Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios Grupo Noticias) 21/12/24
“¡Arriba Heráclito, abajo
Parménides!”, leo en la puerta del baño de la cafetería que hay
frente al instituto de mi hija. ¡Hay que ver qué juventud, tan
procaz y maleducada! Porque supongo que la frasecita la ha escrito
alguno de los alumnos, durante el recreo, en lugar de pintarrajear la
puerta con el
“Tonto el que lo lea” de toda la vida o el clásico “Caga
bien, caga contento, pero caga dentro” (o su variante inclusiva
“Caga bien, caga contenta, pero caga dentra”).
Fuera bromas, lo cierto es que
la filosófica reivindicación me provoca un brote de antiedadismo a
la inversa. Me emociona que haya alguien, un chaval de quince años,
que al hacer esa pintada haya adornado su humorismo con ese ribete
intelectual y heterodoxo. Y mientras voy camino de la reunión con la
tutora de mi hija imagino que al entrar al instituto me toparé con
jóvenes vestidos con camisetas con el rostro de Simone de Beauvoir o
de Diógenes de Sinope, o con grupitos debatiendo acaloradamente
sobre la naturaleza del alma humana, incluso con alguna violenta
pelea de gallos entre partidarios de Góngora y de Quevedo.
Pero me he flipado un poco y,
una vez dentro, lo más que llego a encontrarme es a una muchacha con
una sudadera de Tupac y un mural que no sé si es una reproducción
de un cuadro de Basquiat o una pared vandalizada por grafiteros
egomaniacos.
No obstante, mientras espero a
la profesora suena el timbre de salida. Y, de repente, por las
escaleras veo emerger una ola negra de adolescentes, un tsunami de
mochilas y acné, un ciclón de berridos y risas, un huracán que
arrastra un olor espeso a hormonas en flor, a zapatillas sudadas y
sobaco, una marea imparable que me arrastra, pasa por encima de mí,
me sumerge a las profundidades de la nada más absoluta, me torna
insignificante e invisible…
Allá van, con sus tormentas
interiores y sus carcajadas soleadas, con el cadáver del niño o la
niña inocentes que fueron todavía caliente dentro de sí mismos,
con el instinto carnívoro de quienes temen y quieren devorar al
mismo tiempo la vida.
Allá van, los veo pasar a mi
lado, son una masa informe que dentro de unos años, dentro de nada,
se hará jirones, se definirá en mujeres y hombres que tendrán
hijos, fabricarán o inventarán cosas, publicarán libros o discos,
irán a la cárcel, se divorciarán, practicarán sexo fluido,
destruirán el heteropatriarcado y el turbocapitalismo, se
convertirán en adictos a algo, tendrán depresiones y carcinomas,
militarán en sindicatos o en oenegés, se caerán y se levantarán,
morirán jóvenes en accidentes de tráfico o atragantados por un
hueso de aceituna con ciento veinticinco años, serán, en fin, por
todo ello y a pesar también de todo ello, en general mejores que
nosotros y conseguirán que la vida siga, que todo fluya y nada
permanezca.
Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios Grupo Noticias) 07/12/24
Me
gusta cuando al final de los programas de radio ponen una canción y
consiguen que esta termine justo un segundo antes de que suene la
señal horaria. Me gusta leer primero la última línea de las
novelas. Me gusta cuando en la ducha subes un poquito más la
temperatura del agua caliente. Y cuando te despiertas en mitad de la
noche y ves que todavía quedan algunas horas para dormir. Me gusta
pintar los dientes de la gente con un rotulador negro en las fotos de
las revistas, es como una especie de photoshop o meme prehistórico.
Me
gusta −soy
un raro−
la
fruta escarchada del roscón de reyes. Y me gusta que a la mayoría
de la gente no le guste porque así puedo comerme la que dejan
orillada en sus platos (por cierto, quienes no se comen la fruta
escarchada del roscón de reyes y sacan la figurita deberían
devolverla, porque en realidad no han comido un auténtico roscón de
reyes sino un sucedáneo). Me gusta el olor de la gasolina. Y el de
los libros nuevos (aunque a veces huelan como a basura; lo malo es
cuando el olor es una advertencia y los libros son en realidad una
basura). Me gusta el sonido de la impresora cuando la enciendes, es
como un robot desperezándose. Y el de un balón de baloncesto
botando contra el suelo, es como el latido de mi corazón cuando
tenía quince años. Me gusta el baloncesto, ese estornudo de la red,
¡zas!, cuando la canasta entra limpia (aunque me gustaba el
baloncesto mucho más antes de que pusieran la línea de tres y las
canchas se llenaran de francotiradores).
Me
gusta ponerme ropa que hace tiempo que no he usado y encontrarme en
los bolsillos un ticket de la compra antiguo o la entrada de un
concierto en el que no recordaba que había estado.
Siempre llevo los bolsillos llenos de papelitos. Me gusta que mi ropa
sea una máquina del tiempo.
Me
gusta ese puntito de la primera cerveza o de un vermú, un mediodía
soleado. Me gustan esos tres segundos del propofol atravesando la
vena, en las colonoscopias. Me gusta la primera vez que orino después
de la tercera o cuarta caña. Y ese escalofrío, ese repelús que a
veces sacude el cuerpo al hacerlo (podríamos llamarlo “repegús”).
Me
gustan los chistes malos que hacen gracia de lo malos que son. Y usar
expresiones desactualizadas, por ejemplo “efectivigüonder” o
“yavestruz” (me parecen mucho más ridículas otras en boga como
“¿sabes cómo te digo?” o “aburrido −o cualquier otro
adjetivo− no, lo siguiente”).
Me
gusta esa sensación pletórica, cuando acabo de escribir algunos
artículos, pero no me gusta tener que acabar ya este. Me gustan lo
gatos, la comida cuando la cocinan otros, el viento golpeando en la
persiana, los pantalones pitillo… Me gustan −como a todo el
mundo− tantas cosas…
Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios Grupo Noticias) 23/11/24
Algunos días, mientras conduzco, suelo encontrarme tiradas en mitad
de la carretera zapatillas de deporte, botas de monte… calzado
nuevo y desparejado. Esto último es lo que más me inquieta. Me
pregunto cómo han acabado ahí todos esos zapatos solitarios. ¿Los
ha arrojado un ocupante de un vehículo a otro tras una discusión de
tráfico? ¿Es un código de alguna sociedad secreta para marcar una
ubicación? ¿Hay enterrado a unos metros un tesoro, un muerto, un
cáliz sagrado? ¿Alguien ha atropellado a un cojo?…
¿Y cómo se mueren los pájaros? Veo pasar estos días, a través de
la luna delantera, las bandadas de grullas, una viruela negra sobre
la piel cárdena y moribunda del cielo de otoño. Vuelan en forma de
uve, como flechas arrojadas en dirección al sol por un ejército en
retirada. Y se ríen, con sus graznidos obscenos. ¿De qué se ríen?
Bueno, ¿cómo no se van a reír? Se van al sur, a Marrakech, o a
Benidorm, mientras nosotros nos quedamos aquí, con el mercurio
haciendo muescas por debajo de la línea roja y la camiseta térmica
convertida en una segunda piel. Se ríen de nosotros.
La que más alto se ríe es la que encabeza la bandada, la punta de
la flecha. Tiene que ser una grulla ultramaratoniana y con un GPS en
la cabeza. Pero ¿quiénes son las últimas de la formación? Supongo
que grullas bobas, que no saben leer los mapas, o grullas jubiladas,
con artritis y la próstata o el corazón inflados, grullas que no
llegarán a su último baile en el hotel del imserso. ¿Qué sucede
cuando ya no pueden más? ¿Se separan de la bandada y se dejan caer
planeando, balanceándose como una hoja muerta, hasta posarse en la
tierra? ¿O caen a plomo, como manzanas de Newton, como meteoritos de
carne y hueso? ¿Ha muerto alguna vez alguien golpeado en la cabeza
por un pájaro muerto?
Hablando de pájaros muertos, veo también todos los días, mientras
conduzco, un aguilucho posado sobre un cable de la luz. ¿Por qué no
se achicharra? ¿Sus garras tienen alguna sustancia, una queratina
que aisla la corriente? ¿Es un funambulista eléctrico, un suicida
sin prisa?…
El mundo animal, el mundo en general, está lleno de incógnitas y ya
hace mucho tiempo que otro pájaro, un pájaro de hierro, mató a
Félix Rodríguez de la Fuente, así que cuando llego a mi destino
busco las respuestas en Google. Y, al parecer, el misterio de los
zapatos desparejados no lo es tanto, se trata simplemente de personas
que bajan del monte todavía con la cabeza en las nubes, o que vienen
de dar un paseo, personas que dejan olvidadas sus zapatillas, sus
botas, sus zapatos en el techo de los coches, al cambiarse de ropa,
de manera que durante el trayecto de vuelta, su calzado cae en alguna
curva, y no siempre a la vez. O eso es lo que dicen algunas
hipótesis, algunos listos. Seguro que también saben por qué las
lavadoras se alimentan de calcetines sueltos…
“Victoriano
Santos: de hoficio: boseador profesional. Con 23 años de hedad”.
La inscripción está tallada con algún objeto punzante, o quizás
con las uñas, en la pared encalada de una celda de castigo del
Fuerte San Cristóbal, en el monte Ezkaba, a las faldas del cual se
asienta Pamplona. El mismo fuerte en el que el 22 de mayo de 1938
casi ochocientos prisioneros republicanos llevaron a cabo una de las
mayores fugas de la historia, con resultados funestos: casi
seiscientos fueron atrapados en las horas o días posteriores o
volvieron por su propio al fuerte, el resto asesinados como conejos
en las laderas del monte o los pueblos cercanos, solo tres, quizás
cuatro, llegaron a la muga con Francia.
Junto a la
inscripción de Victoriano Santos hay una confusa fecha en números
romanos, pero que parece resolverse como 1940, o tal vez 1942.
¿Participó Victoriano en la fuga? ¿Quién fue Victoriano? ¿Por
qué fue encerrado en esa celda de castigo? Todas esas y otras
preguntas me asaltan al leer su mensaje, que fotografío casi de
manera furtiva, como si temiera que algún otro de los escritores que
me acompañan en la visita guiada a este enorme ataúd de piedra que
es el fuerte pudiera robarme la historia. Porque ahí hay una
historia, la noto entusiasmado removerse como un germen en mi cabeza,
azuzada por algunos estímulos literarios (la cárcel, el boxeo, el
hecho sobre todo de que todavía más de ochenta años después la
inscripción permanezca ahí, como un mensaje en una botella, o una
llamada de auxilio que atraviesa
el tiempo
y me interpela).
Al volver a casa busco en internet información sobre Victoriano. En 1943 un boxeador con su mismo nombre participó en Málaga en un combate contra un púgil local. Se refieren a Victoriano como excampeón de España de los pesos ligeros, pero a pesar de ello no encuentro ninguna otra referencia deportiva en la hemeroteca. Busco en una lista de prisioneros del Fuerte y doy con su segundo apellido, Gómez, y su lugar de origen: Fernán Caballero (Ciudad Real). Escribo a ese Ayuntamiento y, mientras espero sin mucha esperanza la respuesta, consulto una página de combatientes en la que averiguo que un Victoriano Santos Gómez, miembro de las Juventudes Socialistas, de veinte años, fue detenido por “auxilio a la rebelión” (¿a qué rebelión? Eso en realidad querría decir que apoyó el golpe militar, no que lo combatió). Se le acusa de delatar a un vecino de su pueblo, militante de Falange, que sería fusilado. No veo la fecha de la detención, pero encuentro otro documento que sitúa a un Victoriano Santos en 1937 en un batallón de zapadores en el Frente de Madrid. Me contestan, además, para mi sorpresa desde Fernán Caballero y me dicen que Victoriano se trasladó a vivir a Carrión de Calatrava en 1946. Los datos, poco a poco, de manera muy leve, como los puntos del dibujo en una página de pasatiempos, van recomponiendo el fantasma del boxeador.
Pero de repente el trazo se corta. Desde Carrión de Calatrava no llega información. Encuentro en Google Street el teléfono de alguien que vende o alquila la casa en que vivió Victoriano en Fernán Caballero (a solo unos metros, por cierto, de la de Nemesio Espinar, el falangista al que denunció), pero el número no da señal. Mi entusiasmo se desinfla, me encuentro en un callejón sin salida. Victoriano, mientras tanto, sigue en mi cabeza, ensayando golpes en un boxeo de sombra, a la espera de alguna nueva pista −tal vez a través de este artículo−, que me conduzca hasta él.
Fue en un programa de
televisión, no recuerdo cuál, de repente un tertuliano utilizó una
palabra extraña que tampoco recuerdo (pudo haber sido tibulín o
estrujis) e imediatamente se autocorrigió (en realidad, no tenía
necesidad de hacerlo, porque normalmente los tertulianos no se
escuchan más que a sí mismos).
“Uy, perdón, esta es una
palabra que usamos solo en casa”, dijo.
Es lo que se denomina
idiolecto, el habla particular de una persona o de un grupo familiar
o de amigos, una especie de idioma doméstico, con términos propios,
que solo quienes pertenecen a ese círculo lingüístico utilizan y
comprenden.
Cuando escuché al tertuliano,
pensé en algunas de las palabras de nuestro idiolecto familiar, que
es más bien un idiotolecto, porque tendemos a deformar algunas
palabras, pronunciándolas deliberadamente mal (por ejemplo, en lugar
de decir “una onza de chocolate”, decimos “una lonza de
chocolate”, o en lugar de “tener estrés”, “tener exprés”).
Algunas de las palabras
estrella de nuestro diccionario propio son: “culiculi”, para
referirnos a las marcas blancas de refrescos de cola, y por
extensión, de cualquier producto; “esterilizar”, por estilizar
(esta nos la apropiamos de una dependienta de una tienda de ropa, que
dijo a mi madre que determinada prenda la “esterilizaba” mucho y
le hacía un “entorno” muy bonito); a la serie de televisión
“Los Serrano” −siguiendo
con el mismo campo semántico−
le tomamos prestada la expresión “quedarse nenuco”, por
“quedarse eunuco”; y tenemos también un amplio vocabulario
adoptado de cuando los niños eran pequeños y hablaban con lengua de
trapo: “recatera”, por “carretera”, “el lanintendo”, por
“la Nintendo”, y, al contrario, “la saña”, por “la
lasaña”, etc. Una que me gusta mucho es una ultracorrección
preciosa que hizo mi hija cuando comenzaba a leer: “egnomo”, por
“gnomo” (es decir, ella hizo lo que tenía que hacer, leer lo que
ponía; a partir de entonces en nuestra casa David el gnomo es David
el Egnomo)…
Todos tenemos uno o varios
idiolectos, y es divertido hablarlos. El riesgo que se corre con
ellos es que pueda sucedernos lo que al tertuliano, que de tanto
emplear de una manera doméstica algunas palabras o expresiones o
algunos usos incorrectos, acabemos por darlos por correctos,
empleándolos también fuera de su ámbito familiar. Que acabemos
diciendo “tibulín” o “tener exprés” en público, sin darnos
cuenta.
La moraleja es que eso es algo
que se puede trasladar de la lingüística al terreno de las ideas o
las costumbres, por ejemplo que si en nuestra casa es costumbre dar
un soplamocos a alguien cada vez que, no sé, estornude, acabemos
creyendo que eso es lo normal o lo correcto y lo hagamos también
fuera de casa, o que si repetimos en esta (o en la televisión) una y
otra vez que los emigrantes son delincuentes o los partidos de
ultraderecha democráticos, terminemos asimilando esas ideas falsas,
es decir, esos idiotolectos.