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LA VIDA A.G. (Antes de Google)

Mar 16, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

A mis hijos, que son nativos digitales, les hace mucha gracia que les hable de La Vida A. G. (es decir, Antes de Google). Bueno, en realidad así es como la llamo yo. Ellos dicen:

—Aita, cuéntanos tus “problemas” de cuando eras pequeño.

—Cuando yo era pequeño —empiezo, en plan abuelo cebolleta— los sábados por la tarde preguntábamos a nuestros padres “¿A dónde vamos?” y ellos contestaban “A mirar escaparates”. Se fumaba en los autobuses y en la consulta del médico y solía ser el médico el que más fumaba. Cuando yo era pequeño, salía a la calle a buscar a mis amigos, en lugar de mandarles un whatsapp, y hasta que no volvía a casa nadie sabía dónde había estado. Cuando yo era pequeño, no os lo vais a creer, no había móviles ni Internet. Si me mandaban un trabajo en el cole tenía que ir a la biblioteca y encontrar información en las enciclopedias. No cortábamos (sólo con nuestras novias o novios) ni pegábamos (sólo a los del colegio de enfrente o a los del barrio de al lado). Cuando yo era pequeño, no tenía ordenador. No lo tuve hasta que cumplí 25 años.  El primer cuento que mandé a un concurso lo escribí con esa máquina de escribir que hay en casa de la abuela, la que parece un enorme gato negro dormido. La que al pulsar las teclas sonaba como una metralleta. Mi primer email lo envié hará solo unos quince años. Tardó una media hora en salir de la bandeja, y mientras tanto el contador del teléfono y su factura corrían como Fórmulas 1. Cada vez que te conectabas el módem hacía unos ruidos extraños, como si de repente fueras a escuchar hablar a Dios o a un alienígena. En cierto modo era así, un milagro, una auténtica marcianada: cuando yo era pequeño, pensaba que cuando fuera muy mayor, en el año 2000, iríamos a trabajar en naves voladoras y comeríamos cápsulas con sabor a ajoarriero, pero ni por asomo podía imaginarme que un día todos los escaparates del mundo los tendría en casa, en la pantalla de un monitor… Cuando yo era pequeño, no tenía Facebook ni un millón de amigos, ni siquiera cien o doscientos, solo dos o tres y lo sabía todo sobre ellos, aunque no supiera cuándo se levantaban o se iban a la cama ni qué hacían a cada momento. Cuando yo era pequeño, no llevábamos en el bolsillo miles de películas o discos que no oíamos nunca, pero nos sabíamos todos nuestros discos de memoria. No había multicines ni centros comerciales ni Mcdonalds. Mi primer kebab lo comí en el Barrio Latino de Paris, con 26 años, y mi primera hamburguesa en la Gran Vía de Madrid, con 14. No guardo fotos de aquellos momentos históricos. Cuando yo era pequeño pasaban semanas hasta que veías las fotos que habías hecho, y a menudo salían veladas. Escribíamos cartas a mano, volvíamos a pie a casa. No había autobuses nocturnos ni contenedores de basura de los que salían gatos corriendo cuando regresabas trastabillando de las cenas de instituto…

—Sí, sí, vale, aita —suelen cortarme, súbitamente, los niños—. No nos cuentes tu vida, que ya se ha cargado la tablet —dicen, en plan nativo digital.

Y mis “problemas” dejan ya de interesarles, de hacerles gracias, son batallitas que sucedieron hace mucho tiempo. Cuando yo era pequeño. Durante La Vida AG (es decir, Antes de Google). Hace por lo menos quince años.

 

Publicado en Rubio de bote,  ON, magazine semanal de Diario de Noticias y Deia

 

CUATROCIENTOSEURISTAS

Mar 2, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Foto: Ángel Casto y los honestos

Querido diario: hoy no podré dedicarte mucho tiempo porque es tarde ya y además mañana tengo examen de Enardecimiento Foral. Me he pegado toda la tarde delante del espejo ensayando el himno, haciendo posturas para que se me marque bien la vena del cuello, y estoy cansada, pero la asignatura sube nota y yo quiero ser alguien en la vida, no me importa que mi aita se asome de vez en cuando a mi habitación y diga “Venga, hija, apaga ya la luz y acuéstate que estudiar es solo para ricos y no para aprovechados como nosotros que vivimos de una Renta de Inclusión Social”.

Mi aita está algo resentido con el mundo desde que salió de la cárcel, donde estuvo por publicar en Internet fotos de polis pegando a sus compañeros de la fábrica, cuando protestaban para que no la cerraran y se la llevaran a Jequequistán, o Venezuelastán, no recuerdo bien, uno de esos países en los que el gobierno y la televisión dicen que no hay democracia ni derechos humanos pero con los que sale muy barato hacer negocios o que suelen necesitar muchos tanques de esos que hace tan bonitos la empresa del Ministro de Guerra y Paz y Venta de Armamento. Mi aita, además, anda algo estresado últimamente, administrando ese sueldazo de cuatrocientoseurista que es la envidia del barrio y gracias al cual podemos permitirnos lujos como mantener el agua corriente, comprar mantas o comer casi todos los días.

O sea que no te preocupes, querido diario, todavía estaré un ratito más contigo, hasta que mi aita vuelva a entrar y sople la vela y me de un beso de buenas noches y yo le oiga salir y prepararse para bajar a la calle a recoger cartones y robar tapas de alcantarillas.

Por lo demás, hoy por fin han dejado en libertad permanente revisable a Anjelutxo, ese compañero del instituto que canta en Desahuciados Suicidas, el grupo que la armó gorda en los últimos Encuentros Forales de Pop-Rock y Canción Cristiana. Este año, al igual que todos los anteriores desde que entró en vigor la Ley de Patrocinio y Cultura Domesticada, lo volvía a organizar el MUP (Museo de la Universidad Privada), y el grupo de Anjelutxo consiguió colarse en el concurso haciéndose pasar por un conjunto de pop mariano, llamado Gaviotas Supernumerarias. El caso es que, en mitad de su actuación, se quitaron la careta de buenos chicos y comenzaron a cantar uno de sus temas, “Yo comulgo en el gaztetxe”, y se montó un pollo terrible. Enseguida se subieron a bajarlos los antidisturbios, y el Cuerpo de Periodistas Uniformados a sacar fotos, y al día siguiente El Periódico informó puntualmente del hecho, con el rigor que les caracteriza, es decir, publicando la nota de prensa emitida por la Policía Nacional y la Consejería de Interior Derecha y acompañándola con un titular en portada en el que se leía “Los terroristas se cuelan en la Universidad”.

En fin, otro día te contaré la fiesta de recibimiento que le hicimos a Anjelutxo, y la investigación que ha abierto a cuenta de ella el Consejero de Buena Educación, hoy se me cierran ya los ojos, y me duela la vena del cuello, y tengo frío y un examen mañana que espero aprobar, porque cada vez quedan menos tapas de alcantarillas en la calle y yo quiero ser alguien en la vida, una ciudadana honrada, rica, o periodista-policía, o artista patrocinada… Hasta mañana, querido diario, que duermas bien.

(Publicado en Rubio de bote, ON, Grupo Noticias)

NIEVE

Feb 16, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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El muñeco de nieve más feo del mundo

(Artículo publicado en ‘Rubio de bote’, 2015 (ON, suplemento de los diarios del Grupo Noticias)

La nieve, oh, la nieve. A mí me da asco, pero qué bonita la nieve. La nieve es para los poetas. Yo soy columnista y tengo que estar permanentemente enfadado. Como el protagonista de aquella novela de Nick Hornby, Cómo ser buenos, quien firmaba sus artículos como “El hombre más enojado de Holloway”. Un poeta está para escribir que cada vez que nieva todos somos niños de seis años, pero a mí, el hombre más enojado de Sarriguren, me sucede justo lo contrario, la nieve me convierte en un viejo cascarrabias.

La nieve, oh, la nieve. Hacer muñecos, ponerles su zanahoria, cambiar la zanahoria de sitio y transformarla en un nabo… Qué divertida la nieve. Tirarse bolas, abrirse la crisma al día siguiente, cuando algún gracioso sigue tirándote bolas, que ahora son piedras de hielo… Y los retrasos en los autobuses, los coches cruzados en la cuesta del garaje, y los pueblos incomunicados y sin luz, las cañerías reventadas… Oh, la nieve. Y los resbalones. A mí la nieve me da asco por culpa de un resbalón. Bueno, de dos. Con el primero de ellos, con el que anduve con un petirrojo picoteándome en el hueso de la cadera durante un mes, me convertí en un licenciado vidriera, aquel personaje monomaniaco de una de las novelas ejemplares de Cervantes que se creía de cristal y tenía miedo a romperse en pedazos. Siento pánico al hielo. Existe incluso un síndrome, frecuente en personas de avanzada edad, llamado STCA (Síndrome del Temor a Caerse), que además es una metáfora perfecta y capicúa de la condición humana: cuando más vulnerable es una persona más miedo siente y a su vez el miedo la vuelve aún más vulnerable, más insegura, con más posibilidades de volver a caer. Todos tenemos pánico a caer, de una u otra forma.

El segundo resbalón fue con la niña, de camino a la guardería. La llevaba en brazos y nos fuimos los dos al suelo. A mí esta vez no me vino a picotear los huesos de la cadera un petirrojo, sino un pájaro carpintero; y la niña se dio un buen coscorrón. Creo que por eso a ella tampoco le hace mucha gracia la nieve. Lo lleva grabado a fuego y hielo en las meninges. La de esta vez ha sido su primera gran nevada, la primera de varios días, y el segundo de ellos me dijo, mientras veíamos en el telediario varios coches atrapados en una autovía: “Yo pensaba que la nieve era guay, pero es más como el demonio ¿no?”. Ya me la imagino conmigo de la mano, cuando llegue el deshielo, pisando juntos el aguachirri,  chapoteando felices sobre los muñecos de nieve desangrados…

En Cómo ser buenos, la novela de Hornby, el hombre más enojado de Holloway acaba rebajando progresivamente su ira hasta reconsiderar su trabajo de columnista gruñón, así que para cerrar este parte meterológico-doméstico yo también diré que en realidad no se puede negar que la nieve despierta algo mágico y puro en nosotros, sobre todo esos primeros copos revoloteando nerviosos como mariposas blancas cegadas por su propia luz, y que además este año estos cayeron durante el que las estadísticas califican como el día más triste del año, tirando por tierra esa estúpida manía de catalogar y uniformar todo, pues la nieve, oh, la nieve hizo feliz ese día a mucha gente, incluido a mí mismo, durante por lo menos uno o dos minutos.

 

SUPERHÉROES DE BARRIO (Rubio de bote)

Feb 2, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

El otro día tuve cena de superhéroes y me tocó llevar el bote, porque todos los demás, que son unos clásicos, aparecieron con los calzoncillos por fuera, tapándoles los bolsillos. No me gusta llevar el bote. Siempre acabo haciéndome un lío, mezclando los dineros, “A ver”, me digo, “un bolsillo para el dinero de persona normal, y el otro para el de superhéroes”, pero el orden siempre dura hasta que cae la tercera cerveza, y a partir de ahí echo las vueltas a donde no debo, o pago con mi dinero la ronda siguiente, y cuando vuelvo a casa y hago cuentas nunca cuadran,  y además tengo tres mecheros y ninguno es el mío, lo cual no me compensa porque siempre dejo de fumar al día siguiente de tener una cena.

Los superhéroes solemos cenar en el bar del barrio, nos da un poco de pereza subir a lo viejo porque los fines de semana está lleno de gente haciendo el mal, peleándose y meando en los portales y colándose en la fila cuando llega el nocturno. Por eso y porque para cuando empezamos a cenar nos dan las mil, siempre por culpa del hombre invisible. El hombre invisible hace en todas las cenas la misma gracia: se acoda en una esquina de la barra y se divierte viendo cómo nos impacientamos, y cómo se nos escapan rayos de los ojos cada vez que se abre la puerta del bar, y cómo chamuscamos sin querer a algún inocente que solo entraba a por tabaco… Así hasta que al final el hombre invisible se manifiesta, “¡Que estoy aquí, pringados!”, dice, muy subidito, porque cree que en el fondo todos le tenemos envidia y que de chavales soñábamos con ser como él, con entrar al vestuario de las chicas, con quitarle el balón del pie a los delanteros del Real Madrid cuando iban a chutar a puerta, con robarle al profe las preguntas de los exámenes…  El hombre invisible, en realidad, es un pobre hombre, un acomplejado, y todos los superhéroes somos un poco clasistas con él. Él no es como nosotros, a él no le picó ningún bicho, ni viene de otro planeta, el hombre invisible se fue borrando a sí mismo poco a poco, por pura dejadez. El hombre invisible no lo dice nunca pero vota a los partidos a los que nadie vota pero ganan las elecciones. Al hombre invisible le gusta Melendi y ve Gran Hermano VIP. El hombre invisible se escaquea siempre de llevar el bote porque la calderilla acaba de todas todas cayéndosele al suelo…

El caso es que ya no tendremos que aguantarle mucho más, porque la del otro día fue nuestra última cena de superhéroes. Ya no queda mucho para los próximos carnavales y tenemos que empezar a pensar el próximo disfraz. No va ser fácil porque el año pasado pusimos el listón muy alto. Todo lo alto que se puede poner. Nos dieron el primer premio en el concurso de disfraces del barrio. Unos cuantos vales para cenas en el bar. Solemos ir a ellas siempre disfrazados, para recordar aquella noche mágica. La gente nos mira raro, se ríen a hurtadillas, señalan nuestros guantes de fregar, y los leggins brillantes y marcapaquetes que compramos en los chinos, y las capas del Capitán Calzoncillos que les robamos a los niños… Dicen que el premio se nos ha subido a la cabeza. Que nos lo hemos creído demasiado. Pero es solo pura envidia. Ellos y sus disfraces de personas aburridas no saben nada de nuestras cosas de superhéroes.

(Publicado en ON, magazine semanal de Diario de Noticias de Navarra, Gipuzkoa y Alava, y Deia)

CONTRA EL RELOJ (Rubio de Bote)

Ene 19, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Me estoy quitando, pero todavía me lo pongo de vez en cuando. Desde hace diez años, la edad de mi hijo mayor, soy un hombre enganchado a un bolso. Dentro de él se pueden encontrar toallitas, tiritas, corazones envueltos en papel de plata,  bolsas de gusanitos a medias o algún libro con el que resucitar los ratos muertos entre clases de judo y de euskal dantza. Depende del grosor del libro y de la climatología el hombro se resiente, el músculo grita, se rebela contra la niebla y contra Miguel Sánchez-Ostiz. Me estoy haciendo mayor, se aproxima el fatídico día de la rendición en que me pondré a hacer deporte o a comer sano. Pero de momento, voy retrasándolo con recursos tramposos, como dejar en casa el bolso. Los niños, entonces, no me suelen reconocer o justo ese día se abren la cabeza o han tenido algún taller de manualidades y no sé donde dejar los dibujos hechos con pennes (con macarrones de tubo, quiero decir, lo mismo que antes me refería a los corazones de las manzanas, no sean malpensados).

Me estoy haciendo mayor yo y se están haciendo mayores mis hijos. Me aterra pensar que de repente llegará algún día en que mi hijo no estará tirado en el suelo, con sus muñequitos estratégicamente desparramados por todo el cuarto de estar (“Es que es un juego de muchos días”, dice él cuando toca recogerlos), haciendo voces, convirtiendo un rugido en su garganta en el de toda una multitud que lo aclama, a él o a sus superhéroes, después de salvar el mundo. Me encanta verlo así. Me recuerda a mí mismo, de pequeño, antes de que el mundo fuera un lugar insalvable en el que en todo momento hay algo más importante que hacer que jugar, un lugar en el que siempre hay que ir con carnet de identidad y con bolsos y con relojes y con mallas para correr contra los relojes…

Y me acuerdo que yo también solía jugar con muñequitos, con madelmanes (tenía el policía montado de Canadá, por el que hoy los coleccionistas pagan un dineral) o Big-Jims (había uno al que cuando levantaba el brazo derecho la cabeza le giraba y el rostro se le tornaba verde, iracundo, pleno de odio). Otras veces, colocaba en sentido horizontal una percha de la ropa entre las juntas de los armarios y con una pelota de tenis jugaba a baloncesto. Yo era el mejor base del mundo, daba asistencias inverosímiles a mis compañeros invisibles. Estaba Mon-Man, el hombre montaña, un chino de dos metros cincuenta que machacaba sin saltar; o Felipe Formosa, un alero dominicano bailarín y tirador, que siempre colocaba los pies apuntando a la canasta y no fallaba nunca los lanzamientos, pero al que no le gustaba defender. Ganábamos siempre.  Después del partido, le pintaba con boli una cara a la pelota, la colaba delante de mí y daba unas ruedas de prensa delirantes. “¡Ehhhh!”, rugía la multitud dentro de mi garganta. Yo solo tenía que abrir la boca y respirar fuerte.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Ha llovido mucho y Miguel Sánchez-Ostiz ha publicado, afortunadamente, muchos libros. Yo ahora soy un hombre con carnet de identidad y con bolso. A veces, sin embargo, meto la mano dentro de él y todavía me encuentro algún Pokemon decapitado, algún muñequito con la pintura descascarillada, pero con los superpoderes para salvar el mundo intactos. Quizás deba seguir enganchado a mi bolso tanto tiempo como pueda.

 Patxi Irurzun

Publicado en el magazine ON de los diarios de Grupo Noticias (17-01.2015)
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