La filosofía es La Polla… Records. Eso es, al menos, lo que defiende Tomás García Azkonobieta, que acaba de publicar un ensayo en el que relaciona las letras de las canciones del grupo de Agurain con diferentes corrientes filosóficas. La idea fue en principio una maniobra pedagógica para poner cresta a la filosofía y acercarla de esa manera más pizpireta a sus alumnos de secundaria; una idea que este profesor acabó convirtiendo en libro tras romperse una pierna (los hospitales son, ciertamente, un buen sitio para reflexionar sobre la fugacidad de la vida, el acecho constante e inevitable de la muerte, etc; o como diría Evaristo: «No somos nada»).
En La filosofía es La Polla, Tomás García establece una comparación, por ejemplo, entre los filosófos cínicos (con Diógenes de Sinope a la cabeza) y los piesnegros, aquella tribu urbana que solía deambular por txoznas y conciertos −muchos de ellos de La Polla Records− acompañados por perros.
A Diógenes, que, por cierto, era también conocido como Diógenes el Perro (y de ahí viene etimológicamente la palabra cínico, que en griego vendría a significar algo así como perruno) le sudaba la polla todo (con perdón, es por seguir con la misma terminología). Solía masturbarse en público y si alguien se lo reprochaba contestaba que ojalá pudiera también aplacar su hambre frotándose la barriga. En cierta ocasión, Alejandro Magno, el hombre más poderoso sobre la faz de la tierra, le preguntó qué podía hacer por él y Diógenes le contestó que apartarse, porque le quitaba el sol; Diógenes, que tenía por casa una tinaja y vivía desprendido de cualquier bien material (aunque, paradójicamente, el síndrome de Diógenes se use para referirse a las personas que acumulan objetos), también escupió en otra ocasión en la cara de un hombre rico porque, dijo, no encontraba otro lugar más sucio donde hacerlo…
Evaristo, del mismo modo, escupe en sus canciones contra banqueros, militares, políticos, gurús… y en muchos de los casos el centro de la diana es una democracia raquítica, a la que las papeletas alimentan solo cada cuatro años. De un modo intuitivo, en las letras de La Polla hay reminiscencias de El contrato social de Rousseau, quien también ve en esa exigua representación democrática una afrenta a la soberanía personal (“Mi representación soy solo yo”, canta Evaristo en El congreso de los ratones); del anticapitalismo marxista, en Delincuencia o Venganza; de Thoreau y su desobediencia civil o su cabaña en el bosque, en La Llorona (“Voy al campo, abandonaré la ciudad”)…
La filosofía, en fin, es La Polla porque −como sucede con las canciones del filosófo patatero Evaristo− nos pone frente al espejo y nos hace conscientes de nuestro desconocimiento, nos invita a cuestionarnos todo, nos libera de ese modo de prejuicios o nos mantiene en guardia ante la estupidez y el alelamiento cada vez más rampantes.
(Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON, diarios Grupo Noticias. 27/04/24)
Cuando entras a la librería de
Marcela y Rafa, a la izquierda, junto a los periódicos del día, no
te encuentras en ese lugar preferente libros de Pérez-Reverte o de
Paz Padilla, sino de autores de la tierra: noveles, glorias locales,
autoeditados… Y también libros sobre Navarra, los sanfermines,
sobre etnografía, lengua, cartografía de Euskal Herria… Si a
Marcela le ha gustado el libro (porque Marcela no es una vendedora de
libros, sino una librera a la antigua usanza, o sea, una librera que
lee) puede incluso que lo coloque en el mostrador, y que lo
recomiende entusiasmadamente a sus clientes, o que lo haga en alguna
de sus colaboraciones en la radio, o cuando le pregunten en la Feria
del libro cuál ha sido el más vendido (aunque sea una mentirijilla
y puede que el más vendido haya sido uno de algún influencer).
El párrafo anterior, sin embargo,
tiene fecha de caducidad. El próximo 16 de mayo será un día muy
triste. Marcela y Rafa echan la persiana de la pequeña librería que
desde hace tres décadas regentan en la cuesta de Santo Domingo de
Iruña, en el conocido primer tramo del encierro (durante los
encierros, por cierto, la tienda se transforma en improvisada
consigna en la que los corredores dejan en custodia sus carteras o
sus móviles).
Rafa y Marcela se jubilan,
merecidamente, después de años trabajando de luna a luna, como
licántropos de los libros: preparando, a deshoras, pedidos,
cuadrando facturas y albaranes, rastreando como sabuesos libros
descatalogados, avisando a los clientes cuando llegan, fotocopiando
carnets, desempaquetando cajas con gomas Milan, lapiceros Alpino,
colocando con mimo en el escaparate olentzeros o kilikis de goma…
No han conseguido, a pesar de
buscar con ahínco, que nadie tome el relevo para que su negocio,
sacrificado pero rentable, continúe siendo un pequeño oasis para
lectores empedernidos, euskaldunes, nostálgicos del trato personal y
humano… y la tienda reabrirá, sí, con otros dueños, pero
reduciendo su oferta a lo concerniente a los souvenirs.
¿Quién nos hará saber ahora que un autor del barrio ha escrito un
libro sobre el mono Txarli? ¿Quién preparará con la misma
diligencia los pedidos para las bibliotecas? ¿Quién nos prestará
las mesas para comer en la calle el día 6 de julio o nos invitará
al aperitivo después del txupinazo?…
Cuando la persiana de Abarzuza se
cierre definitivamente, tras ella se derrumbará todo un mundo. Es el
signo de los tiempos. Estos tiempos en los que en todas las librerías
el libro más vendido es el de una folclórica y en los que los
lectores de periódicos se convierten en exploradores urbanos. Pero
no tenemos ningún derecho, por supuesto, a que Marcela y Rafa
sientan ni siquiera una pizca de culpabilidad, al contrario. El
próximo martes, 23 de abril, es el Día del libro y ellos sacarán
por última vez sus libros a la calle. Será un buen momento para
darles un gran abrazo, agradecerles todos estos años de felicidad
lectora y desearles un gozoso retiro.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON, diarios Grupo Noticias. 29/03/24
El
otro día iba conduciendo y me topé con un accidente. Era un coche
de autoescuela, al que había arrollado un camión. El aspirante a
conductor estaba en el arcén, con una brecha en la frente y un gesto
entre Steve Urkel −
“¿He sido yo?” −
y el de un condenado a muerte.
Me pareció una escena muy triste. Pensé que quizás esa fuera la
última clase de ese alumno de autoescuela, que quizás el “shock”
−nunca
mejor dicho−
le impidiera volver a ponerse nunca al volante. Una especie de sueño
abollado.
Al
rato, llegó una ambulancia. Las sirenas
de las
ambulancias
también me parecen
muy tristes,
son
como los aullidos
de dolor de la ciudad. Y cuanto más grande es la ciudad menor es la
sensibilidad hacia esos aullidos. En las grandes ciudades las sirenas
son solo un elemento más del paisaje acústico. Un taladro
neumático, el camión de la basura, el silencio del vagón del
metro, la sirena de una ambulancia.
Me
deprimió un poco pensar en todo eso y, por
si fuera poco, mientras
esperaba en el atasco, sintonicé
las noticias en la
radio. El locutor dijo que los palés
de víveres que el
Ejército de Estados Unidos
lanzaba sobre la franja de Gaza habían descalabrado ya a varias
personas. Era
un buen resumen de la situación. Los americanos, los principales
valedores de Israel,
quienes habían
vetado una y otra vez en el Consejo de Seguridad
de la ONU las peticiones
de tregua, se presentaban
ahora como supermanes de la asistencia humanitaria. Por un lado
lanzaban
paracaídas con alimentos y medicinas y por otro abastecían
con armas a quienes
bombardeaban
y asediaban
a los gazatíes.
Quité,
asqueado, las
noticias
y puse música. Desde hacía algunos días oía en
bucle
Palabras
mágicas,
una canción de Koma incluida en su último disco. Es una canción de
reconocimiento hacia esas personas que nos salvan cada día, que
siempre están a nuestro lado, cuando nada puede ir peor, aquellas
que nos arrojan siempre luz, y a las que rara vez se lo agradecemos o
a las que, por el contrario, reprochamos solo sus errores. La canción
supongo que va dirigida a alguien en concreto, pero cada vez que la
oigo siento que a mí también me salva de mis pequeñas tragedias
cotidianas, que me llena de esperanza, a pesar de todo, en el género
humano. Siempre luz. El mundo es un barrizal, con todo su fango de
noticias deprimentes, pero en los atascos de tráfico siempre se abre
un hueco para que pasen las ambulancias. Y, quién sabe, quizás el
profesor de autoescuela también encuentre
las palabras mágicas para que su alumno accidentado regrese a la
siguiente clase, cuando
se recupere del susto y las heridas.
Siempre luz, aunque sea la de una sirena.
¡Estaban comiéndose un helado! Macron y Biden. Delante de un
enjambre de cámaras y micrófonos, mientras hablaban sobre Gaza.
¡Sobre Gaza y sus miles de muertos asesinados en hospitales,
convoyes humanitarios o escuelas! Comiéndose un helado, sonrientes,
casuals, mundanos. En realidad, ni siquieran se comían el
helado, solo lo sostenían entre sus manos, temerosos de que en
alguno de los lametones les cayera un plastón en la corbata, o, sin
que lo advirtieran, se quedara pegado a la punta de su nariz o en la
comisura de los labios, convirtiéndolos en carne de meme. Puede
incluso que lo de dentro del cucurucho ni siquiera fuera helado, sino
puré de colores, como el que usan en publicidad para que no lo
derritan los focos.
Supongo que estaba todo programado por alguno de sus asesores. ¿Con
qué objetivo? No lo sé muy bien, resulta difícil encontrar una
salida en el laberinto de hielo que debe de ser la mente de uno de
esos genios majaretas de la macropolítica y el márquetin. Los
marquetinianos no son humanos, son unos máquinas. Son gente, por
ejemplo, capaz de convencer a otra gente de que es una buena idea
cortarte la reproducción de una canción para insertar publicidad. A
mí, personalmente, me meten una cuña de Securitas en mitad de, no
sé, el Wish you were here de Pink Floyd y me entran unas
ganas locas de poner alarmas y cámaras por toda la casa. Hasta en la
jaula del conejo (y eso que hace meses que está vacía).
Es ironía, por supuesto. Pero me imagino que esas técnicas
publicitarias estarán fríamente estudiadas y darán sus resultados.
En lo de Biden y Macron el fin tiene que ser humanizar a esos dos
Masters del Universo. Míralos, qué majos, ahí, comiéndose un
helado, como cualquier ciudadano de a pie, charlando de sus cosas,
Ucrania, la industria armamentística, Netanyahu, qué sobrado el
tío, n’ est pas?, está
que se sale, ouh, yeah,
pero ya sabes qué carácter tiene, y además, ponte en su lugar…
La imagen del presidente de Estados
Unidos y del de Francia hablando sobre Gaza con un helado entre los
dedos, esos dedos que lo mismo pueden sostener un cucurucho que
apretar un botón rojo, es en realidad de una desolación y una
deshumanización aterradoras, piensen lo que piensen los máquinas de
los marquetinianos. Lo que expresa en el fondo ese gesto es el valor
−ninguno−
que dan a todas esas vidas
que cada día se pierden de manera brutal e injusta en Palestina.
En la desvergonzada comparecencia de los dos mandatarios, Biden vaticinó un alto el fuego en Gaza para el 4 de marzo. Dos días después de la escena del helado el ejército israelí bombardeaba y tiroteaba una cola de reparto de alimentos, asesinando a más de cien personas.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias). 16/03/24
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diario Grupo Noticias) 04/03/24.
En Budapest no hay rascacielos. Los
puntos más altos de la ciudad son las torres del parlamento y de la
basílica de San Esteban. Nada por encima del imperio de la ley y de
Dios. Pero los cuervos, de ese modo, vuelan a sus anchas y pueden
cagarse más a gusto sobre las estatuas de los héroes y los santos.
En las afueras de la capital húngara hay, por cierto, un museo con
las estatuas retiradas tras la caída del comunismo. Para llegar
hasta él hay que tomar dos o tres metros o autobuses que conducen
hasta el desangelado museo, que se ubica en un solar, entre otras
parcelas con chatarra o material de construcción. Las estatuas de
Béla Kun o las dedicadas a la amistad húngaro-soviética,
construidas a escala gigante para convertir a quienes las
contemplaran en hormigas, se desparraman al aire libre y pierden así
toda su majestuosidad. En un almacén medio oculto y lúgubre se
amontonan sobre palets viejos varios bustos de Lenin y Stalin. El
museo se llama Memento Park y el folleto que venden a la entrada
explica que su creación se debatió entre la idea de rememorar los
horrores de la dictadura o la de ridiculizarla. El resultado es una
mezcla de ambas cosas (y podría ser una pista para el destino de
algunos de nuestros mamotretos fascistas, como el Valle de
Cuelgamuros o el Monumento a los Caídos de Iruña: desmontarlos
pieza a pieza o, para el caso, volarlos por los aires, y exponer sus
escombros en un solar de extrarradio).
No hay apenas visitantes, de todos modos, en Memento Park, los
turistas, puestos a fotografiar estatuas, prefieren la del inspector
Colombo o las miniaturas de Drácula, el osito de Mr.Bean o la rana
Gustavo que se distribuyen por varios puntos estratégicos de la
ciudad. Por ejemplo, en la barandilla de uno de los puentes que
separan y unen a la vez Buda y Pest, representado en una de esas
miniestatuas, Francisco José I, el marido de Sissí Emperatriz, se
balancea sobre el Danubio azul, que en realidad es marrón. La
leyenda dice que quienes ven el agua del río de color azul están
enamorados. Y deben de ser unos cuantos, a juzgar por los candados
con los que está cubierta dicha barandilla. Aunque para mí que lo
único que significan esos candados es que quienes los han amarrado
son o bien unos gilipollas incivilizados o bien daltónicos.
Algo más allá, en la plaza Deák Ferenc, una anciana, escoltada por dos enormes San Bernardos sucios, toca en el acordeón una canción que se parece sospechosamente a Baldorba, de Benito Lertxundi, mientras a su alrededor los peatones deambulan entre starbucks y burrikins. El mundo es cada vez más global, y más frío, pero en Budapest, a pesar de todo, todavía uno puede tomarse una cerveza en el Kakas bar, visitar un museo de máquinas de petaco o darse un baño en una piscina termal mientras fuera de ella el termómetro hace una muesca debajo del cero.