“Victoriano
Santos: de hoficio: boseador profesional. Con 23 años de hedad”.
La inscripción está tallada con algún objeto punzante, o quizás
con las uñas, en la pared encalada de una celda de castigo del
Fuerte San Cristóbal, en el monte Ezkaba, a las faldas del cual se
asienta Pamplona. El mismo fuerte en el que el 22 de mayo de 1938
casi ochocientos prisioneros republicanos llevaron a cabo una de las
mayores fugas de la historia, con resultados funestos: casi
seiscientos fueron atrapados en las horas o días posteriores o
volvieron por su propio al fuerte, el resto asesinados como conejos
en las laderas del monte o los pueblos cercanos, solo tres, quizás
cuatro, llegaron a la muga con Francia.
Junto a la
inscripción de Victoriano Santos hay una confusa fecha en números
romanos, pero que parece resolverse como 1940, o tal vez 1942.
¿Participó Victoriano en la fuga? ¿Quién fue Victoriano? ¿Por
qué fue encerrado en esa celda de castigo? Todas esas y otras
preguntas me asaltan al leer su mensaje, que fotografío casi de
manera furtiva, como si temiera que algún otro de los escritores que
me acompañan en la visita guiada a este enorme ataúd de piedra que
es el fuerte pudiera robarme la historia. Porque ahí hay una
historia, la noto entusiasmado removerse como un germen en mi cabeza,
azuzada por algunos estímulos literarios (la cárcel, el boxeo, el
hecho sobre todo de que todavía más de ochenta años después la
inscripción permanezca ahí, como un mensaje en una botella, o una
llamada de auxilio que atraviesa
el tiempo
y me interpela).
Al volver a casa busco en internet información sobre Victoriano. En 1943 un boxeador con su mismo nombre participó en Málaga en un combate contra un púgil local. Se refieren a Victoriano como excampeón de España de los pesos ligeros, pero a pesar de ello no encuentro ninguna otra referencia deportiva en la hemeroteca. Busco en una lista de prisioneros del Fuerte y doy con su segundo apellido, Gómez, y su lugar de origen: Fernán Caballero (Ciudad Real). Escribo a ese Ayuntamiento y, mientras espero sin mucha esperanza la respuesta, consulto una página de combatientes en la que averiguo que un Victoriano Santos Gómez, miembro de las Juventudes Socialistas, de veinte años, fue detenido por “auxilio a la rebelión” (¿a qué rebelión? Eso en realidad querría decir que apoyó el golpe militar, no que lo combatió). Se le acusa de delatar a un vecino de su pueblo, militante de Falange, que sería fusilado. No veo la fecha de la detención, pero encuentro otro documento que sitúa a un Victoriano Santos en 1937 en un batallón de zapadores en el Frente de Madrid. Me contestan, además, para mi sorpresa desde Fernán Caballero y me dicen que Victoriano se trasladó a vivir a Carrión de Calatrava en 1946. Los datos, poco a poco, de manera muy leve, como los puntos del dibujo en una página de pasatiempos, van recomponiendo el fantasma del boxeador.
Pero de repente el trazo se corta. Desde Carrión de Calatrava no llega información. Encuentro en Google Street el teléfono de alguien que vende o alquila la casa en que vivió Victoriano en Fernán Caballero (a solo unos metros, por cierto, de la de Nemesio Espinar, el falangista al que denunció), pero el número no da señal. Mi entusiasmo se desinfla, me encuentro en un callejón sin salida. Victoriano, mientras tanto, sigue en mi cabeza, ensayando golpes en un boxeo de sombra, a la espera de alguna nueva pista −tal vez a través de este artículo−, que me conduzca hasta él.
Fue en un programa de
televisión, no recuerdo cuál, de repente un tertuliano utilizó una
palabra extraña que tampoco recuerdo (pudo haber sido tibulín o
estrujis) e imediatamente se autocorrigió (en realidad, no tenía
necesidad de hacerlo, porque normalmente los tertulianos no se
escuchan más que a sí mismos).
“Uy, perdón, esta es una
palabra que usamos solo en casa”, dijo.
Es lo que se denomina
idiolecto, el habla particular de una persona o de un grupo familiar
o de amigos, una especie de idioma doméstico, con términos propios,
que solo quienes pertenecen a ese círculo lingüístico utilizan y
comprenden.
Cuando escuché al tertuliano,
pensé en algunas de las palabras de nuestro idiolecto familiar, que
es más bien un idiotolecto, porque tendemos a deformar algunas
palabras, pronunciándolas deliberadamente mal (por ejemplo, en lugar
de decir “una onza de chocolate”, decimos “una lonza de
chocolate”, o en lugar de “tener estrés”, “tener exprés”).
Algunas de las palabras
estrella de nuestro diccionario propio son: “culiculi”, para
referirnos a las marcas blancas de refrescos de cola, y por
extensión, de cualquier producto; “esterilizar”, por estilizar
(esta nos la apropiamos de una dependienta de una tienda de ropa, que
dijo a mi madre que determinada prenda la “esterilizaba” mucho y
le hacía un “entorno” muy bonito); a la serie de televisión
“Los Serrano” −siguiendo
con el mismo campo semántico−
le tomamos prestada la expresión “quedarse nenuco”, por
“quedarse eunuco”; y tenemos también un amplio vocabulario
adoptado de cuando los niños eran pequeños y hablaban con lengua de
trapo: “recatera”, por “carretera”, “el lanintendo”, por
“la Nintendo”, y, al contrario, “la saña”, por “la
lasaña”, etc. Una que me gusta mucho es una ultracorrección
preciosa que hizo mi hija cuando comenzaba a leer: “egnomo”, por
“gnomo” (es decir, ella hizo lo que tenía que hacer, leer lo que
ponía; a partir de entonces en nuestra casa David el gnomo es David
el Egnomo)…
Todos tenemos uno o varios
idiolectos, y es divertido hablarlos. El riesgo que se corre con
ellos es que pueda sucedernos lo que al tertuliano, que de tanto
emplear de una manera doméstica algunas palabras o expresiones o
algunos usos incorrectos, acabemos por darlos por correctos,
empleándolos también fuera de su ámbito familiar. Que acabemos
diciendo “tibulín” o “tener exprés” en público, sin darnos
cuenta.
La moraleja es que eso es algo
que se puede trasladar de la lingüística al terreno de las ideas o
las costumbres, por ejemplo que si en nuestra casa es costumbre dar
un soplamocos a alguien cada vez que, no sé, estornude, acabemos
creyendo que eso es lo normal o lo correcto y lo hagamos también
fuera de casa, o que si repetimos en esta (o en la televisión) una y
otra vez que los emigrantes son delincuentes o los partidos de
ultraderecha democráticos, terminemos asimilando esas ideas falsas,
es decir, esos idiotolectos.
¡¿PERO
QUIÉN SE VA A QUERER TATUAR MIS MONIGOTES?!
El tatuador
iruindarra Mikel Edorta López de Vicuña ha recopilado y llevado al
papel −y a la piel de
decenas de su clientes−
los dibujos de su abuela, Josefina Altuna, una artista navarra
autodidacta de arte outsider que lleva medio siglo dibujando
en secreto y que ahora es descubierta para el gran público en el
libro “Una ventana. La luna. Mis luceros” o en la exposición que
le dedicó recientemente el Salón del Cómic de Nafarroa.
Patxi Irurzun. Publicado en 7ka (06/10/24)
“Dibujando a los
políticos me meo. Hace tiempo que no he pintado a ninguno. Siempre
pinto a los asquerosos. A Trump también le pinté porque era tan
malo…Me sale bien su peinado. Pero no me parece que mis dibujos
tengan valor para nada. Pienso que la gente se va a reír”, dice
Josefina Altuna, la joven promesa de la ilustración navarra. Tiene
92 años. Lo dice Josefina y lo transcribe su su nieto, Mikel Edorta
López de Vicuña, en el libro que autoeditó hace dos años y en el
que recoge la obra y la historia de esta sorprendente artista
outsider, nacida en 1932 a las faldas del monte Ezkaba, en
Berriosuso, y vecina del pamplonés barrio de la Txantrea durante
buena parte de su vida.
Vergonzosa y desenfadada
Mikel Edorta nos recibe en Aizkora, su estudio de tatuaje en la Plaza de la Navarrería de Iruñea, de donde han salido decenas de personas con uno de los diseños de Josefina Altuna impresos en la piel, después de que Mikel los diera a conocer, primero en las redes sociales, y luego en su libro “Una ventana. La luna. Mis luceros”. Además, durante la última edición del Salón del Cómic de Navarra, celebrada el pasado mes de septiembre, una de las exposiciones estuvo dedicada a la obra de esta autora secreta, que durante cincuenta años ha pintado para sí misma, llenando sus libretas de coloridos dibujos, con un aire entre naif y gamberro. En ellos aparecen mujeres que fuman − “Cuando me salen con el morro feo les pongo un cigarro”−, chicas con cabeza de pollo −”Chicos no, porque no me salen”−, gente en pelotas − “Porque así venimos al mundo”−, y también pájaros con barba, animalitos defecando, lobos con jersey…
El
Salón del Cómic programó también una charla sobre este original y
fecundo imaginario de Josefina Altuna, charla en la que, como en este
reportaje, fue su nieto, Mikel, quién actuó como portavoz:
“Josefina es ya muy mayor, está bastante sorda, es muy
vergonzosa…”, explica,
pero también
añade que la
visibilización de su trabajo le ha hecho muy ilusión: “Ella vive
todo esto con
felicidad, con orgullo,y está encantada, a pesar de su timidez. A
mucha gente le sorprende cuando digo que Josefina es vergonzosa,
porque sus dibujos son muy desenfadados”.
Un
viaje en el tiempo
La
historia de esa proyección pública de la obra de Josefina
Altuna arranca hace cinco
años, cuando a Mikel un
redescubrimiento de los dibujos de su abuela
lo transporta en una
máquina del tiempo hasta su infancia: “Tengo
un recuerdo de los
sábados,
que era cuando íbamos a casa de mi abuela, en
la Txantrea, muy cerca de la nuestra,
y después de comer nos pegábamos como cuatro o cinco horas pintando
con ella.
Luego, en la
adolescencia, cuando empiezas a interesarte por otras cosas, yo dejo
de ir a comer a su casa y todo eso queda un poco enterrado, aunque sí
me sonaba que ella seguía dibujando, y también escribiendo poemas.
Más tarde, a los diecinueve, yo empiezo
a tatuar. Era
todavía muy joven y al principio, en los primeros años, estás
aprendiendo el oficio, dando bandazos. Pero
allá por el año 2019, poco
antes de la pandemia, ya
con un bagaje como
tatuador, en una visita a
mi abuela veo otra vez
sus dibujos y es cuando tengo ese viaje en
el tiempo, me acuerdo de mis
vivencias con Josefina
y me doy cuenta de que esas imágenes podrían funcionar muy bien
como tatoos.
Se lo digo a ella y,
aunque
no recuerdo exactamente
su respuesta, debió
de ser algo así como:
“¡¿Pero
quién se va a querer tatuar
mis monigotes?!”. Despúes
puse los
dibujos en las redes, e
inmediatamente comencé a
recibir mensajes de gente interesada, que querían reservar cita. Así
es cómo comenzó la rueda”.
Arte
outsider
Mikel recuerda también al primero de los clientes que llevó del papel a la piel una referencia de Josefina Altuna. Fue Ibai, un chico de Unzué a quien él ya había tatuado anteriormente, en aquella ocasión un dibujo de Henry Darger. “Era una especie de niño con alas de mariposa, cuernos de carnero. Es curioso, porque ahí ya me empezaron a resonar cosas de mi abuela. Luego ya he comprendido que el mundo artístico de ella tiene mucho que ver con eso que se denomina arte outsider o marginal”.
Henry
Darger es, en efecto, uno de los artistas más destacados del llamado
arte outsider
o marginal, aquel que
surge fuera de la academia o la cultura oficial, por medio de
artistas autodidactas o naif, colectivos marginales, racializados,
etc. y en el que también tiene cabida el Art Brut, un término para
describir el arte originado en instituciones psiquiátricas,
carcelarias…, en definitiva, un arte que describe la obra de
personas ajenas al mundo artístico, sin formación académica. “Me
parece gente muy
interesante”, señala
Mikel, quien sí estudió un grado superior en la Escuela de Artes,
“porque no están
contaminados, es algo muy puro, la gente cuando crece o entra en
centros de enseñanza, aprende muchos conceptos, imágenes, y a veces
es difícil
recuperar esa
esencia, esa
naturalidad que tienen
los artistas outsider,
que son gente muy libre.
Todo eso es lo que hace
tan especiales,
tan
llenas
de imaginación y de corazón esas
obras de artistas como Darger o mi abuela”.
El
tatoo de
Hofe
Si
la primera de las personas en tatuarse un dibujo de Josefina Altuna
fue Ibai −quien
repitió después en cuatro o cinco ocasiones más, calcula Mikel−
uno de los últimos ha sido el artista y cantante Igotz Méndez,
Hofe, autor de temas como “Joven lehendakari”, o “Vampireando”,
incluidos en sus EP “Amodioa” y “Amorrua”, y a quien
preguntamos qué fue lo que le llamó la atención de los dibujos de
Josefina Altuna: “Yo tengo bastante cercanía con Mikel, somos
colegas, y supe de la historia de Josefina a través de él y su
hermana Izaskun. Me fui interesando mucho por el tema, más todavía
cuando Mikel publicó el libro contando su historia. Vi también un
vídeo, un reportaje en EITB Kultura en el que explicaban no solo esa
historia, sino también el proceso de dibujo, cómo Mikel llevaba
después eso al tatuaje. Me pareció muy guay ese gesto de Mikel de
trasladar el arte de su abuela a la piel de mucha gente y hacer de
esa manera que se conociera, por eso lo hice, porque me interesaba
ese relato y quería contribuir a hacerlo más grande. Y, bueno,
además de todo eso porque me gustan mucho los dibujos de Josefina,
claro”.
Hay, como señala Hofe, un componente intergeneracional en esa transmisión entre abuela y nieto de un relato y unas imágenes que también ha contribuido a que algunas personas decidan tatuarse los dibujos de Josefina: “El de Josefina seguro que no es un caso aislado, hay mucha gente que dibuja y no lo muestra, el otro día, por ejemplo, vino un chico con un diseño de un dibujo que había hecho su abuelo. Ha venido también gente que tenía vínculos muy fuertes con su abuela y esta historia les ha llenado el corazón. Ese factor también existe”, explica Mikel.
Las creaciones de Josefina Altuna despiertan, en efecto, el interés entre aquellos que deciden tatuarse uno de sus diseños por diferentes motivos: “Hay clientes a los que les ha gustado algún dibujo concreto, otros se tatuan alguna de las mujeres que ella dibuja, porque ven en ellas una especie de fuerza implícita, a otros les ha hecho gracia un diseño porque descubren un estilo o un aire de cierta época… Yo, por ejemplo, cuando veo esos personajes que mi abuela dibuja de cuerpo entero me transportan un poco a los 80, me recuerdan el vestuario de las pelis de Almodóvar… Tiene un universo muy rico, con diseños fantásticos, otros más divertidos…
El
dibujo como terapia
Al
respecto de esto último, una de las vertientes más llamativas de
las creaciones de la artista navarra son sus dibujos más
desenfadados, con un toque gamberro e incluso punk, que son una
expresión de su carácter, aunque introvertido, alegre, o que
funcionan como espita o mecanismo de compensación para esa timidez:
“Sí, el sentido del
humor que tiene, su felicidad, es algo que yo creo que le ha hecho
estar viva hasta esa edad tan avanzada, ella es una persona a la que
conoces y desde el minuto uno está echando carcajadas, sonriendo, y
es algo que se refleja
en su obra. Ella, de
todos modos, se ha sentido en todo este proceso no
diría
contraria a enseñar sus
dibujos, pero sí que le daba cierta vergüenza, porque cree
que no valen nada. Es
algo que comparte con todo este tipo de artistas que
mencionábamos antes, que
dibujan al final como un
hobby, y
no dan valor a lo que
hacen. Aunque también es
cierto que cuando empezó
todo esto ella empezó a motivarse un poco, por ejemplo si yo
tatuaba una cara de una
chica y se lo decía,
iba a la semana siguiente a
su casa y
había dibujado muchas
caras de chicas, porque veía que interesaban a la gente… En el
libro cuento que todo esto ha sido algo que le ha dado vida, un
pequeño fueguito al que hemos ido echando leña, y que Josefina ha
cogido como fuerza, de hecho ahí está con sus
92 años y sigue
dibujando.”.
El
arte, y la escritura, esas vocaciones tan arraigada e intuitivas de
Josefina Altuna, han tenido, pues a lo largo de su vida cierto
carácter terapéutico. En “Una ventana, la luna, mis luceros”,
el libro editado por Mikel, se recogen, por ejemplo, algunas de las
cartas que ella escribió a su marido, cuando este falleció:
“Querido
Santi: Han pasado dos años. Una eternidad. El pasado aporta la vida
que pasamos juntos criando una familia maravillosa. Pero hace dos
años que nos dejaste. Nunca te olvidaremos. Siempre, hasta en los
sueños, te hablo y no me contestas. Te quiero, te quise, siempre en
el corazón como árbol fecundo para el presente y para el futuro de
esta tierra exigiendo justicia y libertad. Eso es lo que decía
Santi, quien no se perdió una manifestación recogiendo el testigo
de la lucha por la dignidad, porque al fin y al cabo esta es es la
historia nuestra del 36”.
Josefina
y la fuga del monte Ezkaba
La
trayectoria vital de Josefina, que contaba cuatro años cuando tuvo
lugar el golpe militar, se recoge también en una de las tres partes
en que está dividido “Una ventana. Las luna. Mis luceros”.
Josefina recuerda, por ejemplo, la histórica y multitudinaria fuga
del Fuerte de San Cristóbal, en el monte Ezkaba, cuando todavía
vivían a las faldas del mismo, en Berriosuso. Su casa era la primera
al bajar del monte y a las puertas de la misma se juntaron diez o
doce fugados. “El que mandaba en el pueblo, que trabajaba en
Diputación y era más malo que el sebo, le dijo a mi madre: “Benita,
no cures más, que nosotros los vamos a curar enseguida”. Los
llevaron al cementerio y empezaron: pim, pom, pim, pom… Antes de
eso, mi padre había escondido a uno en casa, entre la paja. Estuvo
toda la noche sin dormir, mirando por la ventana. Cuando estaba aún
oscuro, mi padre le dijo por dónde tenía que ir para escaparse y el
hombre se marchó. Años después, cuando mi padre murió, se lo
volvieron a encontrar. Vivía en Pamplona y tenía dos hijas”.
Rememora
también Josefina cómo le arrebataron el euskera: “Me gustaba
mucho, lo aprendí de pequeña, porque mis padres no hablaban otra
cosa. Pero cuando vinimos a Pamplona dejé de hablarlo. No nos
dejaban usarlo, estaba prohibido y en el colegio nos pegaban con la
regla si lo hablabas”.
Tal vez por eso, Josefina recuerda también como uno de sus paraísos perdidos las temporadas que pasó con su tía en Ultzama, aquejada por una enfermedad provocada por las humedades que sufrió en su infancia en los pisos de Iruña en que vivió, en la calle Nueva o en la de la Merced. De aquella época tiene un gran recuerdo y una profunda añoranza, ligados a la vida en libertad y en comunión con la naturaleza y los animales. “En sus dibujos también refleja esa vida rural, en ellos salen pueblitos, animales, de hecho ella tiene todavía algo de paquete a la ciudad, a Pamplona, incluso a la Txantrea, donde se instaló más tarde, cuando se casó”, señala Mikel, quien recogió todos estos recuerdos transcribiéndolos tras una larga y fluida conversación con Josefina que grabó sin que ella lo supiera. “Si lo hubiera sabido se habría puesto nerviosa, no habría sido lo mismo, la transcripción es una selección de sus propias palabras, con la naturalidad que ella habla, y también con ese punto poético que tienen alguna de sus frases”.
Una
ventana. La luna, Mis luceros.
Esa
pequeña biografía de Josefina Altuna conforma uno de los tres
capítulos en que se divide “Una ventana. La luna. Mis luceros”,
el titulado “La Luna”, en el que también se da cuenta del
momento en que Josefina comenzó a dibujar, a una edad en realidad
bastante avanzada, con cuarenta años, ayudando a su hija, la madre
de Mikel, en una tarea escolar: “Yo nunca en mi vida había
dibujado. Cogí un papel e hice un dibujo. Le dije: “Esto es muy
fácil. Empiezas por el río, después la orilla del río, después
las chozas, luego los negros, el misionero…”. Hice el dibujo con
lápices de madera y… ¡ganó el premio del colegio!. Pero era más
feo… Eso es la pura verdad”.
En
otro de los capítulos del libro, el primero de ellos, “Una
ventana”, Mikel introduce a los lectores contando cómo ha sido el
proceso de redescubrimiento de la obra de su abuela y cómo llevo
esta a su salón de tatuaje, así como lo que ha supuesto para él
toda esta experiencia. En el tercer capítulo, “Mis luceros” −una
referencia al modo en que Josefina se refiere a sus nietos−
se incluyen dibujos y poemas de Josefina, y en la parte final hay un
apéndice con fotografías de tatuajes realizados a clientes, como
muestra de agradecimiento a estos.
El
libro fue autoeditado en 2022, con la ayuda de diferentes amigos del
tatuador navarro, en una pequeña tirada que Mikel Edorta López de
Vicuña no tienen intención de reimprimir, a pesar de que ya apenas
le quedan ejemplares: “Era como un pequeño secreto, no quería que
circulara demasiado”, dice, aunque algunos de los ejemplares han
llegado a otros países, como Estados Unidos: “La edición es
trilingüe, en castellano, euskera e inglés. Lo del inglés me
interesaba porque en Estados Unidos, que es con diferencia el lugar
de fuera al que más libros he mandado, tienen mucha más cultura del
tatoo
que aquí, y también porque está más familiarizados con el arte
outsider,
han tenido más artistas de ese tipo…”, dice.
Una historia, en definitiva, la de Josefina, única y al mismo tiempo universal, que nos abre una ventana a la historia de una mujer que de un modo natural e intuitivo consigue encontrar en el arte uno de sus fundamentos y sus razones de ser: expresar un mundo interior, una trayectoria vital, un modo de estar en el mundo y transmitirla, en este caso, primero a los seres más cercanos y queridos y a través de estos, de su nieto y sus tatuajes, a otras personas. “El título del libro viene de ahí. A mi abuela le gusta dormir con la persiana subida porque de ese modo ve a través de la ventana la luna. Me parecía que era una buena metáfora, que a través de la ventana podías entrar al universo de Josefina”, concluye Mikel.
“Quiero
que la manzanas tengan vodka”. La pinturitas y otros ejemplos de
arte outsider
local
Los dibujos de Josefina Altuna, como señala su nieto, el tatuador Mikel Edorta López de Vicuña, pueden catalogarse dentro del llamado arte outsider o marginal, una corriente a la que dio nombre el historiador Robert Cardinal, ampliando el concepto de Art Brut que etiquetó el pintor francés Jean Dubuffet y con el que se refería al arte realizado por enfermos mentales (si bien antes psiquiatras como el portugués Miguel Bombarda o el alemán Hans Prinzhorn ya habían trabajado en ese campo). Cardinal amplia el espectro para referirse a todo tipo de artistas que carecen de formación académica. Uno de los exponentes más destacados del arte outsider es el estadounidense Henry Darger. Darger fue un anónimo trabajador de la limpieza a cuya muerte fueron encontrados en su cuarto, en Chicago, cientos de acuarelas y dibujos que constituían las ilustraciones de un manuscrito de más de catorce mil páginas, “La historia de los Vivians”, a la que dedicó toda una vida. Batallas épicas, fugas imposibles, brutales torturas a niños esclavizados… La obra de Darger revela un don natural para el dibujo, que lo convirtió en uno de los artistas marginales más destacados. Pero no es el único. Entre nosotros también podemos apuntar varios ejemplos que podrían incluirse dentro de esta corriente. Por ejemplo, el artista donostiarra José Luis Zumeta ilustró en su obra “Oi! Bihotz” 38 poemas de varios de los internos del hospital psiquiátrico de Arrasate, publicados en la revista Globo Rojo de dicho establecimiento (en la que también participó activamente el poeta Leopolo María Panero). “Quiero que las palabras tengan vodka/ Quiero una manzana negra”, escribe, por ejemplo, uno de los pacientes. Aunque si hay un ejemplo notorio y cercano de Art Brut es la obra de María Ángeles Fernández Cuesta, más conocida como La Pinturitas, una artista que a lo largo de varios años ha pintado las paredes de un antiguo restaurante abandonado en la carretera nacional que atraviesa el pueblo navarro de Arguedas. Los dibujos de La Pinturitas (un colorido y caótico entramado en el que se mezclan rostros grotescos y superpuestos de enormes pestañas, labios con forma de pez, nombres de personajes famosos escrito con tipografía animal… y que renueva cada cierto tiempo, como un enorme palimpsesto) llaman la atención de conductores y curiosos. Hasta hace relativamente poco no era extraño encontrarse a La Pinturitas trabajando en su “estudio”, ni que ella accediera a contar su vida a quienes se acercaban al mismo (o a cantarles un tema de Rocío Jurado), pero desde hace algún tiempo el antiguo restaurante aparece cercado, según nos cuenta el propio Mikel Edorta López de Vicuña, que a partir de la obra de su abuela Josefina Altuna, comenzó a interesarse por otras manifestaciones de arte marginal y ha visitado de vez en cuando Arguedas, sin llegar a toparse con La Pinturitas. Hace apenas unos días, sin embargo, se encontró con las vallas que protegían la obra de la artista ribera. “Nos dijeron que solían entrar chavales, que habían quemado un colchón… Pero, cuando preguntamos por La Pinturitas, nos llevaron hasta su casa y estuvimos hablando un poco con ella. Ha pasado una racha mala, está cuidando a su marido y lleva sin pintar un par de años”, nos cuenta. No sabemos, pues, si la artista volverá a retomar su obra, pero esta, en todo caso, ya ha sido reconocida y recogida por artistas como el fotógrafo Hervé Couton, quien publicó un libro recopilando la obra de La Pinturitas, o de galerías como la parisina Galerie Du Moineau Écarlate, especializada en Art Brut, que le dedicó una exposición en 2022.
“Es muy fácil cantar proclamas, pero menos llevarlas a cabo”
Santi
Escribano (periodista)
Santi
Escribano reúne en “La hoguera” varias historias de canciones
que usan la música como herramienta de combate o hablan de luchas
políticas y sociales
Patxi
Irurzun/ Iruñea
La
hoguera, editado por Ovejas Negrax, forma parte de una trilogía que
se inició con “La Mecha” y culminará con una tercera parte en
la que sumará nuevas “Historias de política y rock”, ese es el
subtítulo de esta serie de libros. El periodista madrileño desglosa
en esta segunda entrega qué relato se esconde o cuál fue el
chispazo que hizo prender temas como “Solidarity”, de Angelic up
stars o “Bahía de Pasaia”, de Barricada, entre otros… En la
selección, por cierto, hay canciones de varios grupos vascos: La
Polla, Negu Gorriak, Piperrak… o se hace alusión a otros como los
estadounidenses Body Count, con el conocido rapero Ice T al frente,
quienes decidieron ofrecer su único concierto en Europa en 1994 en
el Gazte Topagune de Zaldibia.
Cuéntenos
cómo surge este proyecto y con qué objetivo.
Lo que busco es reivindicar cómo el rock – y variantes – han sido una parte fundamental en la formación política, cultura, social, personal… de mucha gente. En mi caso, vería el mundo de un modo distinto de no haberme topado en mi adolescencia con Reincidentes, Negu Gorriak o algo después Sin Dios. Desde entonces me divierte buscar, ampliar, qué nos contaban esas canciones en tres minutos, qué referencias tenían explícitas u ocultas. Y para no darle la barrila a mis colegas, desde 2016 lo hago en “100Fuegos, política y rock” programa que ahora emitimos en Radio XATA, emisora comunitaria de Pinto, y quise llevarlo al formato libro porque lo impreso luce mucho más y creo que escribo mejor que hablo.
El
rock, o una parte del rock ha sido a menudo una herramienta política,
o una manera de denunciar, mostrar disconformidad… ¿Cree que eso
se sigue manteniendo?
Creo
que sí, aunque también haya un rock conservador, reaccionario,
comercial e individualista. Cada generación de gente protestona ha
tenido su banda sonora: coplas antifascistas en los años 30,
cantautores y folk en los 70… y el punk rock ha sido en buena parte
la de quienes nacimos en los 70 u 80. Sigue habiendo rock de
denuncia, aunque (salvo quizá en el streetpunk) la media de edad es
alta. Ahora la chavalería con ganas de mostrar esa disconformidad lo
hacen con la música urbana o el indie. Y bien que hacen.
Además
de hablar de diferentes luchas, también hay un componente
sentimental o biográfico en muchas de las historias que cuenta.
¿Cómo ha sido la selección de las diferentes canciones?
Hay
canciones que te ponen la historia en bandeja: “Ustelkeria” de
Negu Gorriak, “Bahía de Pasaia” de Barricada, “Reggae fi
Peach” de Linton Kwesi Johnson o “Solidarity” de Angelic
Upstarts… Otras veces es menos obvio: Agua Bendita contando cómo
“Billy Joe” se engancha a la heroína me lleva a narrar cómo lo
hizo el que era mi mejor amigo de adolescente; Extremoduro
mencionando “Cáceres II, Alcalá Meco, Puerto de Santa María”
me sirve para hablar del sistema penitenciario español; o descubrir
que “Canto” de El Último Ke Zierre era el último poema de
Víctor Jara fue la excusa perfecta para recordar su nada rockera
pero muy política figura.
En
esa selección llama la atención que haya varias historias
relacionadas con grupos vascos, ¿el Rock Radikal Vasco, por ejemplo,
ha sido un referente para mucha gente, también fuera de Euskal
Herria?
Desde
luego, el rock vasco, y mucho más allá de la etiqueta del RRV, es
un referente imprescindible. Por hablar de mi entorno, Madrid, somos
muchas las personas que en un momento dado hemos sufrido de
“vasquitis”, viendo con envidia sana esa combinación de “jaia
ta borroka”, esa fuerza para dotar de contenido social lo musical y
lo lúdico, que hay en EH.
¿Piensa
que el rock, o cierto tipo de rock, puede estar ligado a una clase
social, a la clase obrera, en concreto?
En
su momento el punk, el rock, el heavy… eran cosas de barrio obrero,
aunque siempre hubiera pijos disfrazados. Ahora es todo muy raro, ves
precios de festivales, las zonas VIP acotadas para Metallica ¡o a La
Raíz! y piensas en qué momento esto se nos fue de las manos.
Imagino que en el mismo en que alguien por tener una hipoteca a
treinta años para un pisito pasó a creerse clase media y más
cercano al patrón que a quien friega las escaleras.
¿Y
cree que las canciones pueden ser una herramienta de transformación,
que pueden llegar a cambiar algunas cosas?
A
veces nos flipamos, porque es muy fácil cantar proclamas, pero menos
llevarlas a cabo, y llega la decepción al ser tres mil en el
concierto y treinta en la manifestación. Pero, cuando me puede el
pesimismo, recuerdo que el enemigo sí tiene claro que lo cultural es
una herramienta política de primerísimo orden: el rock como arma
contra el bloque soviético con “Wind of change” de los Scorpions
acompañando la caída del muro de Berlín, Israel haciendo
“pinkwashing” en Eurovisión… Si a ellos les sirve, ¿por qué
no a nosotras?
¿Hay
alguna historia de las que recoge por la que sientas especial
predilección?
Del
volumen 1, “La Mecha”, mi favorita es la del peluquero Vidal
Sassoon pateando fascistas en el Londres de posguerra, a la que metí
con calzador la canción “Antinazis” de KOP. En este volumen 2 me
gusta cómo hilo lo personal y lo local con una causa mucho mayor, la
de los deportados de Pinto, Pego y Guiamets a campos de concentración
nazis, con banda sonora de La Gossa Sorda. También la fascinante
historia de la anarquista vizcaína Julia Hermosilla, que “casi nos
libra de Franco en dos ocasiones” y sale en el himno feminista “Las
que faltaron” de Mafalda. Y “Bahía de Pasaia”, porque es un
buen ejemplo de cómo, a través del rock, se ha conseguido que no se
olvide un caso gravísimo de guerra sucia y represión.
¿Y
alguna que se haya quedado fuera?
Quise dedicar un capítulo al 3 de marzo de Vitoria-Gasteiz, con Betagarri, S.A. o Mossin Nagant como gancho; y uno a Comandos Autónomos con Hertzainak, pero como finalmente hay un capítulo dedicado a los crímenes de la Transición con los leoneses Hachazo de percha, me pareció redundante. Quizá vayan al tercer volumen, como otras historias que tengo en mente como Banda Bassotti y los años de plomo italianos, los Rolling Stones y Angela Davis, Estopa como héroes de la clase obrera o la revolución que supuso la fecundación in vitro cantada por Toy Dolls.
Hace unos días, en una entretenida y divertida conferencia sobre la
relación de la pelota vasca con la Iglesia, el ponente, Santiago
Lesmes, iniciaba su intervención botando una pelota contra el suelo
(que era además el del refectorio de la Catedral de Pamplona) y
hablando del poder evocador de los sonidos, capaz de retrotraernos a
otras épocas de nuestra vida, de remover recuerdos, de unirnos
incluso de una manera atávica con la tierra o con nuestros
ancestros… Hay algo de todo eso en el repique y el eco, como un
disparo, de una pelota contra el frontón: la piedra, el cuero, el
impacto contra la chapa cuando se yerra el golpe (los errores siempre
resultan más estruendosos).
Al escuchar a Lesmes comencé a pensar en mis propias magdalenas
acústicas de Proust y me acordé, por ejemplo, del bote de un balón
de baloncesto. Durante muchos años de mi infancia y adolescencia el
baloncesto fue mi vida, todo giraba alrededor de él, y ese sonido lo
percibía como el latido de un corazón. Años más tarde viví
durante algún tiempo en un piso cuyas ventanas daban a unas pistas
con canastas en las que a todas horas había grupos de chavales
jugando. A algunos de mis vecinos aquel ruido les molestaba. A mí,
por el contrario, me gustaba, me tranquilizaba, era una especie de
cordón umbilical que me conectaba con mi juventud. A nadie le
molesta el sonido de su propio corazón.
Las evocaciones acústicas, no obstante, no siempre o no solo traen
buenos recuerdos, a menudo dejan en la memoria un regusto agridulce.
El ruido de una llave en la cerradura puede suponer un alivio para
quien espera con los ojos abiertos y el alma en vilo el regreso de
una hija o un hijo desde los abismos de la noche, pero también puede
ser angustioso para quien ha vivido algún infierno doméstico.
El inventario de sonidos terroríficos o inquietantes podría ser
interminable: el tic-tac de un reloj de pared en una noche blanca de
insomnio, el murmullo peligroso de las muchedumbres, la canica o la
moneda rodando en el piso superior, el rumor del viento despeinando
los árboles antes de la tormenta, el rugido de los estómagos en los
exámenes, las toses recorriendo los pasillos en las noches de
hospital, el ulular de las ambulancias atravesando la ciudad, la
llamada telefónica en mitad de la madrugada…
Aunque puestos a evocar, ¿por qué no quedarnos -volviendo al
baloncesto- con el suspiro de la red tras una canasta limpia? ¿O por
qué no con el aplauso fervoroso y unánime al artista talentoso, con
la carcajada contagiosa como un virus, con el chorro vigoroso de la
orina largamente contenida? ¿Y por qué no, en fin, con algunos
sonidos en peligro de extinción: el crujido de la aguja sobre el
vinilo, el chiflo del afilador, el remache de la tecla de la máquina
de escribir poniendo el punto final de un artículo?