Existe una geografía remota cuyos mapas solo se pueden leer con los ojos cerrados. Algunos lugares a los que únicamente es posible acceder a través de la niebla del sueño. A mí, de vez en cuando, mientras duermo, se me aparece una pequeña casa, en lo alto de una colina, que a veces se alza al borde de un acantilado junto al mar y otras a la orilla de un camino. Es una casa humilde y fea, un bloque de hormigón, en realidad, con solo dos o tres camastros y un lavabo, pero a la vez te sientes allí como en un palacio o en una fortaleza, porque, aunque la casita se ubica en algún país lejano y peligroso, quienes pasan junto a ella me saludan con afecto o el rugido del océano a mis pies es el ronquido de un gigante pacífico. Creo que soy el dueño de esa casa, pero no estoy seguro. Es algo que solo sé, así como dónde se encuentra, cuando la sueño. Cada vez que lo hago la reconozco, recuerdo que ya he estado ahí antes.
No consigo identificar o conectar ese sueño con ningún lugar real, con ninguna experiencia personal, con ningún anhelo propio. Otras veces, por el contrario, los sueños, sus lugares y situaciones, son el reflejo en un espejo deformante de la vigilia. Yo, por ejemplo, sueño a menudo que estoy frente a un casillero de buzones y que aquel en el que aparece mi nombre se encuentra repleto de sobres acolchados con −intuyo− libros, discos, fanzines… en su interior. Y que tengo que sacarlos apresuradamente, dejando muchos sin recoger, porque hay alguien esperándome con la puerta del ascensor abierta. Es un sueño, o una pesadilla, que me remite a esos momentos en que mi buzón, el real, se convierte en un cofre del tesoro, pues encuentro en él un libro descatalogado que he pedido a alguna librería de viejo, un intercambio de cromos −mi última novela por tu último disco− o la obra recién publicada que generosamente me envía algún colega −la última, el diario «Días del indomable» del poeta pamplonés Alfredo Rodríguez, que es una apasionada y sincera defensa de la poesía como razón vital−.
También hay noches que sueño películas, películas hermosas, con planos cenitales, música emocionante e historias arrebatadoras, películas para ganar leones, conchas y espigas de oro, pero que se me olvidan al despertar; o madrugadas en las que tengo pesadillas clásicas y comunes en las que voy con el trasero al aire por la calle o en las que no he acabado la carrera porque me queda todavía pendiente una asignatura.
Todo esto para acabar diciendo, en esta jornada de reflexión, que este domingo hay elecciones y el programa de cierto partido es un catálogo de pesadillas realmente aterradoras. Ojalá, pues, que mañana estemos todos bien despiertos.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo noticias), 22/07/23
En el año 2000, cuando fuéramos viejos de treinta años, iríamos a
trabajar en coches voladores y comeríamos ajoarriero en pilulas y el
milenio traería, como advertían Miguel Ríos y Aldous Huxley, “un
mundo feliz, un lugar de terror, simplemente no habrá vida en el
planeta”.
Era, y es, una de las profecías clásicas de la ciencia ficción: el
apocalipsis, un fin del mundo agónico e inevitable provocado por un
chispazo nuclear o por un exterminio de la raza del mono a manos de
androides o de inteligencias artificiales que superan las de sus
creadores y se rebelan ante ellos.
Pues bien, para algunos el futuro ya está aquí y, aunque de momento
esas inteligencias artificiales solo hacen cosas inofensivas e
incluso divertidas, como convertir al papa en una estrella del trap
maqueándolo con un plumas blanco, en breve veremos cómo son capaces
también de recrear nuestras voces, nuestros físicos, nuestros
gestos y movimientos, de fabricar replicantes que pueden acabar
actuando al margen de nuestra voluntad y en contra de nuestros
principios y los de la civilización, de alterar, en fin, el curso de
los acontecimientos o de hacer indistinguible lo virtual de lo real
−a veces parece,
incluso, que ya estamos en esa pantalla, y que sujetos como Josep
Borrell, Vladimir Putin o los presentadores de Masterchef solo pueden
ser avatares de un videojuego en el que quien disputa la partida es
un chimpancé−.
En el mundo del arte y la cultura existe una especial inquietud ante
esta revuelta de las máquinas. ¿Cómo seremos capaces de distinguir
un cuadro hiperrealista de Antonio López de otro creado por una IA,
una inteligencia artificial?
¿Cuánto tardaremos en leer la primera novela escrita por un robot?
¿Hay ya una factoría que crea músicos en serie y que se llaman
todos Pablo?…
Personalmente me pongo en modo pitosino y vaticino que, por el
contrario, las inteligencias artificiales pueden suponer un acicate
para los creadores y una nueva edad de oro de la cultura, obligada
por una parte a poner esas herramientas a su servicio (el abrigo del
papa, después de todo, no lo creó una máquina, sino alguien que le
pidió a esa máquina que lo creara) y por otra a competir con esas
IA. Es decir, los artistas tendrán que esforzarse más para
conseguir obras en las que su voz propia sea singular y reconocible,
obras originales, inimitables, incluso con imperfecciones que las
hagan humanas, irreplicables por un patrón o un algoritmo. En
realidad, ya existen cientos de películas, canciones, libros creados
industrialmente, a partir de fórmulas mágicas, que acaban
convirtiéndose en productos destalentados y previsibles cuya única
función parece ser la de favorecer la siesta de quien las consume.
Por ejemplo, los telefilms de sobremesa de domingo. ¿Existe algo
peor que comenzar a ver una película y saber desde el principio qué
va a pasar −chico
conoce a chica, pertenecen a mundos distintos, se repelen, es decir,
acabarán juntos−?
Un artista con talento y con un mundo y una voz propios no tiene por
qué temer, pues, a la máquina, del mismo modo que a un maestro por
vocación no debería preocuparle que sus alumnos hagan trabajos con
ChatGPT, pues conoce las capacidades de cada uno de ellos y puede
distinguir quién ha copiado y quién no o en qué ha beneficiado o
ha perjudicado a cada cual hacerlo.
Todo ello expresado desde mi absoluto desconocimiento de la
tecnología y sus límites, pues
igual resulta que me equivoco y la inteligencia artificial también
es capaz de sustituirme a mí y este artículo que ustedes están
leyendo también podría haberlo escrito un androide.
Hace unos días estuve en el antibar. A
la puerta del mismo había un gorila, lo cual ya daba alguna pista,
pero como en vez de repartir soplamocos iba entregando a cada persona
que entraba unos auriculares, nos pudo la curiosidad. Una
vez dentro del garito, observamos que los auriculares desprendían
luces de diferentes colores −amarillo,
verde y azul−
y no tardamos en caer en la cuenta de que cada una de estas dependía
de la música que escuchabas a través de esos auriculares, la cual
tú mismo podías seleccionar manipulando un botón. En el amarillo,
rock, en el azul, electrónica, y en el verde, reguetón.
En principio, parecía una buena idea,
así cada cual podía escuchar su música preferida o incluso enviar
señales a los demás sobre sus gustos, si lo que pretendía era
hacer amigos o incluso follamigos. También resultaba bastante
divertido ver a los diferentes grupos y descubrir la heterogeneidad
de los mismos, pues en la misma cuadrilla podías encontrarte con
alguien rascando en el aire una guitarra imaginaria junto a otro que
perreaba y al lado de los anteriores a uno más haciendo el robocito.
El problema era cuando querías decirle
algo a alguno de tus acompañantes, porque tenías que quitarte los
auriculares, y entonces descubrías varias cosas: que la mayoría de
la gente canta fatal; que el rock es imbatible frente a otros estilos
cuando se trata de corear las canciones; y, lo más inquietante de
todo, que en realidad ¡nadie hablaba con los demás! (más allá de
un “Ahora vuelvo, que me estoy meando viva”).
De acuerdo, todos hemos estado en bares
en los que la música estaba alta o a los que hemos entrado
precisamente por la música, a escucharla o bailarla, en lugar de a
hablar de Dostoievski, pero también es cierto que a la mañana
siguiente nos hemos levantado afónicos porque hemos tenido que
gritar, sobreponer nuestra voz a la de King África o la de Evaristo,
incapaces de refrenar la necesidad de comunicarnos; o que incluso
cuando solo hemos bailado, la música era una comunión, algo que
compartías con el resto, te gustara más o menos, creyeras más o
menos en ella, te sintieras excomulgado si lo que sonaba te
horripilaba, porque también podías mostrar tu disconformidad, tu
falta de fe, boicoteando la canción, apoyándote en la barra o
convirtiendo tu manera de mover el esqueleto en una chirigota, en una
danza de la muerte que ridiculizaba esa música. Lo importante, en
realidad, lo que había que respetar, no era la música, sino el bar,
el bar como institución social, como espacio de encuentro, incluso
como patria o ideología común…
En el antibar, por el contrario, la
música, los auriculares, se convertían en la negación de buena
parte de todo eso, en otro tentáculo más de la hidra del
individualismo propio de esta sociedad tecnológica en la que vivimos
y en la que las redes solo sirven para atraparnos y aislarnos del
resto, no vaya a ser que nos juntemos y se nos ocurra algo. ¡Hala,
cómo se pone! Bueno, sí, en realidad supongo que quien entra a ese
local lo hace, como lo hicimos nosotros, de manera puntual, por
curiosidad o como experiencia zoológica; o que, en realidad, los
dueños del local ofrecen ese servicio para reducir decibelios o
sortear alguna normativa municipal.
En realidad, si cuento todo esto es
porque el otro día escuché en la radio que el año que viene el
bono cultural para jóvenes incluirá también los espectáculos
taurinos. Es decir, la tortura animal convertida en cultura y como
incentivo para despertar entre la chavalería los aspectos más
creativos y sensibles de su personalidad. ¡Toma antibar! Va más
allá, de hecho, que el antibar: es como si en este añadieran otro
color a los auriculares −rojo
sangre, por ejemplo−
e incluyeran un canal en el que se pudieran escuchar canciones de
José Manuel Soto. ¡La anticultura!
Todos
tenemos un pasado más o menos oscuro. Yo, por ejemplo, durante unos
años estuve trabajando en una agencia de publicidad. Fue una época
de mi vida horrible. Me he acordado de ella cuando buscando en una
tienda un producto para blanquear las juntas de las baldosas me he
topado con uno llamado Baldosinín. Y también de que en medio de
aquel horror lo más terrible era cuando me tocaba un naming
(es
decir, inventar un nombre para un producto financiero, un
medicamento, una feria industrial…; no sé, por cierto, por qué
razón en el mundo de la publicidad a todo se le ponía un nombre en
inglés, naming,
briefing, brainstorming,
si luego todos los premios en los festivales se los llevaban los
argentinos).
Cada
vez que me tocaba inventar un nombre la cabeza me echaba humo. A
pesar de lo cual salí bien parado, si me comparo con un compañero
que se pasó seis meses dedicado en exclusiva a bautizar una hipoteca
inversa y que al final daba pena, el chaval, hablando solo en voz
alta (bueno, la verdad es que además era rapero) y diciendo palabros
que solo él entendía, como “acetopih” (luego ya te explicaba
que era hipoteca al revés).
Aquello
no tenía nada que ver con Camilo
José Cela en la película de La Colmena, en la que Matías Martín,
el personaje al que interpretaba, también se dedicaba al naming
y al que los neologismos le salían como churros. “Soy inventor de
palabras. Bizcotur, dícese
del que sobre ser bisojo y mal encarado, mira con aviesa intención,
se
la regalo”,
decía.
En
el café en el que transcurría la escena, por cierto, los clientes
también buscaban nombres con las yemas de los dedos por debajo de
las mesas, que en realidad eran lápidas de cementerio. Y, de hecho,
cuando en la agencia te tocaba un naming
te caía un muerto encima. La cabeza echaba humo y total para nada,
para que el tren de vapor descarrilara, porque al final lo que uno
acababa aprendiendo era que al cliente le daba lo mismo lo que tú le
dijeras: él solo te contrataba para comprobar que aún se podían
proponer nombres más absurdos que el que tenía en mente desde el
principio y que, en realidad, no pensaba cambiar por nada del mundo.
Y es que no se puede luchar contra algunas cosas. Por ejemplo, contra un bar Manolo o un bar Las Vegas (“Siempre hay algún bar que se llama Las Vegas”, canta Diego Vasallo). Un bar Las Vegas o un bar Manolo, con sus servilletas por el suelo, el camarero que deja en la mesa la cazuela con las alubias del menú del día a diez euros, la tarta de chocolate que ha cogido sabor a cebolla en el frigo… Un bar Manolo solo se puede llamar bar Manolo (bueno, como mucho valen acrónimos del tipo bar Jonay, o sea, Jonatan+Yerai). Del mismo modo que en una pensión Manoli habrá que salir a mear fuera de la habitación o se oirán crujir las camas durante toda la noche y los gemidos y las flatulencias y las risas de los vecinos atravesarán como fantasmas las paredes. Es una cuestión de marca. Tú serás inventor de palabras, pero la señora Manoli es la que cambia las sábanas en su pensión y quien sabe que en ellas está dibujado todo el mapamundi de los sentimientos humanos, sus miserias, sus cazcarrias, los castillos en el aire, las lágrimas ahogadas en la almohada, los secretos que solo quien duerme en una pensión Manoli, y no en otra, está seguro de que le van a guardar. Cada uno, en definitiva, bautiza a sus hijos como quiere y el niño será Ceferino por mucho que el médico, o el publicista de turno, digan que han tenido que ponerle Oxígeno y que, si no, se muere o que la empresa se hunde.
Por lo demás, yo opino que Matías Martín/Camilo José Cela regaló “bizcotur” porque sabía que era una mierda de palabra.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 04/03/23
Cada mañana Google Fotos intenta usurparme la memoria y decidir por
mí cuáles son mis mejores recuerdos y momentos de hace uno, dos,
diez años, pero como inteligencia artificial todavía está un poco
verde, porque a menudo lo que aparece es la foto de un calabacín o
una pechuga de pollo empanada −mi hijo siente cada mediodía la
imperiosa necesidad de saber qué vamos a comer y yo le mandó
imágenes de lo que estoy cocinando, a las que él responde siempre
cariñoso y agradecido con un “¡Pues vaya mierda!”−.
Sin embargo, como hasta un reloj parado da la hora correcta dos veces
al día −si es de agujas−, recientemente en la aplicación
apareció una imagen que me trajo un montón de recuerdos
emocionantes. Es una foto que saqué en una exposición de la
Biblioteca General de Navarra hace algún tiempo y en la que se ven
los viejos armarios grises que había en el cuarto de préstamos de
la misma −cuando esta estaba en la Plaza de San Francisco de
Iruña−, con aquellos cajones repletos de fichas clasificadas y
escritas a máquina y con las cuales yo me hice león, aunque ya
venía cachorro de casa, donde me había amamantado con las lecturas
de El pequeño Nicolás, Mark Twain, Gloria Fuertes, Emilio
Salgari, Jack London o Mortadelo y Filemón.
Aquel pequeño cuarto, siempre abarrotado de gente y con un aire
denso, en el que se compartían el virus del conocimiento y la gripe
de la literatura, lo recuerdo como un lugar mágico, en el que había
que meter el codo para arrimarse a las susodichas cajoneras, buscar
los libros (alfabéticamente o por materias), rellenar las
solicitudes, entregarlas después en el mostrador… Venía a
continuación uno de los mejores momentos, porque entonces las
bibliotecarias pedían y recibían los libros a través de un pequeño
montacargas, y daba la impresión de que estos llegaban desde otro
mundo (en cierto modo era así). A mí me parecía que aquel trabajo
era maravilloso, sin sospechar que años más tarde el destino sería
generoso conmigo y yo mismo acabaría siendo bibliotecario.
Recuerdo también, volviendo a las cajoneras, que me impuse a mí
mismo la misión imposible de leer en orden alfabético todos los
libros, primero la A, luego la B… Así hasta que llegué a la BU,
de Bukowski y todo mi método se desbarató, pues me encontré con
media docena de fichas sobadas, amarillentas, entre las cuales
destacaba una que un adolescente de los 80 no podía obviar: La
máquina de follar (luego, eso
sí, había que pasar el mal trago, sobre todo para un chaval
enfermizamente tímido como yo, de entregar la solicitud en el
mostrador; o, peor todavía, no despistarse cuando la bibliotecaria
recibía el libro en el montacargas, para que no tuviera que gritar
“¡A ver, Patxi Irurzun, La máquina de follar!”).
El caso es que desde entonces, desde Bukowski, y después desde John
Fante, los beats, etc., hasta hoy, mis lecturas han sido caóticas,
guiadas por el azar, la intuición, la curiosidad, siguiendo siempre
ese camino misterioso y apasionante a través de los túneles
invisibles que a veces conectan unos libros, a unos autores con
otros.
Podría, en fin, seguir escribiendo
durante horas, recordando aquellos días y todas las cosas que me
sucedieron después, todos los mundos a los que viajé subido en un
montacargas, gracias a los libros. Pero el espacio de esta página se
acaba y ahora solo puedo recordar que todo empezó allí, en aquellas
cajoneras. Allí, enjaulado en aquel pequeño cuarto de la Biblioteca
General, donde me hice león y libre.