Hoy los he contado y tengo en casa treinta y siete vasos
reutilizables, de esos que tienes que pedir en fiestas en bares,
conciertos, txoznas (si es que dejan que haya txoznas o no las mandan
al quinto pino). Con los vasos reutilizables me pasa ahora los mismo
que con los mecheros antes, hace siglos, cuando era joven y fumaba
(menos mal que dejé de hacerlo, porque cada cigarrillo te quitaba
diez minutos de vida, decían, que no sé yo si era verdad, porque a
ese ritmo al cabo de unos cuantos de aquellos fines de semana
destroyers, en los que además del humo de los Fortuna −que
encima llevaban plomo−,
los cuales encendías cada uno con la pava del anterior, te
tragabas también la mitad del de todos los demás fumadores del bar
−y la otra mitad te la
llevabas de propina a casa pegada en la ropa−,
total, que, a ese ritmo, con veinticinco años tenías que
parecer ya el abuelo de Makinavaja).
La cuestión es que, al igual que ahora con los vasos, entonces salía
de casa con un mechero, por ejemplo de Talleres Ceferino, y regresaba
a casa con tres, ninguno de los cuales era el mío, por ejemplo uno
de Mili KK, otro con un dibujo del Zruspa, el malo de Naranjito, y el
tercero con la bandera española y el logo de Alianza Popular
raspados con la uña. El mundo-mechero, por cierto, daría para otro
“Rubio de bote”, con todas sus derivadas, por ejemplo las
cerillas, que usabas si tenías vocación de Humphrey Bogart y que
dejabas de usar si tenías mal pulso, sobre todo los días de viento;
o los chisqueros −el
mejor remedio contra el viento, precisamente−
aquellas cuerdas naranjas que prendías haciendo girar una ruedita;
después amorrabas el cigarro a la yesca y vete a saber qué
inhalabas, además del plomo del Fortuna.
Pero centrémonos en los vasos. Con ellos uno nunca sabe cómo acertar. Si decides llevártelo de casa para ahorrarte el euro de la fianza (que luego nunca recuperas, por no quedar como un rata), resulta que ese día de repente en todos los sitios se han puesto exquisitos y sirven cristal o ha habido un cambio exprés en la normativa y los vasos desechables están otra vez permitidos… Al final te pegas toda la noche paseando de la mano tu vaso (porque además tienes treinta y siete en casa, pero ninguno con un agujerico para colgártelo del cuello con un cordel).
Y al contrario, la noche que sales de casa a lo loco, sin vaso,
resulta que este es obligatorio en todos los garitos, y, una vez que
lo compras, te lo olvidas en una barra, coges en otra uno que no es
el tuyo, se te raja bailando la Bomba de King África…
En fin, los veranos del bebedor social en las sociedades
turbocapitalistas son de lo más ajetreados y están llenos de
incertidumbre. Un horror.
Esa
es la última frase que escribí en este diario, hace ya más de dos
meses. A mí me parece que han pasado dos siglos. Y todavía no acabo
de creérmelo. Pero es cierto. Tan cierto como que acabo de volver de
visitar a mi hijo en la cárcel. Estoy reventado. Son casi quinientos
kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Tengo el culo carpeta,
los ojos inyectados en cafeína, mis manos de señor mayor
agarrotadas tras horas aferrándose con furia al volante…
Pero
no es nada de eso lo que me agota.
Es
la cabeza, que parece que me va a estallar.
Esta
maldita cabeza mía que no se detiene nunca.
Cada
vez que regreso de Soto del Real intento reconstruir en el coche los
cuarenta minutos de la visita, como si de ese modo pudiera
prolongarla hasta la semana siguiente y así no dejar solo, allí
dentro, a Silvio.
−¿Qué
tal la superabuela?
−Mucho
mejor, Silvio, no parece que haya estado ocho días en la UCI. Te
manda musus1y achuchones.
−¿Sabes,
aitá? Me ha escrito El Drogas. Le pasaste tú la dirección, ¿no?
−Bueno,
me la pidió él. Todo el mundo se está volcando con vosotros. Vamos
a hacer todo lo que podamos para sacaros de aquí.
−Tranquilo,
aitá, diles que estamos fuertes… −reproduzco
en mi mente, una y otra vez, las frases que hemos intercambiado
atropelladamente.
Y
trato sobre todo de recordar los gestos que las acompañan, la
tristeza de los ojos de Silvio tras el cristal, el leve temblor en su
voz impostada. Busco en la armadura fisuras a través de las que ver
las heridas que intenta ocultarme. Silvio nunca ha sabido pedir ayuda
a tiempo. Siempre se ha comido a solas sus marrones. Siempre se ha
tragado en silencio su dolor.
Una
vez, cuando era pequeño, mientras jugaba en el patio de la escuela
me di cuenta de que caminaba despacito, encorvado y sujetándose la
barriga, y de que le costaba seguir las carreras de los otros niños.
Parecía un viejo de seis años.
−¿Qué
te pasa? −le
pregunté.
−Nada,
me duele un poco la tripa −contestó.
Al
día siguiente, de todos modos, lo llevé al ambulatorio. Y de allí
nos mandaron directos a Urgencias. Tenía una apendicitis aguda.
−Si
llegan solo una hora más tarde habría sido ya una peritonitis
−dijeron
los médicos.
Ahora,
tengo miedo de que en la cárcel alguien le esté haciendo daño.
Cada vez que pienso en ello me vienen a la cabeza algunas escenas de
películas carcelarias, como la de la pastilla de jabón que cae al
suelo de la ducha; pero tampoco hace falta recurrir a algo tan
chusco, recuerdo también otras imágenes más tangibles: el odio en
los rostros de los carceleros, cuando nos cachean antes del vis a
vis; el desprecio cuando se dirigen a nosotros — “Ah, ustedes son
los padres de los “chavales” de Beirut, ¿no?”, dicen, y
remarcan lo de “chavales” con un retintín sarcástico—; su
placer sádico cuando nos hacen saber que la comunicación ha
terminado…
Me
siento impotente. Ya no es como hace unos años, cuando Silvio o su
hermana Janis montaban algún pollo en el instituto y yo iba a hablar
con el profesor, el jefe de estudios o los padres de los otros
alumnos y les contaba que mis hijos lo estaban pasando mal, lo
terrible que había sido para ellos la muerte de su madre… Ahora,
por el contrario, me da la impresión de que nada de cuanto hacemos,
las entrevistas y ruedas de prensa, las encarteladas y encierros,
sirve para ayudarle.
Hay,
sin embargo, algo peor que esa impotencia: el sentimiento de culpa.
Ahora
mismo, por ejemplo, mientras escribo este diario en busca de un poco
de alivio, no puedo dejar de notar clavados en mi cabeza los ojos de
plástico del oso panda, ni de pensar, cada vez que me giro hacia la
mesa en que reposa la enorme cabeza del muñeco, que dentro de una
semana, mientras los otros padres encabecen la manifestación en
solidaridad con nuestros hijos −los
chavales de Beirut−
y en contra del montaje policial y judicial del que son víctimas, yo
estaré dentro de ese muñeco, a cientos de kilómetros, dando saltos
y haciendo cucamonas sobre un escenario, en un concierto de los
Lendakaris Muertos.
Jueves,
20 de abril de 2023
Hoy
me ha tocado el turno de mañana con mi madre en el hospital. Cuando
he llegado el médico ya estaba pasando consulta.
−¿A
qué día estamos? ¿Cuántos son treinta menos tres? −le
hacía esas y otras preguntas simples a mamá, que respondía
desconcertada y humillada, entre otras cosas porque se daba cuenta de
su torpeza, de sus errores y de la extrañeza de la situación, como
si fuera otra persona a la que no reconocía la que hablara por ella.
−No
se preocupe, es normal, después de unos días en la UCI salen
desorientados −ha
intentado calmarme el médico luego, en el pasillo, cuando le he
mostrado mi preocupación.
−Pero
¿volverá a ser… como antes?
−Bueno,
yo no sé cómo era ella antes.
−Pues…
era una mujer muy activa, estaba al día, tenía la cabeza muy bien
−he
contestado, por no decirle que desde luego mi madre antes sabía
perfectamente que treinta menos tres no eran doce y que no estábamos
en 1972.
−Sí,
tranquilo. Ustedes pueden ayudarle, hablen con ella, recuérdenle
cosas. Después de una operación como esa, de las complicaciones, la
hemorragia, tantos días sedada… es como si le hubiera pasado un
camión por encima.
Hace
unos meses —así empezó todo— durante una clase de bachata
sensual la superabuela tuvo un mareo. Al principio mis hermanos y yo
no le dimos importancia, pero unas semanas después volvió a
desvanecerse en una manifestación antitaurina. Y, poco más tarde,
cuando le sucedió de nuevo lo mismo en una salida del Kantuz2,
supimos
que los dos “mareos” anteriores no habían sido en realidad
ninguna tontería, que en el segundo de ellos incluso se la había
llevado una ambulancia a Urgencias. Ella no nos dijo nada , “por no
preocuparos; y porque os ponéis muy pesados”, se excusó. En la
tercera ocasión nos enteramos porque, tras recogerla de nuevo una
ambulancia, la dejaron en el hospital en observación durante unos
días y no tuvo más remedio que avisarnos. Le hicieron entonces
varias pruebas y descubrieron que había algo que no funcionaba bien
en su corazón.
−Habría
que sustituirle una válvula, pero es una operación de riesgo −nos
advirtió el cardiólogo.
−Bueno,
estoy harta de andar haciendo el ridículo, cayéndome por todos los
lados, como si fuera una vieja. Así que adelante −decidió
ella misma.
Pero
nosotros, sus hijos, no estábamos tan convencidos. Tal vez fuera
preferible que mamá siguiera cayéndose de vez en cuando a que no
volviera a levantarse nunca. De hecho, esta mañana, viéndola tan
vulnerable, tan envejecida, tan irreconocible, me he preguntado si no
debimos de insistirle un poco más para que se lo pensara mejor,
antes de la operación.
Cuando
he vuelto a la habitación me la he encontrado caminando hacia su
cama a trompicones, apoyada en un andador y arrastrando el gotero.
Llevaba la bata abierta por la espalda, dejando al aire un trasero
que parecía un albaricoque pocho, y uno de los faldones, empapado,
estaba convirtiendo el suelo en una pista de patinaje.
−¡Mamá,
ya sabes que no puedes ir al baño sola! −la
he reñido.
−¡Ay,
chico! Ya no puede una ni hacer pis tranquila −ha
protestado, mientras la ayudaba a cambiarse el camisón y a tumbarse
en la cama.
Al
mover las sábanas se ha elevado una vaharada de efluvios corporales,
que se ha mezclado con el aire viciado del hospital y la respiración
densa de mamá, como agua estancada en su boca. Pero también, entre
todos esos hedores, he distinguido su olor, el olor de su piel que
conservo todavía pegado a la mía y que compartimos desde que nací.
He pensado entonces en lo que me había dicho el médico, hacía
apenas unos minutos −“Hablen
con ella, recuérdenle cosas”−,
y he decidido empezar por el principio.
***
Creo
que el primero de todos mis recuerdos es el día que murió papá, en
un accidente de tráfico. Yo era muy pequeño, tenía solo tres años,
pero conservo grabada a cincel en la memoria una imagen: nosotros,
los cuatro hermanos, en el cuarto de estar, colocados, como hacen a
veces los niños, cabeza abajo en el sofá, tratando tal vez de
comprender desde esa perspectiva lo que estaba sucediendo tras el
cristal esmerilado de la cocina, en donde se distinguía la silueta
de mamá, sentada en una silla, con la cabeza entre las manos,
mientras a su alrededor se acercaban a consolarla la abuela, los tíos
y otras personas a las que no conocíamos.
Después, veo a mamá, frente a nosotros, en aquel sofá del cuarto de estar. Unos segundos antes se ha levantado de su silla en la cocina y todos le han abierto respetuosamente paso. Ella ha cerrado la puerta de la cocina, primero, y después la del cuarto de estar. Y se ha acercado a nosotros. En su rostro hay un gesto de dolor desconocido, imposible en el rostro invencible de una madre. Mamá, de todos modos, intenta dibujar una sonrisa, pero esta, tal vez porque nosotros la vemos del revés, se asemeja más bien a una grieta que se abre en un muro o a una costura que se suelta. Sergio, mi hermano mayor, al descubrirla tan abatida, hace ademán de incorporarse, como si comprendiera de repente que hay algo indecoroso o inapropiado en la postura en la que estamos, pero mamá le indica, nos indica a todos los hermanos con un gesto de su mano, que no nos movamos. Y no solo eso, después ella misma apoya la cabeza sobre el sofá, se da un pequeño impulso con las piernas y se coloca entre nosotros, haciendo igualmente el pino. Por último, mamá cierra los ojos y de la comisura de uno de ellos brota una lágrima, que se desliza por su frente y desaparece entre sus cabellos, en dirección contraria al que debía ser su cauce natural. Y así, cabeza abajo en el sofá, nos quedamos durante un buen rato los cinco, solos, aislados de todo cuanto sucede fuera de esa habitación, en una extraña paz.
LA MENTIRA ES LA QUE MANDA
Al protagonista de esta tragicómica y furiosa novela los problemas lo roen por todos los flancos. Su madre acaba de salir de la UCI y uno de sus hijos mellizos lleva varios meses en la cárcel, víctima de un montaje policial y mediático, mientras la otra viaja por Europa disfrutando de su año «orgasmus» . En medio de esa tormenta, nuestro antihéroe busca refugio bajo el disfraz de un enorme oso panda, acompañando al grupo Lendakaris Muertos en algunos de sus conciertos. Tras el éxito de Tratado de hortografía y Chucherías Herodes, esta tercera entrega de las peripecias del que fuera cantante de Los Tampones, el famoso grupo de Rock Radikal Vasco, aborda temas como la indefensión del ciudadano de a pie ante los tentáculos del poder o las relaciones familiares cuando nos convertimos a la vez en padres de hijos adolescentes y de nuestros propios padres.
Todo ello narrado con el habitual e inconfundible humor, fiero y entrañable, del autor.
“Patxi Irurzun es nuestro escritor vivo favorito” Lendakaris muertos
“Una novela tierna y cabrona” Miren Lacalle
«Hoy en día, a J.D. Salinger le llamarían el Patxi Irurzun estadounidense». Kutxi Romero (Marea)
“¿Ya estás con tus gansadas otra vez, hijo?” Blanca Ilundain, madre del autor
“Hoy en día una orquesta de salsa como la nuestra es una apuesta suicida” Julen Leuza
Publicado en Igandea+, suplemento dominical de diarios Grupo Noticias (versión extendida) 04/08/24
Si todo va como debe ir, cuando se
publique esta entrevista Julen Leuza, director musical, compositor y
arreglista de Goxua’n Salsa, ya se habrá recuperado de los que
habitualmente son para él unos intensos sanfermines −acompaña
desde hace años a la comparsa de Gigantes y Cabezudos como gaitero
por las mañanas y por las tardes a la charanga de una peña−
pero estará sumergido de lleno en los conciertos que afronta este
verano esta peculiar y numerosa orquesta, compuesta por colombianos y
navarros, y que cuenta en su repertorio con varios temas de salsa
cantados en euskera. Tras la gran acogida de su primer trabajo, en el
que incluyeron la arriesgada versión salsera de Bueltatzen,
un tema de Berri Txarrak, en marzo publicaron el segundo disco, Urak
eginen du bide, ya con
nueve temas propios. El pasado jueves, 25 de julio telonearon en el
festival Pirineos Sur ni más ni menos que a Chucho Valdés. Aunque,
sin duda, su mayor logro ha sido poner en movimiento unas caderas a
priori tan poco engrasadas para la salsa como las nuestras.
¿Cómo surge la idea de montar un grupo tan singular como Goxua’n
Salsa?
Siempre solemos explicar que los cantantes de salsa americanos,
cuando cruzan el charco, nunca vienen con un grupo entero, suelen
venir con un productor que organiza la orquesta en cada sitio al que
van, y algunos de los que estamos en Goxuan estábamos en ese
circuito, acompañando como músicos a los cantantes que venían
solos. Fue así como conocimos y nos interesamos por este género
musical, nos empezó a gustar mucho y de una manera natural decidimos
armar una orquesta propia de salsa. Ese el gen del grupo, nosotros
arrancamos como empiezan todos los grupos, haciendo versiones, en
nuestro caso versiones de temas clásicos de salsa, luego ya dimos el
paso de hacer versiones de canciones de grupos en euskera, Berri
Txarrak, Gatibu…, con arreglos propios, y ahora estamos ya en otra
fase, que es la de hacer temas propios. Ese ha sido más o menos el
recorrido del grupo.
Un grupo o orquesta muy numeroso, con casi una quincena de
músicos…
Sí, somos catorce, y a pesar de eso la formación es bastante
estable, somos casi los mismos respecto al primer disco. Y esa es la
apuesta, ser una orquesta grande, ya nos han pedido en alguna ocasión
ir con un grupo más reducido, pero no, lo que hacemos es esto,
sabemos que hoy en día es una apuesta suicida −un grupo con tantos
músicos, con canciones largas, música vieja− pero al final hacer
algo desconocido en la zona ha sido un plus.
Y a ello se suma el combinar la salsa con el euskera. ¿Había
antecedentes?
Sí, antecedentes hay, y los reconocemos y reivindicamos además, La sonora candela, TikTara, de Zarautz, que acaba de sacar su segundo disco, los propios Joxe Ripiau, de Iñigo Muguruza, que mezclaban la salsa, cumbia, etc. con el rock… Pero como grupos de salsa tradicional, con formación de gran orquesta, con coros, vientos, etc, en realidad no se había hecho.
Y además en su caso es una orquesta formada por músicos nacidos
a ambos lados del océano…
Somos colombianos y navarros, mitad y mitad, más o menos, tendría
que pararme a contar. Los de aquí ya nos conocíamos de charangas,
el Conservatorio… Desde el principio teníamos muy claro que tenía
que ser así, que tenía que haber latinos, porque ya conocíamos a
los músicos latinos de Pamplona, habíamos tocado con ellos, y son
los verdaderos maestros, que, además, son maestros sin ser
profesores, no te dicen cómo hacer las cosas, pero tú al final te
das cuenta de cómo las van haciendo, como las sienten, y te pegas a
ellos. Al final hemos ido aprendiendo todos un poco a la vez.
Supongo que se lo preguntarán a menudo, pero ¿cómo es la
intendencia a la hora de organizar a tanta gente?
Componemos en grupos de trabajo, y en los ensayos también solemos
funcionar así casi siempre. En la parte de composición estamos
David Lotero, timbalero del grupo, y yo. Hoy en día, con las
tecnologías, componer es mucho más fácil, David por ejemplo tiene
programas de edición de música, usa bases pregrabadas de salsa y
con ello añadimos melodías, acordes, y cuando hay un esqueleto,
vamos dándole forma a la canción entre los dos, enviándonos
audios, cambiando la partitura, etc. Para las letras solemos tener
colaboradores, Claudia, la cantante, por ejemplo, ha hecho alguna
letra, también los gemelos, los otros dos cantantes… Y cuando
tenemos ese esqueleto preparado es cuando la llevamos a un ensayo,
porque empezar un ensayo desde cero sería impensable, hay que ir con
ideas cerradas para una formación tan grande. Además, los ensayos
también los solemos hacer por secciones, los cantantes por un lado,
la percusión, el piano y el bajo por otro, los vientos por otro…
Es la mejor manera para aprender y mirar las cosas al detalle, y que
los ensayos generales sean para darle las últimas vueltas a la
canción. Aunque, en realidad, ensayar todos juntos es también casi
imposible, porque cada uno tiene sus vidas y es muy difícil
coincidir.
¿Ese mezcla de navarros y colombianos ha tenido un efecto
positivo en temas como la integración? Por ejemplo, ¿qué tipo de
público va a ver sus conciertos?
Eso ha sido muy bonito para nosotros, un pequeño triunfo sin que fuera un objetivo primario del grupo, no veníamos a dar lecciones de nada, pero nos dábamos cuenta de que en nuestros conciertos se juntaba gente euskaldun con comunidad latina, más todo el ejército de las escuelas de baile, que van en masa… Y ver a toda esa gente mezclada… Algunos como yo venimos de un contexto euskaldun en el que en los conciertos somos el mismo tipo de gente, y ver que hacíamos algo que resultaba atractivo para gente tan distinta, a la que era difícil juntar en un mismo espacio, ha sido muy emocionante, la verdad.
¿Diría que había una tradición o un gusto por la salsa previo
entre nosotros, como sucede por ejemplo con las mejicanas?
No, en realidad no existe esa tradición, hubo un boom del son cubano
en los 90, con fenómenos como Buenavista Social Club, que hacían
son. El son cubano es el origen primario de la salsa. Pero de la
salsa en sí no había tradición, no se puede comparar con las
mejicanas, que son casi ya parte de nuestro imaginario cultural y del
repertorio musical de las sobremesas festivas. Aunque quién sabe,
igual nosotros estamos abriendo camino…
Hay un inconveniente, y es que igual no es la música más
apropiada para nuestras caderas.
Ja, ja, eso desde luego.
O igual es un tópico
No, no, es una realidad, pero también vemos que esta es una música
que invita al baile y cada uno la baila como le sale del cuerpo.
Luego, claro, los latinoamericanos tienen una tradición, se mueven
con mucha más soltura… Pero estamos apreciando que,
efectivamente, cada uno baila como le sale. A nosotros, los blancos
de Goxua, también nos pasa, antes parecíamos robots y ahora estamos
ya más tranquilos, nos dejamos llevar.
¿La salsa combina con todo? Porque ustedes tienen en su
repertorio versiones de grupos como Berri Txarrak…
Sí, cuando se trata de una música melódica, con una melodía
reconocible, con armonías que se pueden traspasar a otros estilos,
se puede hacer, luego ya vas viendo qué puede funcionar o con qué
te quedas más a gusto. Yo tenía claro que esa iba a ser una de las
primeras fases del grupo, tampoco es que reneguemos o queramos matar
esa parte de nosotros, seguimos tocando esas canciones, pero la idea
era partir de canciones del repertorio popular de aquí, de grupos
pop-rock, grupos que, en lo personal, yo escuchaba: Berri Txarrak,
Gatibu, Gozategi… Le di muchas vueltas y elegí las que mejor creía
que iban a casar con la salsa. Yo soy trompetista y los arreglos los
hago fundamentándome en eso, en los vientos, que es como empezar la
casa por el tejado, pero a mí me funciona, así que tiramos de ahí,
se puede decir que esa fue la puerta de entrada al panorama, y ahora
nuestra lucha es no quedarnos en “el grupo que ha hecho una versión
salsa de Berri Txarrak”, aunque nos guste mucho, y aunque detrás
de esa versión haya mucho trabajo. La de ahora es una apuesta más
arriesgada, antes teníamos esa baza de que fuera una canción
conocida… Ahora lo que queremos es conseguir esa acogida con
canciones propias, y yo creo que ya lo estamos consiguiendo, el
segundo disco, por ejemplo, tiene nueve canciones propias y una
versión de Ken Zazpi, y es un disco que está teniendo muy buena
acogida.
En lo que se refiere a las letras, también tienen un toque
popular, con referencias a barrios de Iruña como la Txantrea o La
Milagrosa…
Sí, hemos buscado referencias locales. La canción de la Txantrea
del primer disco es una versión de una canción de salsa de
Colombia, en la que hablaban de la ciudad de Cali y del barrio de
Juanchito, que nosotros lo adaptamos a la Txantrea e Iruña, y luego
está la historia de Guaguancó al chilindrón, en el que
mezclamos el patxarán con las arepas, etc. y que es la la historia
de un latino que viene a Pamplona y no le dejan entrar en las
cuadrillas, utilizando el humor para hacer una visión crítica de la
falta de integración, desde las dos partes, de quienes no se
integran, y de quienes no dejamos que se integren…
¿Que proyectos tienen de aquí en adelante?
Estamos promocionando el segundo disco, Urak eginen du bide,
que salió en marzo, y ahora vienen los conciertos de verano: este 25
de julio estaremos en Pirineos Sur, en el que seguramente será
nuestro concierto más importante hasta ahora, pues teloneamos a
Chucho Valdés y a una referencia del latin jazz, como Irakere.
También ha salido ya parte del cartel de Hatortxu Rock, donde
estaremos y que para mí ha sido la principal referencia de
conciertos grandes en mi ciudad, en Iruña. Que este grupo haya
acabado tocando ahí, con un grupo de salsa, es un triunfo personal y
colectivo muy grande.
En un grupo tan numeroso supongo que además los diferentes
componentes tendrán también otros proyectos, estarán en otras
salsas…
Sí, muchos venimos de grupos de calle, charangas, algunos somos
gaiteros, tocamos con los gigantes del barrio y también con los de
Iruña, algunos estamos también en grupos como Los Zopilotes
Txirriaos, otros venían de la Broken Brothers Brass Band, de
Skabidean…
Como Claudia Rodríguez, la cantante, que se ha convertido en uno
de los puntales del grupo
Sí, ella viene de ahí, de Skabidean, al principio no estaba con
nosotros, y fue una alegría que se incorporara, porque nos chirriaba
un poco la idea de un grupo de quince hombres sobre un escenario.
Estuvo muy bien que ella entrara y aportara una voz femenina, además
una cantante euskadun, porque ha sido muy bonito que los colombianos
cantaran en euskera, pero a la vez también un poco tortuoso para
ellos y para nosotros, por el tema de la pronunciación, etc. Ellos
se lo han trabajado y siguen cantando en directo esos temas, pero a
la vez es un alivio tener una cantante que habla euskera y que canta
en su idioma natural. Claudia es sin ninguna duda la front-woman
y casi se ha convertido en el icono de Goxua’n Salsa, y nosotros
encantados.
¿Y cree que una orquesta como Goxua’n Salsa, con tantos
componentes tendrá estabilidad, es un proyecto a largo plazo?
Aún estamos lejos de
profesionalizarnos, de que todos podamos dedicarnos a esto con
exclusividad, Ya sabíamos que no iba a ser algo inmediato, que con
dos o tres vídeos en YouTube no lo íbamos a petar, pero cada vez
nos van llamando de más sitios, notamos mejor acogida… Nuestro
camino es lento, pero vamos hacia delante.
De la Txantrea a Cali
Goxua’n Salsa se formó en Pamplona en 2020, uniendo a músicos
navarros y colombianos. Su primer disco, de título homónimo al del
grupo, llamó la atención por sus letras en euskera y por las
versiones de algunos clásicos del género, como Del puente para
allá, que establecía, nunca mejor dicho, un puente entre el
pamplonés barrio de la Txantrea y el de Juanchito en Cali, o de
canciones de grupos euskaldunes como Gozategi o Gatibu en formato
salsero (o de un chachachá a partir de un tema de Tocamas, pionero
grupo de rock iruindarra). La apuesta en su segundo trabajo, Urak
eginen du bide, publicado en marzo de este año, son los temas de
composición propia, que ya están teniendo una gran acogida, y donde
también incluyen guiños al bolero y la cumbia.
Que
nadie se dé por aludido. Con lo de imbécil me refiero a un
servidor. Una de las leyes no escritas del humor es que para reírse
de los demás antes hay que empezar por uno mismo. Imbécil
es el título de un cómic de Camille Vannier, publicado por
Astiberri, en el que la autora francesa-barcelonesa recopila una
serie de escenas patéticas de su vida. O de la vida de cualquiera.
Pasajes de nuestra biografía que a menudo quedan a resguardo en una
caja blindada de la memoria y que, por vergüenza, no solemos
compartir con nadie.
Vannier,
por ejemplo, nos relata la ocasión en que encargó por correo una
estantería para su apartamento y cuando llegó no era la que ella
esperaba. Llamó al servicio de Atención al cliente, los puso a
caldo y de repente, por las explicaciones que iba recibiendo, se dio
cuenta de que la que había errado al elegir en el catálogo era
ella. Pero ya era demasiado tarde para recular, después del pollo
que había montado, así que se mantuvo en su papel de clienta
agraviada, hasta que consiguió que le dieran la razón y le pidieran
amablemente disculpas, lo cual la hizo sentir en su fuero interno
como una miserable.
En
otra de las historietas nos cuenta la vez que tenía que coger un
vuelo a primera hora de la mañana, salió la noche anterior a tomar
un par de cervezas, que luego fueron cuatro, y luego seis… total,
que al volver a casa ya de madrugada y completamente borracha, para
poder apurar un poco más la cama al día siguiente, decidió
preparar la maleta en lugar de levantarse temprano, como tenía
pensado. Una idea que le pareció brillante hasta que al llegar a su
destino y abrir el equipaje descubrió que lo único que había
dentro era un bañador (en un lugar en el que además no había
playa).
Todos
tenemos alguno de esos pasajes lamentables en nuestras vidas. Yo los
tengo a diario. Tengo tantos que me resulta difícil elegir solo uno.
Recuerdo una vez que en un Nafarroa Oinez, en uno de los primeros en
que empezaron a usar ese engorroso sistema en el que cambias el
dinero por vales para consumir en las barras, entregué en una caseta
todo lo que llevaba en el bolsillo, y cuando fui a pedir el primer
katxi me hicieron saber que lo que yo había comprado eran en
realidad pegatinas. Por supuesto, me dio tanta lacha que no volví a
la caseta a explicar que me había equivocado. ¡Hay que ser imbécil!
(por contra para quienes me vendieron las pegatinas debí de quedar
como un tipo de lo más espléndido y solidario).
He
empatizado, pues, mucho con ese cómic de Vannier, la cual se ríe de
sí misma de tal modo que en las solapas del libro −dibujado
con trazos intencionadamente descuidados y feistas, imperfectos como
las historias que cuenta−
incluye algunos “halagos” que han dejado en sus redes sociales
varios lectores, del tipo “Si me pongo un lápiz en el culo dibujo
mejor”.
Todos somos, en fin, imbéciles. Aunque, sin duda, lo más imbéciles de todos son aquellos que no se dan cuenta.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 19/07/24