“TODOS SOMOS IGUALES ANTE LA LEY… MENOS LOS AGENTES DE LA LEY”
Con La mentira es la que manda el escritor iruindarra publica el tercero de los diarios de una antigua estrella del Rock Radikal Vasco, a la deriva en la actualidad, entre problemas con sus hijos adolescentes, trabajos precarios y otras tragicómicas peripecias.
Miren Lacalle. Iruñea.
Tras la buena acogida de las
anteriores entregas Chucherías Herodes
(2021) y, sobre todo, la primera de la saga, Tratado de
hortografía (2020), que ha
tenido varias ediciones, algunas de ellas en México o Chile, llega
esta tercera novela en la que nos encontramos al cantante de Los
Tampones atrapado entre dos frentes: la detención de uno de sus dos
hijos mellizos como consecuencia de un montaje policial y mediático,
y la enfermedad de su madre. Él, busca consuelo haciendo de Oso
Panda, la enorme mascota que irrumpe en los conciertos del grupo
Lendakaris Muertos. La novela puede leerse de manera autónoma, pero
mantiene en común con las anteriores algunas de los marcas de la
casa: humor, punk, crítica social, todo ello envuelto en el ya
característico tono del autor a caballo entre la fiereza y la
ternura.
Un título muy eskorbutiano…
Sí,
cualquiera con primero de punk sabrá que está extraído de la
canción Cerebros
destruidos, de
Eskorbuto. También valoré llamarla La
verdad es aburrida,
pero no quise ponérselo fácil a algún detractor para que dejara
caer una coma por medio: “La verdad, es aburrida”. Porque además
sería injusto, la novela, como las otras dos y como la mayoría de
lo que escribo, tiene un registro tragicómico, aborda temas serios,
pero es a la vez bastante divertida, creo yo. “La mentira es la que
manda” alude sobre todo a una de las dos tramas principales del
libro, un montaje policial y mediático en el que se ve implicado
Silvio, uno de los dos hijos del protagonista, y del que no puedo
contar demasiado, porque la información se va dando al lector de una
manera dosificada.
La mentira es la que manda es
casi un lema de los tiempos que corren…
Sí, y podría ser un lema universal, podrían suscribirlo Pedro Sánchez, Isabel Díaz Ayuso o los terraplanistas, pero ellos ya tienen sus propias máquinas de fango, como decía Umberto Eco, para defenderse de las mentiras de los demás o para publicar las suyas propias, yo lo que planteo en esta novela es la indefesión de una persona o una familia normal cuando se ven metidos de lleno y sin esperarlo en un caso que podría asemejarse a otros como el caso Altsasu o los seis de Zaragoza, y cómo lo vive, en este caso el protagonista. Podríamos decir que es un caso de lawfare doméstico, en el que se tratan las repercusiones de todo ese rodillo, las mentiras policiales, judiciales, periodísticas, desde su dimensión más íntima, menos social. Habrá quien crea que no, pero algo así nos puede pasar a cualquiera, porque todos estamos desprotegidos ante leyes como la Ley Mordaza, que lo que viene a decir es que todos somos iguales ante la ley… menos los agentes de la ley, cuya palabra o testimonios, da igual si hay evidencias que los ponen en duda o contradicen, van a prevalecer sobre los tuyos.
Esa es una de las tramas
principales, como dice, la otra es la de la superabuela. ¿De quién
estamos hablando?
Es
la madre del protagonista, que acaba de salir de un ingreso en la
UCI, y a la cual tiene que cuidar durante su convalecencia, con lo
que su relación familiar adquiere otro cariz. A menudo en la
relación de los hijos con sus padres sucede eso, comienzan a
descubrir quiénes son o qué les deben, qué han aprendido de ellos,
cuando ya es tarde, cuando enferman o mueren, cuando les gustaría
saber más sobre ellos. En este caso, además, el protagonista -es un
poco engorroso referirme a él así todo el raro, pero sigo sin
ponerle nombre-, a raíz de la enfermedad de su madre empieza a
plantearse algunas cosas sobre sí mismo, la muerte, la fugacidad de
la vida… Son preocupaciones y miedos que empiezan a asaltarte
mediada la cincuentena, a mí al menos me pasa, voy viendo como
algunos de mis libreros, periodistas, editores de confianza se
jubilan, como algunos amigos incluso mueren, como el poeta David
González, junto a quien he hecho buena parte de mi recorrido
literario, y como ese mundo va desapareciendo poco a poco… En fin,
el protagonista está en esa época en que todavía es padre de sus
hijos, aunque estos sean ya casi adultos, como él, y padre de su
madre, cuando él mismo ya se encamina también hacia el penúltimo
tramo del camino.
La superabuela es un personaje
muy potente, una mujer empoderada cuando aún ni siquiera existía
esa palabra
Sí, en otras novelas era un personaje secundario, pero en esta se ha puesto al frente. Es una mujer que se queda viuda a inicios de los 70, con cuatro hijos, y que convierte esa desgracia personal en una manera de empoderarse, efectivamente, aprovecha ese “privilegio” que le da el status social de viuda para no depender de ningún hombre, vivir “ni casada ni sepultada”, como escribió Amaia Nausia en su ensayo sobre el papel de las viudas a lo largo de la historia, y como yo mismo he vivido con mi propia madre −aunque ella no es la superabuela, o lo es solo en parte− en algunos de mis recuerdos de niñez. Otra parte, la de la enfermedad, la he construído con experiencias hospitalarias de mi suegro.
Al respecto de eso, vuelve a
jugar con ficción, realidad, autoficción… Incluso se incluye a sí
mismo como personaje
Sí,
eso es en parte para liar más la cosa. Y porque hay mucha gente que
me ha confundido en las anteriores novelas con el personaje, pues
tengo bastantes cosas en común con él: los dos somos escritores,
tenemos hijos adolescentes… pero yo no soy músico, ni he perdido a
mi pareja, como el personaje, a pesar de que mucha gente me da el
pésame.
El tema del duelo, la perdida de
Maider, la pareja del protagonista, sigue sobrevolando estas novelas
Sí,
Maider, sigue siendo ese personaje ausente pero a la vez con gran
presencia en la narración. Pero precisamente gracias a la
superabuela, a eso que comparte con ella el protagonista, su
viudedad, creo que en esta novela comienza a cerrar esa herida. En la
cubierta del libro, de hecho, aparece en banco y negro, como
desdibujándose… La cubierta, por cierto, es de Niko Vázquez, que
además de ser el bajista y fundador de M.C.D. es un estupendo
artista gráfico y que aquí utiliza un tratamiento parecido al de su
libro de fotografías del Bilbao de los 80, en este caso
reconstruyendo un garito de la época, con sus carteles de
conciertos, procesiones ateas, la beatificación del mono Txarli…
Hablando de conciertos, en esta
nueva entrega se van desgranando más temas del repertorio de Los
Tampones, además de su famoso “Estamos contra las reglas”
Sí,
están “A Bea le ha venido el periódico”, “”Con tu bandera
me limpio el perineo”, “A polvos voy a matar a un concejal de
Alianza Popular”, “Goma 2 en mi potorro”… Podían tocarlas
todas seguidas en tres o cuatro minutos. Queda claro que era un grupo
punk. Y un poco bruto.
Para acabar, ¿habrá nuevas
entregas de la saga o se quedaré en una trilogía?
Uf,
no lo sé aún. Tal y como acaba esta novela podría ser un buen
cierre, pero tengo algunas ideas e igual dentro de dos o tres años
si el personaje llama a mi puerta y si todavía me parece que no me
repito o que su mundo no se ha agotado, podría retomarlo. O si le
hacen una película, que todo puede ser… No lo sé, igual tendría
que escribir alguna más solo para que no se quedara en una trilogía,
que es algo como demasiado convencional, muy poco punk.
Hay un cuento de Iban Zaldua recopilado en su última y fantástica colección de relatos, «A escondidas», en el que el protagonista adquiere el don de la ubicuidad tras plantearse el dilema de acudir a una manifestación con cuya reivindicación de fondo está de acuerdo pero en la que sabe que se van a corear lemas con los que difiere. Con su nuevo superpoder tiene la opción de dejar al yo al que esas consignas le incomodan en casa y enviar a la mani al que quiere solidarizarse con el meollo de la protesta.
No me digan que no sería todo un chollo. Si fuéramos capaces de desdoblar de ese modo todas las personalidades que nos componen podríamos, del mismo modo, teletransportar un domingo por la mañana al monte a nuestro yo más andarín mientras en la cama se queda el más remolón; o dejar en efigie en el cumpleaños de un amiguito de nuestros hijos a uno de nosotros y mandar a otro a un concierto, al cine, a un partido…
Me siento muy interpelado por ese cuento de Zaldua porque a menudo tengo esa sensación de extrañeza o de melancolía (“Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada”, define la RAE melancolía) que me hace desear casi siempre estar en otro sitio diferente al que me encuentro o considerarme a mí mismo en todos los lugares y situaciones un extranjero, un marciano. Lo cual se agrava por el hecho de que el lugar al que quiero huir siempre cuando eso sucede, el sitio donde me gustaría estar realmente, es en casa, leyendo o escribiendo. Es decir, atrapado en un bucle, pues cuando escribo o leo lo que estoy haciendo, en el fondo, es imaginar, a su vez, que estoy en otra parte o que soy otra persona…
Dejando ese pequeño lío o inconveniente al margen, a mí particularmente me resultaría muy útil este don de la ubicuidad para hacer la comida. Cocino casi todos los días y −esto que no lo lean mis hijos− casi todos los días el resultado es desastroso. Carezco no ya de talento culinario sino de la capacidad de aprender, o, mejor dicho, del interés por hacerlo. Y creo que eso se debe a que mientras estoy preparando unas lentejas mi cabeza está a menudo en otra parte, pensando ideas para algún relato, alguna novela… Así que, si pudiera desdoblarme, tal vez mi yo cocinillas podría centrarse un poco; o incluso si ni por esas pudiera arreglar los desaguisados, nunca mejor dicho, mi yo sufridor se quedaría en la cocina soportando las quejas de mis hijos −”Está salado”, “Está soso”, “Qué asco”, etc.− mientras otro de mis yos se lamería esa herida escuchando «Sinceridad no pedida» de Ojete Calor (“Nadie te ha preguntado/Te diría lo que pienso de tu sinceridad”) o ideando la manera de perpetrar, para mi desahogo personal, un «Rubio de bote», como este, por ejemplo.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 25/05/24
Mientras conduzco voy escuchando la radio. Llueve y después sale el
sol y luego vuelve a llover otra vez. La primavera es siempre igual,
voluble. A los dos lados de la carretera los sembrados resplandecen,
con esa luz extraña y hermosa que arrojan las grietas del cielo. De
vez en cuando, me ciega el destello amarillísimo de un campo de
colza.
En el programa que sintonizo hay una sección titulada “La buena
noticia del día”. Intentan conectar con la colaboradora que suele
contar el descubrimiento de un nuevo medicamento para curar una
enfermedad rara, la reaparición de una especie animal que se creía
extinguida, la reconversión de una plaza de toros en una
biblioteca…
Pero la colaboradora no responde. Seguramente se deba a algún
problema técnico, falta de cobertura, algún cable desconectado, una
caída de la red… O puede −pienso de manera retorcida− que se
trate de una paradoja, que esa periodista que tiene que alegrar el
día a los oyentes sufra el síndrome del payaso triste, esté
pasando un mal día, no le queden fuerzas… Desde el borde de un
abismo gritar “Feel good!” deja un eco que da muy mal
rollo. Sea lo que sea, el silencio a la espera de la buena noticia
del día resulta inquietante, una metáfora un poco triste. Lo mismo
que esa norma del periodismo que sentencia que las buenas noticias no
son noticia. Tal vez por eso durante años el diario más vendido en
España fue El Caso, con sus escabrosas portadas: “Salvajamente
apuñalados”, “El cura vicioso”, “Asesinados con la barriga
llena”…
Para colmo, para llenar el horror vacui acústico que deja la
borota de la colaboradora, ponen una de Bisbal.
Así que muevo el dial. Atrapo en otra emisora, cuando ya está casi
acabando su sección, a otro colaborador que suele comentar
etimologías de palabras curiosas. Hoy explica que “trabajar”
deriva del latín vulgar tripaliare,que
era un
instrumento de tortura compuesto por tres palos de madera.
Pero bueno −me
digo−
tampoco hay que ser Corominas para saber que el trabajo es una
maldición divina. Hasta el mismísimo Jesucristo lo dijo: “Reparad
en los lirios del campo, cómo crecen, no trabajan ni hilan. Mas os
digo que ni aun Salomón con toda su gloria fue vestido como uno de
ellos”.
Veo, por cierto, mientras el coche sigue
avanzando entre campos de cultivo a través de la rectilínea
carretera, algunas amapolas y algunas desobedientes flores amarillas
de colza, que han desertado durante la siembra y han decidido crecer
en las cunetas, o entre las zarzas, solitarias y azotadas por el
viento y los tubos de escape, pero a salvo de las cuchillas de la
segadora.
Vuelvo a sintonizar la primera emisora. David
Bisbal ya ha tenido que ahogarse en sus gorgoritos. “Vamos a
intentar recuperar la conexión con nuestra colaboradora”, dice, en
efecto, la presentadora, y de nuevo se escucha un silencio tenso. Yo,
ilusionado, me
quedo a la espera de buenas noticias.
La filosofía es La Polla… Records. Eso es, al menos, lo que defiende Tomás García Azkonobieta, que acaba de publicar un ensayo en el que relaciona las letras de las canciones del grupo de Agurain con diferentes corrientes filosóficas. La idea fue en principio una maniobra pedagógica para poner cresta a la filosofía y acercarla de esa manera más pizpireta a sus alumnos de secundaria; una idea que este profesor acabó convirtiendo en libro tras romperse una pierna (los hospitales son, ciertamente, un buen sitio para reflexionar sobre la fugacidad de la vida, el acecho constante e inevitable de la muerte, etc; o como diría Evaristo: «No somos nada»).
En La filosofía es La Polla, Tomás García establece una comparación, por ejemplo, entre los filosófos cínicos (con Diógenes de Sinope a la cabeza) y los piesnegros, aquella tribu urbana que solía deambular por txoznas y conciertos −muchos de ellos de La Polla Records− acompañados por perros.
A Diógenes, que, por cierto, era también conocido como Diógenes el Perro (y de ahí viene etimológicamente la palabra cínico, que en griego vendría a significar algo así como perruno) le sudaba la polla todo (con perdón, es por seguir con la misma terminología). Solía masturbarse en público y si alguien se lo reprochaba contestaba que ojalá pudiera también aplacar su hambre frotándose la barriga. En cierta ocasión, Alejandro Magno, el hombre más poderoso sobre la faz de la tierra, le preguntó qué podía hacer por él y Diógenes le contestó que apartarse, porque le quitaba el sol; Diógenes, que tenía por casa una tinaja y vivía desprendido de cualquier bien material (aunque, paradójicamente, el síndrome de Diógenes se use para referirse a las personas que acumulan objetos), también escupió en otra ocasión en la cara de un hombre rico porque, dijo, no encontraba otro lugar más sucio donde hacerlo…
Evaristo, del mismo modo, escupe en sus canciones contra banqueros, militares, políticos, gurús… y en muchos de los casos el centro de la diana es una democracia raquítica, a la que las papeletas alimentan solo cada cuatro años. De un modo intuitivo, en las letras de La Polla hay reminiscencias de El contrato social de Rousseau, quien también ve en esa exigua representación democrática una afrenta a la soberanía personal (“Mi representación soy solo yo”, canta Evaristo en El congreso de los ratones); del anticapitalismo marxista, en Delincuencia o Venganza; de Thoreau y su desobediencia civil o su cabaña en el bosque, en La Llorona (“Voy al campo, abandonaré la ciudad”)…
La filosofía, en fin, es La Polla porque −como sucede con las canciones del filosófo patatero Evaristo− nos pone frente al espejo y nos hace conscientes de nuestro desconocimiento, nos invita a cuestionarnos todo, nos libera de ese modo de prejuicios o nos mantiene en guardia ante la estupidez y el alelamiento cada vez más rampantes.
(Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON, diarios Grupo Noticias. 27/04/24)