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El otro día tuve cena de superhéroes y me tocó llevar el bote, porque todos los demás, que son unos clásicos, aparecieron con los calzoncillos por fuera, tapándoles los bolsillos. No me gusta llevar el bote. Siempre acabo haciéndome un lío, mezclando los dineros, “A ver”, me digo, “un bolsillo para el dinero de persona normal, y el otro para el de superhéroes”, pero el orden siempre dura hasta que cae la tercera cerveza, y a partir de ahí echo las vueltas a donde no debo, o pago con mi dinero la ronda siguiente, y cuando vuelvo a casa y hago cuentas nunca cuadran, y además tengo tres mecheros y ninguno es el mío, lo cual no me compensa porque siempre dejo de fumar al día siguiente de tener una cena.
Los superhéroes solemos cenar en el bar del barrio, nos da un poco de pereza subir a lo viejo porque los fines de semana está lleno de gente haciendo el mal, peleándose y meando en los portales y colándose en la fila cuando llega el nocturno. Por eso y porque para cuando empezamos a cenar nos dan las mil, siempre por culpa del hombre invisible. El hombre invisible hace en todas las cenas la misma gracia: se acoda en una esquina de la barra y se divierte viendo cómo nos impacientamos, y cómo se nos escapan rayos de los ojos cada vez que se abre la puerta del bar, y cómo chamuscamos sin querer a algún inocente que solo entraba a por tabaco… Así hasta que al final el hombre invisible se manifiesta, “¡Que estoy aquí, pringados!”, dice, muy subidito, porque cree que en el fondo todos le tenemos envidia y que de chavales soñábamos con ser como él, con entrar al vestuario de las chicas, con quitarle el balón del pie a los delanteros del Real Madrid cuando iban a chutar a puerta, con robarle al profe las preguntas de los exámenes… El hombre invisible, en realidad, es un pobre hombre, un acomplejado, y todos los superhéroes somos un poco clasistas con él. Él no es como nosotros, a él no le picó ningún bicho, ni viene de otro planeta, el hombre invisible se fue borrando a sí mismo poco a poco, por pura dejadez. El hombre invisible no lo dice nunca pero vota a los partidos a los que nadie vota pero ganan las elecciones. Al hombre invisible le gusta Melendi y ve Gran Hermano VIP. El hombre invisible se escaquea siempre de llevar el bote porque la calderilla acaba de todas todas cayéndosele al suelo…
El caso es que ya no tendremos que aguantarle mucho más, porque la del otro día fue nuestra última cena de superhéroes. Ya no queda mucho para los próximos carnavales y tenemos que empezar a pensar el próximo disfraz. No va ser fácil porque el año pasado pusimos el listón muy alto. Todo lo alto que se puede poner. Nos dieron el primer premio en el concurso de disfraces del barrio. Unos cuantos vales para cenas en el bar. Solemos ir a ellas siempre disfrazados, para recordar aquella noche mágica. La gente nos mira raro, se ríen a hurtadillas, señalan nuestros guantes de fregar, y los leggins brillantes y marcapaquetes que compramos en los chinos, y las capas del Capitán Calzoncillos que les robamos a los niños… Dicen que el premio se nos ha subido a la cabeza. Que nos lo hemos creído demasiado. Pero es solo pura envidia. Ellos y sus disfraces de personas aburridas no saben nada de nuestras cosas de superhéroes.
(Publicado en ON, magazine semanal de Diario de Noticias de Navarra, Gipuzkoa y Alava, y Deia)
Me estoy quitando, pero todavía me lo pongo de vez en cuando. Desde hace diez años, la edad de mi hijo mayor, soy un hombre enganchado a un bolso. Dentro de él se pueden encontrar toallitas, tiritas, corazones envueltos en papel de plata, bolsas de gusanitos a medias o algún libro con el que resucitar los ratos muertos entre clases de judo y de euskal dantza. Depende del grosor del libro y de la climatología el hombro se resiente, el músculo grita, se rebela contra la niebla y contra Miguel Sánchez-Ostiz. Me estoy haciendo mayor, se aproxima el fatídico día de la rendición en que me pondré a hacer deporte o a comer sano. Pero de momento, voy retrasándolo con recursos tramposos, como dejar en casa el bolso. Los niños, entonces, no me suelen reconocer o justo ese día se abren la cabeza o han tenido algún taller de manualidades y no sé donde dejar los dibujos hechos con pennes (con macarrones de tubo, quiero decir, lo mismo que antes me refería a los corazones de las manzanas, no sean malpensados).
Me estoy haciendo mayor yo y se están haciendo mayores mis hijos. Me aterra pensar que de repente llegará algún día en que mi hijo no estará tirado en el suelo, con sus muñequitos estratégicamente desparramados por todo el cuarto de estar (“Es que es un juego de muchos días”, dice él cuando toca recogerlos), haciendo voces, convirtiendo un rugido en su garganta en el de toda una multitud que lo aclama, a él o a sus superhéroes, después de salvar el mundo. Me encanta verlo así. Me recuerda a mí mismo, de pequeño, antes de que el mundo fuera un lugar insalvable en el que en todo momento hay algo más importante que hacer que jugar, un lugar en el que siempre hay que ir con carnet de identidad y con bolsos y con relojes y con mallas para correr contra los relojes…
Y me acuerdo que yo también solía jugar con muñequitos, con madelmanes (tenía el policía montado de Canadá, por el que hoy los coleccionistas pagan un dineral) o Big-Jims (había uno al que cuando levantaba el brazo derecho la cabeza le giraba y el rostro se le tornaba verde, iracundo, pleno de odio). Otras veces, colocaba en sentido horizontal una percha de la ropa entre las juntas de los armarios y con una pelota de tenis jugaba a baloncesto. Yo era el mejor base del mundo, daba asistencias inverosímiles a mis compañeros invisibles. Estaba Mon-Man, el hombre montaña, un chino de dos metros cincuenta que machacaba sin saltar; o Felipe Formosa, un alero dominicano bailarín y tirador, que siempre colocaba los pies apuntando a la canasta y no fallaba nunca los lanzamientos, pero al que no le gustaba defender. Ganábamos siempre. Después del partido, le pintaba con boli una cara a la pelota, la colaba delante de mí y daba unas ruedas de prensa delirantes. “¡Ehhhh!”, rugía la multitud dentro de mi garganta. Yo solo tenía que abrir la boca y respirar fuerte.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Ha llovido mucho y Miguel Sánchez-Ostiz ha publicado, afortunadamente, muchos libros. Yo ahora soy un hombre con carnet de identidad y con bolso. A veces, sin embargo, meto la mano dentro de él y todavía me encuentro algún Pokemon decapitado, algún muñequito con la pintura descascarillada, pero con los superpoderes para salvar el mundo intactos. Quizás deba seguir enganchado a mi bolso tanto tiempo como pueda.
Patxi Irurzun
Publicado en el magazine ON de los diarios de Grupo Noticias (17-01.2015)
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El tipo era un figura. Los munipas lo detuvieron por hacer de caganer en el belén de la Diputación:
—¡No pueden detenerme! ¡Soy un personaje! ¡Llévense entonces también al Jesusito, por exhibicionista!— gritaba, y en apenas unos segundos, atraídos por el olor a gintonic que oreaba su aliento, a su alrededor se arracimaron decenas de amigos invisibles que regresaban a casa de empalmada de sus cenas de empresa y de cursos del INEM.
—¡Déjenme! ¡Esta es una protesta metafórica, espontánea y pacífica!— gritaba el tipo, intentando subirse los pantalones y escurrirse de los forcejeos con los policías, que comenzaban a ponerse nerviosos, al ver cómo la curiosidad crecía también entre el grupo de trabajadores que llevaban acampados ante la Diputación un mes, desde que su fábrica los había ERErizado.
—¡Déjenle! —se elevó entre la creciente multitud un clamor.
—¡Eso, déjenlo que defeque a gusto! —se solidarizó el mendigo que no tenía aspecto de serlo y que cada mañana se apostaba en aquel lugar con un cartel en el que se leía “Hoy soy yo, mañana puedes ser tú”.
—¡Fuera, fuera! —comenzó a corear la multitud, coincidiendo con la llegada de un coche oficial, del que bajó la portavoz del gobierno y consejera de cultura, turismo, culturismo, propaganda y best-sellers, quien además ejercía de presidenta en la comisión de transparencia, buenas prácticas y conciliación familiar cuando le quedaba tiempo.
—¡Detengan también a los reyes magos, por tráfico de divisas! ¡Y por hipsters! —gritaba el caganer viviente, al menos hasta que cayó el primer porrazo, en toda la boca.
—¡Mucha policía, poca diversión! —comenzaron a canturrear entonces, uniendo en cadeneta sus brazos, los cientos de personas que ya se agolpaban al otro lado de la valla, mientras a los lejos se oían ulular, como aullidos de lobos hambrientos, las sirenas azules y parpadeantes de los antidisturbios, que llegaron conduciendo en dirección contraria en apenas unos segundos, casi a la vez que los forales, la guardia civil, los secretas, una docena guardia jurados de centros comerciales y bancos de los alrededores y algún que otro militar de paisano, al que todo aquel jaleo le había pillado comprando un videojuego de de matar terroristas para regalar a sus hijos.
Llovieron hostias como panes. Y después vinieron las multas. Por ofensas a la religión. Por grabar con los móviles a la policía repartiendo pan. Por mirar con aire desafiante y con una txapela Elosegui puesta a la consejera y al jefe de la oposición, que pasaba por ahí (en este caso se inició también una reclamación a la empresa por incluir un escudo de Navarra bajo la leyenda Euskal Herria)… Además, se llevaron al caganer y a varias decenas de sus amigos invisibles a comisaría, acusados de desórdenes públicos. Y también al mendigo con su cartel “Hoy soy yo, mañana puedes ser tú”. Estuvieron detenidos 72 horas. Pasaron la Nochebuena entre rejas. Para cenar les pusieron de postre turrón del duro.
—¡Feliz Navidad! —les deseó un poli bueno, mientras se lo servía.
—Tu puta madre—se oyó murmurar a alguno, al que todavía le quedaban ánimos para levantarse la mordaza.
Y el caganer, bajándose los pantalones, preguntó, por quinta o sexta vez esa noche:
—¿Puedo ir al baño?
Publicado en Rubio de bote, magazine ON
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Es triste, pero ha tenido que morir un lector tras los enfrentamientos entre ultras de Dostoievski y Faulkner para que el gobierno haya decidido por fin tomar medidas que atajen la violencia creciente en el mundo de la literatura. Ya era hora, aunque nos tememos que el cierre de los dos clubs de lectura radicales implicados, los “Crimen y castigo Boys” y “El ruido y la furia Fondo Sur”, no va ser suficiente para acabar con esta deleznable lacra.
Anteayer mismo, tan solo 24 horas después del vil asesinato (recordemos, el lector de Faulkner murió tras ser golpeado repetidamente con una edición de tapa dura de Los hermanos Karamazov sin que nadie atendiera sus gritos de auxilio: “¡En la cabeza no, en la cabeza no!”), anteayer mismo, decíamos, podíamos ver en la televisión cómo dos tertulianos del reality-show “Escribe o muere” llegaban a las manos mientras debatían sobre la idoneidad de la métrica aplicada a un soneto de pie quebrado por uno de los concursantes durante la prueba de eliminación; o hace unos días informábamos en este periódico de los incidentes acaecidos en nuestra ciudad en la presentación de un libro de crítica literaria, en los que varias personas resultaron heridas durante las avalanchas provocadas para entrar al acto; posteriormente los altercados se extendieron a diferentes librerías del casco viejo, que fueron asaltadas por grupos de lectores que intentaban hacerse con un ejemplar de la obra empleando la fuerza y la coacción, amenazando, por ejemplo, a los libreros con tijeras con las que hacían ademán de cortar sus tarjetas de clientes.
La violencia en la literatura, por tanto no es algo puntual o asociado a pequeños grupúsculos de fanáticos, sino estructural, un mal que se alimenta desde centros de enseñanza, instituciones públicas o medios de comunicación. Cualquier padre de familia habrá tenido que soportar el bochornoso espectáculo de ver cómo en un cuentacuentos otros padres abucheaban al actor o incluso lo agredían después de que sus hijos exclamaran “¡Me aburro!”; son cada vez también más frecuentes los casos de bulling entre niños y niñas que durante los recreos, en lugar de participar en las tertulias sobre literatura juvenil, prefieren jugar a al tocasuelos o a la goma; y es extraño el chaval que no se viste con una camiseta con el rostro de Gloria Fuertes o de El pequeño Nicolás —nos referimos, por supuesto, al genuino, al de Sempé y Goscinny—.
En lo que atañe a las instituciones públicas debería resultar indignante comprobar cómo, y más en estos tiempos de crisis, las grandes editoriales, ahogadas por los fichajes multimillonarios y los adelantos estratosféricos que conceden a los escritores, incluidos poetas y microcuentistas, reciben un trato de favor o incluso se fabrican leyes ad hoc para facilitar el pago de sus deudas con Hacienda.
Tampoco los medios de comunicación estamos libres de pecado. Por citar sólo un dato, en cada telediario se dedica una media de 20,5 minutos a hablar de novedades editoriales. Desde aquí, en definitiva, abogamos por medidas más drásticas, como el cierre provisional de bibliotecas y la prohibición de la lectura a los menores de 32 años, y por la promoción entre la población de actividades más edificantes, como, por ejemplo, el fútbol.
Colaboración para mi sección Rubio de bote en el semanario ON de Diario de Noticias (Gipuzkoa, Álava y Navarra) y Deia
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Imagen tomada de http://neouniversopop.blogspot.com.es/2011/10/libros-arrojadizos.html
Una vez mi amigo Juantxo el jipi vio al calvo de la lotería en un bar del casco viejo. Apareció en el otro extremo de la barra arrastrado por una marea humana, se subió el cuello del gabán y le sopló una de sus pompas de la suerte. Después llegó otra nueva ola de clientes sedientos y el calvo desapareció, pero sobre la barra quedó su botellín de cerveza, hacia el que Juantxo se abalanzó convencido de que dentro de él encontraría el mapa del tesoro. Cuando comprobó que la botella estaba vacía, arrancó la etiqueta, un gesto que, se decía por entonces, era síntoma de insatisfacción sexual. Pero a mi amigo Juantxo el jipi no le importó. Estaba convencido de que los últimos números del código de barras coincidían con los del gordo de Navidad y de que pronto decenas de mujeres perderían la cabeza por él. Ya se veía a sí mismo a la puerta de un bar Manolo, descorchando una botella de champán delante de las cámaras y agitando inconscientemente el boleto premiado, como un reclamo para huelebraguetas, banqueros y todo tipo de delincuentes. Luego resultó que no, que aquella botella que había dejado la marea solo traía raspas de pescado y lapos de chapapote. Que el gordo tocó en Sort y al presidente de una diputación (aunque las televisiones encontraran, como siempre, un “barrio obrero muy afectado por el paro en el que la suerte ha repartido millones”, y todos tan contentos).
—Aquella noche yo me había bebido hasta el agua de los ceniceros— confiesa mi amigo Juantxo el jipi. —Pero era él. El calvo de la lotería. Lo juro.
Y yo le creo. De hecho, aquel año despidieron al calvo de la lotería; o él mismo se despidió, por dignidad profesional, después de haber errado el tiro de una de sus pompas de la suerte. Y llegaron los anuncios con famosas cantantes de ópera y su sonrisa terrorífica tatuada como una cicatriz en el rostro; y los bares Manolo se convirtieron en bares Antonio, con cafés a 21 euros y camareros de buen corazón y pobres que dan pena y ablandan el nuestro, todo para vender más boletos, en el que es el mayor negocio del año (dicen que la lotería de Navidad factura anualmente más que empresas como Zara o Hipercor, y eso vendiendo un trocito de papel que casi siempre tiene el mismo valor y provoca la misma insatisfacción que la etiqueta arrancada de un botellín de cerveza). Por lo demás, desde el spot del año pasado, el de Raphael con una careta de Raphael, el anuncio de la lotería lleva ya camino de convertirse en una tradicional e ineludible cita con el humor, en una broma gigantesca e institucional, y aunque este año hayan tratado de contrarrestar a base de sentimentalismo, se han pasado de frenada y ya circulan por doquier las parodias, los chistes y fakes, a cuenta, entre otras cosas, del sobre (incluir, en estos tiempos de desfalco generalizado que corren, un sobre en el anuncio tal vez no haya sido una buena idea).
Quizás la única manera de cortar esta dinámica sea apostando el año que viene de forma descarada por el cachondeo, no provocándolo sin querer. Volviendo, por ejemplo, a contratar al calvo de la lotería y sacándolo con peluca en un bar de casco viejo, mientras trata de pasar desapercibido cuando aparece mi amigo Juantxo el jipi, que le debe un par de hostias.
RUBIO DE BOTE. Publicado en el suplemento ON de los periódicos del Grupo Noticias.
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