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KARTA ZERTIFIKADA

Abr 27, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Ayer fui a Correos para autoenviarme una carta, que escriví yena de fartas de hortografia, y así hacerme la ilusión cuando la recibía de que por una vez se dirigía a mí toda una concejal de cultura, y cuando me acerqué a la ventanilla una chica me dijo: “Ordinario”, y yo pensé si ella, además de ser una maleducada, tenía rayos filológicos en la mirada que atravesaban los sobres, pero luego ya me explicó que si quería asegurarme de que la carta llegaba lo mejor era certificarla, cosa que me pareció muy rara, es decir, para que el servicio de correos haga correctamente su trabajo tenía que pagar un poco más, no sé, es como si vas al médico y tú le dices “¿Qué tengo?”, y él te contesta “Pues más te vale que tengas dos euros, porque lleva toda la pinta de una apendicitis, pero hay que certificarlo”,  el caso es que estuve un rato departiendo amablemente con la chica, tan embebidos los dos que no nos dimos cuenta de que a nuestras espaldas se había formado una cola de varios kilómetros que no era más larga porque había unos cuantos que se iban retirando, pues ya les pillaba más cerca entregar sus cartas y paquetes —con perdón—en mano, estuvimos, de hecho, la chica y yo tanto tiempo hablando de nuestras cosas, objetos directos, imperativos (como Correos), sinalefas —con perdón—, que me entraron ganas de ir al baño y, al salir de la oficina, tuve que entrar en la cafetería de al lado, en cuyo urinario estaba tan a gusto aliviándome cuando llegó un señor con gabardina y gafas de sol, que se colocó al lado  y comenzó a decirme “¿Qué tal, Joe?” y otras cosas raras, que me cortaron el chorro, “¿Tienes la pasta?, seguía él, así durante un cuarto de hora, hasta que ya por fin se quitó las gafas y me confesó que era actor y que estaba ensayando para una película de gánsters, “Ya sabe, es un clásico, en las pelis se mea profusamente, todo lo que haga falta para que encajen los diálogos”, dijo, y yo le contesté que, bueno, peor era cuando ruedan escenas dentro de los coches y el conductor no mira nunca al frente”,  total, que allá estuvimos hablando un rato de nuestras cosas, los romanos con reloj de muñeca, los padres de los niños americanos que siempre llegan tarde a las fiestas de fin de curso, todo eso sin dejar nunca de orinar, hasta quedar desriñonados con tanta cháchara, luego el señor ya se puso las gafas, nos despedimos, “Hasta nunca, Joe”, dijo él, y yo me fui a la barra y pedí un café, que me lo tomé leyendo el periódico, “Rajoy acusa a Podemos de buscar sus candidatos en las cafeterías”, decía un titular, lo cual, dado que yo estaba en una de ellas me pareció un poco faltón, y también un poco descafeinada la respuesta de Pablo Iglesias, más vale que luego pasé la página y ahí estaba Eduardo Galeano, y sus palabras que flotaban en el aire y lo purificaban, lo purificarían durante muchos siglos todavía después de que él se marchara, Galeano, haciendo un alegato a favor de las cafeterías, las segundas casas de los que no teníamos apartamentos en Baqueira- Beret, ah, Galeano, me hizo salir a la calle sintiéndome inocente y no un asesino en serie cualquiera que frecuenta antros de mala muerte como cafeterías u oficinas de Correos, y así, más tranquilo, volví a casa, a esperar  en ella hasta el día siguiente para ver si, no sé, el cartero me traía una carta, certificada, de una koncegala de kurtura —con perdón— o algo.

Colaboración para la sección Rubio de bote del suplemento ON (Diarios de Grupo Noticias)

EL VIAJE

Abr 14, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Ilustración de Exprai www.exprai.com

Un día, por fin, sus hijos cumplieron sus amenazas y llevaron al desguace su vieja furgoneta, y con ella todos sus recuerdos. Sin decirle nada, como si fuera un niño, o un viejo chocho. Pero él se las arregló para saber a dónde había ido a parar el vehículo, y al día siguiente, pidió un taxi y, en lugar de a rehabilitación, se dirigió al cementerio de coches, en las afueras de la ciudad.

—¿Por qué me deja aquí? —preguntó al conductor cuando llegaron.

El taxista le mostró el postit que él le había entregado al subir, con la dirección, y entonces recordó. No tardó en encontrar la furgoneta, aparcada de culo frente a una montaña de chatarra, como dándole la espalda, herida en su orgullo, resistiéndose a formar parte de aquel amasijo de hierros inservibles. Tampoco le costó mucho convencer a los trabajadores de que todo se había tratado de un malentendido. Siempre había sido un pico de oro, el mejor comercial del mundo. Cuando se sentó frente al volante, notó un olor extraño, a sudor ajeno, y el gemido de los muelles del asiento, al reconocerle, como si la furgoneta fuera un gato que se frotaba contra sus piernas, y al que él también acarició, dando dos palmaditas en el salpicadero, igual que hacía cada vez que regresaba a casa, tras un largo viaje. Después introdujo la llave en el contacto, la giró y el motor comenzó a ronronear.

—¿Algún problema? —le preguntó uno de los operarios, al cabo de un rato.

Paralizado con la mano sobre la palanca de cambios,  sintió aquel vértigo, dentro de su cabeza, pero de repente, en cuanto dejó de pensar en ello, se desbloqueó, y recordó cómo se metía la marcha atrás. Luego arrancó,  perdiéndose en la madeja de carreteras de circunvalación, bajo el cielo azul de los carteles indicadores: Vitoria. Burgos. Valladolid…  Recordó también las muestras que llevaba atrás, y sonrió. Había vendido todo tipo de productos en su vida, pero sin duda aquel era uno de los más extraños. Nunca llegaría a comprender quién y por qué compraba tangas comestibles en las máquinas expendedoras de los baños de los bares, las áreas de servicio… Salamanca. Cáceres. Badajoz…

Paró a comer, y el olor a fritanga del menú del día permaneció pegado a su ropa varias horas, mientras seguía conduciendo y palpándose los sobrecitos de azúcar del café, que había guardado como siempre para los niños, a quienes hacía gracia el nombre de aquel restaurante de carretera, La Loba, impreso en ellos. Todavía condujo algunos kilómetros más, hasta que el piloto naranja de la gasolina se encendió. Se detuvo entonces en una gasolinera, llenó el depósito, pagó y salió fuera. Hacía frío, había caído ya la noche y una niebla densa lo envolvía todo. Sintió de nuevo el vértigo. ¿Dónde estaba, qué hacía ahí, qué le esperaba tras esa niebla al final de la noche?…

—¿Se encuentra bien? —le preguntó el gasolinero, al verlo apoyado en un surtidor, llorando como un niño, o como un viejo chocho.

—¿Cómo… cómo se sale de aquí? —balbuceó.

El operario señaló al frente. Él le dio las gracias y entró en la furgoneta. Después, arrancó. Cáceres. Valladolid. Vitoria… Llegó a casa por la mañana, bajo el cielo ensangrentado del amanecer y las luces de las sirenas que ululaban su nombre.

—¡Aita! —vio dirigirse, nervioso, hacia él a varios desconocidos.

Él los miró, sonrió ufano,  y antes de bajar de la furgoneta, dio satisfecho dos golpecitos en el salpicadero. Había sido un largo viaje.

 

Publicado en Rubio de bote, sección quincenal del suplemento ON
Ilustración de Exprai www.exprai.com

 

¡CON LA PUERTA MÁGICA!

Mar 30, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

El futbolista camerunés Josep Minala debe de tener ahora 18 años, pero hace uno tenía 42, y no es un viajero en el tiempo ni el protagonista de un capítulo de Doraemon, el prodigioso gato azul japonés sin orejas. Minala se convirtió polémicamente en famoso hace un año, cuando fue acusado de hacerse pasar por un juvenil del equipo italiano Lazio, a pesar de las arrugas de su rostro y su cuerpo fibroso y curtido, impropio de un tierno efebo. Al parecer, falsear la edad es una práctica habitual entre los africanos que llegan a Europa soñando con convertirse en estrellas del balompié, o más bien entre sus representantes,  los traficantes de hombres y de sueños que alientan estos con un fajo de billetes y que cuando lo han amarrado los abandonan en la puerta de un centro de menores. Los futbolistas mienten porque de ese modo les resulta más sencillo entrar a picar una oportunidad en la cantera de los clubs profesionales. Lo sorprendente en el caso de Minala era la abismal diferencia entre su edad supuesta 17, y la real, 42. A Minala de repente le encontraban los periodistas en Camerún alopécicos y barrigones compañeros de colegio que juraban haber compartido pupitre con él hace más de tres décadas.  La sombra de la sospecha se cernía sobre él con la misma implacabilidad que la del bigote de las atletas de la extinta República Democrática Alemana. Pero, sorprendentemente, las pruebas médicas acabaron determinando que Minala decía la verdad y tenía realmente 17 años.

Su caso dejó de tener interés en ese momento. El Minala que nos seducía era ese personaje virtual, ese Pigmalión modelado por la prensa y por nuestra imaginación, ese cuarentón capaz de reinventar su identidad de una forma totalmente inverosímil con tal de cumplir su sueño: ser una estrella del fútbol. El hombre tenaz que quizás había atravesado un continente a pie y en patera un mar voraz persiguiendo la gloria; el que, de hecho,  la había alcanzado (Minala debutó con el primer equipo del Lazio).  Minala despertaba en nosotros todo tipo de descabelladas fantasías. ¿Había hecho un pacto con el diablo en un cruce de caminos del desierto? ¿Era acaso un Benjamin Button africano, que nace anciano y muere niño —que envejunece, podríamos decir —?

En Italia, por lo demás,  existe toda una tradición de rocambolescas historias de futbolistas negros, como la del jamaicano Luther Blissett, que pasó de convertirse en un delantero con poca puntería a dar nombre a un movimiento de guerrilla cultural que adoptó su alias para disolver la identidad en un activismo colectivo en el que todos eran nadie, y que acabó marcando con su nuevo avatar innumerables goles, como el secuestro de decenas de niños jesuses en iglesias cuyo rescate Blisset exigía ser repartido entre los necesitados.

Debe de existir un limbo, una brecha en el tiempo en donde conviven todas esas identidades suplantadas o virtuales, en la que el Joseph Minala de 42 años dicta su extraordinaria historia al reputado y a la vez anónimo —o al menos en el artículo que lo citaba— escritor que comparó hace unos días ni más ni menos que con Benedetti a un joven y popular político vasco que se ha estrenado como poeta.

A mí no me importaría nada atravesar ese limbo. Y luego volver a este. O como canta Doraemon: “Ojalá yo pudiera llegar allí al momento, ¡con la puerta mágica!”.

 

 

Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en el suplemento ON de Grupo Noticias
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LA VIDA A.G. (Antes de Google)

Mar 16, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

A mis hijos, que son nativos digitales, les hace mucha gracia que les hable de La Vida A. G. (es decir, Antes de Google). Bueno, en realidad así es como la llamo yo. Ellos dicen:

—Aita, cuéntanos tus “problemas” de cuando eras pequeño.

—Cuando yo era pequeño —empiezo, en plan abuelo cebolleta— los sábados por la tarde preguntábamos a nuestros padres “¿A dónde vamos?” y ellos contestaban “A mirar escaparates”. Se fumaba en los autobuses y en la consulta del médico y solía ser el médico el que más fumaba. Cuando yo era pequeño, salía a la calle a buscar a mis amigos, en lugar de mandarles un whatsapp, y hasta que no volvía a casa nadie sabía dónde había estado. Cuando yo era pequeño, no os lo vais a creer, no había móviles ni Internet. Si me mandaban un trabajo en el cole tenía que ir a la biblioteca y encontrar información en las enciclopedias. No cortábamos (sólo con nuestras novias o novios) ni pegábamos (sólo a los del colegio de enfrente o a los del barrio de al lado). Cuando yo era pequeño, no tenía ordenador. No lo tuve hasta que cumplí 25 años.  El primer cuento que mandé a un concurso lo escribí con esa máquina de escribir que hay en casa de la abuela, la que parece un enorme gato negro dormido. La que al pulsar las teclas sonaba como una metralleta. Mi primer email lo envié hará solo unos quince años. Tardó una media hora en salir de la bandeja, y mientras tanto el contador del teléfono y su factura corrían como Fórmulas 1. Cada vez que te conectabas el módem hacía unos ruidos extraños, como si de repente fueras a escuchar hablar a Dios o a un alienígena. En cierto modo era así, un milagro, una auténtica marcianada: cuando yo era pequeño, pensaba que cuando fuera muy mayor, en el año 2000, iríamos a trabajar en naves voladoras y comeríamos cápsulas con sabor a ajoarriero, pero ni por asomo podía imaginarme que un día todos los escaparates del mundo los tendría en casa, en la pantalla de un monitor… Cuando yo era pequeño, no tenía Facebook ni un millón de amigos, ni siquiera cien o doscientos, solo dos o tres y lo sabía todo sobre ellos, aunque no supiera cuándo se levantaban o se iban a la cama ni qué hacían a cada momento. Cuando yo era pequeño, no llevábamos en el bolsillo miles de películas o discos que no oíamos nunca, pero nos sabíamos todos nuestros discos de memoria. No había multicines ni centros comerciales ni Mcdonalds. Mi primer kebab lo comí en el Barrio Latino de Paris, con 26 años, y mi primera hamburguesa en la Gran Vía de Madrid, con 14. No guardo fotos de aquellos momentos históricos. Cuando yo era pequeño pasaban semanas hasta que veías las fotos que habías hecho, y a menudo salían veladas. Escribíamos cartas a mano, volvíamos a pie a casa. No había autobuses nocturnos ni contenedores de basura de los que salían gatos corriendo cuando regresabas trastabillando de las cenas de instituto…

—Sí, sí, vale, aita —suelen cortarme, súbitamente, los niños—. No nos cuentes tu vida, que ya se ha cargado la tablet —dicen, en plan nativo digital.

Y mis “problemas” dejan ya de interesarles, de hacerles gracias, son batallitas que sucedieron hace mucho tiempo. Cuando yo era pequeño. Durante La Vida AG (es decir, Antes de Google). Hace por lo menos quince años.

 

Publicado en Rubio de bote,  ON, magazine semanal de Diario de Noticias y Deia

 

CUATROCIENTOSEURISTAS

Mar 2, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Foto: Ángel Casto y los honestos

Querido diario: hoy no podré dedicarte mucho tiempo porque es tarde ya y además mañana tengo examen de Enardecimiento Foral. Me he pegado toda la tarde delante del espejo ensayando el himno, haciendo posturas para que se me marque bien la vena del cuello, y estoy cansada, pero la asignatura sube nota y yo quiero ser alguien en la vida, no me importa que mi aita se asome de vez en cuando a mi habitación y diga “Venga, hija, apaga ya la luz y acuéstate que estudiar es solo para ricos y no para aprovechados como nosotros que vivimos de una Renta de Inclusión Social”.

Mi aita está algo resentido con el mundo desde que salió de la cárcel, donde estuvo por publicar en Internet fotos de polis pegando a sus compañeros de la fábrica, cuando protestaban para que no la cerraran y se la llevaran a Jequequistán, o Venezuelastán, no recuerdo bien, uno de esos países en los que el gobierno y la televisión dicen que no hay democracia ni derechos humanos pero con los que sale muy barato hacer negocios o que suelen necesitar muchos tanques de esos que hace tan bonitos la empresa del Ministro de Guerra y Paz y Venta de Armamento. Mi aita, además, anda algo estresado últimamente, administrando ese sueldazo de cuatrocientoseurista que es la envidia del barrio y gracias al cual podemos permitirnos lujos como mantener el agua corriente, comprar mantas o comer casi todos los días.

O sea que no te preocupes, querido diario, todavía estaré un ratito más contigo, hasta que mi aita vuelva a entrar y sople la vela y me de un beso de buenas noches y yo le oiga salir y prepararse para bajar a la calle a recoger cartones y robar tapas de alcantarillas.

Por lo demás, hoy por fin han dejado en libertad permanente revisable a Anjelutxo, ese compañero del instituto que canta en Desahuciados Suicidas, el grupo que la armó gorda en los últimos Encuentros Forales de Pop-Rock y Canción Cristiana. Este año, al igual que todos los anteriores desde que entró en vigor la Ley de Patrocinio y Cultura Domesticada, lo volvía a organizar el MUP (Museo de la Universidad Privada), y el grupo de Anjelutxo consiguió colarse en el concurso haciéndose pasar por un conjunto de pop mariano, llamado Gaviotas Supernumerarias. El caso es que, en mitad de su actuación, se quitaron la careta de buenos chicos y comenzaron a cantar uno de sus temas, “Yo comulgo en el gaztetxe”, y se montó un pollo terrible. Enseguida se subieron a bajarlos los antidisturbios, y el Cuerpo de Periodistas Uniformados a sacar fotos, y al día siguiente El Periódico informó puntualmente del hecho, con el rigor que les caracteriza, es decir, publicando la nota de prensa emitida por la Policía Nacional y la Consejería de Interior Derecha y acompañándola con un titular en portada en el que se leía “Los terroristas se cuelan en la Universidad”.

En fin, otro día te contaré la fiesta de recibimiento que le hicimos a Anjelutxo, y la investigación que ha abierto a cuenta de ella el Consejero de Buena Educación, hoy se me cierran ya los ojos, y me duela la vena del cuello, y tengo frío y un examen mañana que espero aprobar, porque cada vez quedan menos tapas de alcantarillas en la calle y yo quiero ser alguien en la vida, una ciudadana honrada, rica, o periodista-policía, o artista patrocinada… Hasta mañana, querido diario, que duermas bien.

(Publicado en Rubio de bote, ON, Grupo Noticias)

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