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El patrullero Mancuso se levantó con el cuerpo crujiendo como un mueble viejo, después de una noche demasiado corta en la que sin embargo le dio tiempo a despertarse un millón de veces. Se había quedado hasta tarde repasando la circular en la que les recordaban el reglamento a aplicar para un día como aquel, jornada de reflexión, y en su cabeza le daban vueltas todas las prohibiciones que especificaba la nueva Ley Candado. No obstante, una vez iniciada la patrulla, no tardó en entrar en acción y desentumecer los músculos. A la salida del supermercado inspeccionó el carrito de la compra de un sospechoso y descubrió varias latas de cerveza.
—¿Acaso no sabe usted que hoy está prohibido el consumo de bebidas alcohólicas?
—Por supuesto, patrullero, pero las estoy reservando para mañana, cuando den las doce de la noche y los primeros resultados anuncien que hemos ganado las elecciones.
El patrullero Mancuso se rascó la cabeza. Aquel listillo seguramente le estaba tomando el pelo, pero su argumento era irrefutable. Sin embargo, el comentario que había hecho ¿podía ser considerado como proselitismo? Sí, ¿pero a favor de quién? ¿Qué significaba ese “hemos”? ¿Le incluía a él? ¿O era aquel tipo un comunista?…
—Y además, son sin alcohol —añadió el sospechoso, antes de escurrirse con su carrito hasta su coche, que, para más inri, estaba perfectamente estacionado.
Pero pronto el patrullero Mancuso descubrió a un grupito de delincuentes con los que resarcirse. Eran diez o doce, todos llevaban coleta y estaban apoyados sobre una pared fumando y escupiendo circulitos de humo. Un caso flagrante de propaganda electoral. Mancuso decidió acercarse a ellos de incógnito, disfrazado de rapero, con la gorra del revés, una de las galletas María de su almuerzo colgando del pecho y la camiseta remangada hasta el ombligo para dejar al descubierto los calzoncillos-faja. Se metió tanto en su papel de antisistema que mientras avanzaba hacia ellos, al ver aquel humo elevándose al cielo, vino a su memoria un recuerdo infantil que lo torturaba desde que tenía conciencia democrática: aquella tarde en que, durante otra campaña electoral, al salir de la escuela junto con otros compañeros hicieron acopio por sedes de partidos y mitines de todo tipo de propaganda —folletos, papeletas…—, la apilaron en un descampado, prendieron fuego y vieron como todos los rostros de los candidatos, sus programas y promesas, se consumían y subían al cielo en una columna negra, que el viento acababa por difuminar.
Trató de borrar aquella imagen horrible de su mente y se centró en la conversación de los sospechosos: “¡Buah, primo!”, dijo uno de ellos, “¡Primo, buah!”, contestó otro, y así estuvieron durante media hora. A no ser que hablaran en clave, nada de aquello parecía atentar contra la Ley Candado. De modo que tras tragar pasivamente el humo de aquellos cigarrillos, que olían muy raro, el patrullero Mancuso continuó su ronda, amonestando alegremente a gente que hablaba en grupos de más de tres personas, o en idiomas autonómicos, y también tuvo que echar una mano a los antidisturbios en seis desahucios y un motín en la cola del banco de alimentos. Después, al acabar su jornada, regresó a casa y se puso a reflexionar, pero solo estuvo un rato, porque él ya tenía muy claro desde hacía tiempo quién le pagaba y a quién iba a votar, aparte de que si pensaba mucho al patrullero Mancuso le dolía la cabeza.
Publicado en la sección Rubio de bote del magazine ON (Grupo Noticias)
Colaboración para Rubio de bote, en ON, suplemento del Grupo Noticias (Deia, Diario de Noticias de Navarra, Álava y Gipuzkoa)
MEA CULPA
El escritor mexicano Heriberto Yépez escribía en un relato titulado Tesis sobre las presentaciones de libros: “Los escritores, salvo contadísimas excepciones, son antipáticos. Observarlos en vivo decepciona a sus lectores. Y desalienta a los que pudieron haberlo sido. (…) Sé de muchas personas que asisten a las presentaciones de libros para confirmar que el escritor es un ególatra, un torpe o un mamón”.
Bueno, al menos a las presentaciones de las que habla Yépez asistía alguien. Por lo general, no hay nada más desangelado que una presentación de un libro. Cuando alguien suele preguntarnos a los escritores qué tal fue la nuestra —para a continuación añadir que no pudieron ir por tal o cual motivo— la respuesta automática es “Muy bien, muy bien”; o quizás, si el escritor es un poco más humilde, “Muy bien, estuvimos en familia, pero lo pasamos muy bien”, aunque en realidad lo que al escritor le está pasando por la cabeza sea “Una mierda, la presentación fue una puta mierda y es la última vez que hago una”, porque lo de estar en familia suele ser literal, y el público lo componen la madre o la mujer del autor, a quienes como mucho suele sumarse algún amigo o algún escritor que está presente porque al cabo de una semana también él presenta libro y espera que le devuelvan el favor.
Lo cierto es que, por lo general, una presentación de un libro no suele ser de por sí el plan más arrebatador para pasar la tarde de un viernes. Pero en realidad ese no es el problema, el problema es que leer un libro —que es lo que realmente hay que hacer con los libros, más que hablar sobre ellos—, tampoco suele ser, cada vez lo es menos, el mejor plan para pasar la tarde un viernes ni ninguna otra. Cada vez se venden menos libros, excepción hecha de autores de la talla o el tirón de Belén Esteban, o los libros que se venden son siempre los mismos, aquellos que antes de ser publicados y por tanto leídos ya son un éxito y tienen sus derechos vendidos en varios países y a una superproductora de cine. El 99% de los escritores restantes tenemos la sensación, probablemente falsa, de ser los últimos de un oficio en vías de extinción (falsa porque inventar, contar y escuchar historias es y será siempre algo inherente al género humano), y nos vemos abocados por ello para sobrevivir a hacer todo ese tipo de cosas ridículas, como presentar libros o subir fotos de los mismos a nuestro Facebook cuando milagrosamente los vemos en el escaparate de una librería, entre recetarios de cocina y novelas firmadas por famosos de todo pelaje y condición que, paradójicamente, adornan o tratan de dignificar su trayectoria con la publicación de un libro.
El factor Belén Esteban es determinante en todo este asunto, en el que en realidad de lo que se trata es de que una navajada trapera ha separado lo que es la literatura del entretenimiento o del espectáculo (con todos los matices y jirones que quedan colgando en una afirmación de ese tipo), y de que la sangre está llegando al río. Otro escritor, Patricio Pron, señalaba hace poco en un artículo que en los últimos años 72 bibliotecas públicas habían sido quemadas en las banlieus, los barrios periféricos franceses, porque, según argumentaba un joven, “las bibliotecas están allí para adormecernos. No necesitamos libros, sino trabajo”. Tal vez ese joven piense eso, o desconozca que los libros en realidad sirven para despertar o para alimentar el fuego de otra manera, porque le han hecho creer que los únicos libros que existen son los que escribe la Belén Esteban francesa. Claro que no todo es culpa de una industria editorial autodestructiva, y Patricio Pron también entonaba un mea culpa, al que me adhiero, cuando señalaba que tampoco los escritores hemos sido capaces de escribir una literatura relevante, capaz de abordar la vida y transformarla, y que a menudo nuestros libros están escritos de espaldas a la vida. Lo cual, de ser cierto, vendría a avalar la teoría de Heriberto Yépez sobre las presentaciones de libros y sobre nuestra egolatría, torpeza y mamonez.
Ayer fui a Correos para autoenviarme una carta, que escriví yena de fartas de hortografia, y así hacerme la ilusión cuando la recibía de que por una vez se dirigía a mí toda una concejal de cultura, y cuando me acerqué a la ventanilla una chica me dijo: “Ordinario”, y yo pensé si ella, además de ser una maleducada, tenía rayos filológicos en la mirada que atravesaban los sobres, pero luego ya me explicó que si quería asegurarme de que la carta llegaba lo mejor era certificarla, cosa que me pareció muy rara, es decir, para que el servicio de correos haga correctamente su trabajo tenía que pagar un poco más, no sé, es como si vas al médico y tú le dices “¿Qué tengo?”, y él te contesta “Pues más te vale que tengas dos euros, porque lleva toda la pinta de una apendicitis, pero hay que certificarlo”, el caso es que estuve un rato departiendo amablemente con la chica, tan embebidos los dos que no nos dimos cuenta de que a nuestras espaldas se había formado una cola de varios kilómetros que no era más larga porque había unos cuantos que se iban retirando, pues ya les pillaba más cerca entregar sus cartas y paquetes —con perdón—en mano, estuvimos, de hecho, la chica y yo tanto tiempo hablando de nuestras cosas, objetos directos, imperativos (como Correos), sinalefas —con perdón—, que me entraron ganas de ir al baño y, al salir de la oficina, tuve que entrar en la cafetería de al lado, en cuyo urinario estaba tan a gusto aliviándome cuando llegó un señor con gabardina y gafas de sol, que se colocó al lado y comenzó a decirme “¿Qué tal, Joe?” y otras cosas raras, que me cortaron el chorro, “¿Tienes la pasta?, seguía él, así durante un cuarto de hora, hasta que ya por fin se quitó las gafas y me confesó que era actor y que estaba ensayando para una película de gánsters, “Ya sabe, es un clásico, en las pelis se mea profusamente, todo lo que haga falta para que encajen los diálogos”, dijo, y yo le contesté que, bueno, peor era cuando ruedan escenas dentro de los coches y el conductor no mira nunca al frente”, total, que allá estuvimos hablando un rato de nuestras cosas, los romanos con reloj de muñeca, los padres de los niños americanos que siempre llegan tarde a las fiestas de fin de curso, todo eso sin dejar nunca de orinar, hasta quedar desriñonados con tanta cháchara, luego el señor ya se puso las gafas, nos despedimos, “Hasta nunca, Joe”, dijo él, y yo me fui a la barra y pedí un café, que me lo tomé leyendo el periódico, “Rajoy acusa a Podemos de buscar sus candidatos en las cafeterías”, decía un titular, lo cual, dado que yo estaba en una de ellas me pareció un poco faltón, y también un poco descafeinada la respuesta de Pablo Iglesias, más vale que luego pasé la página y ahí estaba Eduardo Galeano, y sus palabras que flotaban en el aire y lo purificaban, lo purificarían durante muchos siglos todavía después de que él se marchara, Galeano, haciendo un alegato a favor de las cafeterías, las segundas casas de los que no teníamos apartamentos en Baqueira- Beret, ah, Galeano, me hizo salir a la calle sintiéndome inocente y no un asesino en serie cualquiera que frecuenta antros de mala muerte como cafeterías u oficinas de Correos, y así, más tranquilo, volví a casa, a esperar en ella hasta el día siguiente para ver si, no sé, el cartero me traía una carta, certificada, de una koncegala de kurtura —con perdón— o algo.
Colaboración para la sección Rubio de bote del suplemento ON (Diarios de Grupo Noticias)
Un día, por fin, sus hijos cumplieron sus amenazas y llevaron al desguace su vieja furgoneta, y con ella todos sus recuerdos. Sin decirle nada, como si fuera un niño, o un viejo chocho. Pero él se las arregló para saber a dónde había ido a parar el vehículo, y al día siguiente, pidió un taxi y, en lugar de a rehabilitación, se dirigió al cementerio de coches, en las afueras de la ciudad.
—¿Por qué me deja aquí? —preguntó al conductor cuando llegaron.
El taxista le mostró el postit que él le había entregado al subir, con la dirección, y entonces recordó. No tardó en encontrar la furgoneta, aparcada de culo frente a una montaña de chatarra, como dándole la espalda, herida en su orgullo, resistiéndose a formar parte de aquel amasijo de hierros inservibles. Tampoco le costó mucho convencer a los trabajadores de que todo se había tratado de un malentendido. Siempre había sido un pico de oro, el mejor comercial del mundo. Cuando se sentó frente al volante, notó un olor extraño, a sudor ajeno, y el gemido de los muelles del asiento, al reconocerle, como si la furgoneta fuera un gato que se frotaba contra sus piernas, y al que él también acarició, dando dos palmaditas en el salpicadero, igual que hacía cada vez que regresaba a casa, tras un largo viaje. Después introdujo la llave en el contacto, la giró y el motor comenzó a ronronear.
—¿Algún problema? —le preguntó uno de los operarios, al cabo de un rato.
Paralizado con la mano sobre la palanca de cambios, sintió aquel vértigo, dentro de su cabeza, pero de repente, en cuanto dejó de pensar en ello, se desbloqueó, y recordó cómo se metía la marcha atrás. Luego arrancó, perdiéndose en la madeja de carreteras de circunvalación, bajo el cielo azul de los carteles indicadores: Vitoria. Burgos. Valladolid… Recordó también las muestras que llevaba atrás, y sonrió. Había vendido todo tipo de productos en su vida, pero sin duda aquel era uno de los más extraños. Nunca llegaría a comprender quién y por qué compraba tangas comestibles en las máquinas expendedoras de los baños de los bares, las áreas de servicio… Salamanca. Cáceres. Badajoz…
Paró a comer, y el olor a fritanga del menú del día permaneció pegado a su ropa varias horas, mientras seguía conduciendo y palpándose los sobrecitos de azúcar del café, que había guardado como siempre para los niños, a quienes hacía gracia el nombre de aquel restaurante de carretera, La Loba, impreso en ellos. Todavía condujo algunos kilómetros más, hasta que el piloto naranja de la gasolina se encendió. Se detuvo entonces en una gasolinera, llenó el depósito, pagó y salió fuera. Hacía frío, había caído ya la noche y una niebla densa lo envolvía todo. Sintió de nuevo el vértigo. ¿Dónde estaba, qué hacía ahí, qué le esperaba tras esa niebla al final de la noche?…
—¿Se encuentra bien? —le preguntó el gasolinero, al verlo apoyado en un surtidor, llorando como un niño, o como un viejo chocho.
—¿Cómo… cómo se sale de aquí? —balbuceó.
El operario señaló al frente. Él le dio las gracias y entró en la furgoneta. Después, arrancó. Cáceres. Valladolid. Vitoria… Llegó a casa por la mañana, bajo el cielo ensangrentado del amanecer y las luces de las sirenas que ululaban su nombre.
—¡Aita! —vio dirigirse, nervioso, hacia él a varios desconocidos.
Él los miró, sonrió ufano, y antes de bajar de la furgoneta, dio satisfecho dos golpecitos en el salpicadero. Había sido un largo viaje.
Publicado en Rubio de bote, sección quincenal del suplemento ON
Ilustración de Exprai www.exprai.com
El futbolista camerunés Josep Minala debe de tener ahora 18 años, pero hace uno tenía 42, y no es un viajero en el tiempo ni el protagonista de un capítulo de Doraemon, el prodigioso gato azul japonés sin orejas. Minala se convirtió polémicamente en famoso hace un año, cuando fue acusado de hacerse pasar por un juvenil del equipo italiano Lazio, a pesar de las arrugas de su rostro y su cuerpo fibroso y curtido, impropio de un tierno efebo. Al parecer, falsear la edad es una práctica habitual entre los africanos que llegan a Europa soñando con convertirse en estrellas del balompié, o más bien entre sus representantes, los traficantes de hombres y de sueños que alientan estos con un fajo de billetes y que cuando lo han amarrado los abandonan en la puerta de un centro de menores. Los futbolistas mienten porque de ese modo les resulta más sencillo entrar a picar una oportunidad en la cantera de los clubs profesionales. Lo sorprendente en el caso de Minala era la abismal diferencia entre su edad supuesta 17, y la real, 42. A Minala de repente le encontraban los periodistas en Camerún alopécicos y barrigones compañeros de colegio que juraban haber compartido pupitre con él hace más de tres décadas. La sombra de la sospecha se cernía sobre él con la misma implacabilidad que la del bigote de las atletas de la extinta República Democrática Alemana. Pero, sorprendentemente, las pruebas médicas acabaron determinando que Minala decía la verdad y tenía realmente 17 años.
Su caso dejó de tener interés en ese momento. El Minala que nos seducía era ese personaje virtual, ese Pigmalión modelado por la prensa y por nuestra imaginación, ese cuarentón capaz de reinventar su identidad de una forma totalmente inverosímil con tal de cumplir su sueño: ser una estrella del fútbol. El hombre tenaz que quizás había atravesado un continente a pie y en patera un mar voraz persiguiendo la gloria; el que, de hecho, la había alcanzado (Minala debutó con el primer equipo del Lazio). Minala despertaba en nosotros todo tipo de descabelladas fantasías. ¿Había hecho un pacto con el diablo en un cruce de caminos del desierto? ¿Era acaso un Benjamin Button africano, que nace anciano y muere niño —que envejunece, podríamos decir —?
En Italia, por lo demás, existe toda una tradición de rocambolescas historias de futbolistas negros, como la del jamaicano Luther Blissett, que pasó de convertirse en un delantero con poca puntería a dar nombre a un movimiento de guerrilla cultural que adoptó su alias para disolver la identidad en un activismo colectivo en el que todos eran nadie, y que acabó marcando con su nuevo avatar innumerables goles, como el secuestro de decenas de niños jesuses en iglesias cuyo rescate Blisset exigía ser repartido entre los necesitados.
Debe de existir un limbo, una brecha en el tiempo en donde conviven todas esas identidades suplantadas o virtuales, en la que el Joseph Minala de 42 años dicta su extraordinaria historia al reputado y a la vez anónimo —o al menos en el artículo que lo citaba— escritor que comparó hace unos días ni más ni menos que con Benedetti a un joven y popular político vasco que se ha estrenado como poeta.
A mí no me importaría nada atravesar ese limbo. Y luego volver a este. O como canta Doraemon: “Ojalá yo pudiera llegar allí al momento, ¡con la puerta mágica!”.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en el suplemento ON de Grupo Noticias
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