque −como sucede con las canciones del filosófo patatero Evaristo− nos pone frente al espejo y nos hace conscientes de nuestro desconocimiento, nos invita a cuestionarnos todo, nos libera de ese modo de prejuicios o nos mantiene en guardia ante la estupidez y el alelamiento cada vez más rampantes.
(Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON, diarios Grupo Noticias. 27/04/24)
Cuando entras a la librería de
Marcela y Rafa, a la izquierda, junto a los periódicos del día, no
te encuentras en ese lugar preferente libros de Pérez-Reverte o de
Paz Padilla, sino de autores de la tierra: noveles, glorias locales,
autoeditados… Y también libros sobre Navarra, los sanfermines,
sobre etnografía, lengua, cartografía de Euskal Herria… Si a
Marcela le ha gustado el libro (porque Marcela no es una vendedora de
libros, sino una librera a la antigua usanza, o sea, una librera que
lee) puede incluso que lo coloque en el mostrador, y que lo
recomiende entusiasmadamente a sus clientes, o que lo haga en alguna
de sus colaboraciones en la radio, o cuando le pregunten en la Feria
del libro cuál ha sido el más vendido (aunque sea una mentirijilla
y puede que el más vendido haya sido uno de algún influencer).
El párrafo anterior, sin embargo,
tiene fecha de caducidad. El próximo 16 de mayo será un día muy
triste. Marcela y Rafa echan la persiana de la pequeña librería que
desde hace tres décadas regentan en la cuesta de Santo Domingo de
Iruña, en el conocido primer tramo del encierro (durante los
encierros, por cierto, la tienda se transforma en improvisada
consigna en la que los corredores dejan en custodia sus carteras o
sus móviles).
Rafa y Marcela se jubilan,
merecidamente, después de años trabajando de luna a luna, como
licántropos de los libros: preparando, a deshoras, pedidos,
cuadrando facturas y albaranes, rastreando como sabuesos libros
descatalogados, avisando a los clientes cuando llegan, fotocopiando
carnets, desempaquetando cajas con gomas Milan, lapiceros Alpino,
colocando con mimo en el escaparate olentzeros o kilikis de goma…
No han conseguido, a pesar de
buscar con ahínco, que nadie tome el relevo para que su negocio,
sacrificado pero rentable, continúe siendo un pequeño oasis para
lectores empedernidos, euskaldunes, nostálgicos del trato personal y
humano… y la tienda reabrirá, sí, con otros dueños, pero
reduciendo su oferta a lo concerniente a los souvenirs.
¿Quién nos hará saber ahora que un autor del barrio ha escrito un
libro sobre el mono Txarli? ¿Quién preparará con la misma
diligencia los pedidos para las bibliotecas? ¿Quién nos prestará
las mesas para comer en la calle el día 6 de julio o nos invitará
al aperitivo después del txupinazo?…
Cuando la persiana de Abarzuza se
cierre definitivamente, tras ella se derrumbará todo un mundo. Es el
signo de los tiempos. Estos tiempos en los que en todas las librerías
el libro más vendido es el de una folclórica y en los que los
lectores de periódicos se convierten en exploradores urbanos. Pero
no tenemos ningún derecho, por supuesto, a que Marcela y Rafa
sientan ni siquiera una pizca de culpabilidad, al contrario. El
próximo martes, 23 de abril, es el Día del libro y ellos sacarán
por última vez sus libros a la calle. Será un buen momento para
darles un gran abrazo, agradecerles todos estos años de felicidad
lectora y desearles un gozoso retiro.