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El tipo era un figura. Los munipas lo detuvieron por hacer de caganer en el belén de la Diputación:
—¡No pueden detenerme! ¡Soy un personaje! ¡Llévense entonces también al Jesusito, por exhibicionista!— gritaba, y en apenas unos segundos, atraídos por el olor a gintonic que oreaba su aliento, a su alrededor se arracimaron decenas de amigos invisibles que regresaban a casa de empalmada de sus cenas de empresa y de cursos del INEM.
—¡Déjenme! ¡Esta es una protesta metafórica, espontánea y pacífica!— gritaba el tipo, intentando subirse los pantalones y escurrirse de los forcejeos con los policías, que comenzaban a ponerse nerviosos, al ver cómo la curiosidad crecía también entre el grupo de trabajadores que llevaban acampados ante la Diputación un mes, desde que su fábrica los había ERErizado.
—¡Déjenle! —se elevó entre la creciente multitud un clamor.
—¡Eso, déjenlo que defeque a gusto! —se solidarizó el mendigo que no tenía aspecto de serlo y que cada mañana se apostaba en aquel lugar con un cartel en el que se leía “Hoy soy yo, mañana puedes ser tú”.
—¡Fuera, fuera! —comenzó a corear la multitud, coincidiendo con la llegada de un coche oficial, del que bajó la portavoz del gobierno y consejera de cultura, turismo, culturismo, propaganda y best-sellers, quien además ejercía de presidenta en la comisión de transparencia, buenas prácticas y conciliación familiar cuando le quedaba tiempo.
—¡Detengan también a los reyes magos, por tráfico de divisas! ¡Y por hipsters! —gritaba el caganer viviente, al menos hasta que cayó el primer porrazo, en toda la boca.
—¡Mucha policía, poca diversión! —comenzaron a canturrear entonces, uniendo en cadeneta sus brazos, los cientos de personas que ya se agolpaban al otro lado de la valla, mientras a los lejos se oían ulular, como aullidos de lobos hambrientos, las sirenas azules y parpadeantes de los antidisturbios, que llegaron conduciendo en dirección contraria en apenas unos segundos, casi a la vez que los forales, la guardia civil, los secretas, una docena guardia jurados de centros comerciales y bancos de los alrededores y algún que otro militar de paisano, al que todo aquel jaleo le había pillado comprando un videojuego de de matar terroristas para regalar a sus hijos.
Llovieron hostias como panes. Y después vinieron las multas. Por ofensas a la religión. Por grabar con los móviles a la policía repartiendo pan. Por mirar con aire desafiante y con una txapela Elosegui puesta a la consejera y al jefe de la oposición, que pasaba por ahí (en este caso se inició también una reclamación a la empresa por incluir un escudo de Navarra bajo la leyenda Euskal Herria)… Además, se llevaron al caganer y a varias decenas de sus amigos invisibles a comisaría, acusados de desórdenes públicos. Y también al mendigo con su cartel “Hoy soy yo, mañana puedes ser tú”. Estuvieron detenidos 72 horas. Pasaron la Nochebuena entre rejas. Para cenar les pusieron de postre turrón del duro.
—¡Feliz Navidad! —les deseó un poli bueno, mientras se lo servía.
—Tu puta madre—se oyó murmurar a alguno, al que todavía le quedaban ánimos para levantarse la mordaza.
Y el caganer, bajándose los pantalones, preguntó, por quinta o sexta vez esa noche:
—¿Puedo ir al baño?
Publicado en Rubio de bote, magazine ON
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Es triste, pero ha tenido que morir un lector tras los enfrentamientos entre ultras de Dostoievski y Faulkner para que el gobierno haya decidido por fin tomar medidas que atajen la violencia creciente en el mundo de la literatura. Ya era hora, aunque nos tememos que el cierre de los dos clubs de lectura radicales implicados, los “Crimen y castigo Boys” y “El ruido y la furia Fondo Sur”, no va ser suficiente para acabar con esta deleznable lacra.
Anteayer mismo, tan solo 24 horas después del vil asesinato (recordemos, el lector de Faulkner murió tras ser golpeado repetidamente con una edición de tapa dura de Los hermanos Karamazov sin que nadie atendiera sus gritos de auxilio: “¡En la cabeza no, en la cabeza no!”), anteayer mismo, decíamos, podíamos ver en la televisión cómo dos tertulianos del reality-show “Escribe o muere” llegaban a las manos mientras debatían sobre la idoneidad de la métrica aplicada a un soneto de pie quebrado por uno de los concursantes durante la prueba de eliminación; o hace unos días informábamos en este periódico de los incidentes acaecidos en nuestra ciudad en la presentación de un libro de crítica literaria, en los que varias personas resultaron heridas durante las avalanchas provocadas para entrar al acto; posteriormente los altercados se extendieron a diferentes librerías del casco viejo, que fueron asaltadas por grupos de lectores que intentaban hacerse con un ejemplar de la obra empleando la fuerza y la coacción, amenazando, por ejemplo, a los libreros con tijeras con las que hacían ademán de cortar sus tarjetas de clientes.
La violencia en la literatura, por tanto no es algo puntual o asociado a pequeños grupúsculos de fanáticos, sino estructural, un mal que se alimenta desde centros de enseñanza, instituciones públicas o medios de comunicación. Cualquier padre de familia habrá tenido que soportar el bochornoso espectáculo de ver cómo en un cuentacuentos otros padres abucheaban al actor o incluso lo agredían después de que sus hijos exclamaran “¡Me aburro!”; son cada vez también más frecuentes los casos de bulling entre niños y niñas que durante los recreos, en lugar de participar en las tertulias sobre literatura juvenil, prefieren jugar a al tocasuelos o a la goma; y es extraño el chaval que no se viste con una camiseta con el rostro de Gloria Fuertes o de El pequeño Nicolás —nos referimos, por supuesto, al genuino, al de Sempé y Goscinny—.
En lo que atañe a las instituciones públicas debería resultar indignante comprobar cómo, y más en estos tiempos de crisis, las grandes editoriales, ahogadas por los fichajes multimillonarios y los adelantos estratosféricos que conceden a los escritores, incluidos poetas y microcuentistas, reciben un trato de favor o incluso se fabrican leyes ad hoc para facilitar el pago de sus deudas con Hacienda.
Tampoco los medios de comunicación estamos libres de pecado. Por citar sólo un dato, en cada telediario se dedica una media de 20,5 minutos a hablar de novedades editoriales. Desde aquí, en definitiva, abogamos por medidas más drásticas, como el cierre provisional de bibliotecas y la prohibición de la lectura a los menores de 32 años, y por la promoción entre la población de actividades más edificantes, como, por ejemplo, el fútbol.
Colaboración para mi sección Rubio de bote en el semanario ON de Diario de Noticias (Gipuzkoa, Álava y Navarra) y Deia
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Imagen tomada de http://neouniversopop.blogspot.com.es/2011/10/libros-arrojadizos.html
Una vez mi amigo Juantxo el jipi vio al calvo de la lotería en un bar del casco viejo. Apareció en el otro extremo de la barra arrastrado por una marea humana, se subió el cuello del gabán y le sopló una de sus pompas de la suerte. Después llegó otra nueva ola de clientes sedientos y el calvo desapareció, pero sobre la barra quedó su botellín de cerveza, hacia el que Juantxo se abalanzó convencido de que dentro de él encontraría el mapa del tesoro. Cuando comprobó que la botella estaba vacía, arrancó la etiqueta, un gesto que, se decía por entonces, era síntoma de insatisfacción sexual. Pero a mi amigo Juantxo el jipi no le importó. Estaba convencido de que los últimos números del código de barras coincidían con los del gordo de Navidad y de que pronto decenas de mujeres perderían la cabeza por él. Ya se veía a sí mismo a la puerta de un bar Manolo, descorchando una botella de champán delante de las cámaras y agitando inconscientemente el boleto premiado, como un reclamo para huelebraguetas, banqueros y todo tipo de delincuentes. Luego resultó que no, que aquella botella que había dejado la marea solo traía raspas de pescado y lapos de chapapote. Que el gordo tocó en Sort y al presidente de una diputación (aunque las televisiones encontraran, como siempre, un “barrio obrero muy afectado por el paro en el que la suerte ha repartido millones”, y todos tan contentos).
—Aquella noche yo me había bebido hasta el agua de los ceniceros— confiesa mi amigo Juantxo el jipi. —Pero era él. El calvo de la lotería. Lo juro.
Y yo le creo. De hecho, aquel año despidieron al calvo de la lotería; o él mismo se despidió, por dignidad profesional, después de haber errado el tiro de una de sus pompas de la suerte. Y llegaron los anuncios con famosas cantantes de ópera y su sonrisa terrorífica tatuada como una cicatriz en el rostro; y los bares Manolo se convirtieron en bares Antonio, con cafés a 21 euros y camareros de buen corazón y pobres que dan pena y ablandan el nuestro, todo para vender más boletos, en el que es el mayor negocio del año (dicen que la lotería de Navidad factura anualmente más que empresas como Zara o Hipercor, y eso vendiendo un trocito de papel que casi siempre tiene el mismo valor y provoca la misma insatisfacción que la etiqueta arrancada de un botellín de cerveza). Por lo demás, desde el spot del año pasado, el de Raphael con una careta de Raphael, el anuncio de la lotería lleva ya camino de convertirse en una tradicional e ineludible cita con el humor, en una broma gigantesca e institucional, y aunque este año hayan tratado de contrarrestar a base de sentimentalismo, se han pasado de frenada y ya circulan por doquier las parodias, los chistes y fakes, a cuenta, entre otras cosas, del sobre (incluir, en estos tiempos de desfalco generalizado que corren, un sobre en el anuncio tal vez no haya sido una buena idea).
Quizás la única manera de cortar esta dinámica sea apostando el año que viene de forma descarada por el cachondeo, no provocándolo sin querer. Volviendo, por ejemplo, a contratar al calvo de la lotería y sacándolo con peluca en un bar de casco viejo, mientras trata de pasar desapercibido cuando aparece mi amigo Juantxo el jipi, que le debe un par de hostias.
RUBIO DE BOTE. Publicado en el suplemento ON de los periódicos del Grupo Noticias.
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(La última colaboración para RUBIO DE BOTE, mi sección quincenal en ON, suplemento de Diario de Noticias de Álava, Gipuzkoa y Navarra y Deia)
WHATSAAPS Y UROLOGÍA
Los wathsapps los carga el diablo, sobre todo si tienes los dedos gordos o tontorrones, y a mí en las clases de pretecnología del cole se me rompían siempre todos los pelos de la sierra al cortar la chapa ocume.
“Todo bien en mi pito”, he escrito en mi móvil al salir de la consulta, pero al apretar a enviar me he dado cuenta de que estaba haciéndolo al grupo de madres y padres del colegio, que era en el que tenía abierta la última conversación, la cual versaba sobre una fiesta de cumpleaños.
—¡No, no, no! –he empezado a agitar el móvil, como si se tratara de una maraca o el mensaje fuera una piecita suelta que podía extraer de él. Demasiado tarde. Inmediatamente después he tenido que explicar la situación: “Glups, este whatsapp era para mi mujer, vengo de una revisión rutinaria en el urólogo”.
Mi pito, además, es reincidente. Hace unos días envié sin darme cuenta mi informe médico a una conocida revista de humor que me había pedido un ejemplar de mi libro La tristeza de las tiendas de pelucas, interesada en publicar una reseña o alguno de los relatos. Había metido el informe dentro del libro para, después de pasar por Correos, ir al centro de salud y pedir la cita de la revisión. “El informe que va adjunto al libro no es un relato. Por favor, destruidlo”, expliqué en otro watshapp al redactor jefe de la revista, y adjunté uno de esos iconos sonrientes y que guiñan el ojo, pero nada más enviarlo me di cuenta de que eso podía interpretarse como una ironía y tal vez conseguía el efecto contrario y publicaban el informe, creyendo que se trataba de un experimento de vanguardia literaria. Así que esta mañana, después de salir de la consulta, me he pasado por un kiosko de prensa y he ojeado la revista de humor con el alma en vilo y, mientras lo hacía, no he podido dejar de imaginarme a los redactores pasándose mi informe médico y haciendo bromas, “¿Has leído a Patxi Irurzun? ¡Es la polla!”, todo eso mientras en mi bolsillo el móvil se convertía en un animal salvaje y vibrante que no dejaba de revolverse furioso.
“32 mensajes”, he visto después, tras cerrar la revista y comprobar aliviado que los avatares de mi aparato genital no eran todavía de dominio público, al menos si no entendíamos por tal al grupo de whatsapp de la escuela, puesto que no he tardado en darme cuenta de que todos y cada uno de esos 32 mensajes eran del siguiente cariz: “Yo llevaré bizcocho y zumo. Recuerdos al pito de Patxi”.
A mi pito, por lo demás, no le pasa nada raro. Tengo una revisión anual urológica desde que hace años me extirparon un pequeño tumor benigno en la vejiga. “El tabaco”, dijeron los médicos, pero yo, que en realidad apenas fumaba, pensé “El trabajo” porque por entonces hacía turnos de doce horas en una fábrica. Pero esa es otra historia.
El caso es que al mediodía, cuando he ido a buscar a los niños a la escuela, no ha tardado en acercárseme un padre, con una sonrisita contenida:
—Es que los whatsapps los carga el diablo —me ha dicho, conciliador.
Y yo le he contestado:
—Y los pelos de las sierras de marquetería.
Pero como creo que no lo ha pillado igual se lo explico en un whatsapp. Si es que consigo enviárselo a él.
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—Y hoy en nuestro programa de cocina, RequeteChef , los concursantes se enfrentarán a uno de sus mayores retos: cocinarán una paella y ganará la prueba de inmunidad aquel que mejor ensalce a los golpistas del 23 F.
—¡Hala, venga, y qué más! —me revuelvo en el sillón, y el meneo me hace volver en mí.
Por un momento me he quedado traspuesto frente al televisor.
—Últimamente veo demasiados programas de cocina –me digo.
Claro que igual es porque últimamente en la tele solo echan programas de cocina. Lo de antes ha sido solo una pesadilla. Pero también he visto, despierto, cómo los aspirantes —así los llaman— cocinaban para toreros o militares (al tiempo en este último caso que hacían un publirreportaje sobre el ejército de esos en los que se usan mucho pleonasmos del tipo “misión de paz”). Otro día los invitados al programa fueron embajadores de diferentes países y cada vez que se referían a ellos los presentadores decían: el excelentísimo señor embajador de Brasil fulanito de tal, la excelentísima señora embajadora de Nigeria menganita de cual… Ese día el programa duró media hora más. Luego, cuando acabó me puse a cotillear en las redes sociales para ver si a alguien le había llamado la atención todo ese lameculismo clasista, pero la gente solo comentaba que había sido injusta la expulsión de uno de los concursantes o que el plato que había cocinado otro de ellos había sido el mejor. ¿Pero cómo el mejor? ¿Lo habían probado acaso?
A mí, por el contrario, los programas de cocina me dejan mal sabor de boca. En primer lugar porque probablemente sea mejor aspirante aquel que resulte un poco notas que quien cocine para chuparse los dedos pero tenga una cara difícil de ver. Eso, de todos modos, entra dentro del lote, pues, en realidad, antes que de cocina estamos hablando de televisión, espectáculo, pura filfa… Lo que de verdad me revuelve las tripas son ciertos valores que transmite el formato: el despotismo y la mala educación, la sumisión incondicional exigida a los participantes, la competición y el malrollismo fomentado entre ellos…
El primer día que vi uno de estos programas me indignó ver a cocineros respetables convertirse—supongo que por exigencias del guión— en chuloperas, en matones de bar o en graciosos de fiesta de instituto, al dirigirse a los aspirantes, y cómo estos asumían las humillaciones, como si eso fuera lo natural y lo aceptado en cualquier tipo de relación laboral o jerárquica. Para el segundo ya no me pareció tan raro. El tercer día ya solo quería que la caja tonta me entretuviera un poco.
Tenemos unas tragaderas descomunales. El antiguo pan y circo se ha convertido hoy en tele y merluza deconstruida. Y luego pasa lo que pasa. España es una gran paella cocinada en una casa cuartel. Y RequeteChef algo más que una pesadilla. Después de todo, hace unos meses Antonio Tejero, hijo del teniente general de infausto recuerdo, conmemoró el intento de golpe de estado con una paella en el cuartel a su mando —y supongo que a costa del presupuesto público— y apenas unas semanas después, lejos de tener que devolver sus cuchillos (o sus sables), obtuvo su premio: fue ascendido a coronel. Y aquí no pasa nada. ¡Viva España!, pues. Y… bon apetit!
Publicado en mi seccción RUBIO DE BOTE para el semanario ON de los periódicos del Grupo Noticias (Página 7)
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