Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 17-02-2024
¿Por
qué en las películas siempre que llega un alumno nuevo al colegio
lo hace en mitad de una clase? Me imagino que por el mismo motivo por
el que, cuando hay una escena dentro de un coche, quien conduce mira
al copiloto en lugar de a la carretera o que cuando dos de los
protagonistas orinan en un baño público deben de haberse bebido
previamente una kupela de sidra, a juzgar por el tiempo que dura su
evacuación.
Son
códigos, convenciones aceptadas por el espectador y que, además,
tienen su lógica: durante la matusalénica meada alguien revelará,
mientras mira de reojo el aparato urinario de su interlocutor, algún
dato clave en una investigación; el conductor despistado nunca se va
a estrellar porque lo que se ve por la ventanilla es a todas luces un
paisaje falso; y si el nuevo alumno llega en mitad de la clase es
porque se subraya de ese modo su protagonismo o su diferencia frente
al resto de los alumnos que esa mañana han tenido que madrugar como
pobres pringados.
En la
vida real a algunas cosas resulta más difícil encontrarles sentido:
el otro día, por ejemplo, en una tienda de ropa vi unas chanclas con
piel de borrego. ¿Cuándo se supone que vas a usarlas? En verano tus
pies se van a convertir en chuletillas al horno, y en invierno la
parte que quede en ellos al descubierto se te va a congelar (y
tampoco puedes ir a la moda, esa horrible moda actual de los
calcetines con chanclas, porque estas de la tienda en cuestión eran
de las que se enganchan entre el dedo gordo y el siguiente, que no sé
cómo se llama).
¿Los
dedos de los pies tienen nombre, por cierto? Si extrapolamos la
nomenclatura de los de las manos, ese segundo dedo debería ser el
índice, pero, ya que hablamos de lógica, yo no conozco a nadie que
señale en una dirección o que escriba “Lávalo, guarro” en la
ventana trasera de un coche sucio con el pie (esto último está un
poco forzado, sí, pero es que he empezado este artículo con la idea
de introducir en algún momento del mismo la siguiente frase: “Los
días de lluvia son mi túnel de lavado”, a la que ya me he
acercado con este discurso, pero a la que ahora tampoco le veo ningún
sentido; y, además, la frase en cuestión ya la había escrito en el
título).
Hablando
de cosas sin sentido, y de cine, todavía me pregunto qué pintaba
Quique en Verano
Azul
o por qué todavía hay a quien la monarquía le parece defendible
cuando esto no es una película de época sino la vida real −nunca
mejor dicho−
del siglo XXI. No sé, yo no le veo utilidad alguna, es como tener
una puerta con ventana y mirilla a la vez, es decir, una bobada.
Por lo
demás, he consultado en internet y el nombre del segundo dedo del
pie es “digitus secundus pedis”, o sea, segundo dedo del pie.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 03/02/24
A medianoche, justo cuando
arrancaba el lunes más triste del año, Gorka Urbizu nos alegró el
día, nos convirtió en cenicientas al revés, poniendo a nuestros
pies esas zapatillas de cristal que son las canciones de su nuevo
disco, Hasiera bat,
el primero en solitario tras su largo y exitoso periplo en grupos
como Berri Txarrak o Peiremans.
Lo publicó por sorpresa, sin
meter ruido, sin adelantar exploradores o batiscafos en busca de
likes
en
el proceloso mar de internet o a nadie con un bombo para aporrearlo
ante
las
puertas de las revistas, las radios y las redes sociales. A pesar de
lo cual los más devotos, los que algo habíamos husmeado como
sabuesos hambrientos en
las
últimas e intrigantes pistas dejadas en el aire, allí estábamos,
con los párpados cargados por
el
plomo de la madrugada, desafiando al madrugón.
Y
mereció la pena.
El
músico de Lekunberri ha contado en algunas de las entrevistas
concedidas tras el estreno de Hasiera
bat
que
una de las razones por las que publicó su trabajo de esa manera fue
para defenderlo de la dictadura de los singles,
de
las canciones que se desguazan de la nave antes incluso de que esta
esté en órbita y caen como meteoritos en nuestros oídos,
convirtiendo los discos, en esta época en la que siempre andamos con
prisas (la mayoría de las veces para perder el tiempo mirando una
pantalla), en chatarra espacial. “Si
crees que no puedes dedicarle 34 minutos, igual no es tu disco”,
ha dicho Gorka. Y es cierto, hay que escuchar el disco completo para
comprender toda su sutileza, para disfrutar de hallazgos como esa
teoría de una simpleza tan maravillosamente esclarecedora: “Gauzak
ez dira horrela, gauzak horrelaxe daude” (Las cosas no son así,
las cosas están así); pero también es cierto −al
menos en mi caso lo es, y creo que no soy el único−
que
resulta difícil no caer rendido ante la belleza elemental de uno de
los temas en particular: Etxe
bat.
En
estos tiempos en que algunos artistas jóvenes nos hablan de sus
ambiciones desmedidas o alardean de sus sold
outs, el
rockero al que no se le cayeron los anillos al tocar frente a un solo
espectador en una sala de Nantes nos dibuja en la letra de Etxe
bat
una escena doméstica y familiar: su aita leyendo las esquelas en el
cuarto de estar, su ama pidiéndole que ponga la mesa, el perro
demandando sus caricias, y el artista, entre todos ellos, componiendo
ya, sin saberlo todavía, esta hermosa canción sobre las cosas
pequeñas e importantes y el temor a perderlas…
Gorka
Urbizu ha tenido, además, el acierto de contar y cantar todo eso con
una desnudez que redobla la emoción transmitida por este trozo de su
vida, al que nos permite asomarnos a través de una ventana que es,
en realidad, un espejo. Un espejo en el que apreciamos, gracias a la
magia de la música, el reflejo, como un cristal precioso, de
nuestras zapatillas de casa, o sea, de nuestras vidas y nuestros
días.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine On (diaarios Grupo Noticias) 06/01/24
Hace
unas semanas murió Gainsbourg, nuestro conejo enano bélier.
Algunos de ustedes se acordarán de él, porque lo he convertido en
protagonista de esta página en más de una ocasión.
Me
lo encontré una mañana tumbado en una esquina de la jaula, inmóvil,
con los ojos detenidos, mirando hacia la luz de la ventana, la boca
abierta y sus dientecillos asomando a través de ella. Cuando lo cogí
para ver si todavía le latía el corazón, estaba frío. Me pareció,
además, que apenas pesaba, como si estuviera vacío por dentro, como
si en realidad fuera una copia en 3D de sí mismo. Alrededor de su
cuerpo sin vida revoloteaba un moscardón gordo y zumbón.
Los
moscardones son los cuervos de las mascotas domésticas.
Recuerdo
que, al principio, no sentí pena, sino una especie de alivio, más
por mí mismo que por el propio conejo. Pensé que ya no tendría que
limpiarle más el cagadero. Y puede incluso que consiguiera vender la
jaula en eBay. Tal vez fuera porque llevaba ya un tiempo esperando
este momento. Hacía meses que Gainsbourg estaba sordociego. Y en las
últimas semanas le había salido una especie de tumor en el culo,
tenía incontinencia, se meaba en aspersión por toda la jaula y
fuera de ella… Pero después me invadió un sentimiento de congoja
y de culpa que todavía hoy, cuando cada mañana encuentro un hueco
en el lugar el que estaba su jaula, perdura y me roe el corazón como
si este fuera una zanahoria.
No puedo parar de
preguntarme, desde aquel día de su muerte, si cuando compré a
Gainsbourg, siendo solo un gazapo, lo salvé, le ofrecí una vida
cómoda y sin sobresaltos, o por el contrario lo condené a una
reclusión y un celibato perpetuos; si acaso lo privé de su
“conejidad” y lo convertí en un animal triste y sin otras
expectativas que salir unos minutos cada día de la jaula, arañarme
las pantorrillas mientras cocinaba, roer el cable del ordenador
−acaso
para que no escribiera más columnas sobre él−,
darle de vez en cuando un revolcón a Bardot, el mono de peluche que
le compramos para que se desfogara…
¿Cómo habría sido
Gainsbourg en otro ambiente? ¿Determina el medio, las condiciones
de vida, nuestra personalidad? Tal vez, no sé, Gainsbourg era un
conejo aventurero y follador y yo le había cortado las alas, lo
había hecho infeliz.
En fin, ya da lo mismo, ya es tarde
para lamentarse y para cambiar nada. Puede que ahora Gainsbourg, en
el cielo de los conejos, si lo hay, sea un conejito libre y alegre o
tenga siempre alguien que le compre zanahorias frescas y le corte las
uñas antes de que parezcan garfios.
Espero que sí.
Descansa en paz, Gainsbourg, amigo, fuiste un buen
conejo.
Hace unos días, a la misma hora que en Pamplona el badajo de una de las campanas de la Iglesia de San Nicolás caía sobre las terrazas de la plazuela, yo estaba leyendo un poema de Sharon Olds que se titula El pene del papa. El poema, recogido en la antología Óvulos en la mano, casualmente dice lo siguiente: “Cuelga bajo la sotana un badajo / delicado en el centro de una campana. / Se mueve cuando él se mueve, un pez fantasmagórico / en un halo de algas plateadas, el vello / balanceándose en la oscuridad y el calor, y por la noche / mientras sus ojos duermen, se levanta / en alabanza a Dios”.
Los poemas de Sharon Olds golpean de esa manera, con una contundencia que te dejaría fuera de combate si no fuera porque siempre hay en ellos también algo que te salva por la campana, una imagen brillante − un pez fantasmagórico− o un destello de delicadeza.
En otro de los poemas, Solsticio de verano, ciudad de Nueva York, un suicida depone su actitud gracias a las palabras de un policía. Tras bajar de la azotea juntos, el policía ofrece al suicida un cigarrillo, que este prende a la vez que los curiosos que esperaban ver el dramático desenlace. “Luego todos encendieron cigarrillos, y el / rojo refulgente de los extremos ardía como / las hogueras pequeñas que encendimos en la noche, / al principio, en el origen del mundo”, escribe Sharon Olds.
Casualmente también, ese mismo día yo había leído un cuento del polaco Slawomir Mrozek en el cual el bombero que hace desistir a otro suicida llega a la conclusión de que este podría en realidad haberse arrojado al vacío mucho antes de que él apareciera o de que bajo los pies de ambos se congregara un enjambre de espectadores que, en el fondo, anhelan morbosamente el salto fatal. En ambos textos hay un tránsito redentor de lo individual a lo colectivo: los suicidas salen de las burbujas asfixiantes de su existencia para arrimarse al calor común de la hoguera y ser aceptados en el grupo que, alrededor del fuego, se reúne, fuma, conversa o incluso comparte sus deseos más insanos.
A propósito de la muerte, y regresando a la plazuela de San Nicolás, fue realmente un milagro que aquel badajo suicida y volador no se llevara consigo a nadie por delante, pues cayó sobre las habitualmente concurridas terrazas durante el mediodía de un domingo de Navidad en el que, por fortuna, llovía a mares. Habría sido, desde luego, una muerte absurda, aunque ¿cuál no lo es, cuál no es una estafa y a la vez la única certeza?
También sobre la muerte reflexiona a menudo Sharon Olds en sus poemas. Como cuando en Fotografía de la niña su mirada se fija en una muchacha en el umbral de la pubertad que, durante una hambruna en Rusia a principios del siglo XX −escribe Olds− “va a morir de hambre ese invierno/junto a otros millones de personas. En la profundidad de su cuerpo/los ovarios dejan salir los primeros óvulos/dorados como gotas de grano”.
Mientras intenta
estudiar, encerrada en su cuarto, las voces de los niños de San
Ildefonso en la televisión atraviesan el pladur en un murmullo
monótono, como un rosario, o un mantra que, sin embargo, la
desconcentra. No le hace falta gran cosa para desconcentrarse, como
si supiera que, en el fondo, tiene tantas opciones de sacar la
oposición como de ganar la lotería.
La voz de uno de los
muchachos que canta los premios es extraña, grave, nueva, casi sin
usar todavía, todavía inocente. Se lo imagina con una pelusilla
sobre el labio superior, con ese bigotito entre repelente y
enternecedor, ese mostacho becario que es como un luto por el niño
que está muriendo dentro de su cuerpo.
“No te despistes”,
se riñe a sí misma, y devuelve la mirada a sus apuntes. “Artículo
35. Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al
trabajo”, repite varias veces, pero son solo palabras, que caen por
los desfiladeros de su cerebro, sin fijarse en la memoria. Piensa que
igual ya está vieja para estudiar, e incluso se siente ridícula e
ilusa haciéndolo, estafada por la vida. Y por la Constitución. Lo
que su memoria le dice es que, con sus cuarenta y cinco años, nunca
ha tenido un contrato fijo, ni un trabajo digno.
Y además le duelen
las piernas. Igual estudiar en la cama, pasar tantas horas tumbada no
es lo mejor, piensa, y también que después de hacer el examen se
apuntará al gimnasio, saldrá a andar todos los días, sacará a
mear a esos dos perros peligrosos que ahora le muerden las
pantorrillas, en un dolor sordo que le trepa hasta la cabeza y le
vuelve la sangre densa, incapaz de hacer fluir toda esa información,
todas esas leyes, con sus preámbulos, y sus disposiciones
adicionales…
El rosario de la
suerte continúa durante varios minutos. Los niños de San Ildefonso
desgranan sus cuentas en el bombo con un tedio que la va
adormeciendo, mientras piensa qué haría ella si ganara la lotería,
acabar de pagar la deuda, un viaje, arreglarse los dientes… Entre
el momento de comprar el boleto y el día del sorteo, todo el mundo
es millonario.
De repente, el
mantra se interrumpe, un alboroto se escucha al otro lado de la
pared, la voz del presentador se sobrepone sobre la del niño cantor
y la despierta de su duermevela. Supone que acaba de salir el gordo o
alguno de los premios importantes. Recuerda que tiene un décimo en
la cartera, que han comprado entre todas las chicas, pero ni siquiera
se molesta en levantarse, poner la tele y comprobar si la suerte le
ha sonreído. “No te despistes”, se repite, y vuelve a coger los
apuntes, confiando en que, a pesar de todo, algún día su vida
cambiará y podrá, por fin, dejar el Club.