Estos últimos días hace un calor del demonio. Y por si alguien, por
lo que sea, no se ha enterado todavía, cada telediario dedica quince
o veinte minutos a contárselo −o
a darle la brasa, ya puestos−.
“Esta noche no he pegado ojo”, sale lamentándose una señora;
o después un señoro afirma categóricamente “Es el verano más
caluroso que recuerdo”. Yo creo que que trabajan como figurantes
para la tele y que son los mismos que dicen “Era una persona muy
educada”, cuando detienen a un asesino, o “Nos hacía mucha
falta, este un barrio obrero”, cuando toca el gordo de Navidad.
Pero es cierto: la canícula es inaguantable, incluso dentro de las
casas, donde se ha colado por las ventanas, como buscando refugio de
sí misma. Así que hoy me han llevado a la piscina. Digo me han
llevado porque yo por mi propia voluntad no voy allí ni aunque me
paguen (en lugar de pagar yo los once euros que vale la entrada de la
piscina municipal, un chollo). La piscina es para mí el segundo peor
lugar después del infierno. De hecho, la única sombra que hemos
encontrado ha sido detrás de un señor con la espalda muy ancha y
con un tatuaje satánico. Unos metros más allá había unos niños
jugando a fútbol. Por suerte, lo hacían sin balón. Hacía siglos
que no veía esa especie de teatrillo: uno de ellos simulaba un chut
y el otro lo detenía con una palomita imaginaria. Me he emocionado y
todo. Hasta que cada uno ha empezado a ver un partido distinto y se
han puesto a discutir: “¡Ha entrado!”, “¡No, la he parado!”…
Era como una metáfora de la vida y las relaciones personales.
Luego el hombre con Lucifer en la espalda se ha levantado y, cuando
mi piel ha empezado a echar vapor de azufre, no me ha quedado otro
remedio que irme a bañar. No me gusta nada bañarme. Tengo los
pezones hipersensibles al cloro y el cuerpo-escombro. Me ha dado la
impresión incluso de que toda esa gente con cuerpos normativos, o
sea con tatuajes y tabletas en los abdominales, me miraban con un
poco de grima. Aunque también puede que fuera porque de camino a la
piscina, oh, balansé, balansé, me he dado cuenta de que tengo que
comprarme un bañador nuevo, con el braguero más ajustado.
Después del baño he leído un poco el periódico. Los periódicos no están diseñados para leer al aire libre, pero de todos modos he conseguido enterarme de que los que están a favor del gobierno Frankonstein critican a los partidarios del gobierno Frankenstein (no sé por qué usan ese término de manera despectiva, para mí que nadie s3e ha leído la novela. ¡Ya podían ser todos los monstruos como el de Mary Shelley, que leía a Plutarco!). También he visto que la lehendakari de Navarra en su discurso de investidura solo ha utilizado dos frases en euskera: en una se ha trabado y la otra se la ha saltado. Supongo que esa es para ella la “lógica de la realidad sociolíngüística” de la que tanto habla.
Por la tarde hemos ido a comprar un bañador nuevo a un centro
comercial. Me lo he tenido
que probar en medio de la tienda porque no encontraba los probadores.
“¡Pero hombre, entre ahí, qué asco!”, me ha señalado una
dependienta un cartel en el que se leía: Fitting room.
Yo ya lo había visto, pero pensaba que era el nombre de una marca de
ropa moderna. Igual se hubiera estado en euskera lo habría
entendido.
Hacía fresquito allí, al menos, pero los centros comerciales son mi
tercer peor lugar, después del infierno y la piscina. O sea que
hemos vuelto a casa. He puesto la tele. Seguían hablando del calor.
En fin, menudo bochorno. Nunca mejor dicho.
Publicado en «Rubio de bote», colaboreación para el magazine On (diarios Grupo Noticias), 2/10/23
Yo creo que me compraron mi primer jersey cuando tenía quince o
dieciséis años. Eso no quiere decir que hasta entonces afrontara
los inviernos a pecho descubierto, a lo que me refiero es que hasta
esa edad era mi madre la que tricotaba en casa los jerséis. No es
que mi madre fuera modista, ni mucho menos, en realidad era algo que
hacían la mayoría de las madres. De modo que el outfit de
todos los chavales de la época resultaba singular, cada uno de
aquellos jerséis era único e irrepetible. Nosotros no le dábamos,
sin embargo, ningún valor, sobre todo si tu madre no tenía mucha
maña con las agujas y a veces los jerséis te llegaban hasta las
rodillas o todo quedaba manga por hombro, nunca mejor dicho.
Por entonces las prendas industriales eran una anormalidad, que
observábamos boquiabiertos los fines de semana, cuando íbamos al
centro de la ciudad a “ver escaparates”, como se decía. Había
incluso un jugador de fútbol, Vicente Biurrun, al que su tía le
tejía los jerséis de guardameta, los cuales lució en equipos como
la Real Sociedad, Osasuna o el Athletic (donde, solía bromear, fue
el primer extranjero del club, pues nació en Brasil, a donde sus
padres, donostiarras, habían emigrado y de donde regresaron cuando
el futuro futbolista contaba cinco años).
Recuerdo muy bien aquel primer jersey que me compraron, me gustaba
mucho, era de algodón y de color lila. Estaba muy guapo con él, así
que lo llevaba al instituto todos los días, a menudo sin ningún
tipo de criterio estético, por ejemplo combinado con pantalones de
mahón o con un macuto militar en el que había escrito con un boli
BIC “Mili KK”. Mi madre solía decirme que iba hecho un
“zakarro”, y yo no lo entendía, solo lo he acabado entendiendo
cuarenta años después, cuando veo a mis hijos salir de casa con los
tobillos al aire en invierno y chanclas con calcetines de deporte en
verano.
A diferencia de los jerséis, los pantalones vaqueros sí los
comprábamos en las tiendas, pero no los mirábamos ojipláticos en
los escaparates, porque los vaqueros nuevos daban para atrás, con
aquel color azul oscuro horrible, nuevo, que había que ir
decolorando con el uso, hasta que solo dos o tres años después se
conseguía ese efecto lavado a la piedra que hoy se obtiene en
fábrica sin ninguna dificultad, gastando tres mil o cuatro mil
litros de agua de nada. Eran aquellos unos vaqueros recios,
indestructibles, que te acompañaban durante un lustro y a los que
las madres iban sacando el dobladillo, que quedaba marcado, como las
muescas de la estatura en la pared, o que estrechaban con la máquina
de coser para que nosotros nos convirtiéramos en macarras de ceñido
pantalón, como cantaba Joaquín Sabina.
Eran, en fin, otros tiempos, tan antiguos que a todo eso no se le llamaba el outfit sino las pintas.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 19/08/23
“Tranquilo,
que eso nos ha pasado a todos”, trataba de animar una de las
cocineras, que había salido a la barra para dejar una ración de
bravas, al joven camarero. La cara del chaval era un poema (nunca he
entendido esta expresión, en realidad habría que especificar un
poema de quién, ¿de Lorca, de Gloria Fuertes, de Borja Semper?). El
camarero estaba muy nervioso. Abrió dos o tres cámaras frigoríficas
hasta que encontró la botella de vino blanco. Y al servirnos la
ronda el pulso le tembló.
Le
pagamos con tarjeta y tuvo que preguntar a un compañero cómo
funcionaba el datáfono. El otro se lo explicó con desgana, como si
esa parte del trabajo no entrara en su contrato o como si él ya
hubiera pasado por ese trago tiempo atrás y hubiera tenido que
apañárselas solo. Ahora, que los demás también apechugaran.
Nos
dimos cuenta entonces, mientras bebíamos con recelo los primeros
sorbos del vino y comprobábamos que no sabía a lavavajillas, de que
el joven camarero había comenzado a trabajar ese mismo día. Y de
que seguramente nunca había estado antes a ese lado de la barra.
Un
ratito después el camarero veterano volvió a dirigirse al
debutante. “Ahora tienes media hora de descanso”, le dijo. Pero
no era que se hubiera vuelto majo de repente, sino que en realidad
esos treinta minutos también iban a ser un alivio para él, tal y
como se ocupó de dejar bien claro en cuanto el chico salió del bar:
“¡Madre del amor hermoso, menudo pipiolo!”.
Apuramos
el vino y nos fuimos. Unos minutos después nos encontramos al pobre
camarero debutante en la calle, sentado en un banco, solo, muy
quieto, como si de esa manera pudiera conseguir que su reloj no se
moviera. Daban
ganas de abrazarlo. Abrazarlo era también abrazarse a uno mismo
¿Quién no había pasado alguna vez por una situación como esa? Un
primer trabajo en el que todo es nuevo y desconocido y en el que no
das pie con bola; la sensación de desear con todas tus fuerzas estar
en otro lugar; las noches aplastantes sin pegar ojo, que pasan, sin
embargo, en un suspiro, y en las que no dejas de pensar que al
levantarte tendrás que volver al infierno; la lotería, un incendio
en el bar, un nuevo confinamiento… como única escapatoria a ese
callejón sin salida; el asco infinito de tener que volver a
preguntar al día siguiente cada duda a un anormal…
En
fin. La cara del camarero debutante, pensé, en realidad no era un
poema, sino una tragedia griega. Estuve a punto de decirle estas
palabras de Esquilo: “Lo que deba ser, será”. Pero para mí que
Esquilo escribió esa tontada su primer día de trabajo. Así que me
callé. Y nos fuimos a tomar otro vino.
Existe una geografía remota cuyos mapas solo se pueden leer con los ojos cerrados. Algunos lugares a los que únicamente es posible acceder a través de la niebla del sueño. A mí, de vez en cuando, mientras duermo, se me aparece una pequeña casa, en lo alto de una colina, que a veces se alza al borde de un acantilado junto al mar y otras a la orilla de un camino. Es una casa humilde y fea, un bloque de hormigón, en realidad, con solo dos o tres camastros y un lavabo, pero a la vez te sientes allí como en un palacio o en una fortaleza, porque, aunque la casita se ubica en algún país lejano y peligroso, quienes pasan junto a ella me saludan con afecto o el rugido del océano a mis pies es el ronquido de un gigante pacífico. Creo que soy el dueño de esa casa, pero no estoy seguro. Es algo que solo sé, así como dónde se encuentra, cuando la sueño. Cada vez que lo hago la reconozco, recuerdo que ya he estado ahí antes.
No consigo identificar o conectar ese sueño con ningún lugar real, con ninguna experiencia personal, con ningún anhelo propio. Otras veces, por el contrario, los sueños, sus lugares y situaciones, son el reflejo en un espejo deformante de la vigilia. Yo, por ejemplo, sueño a menudo que estoy frente a un casillero de buzones y que aquel en el que aparece mi nombre se encuentra repleto de sobres acolchados con −intuyo− libros, discos, fanzines… en su interior. Y que tengo que sacarlos apresuradamente, dejando muchos sin recoger, porque hay alguien esperándome con la puerta del ascensor abierta. Es un sueño, o una pesadilla, que me remite a esos momentos en que mi buzón, el real, se convierte en un cofre del tesoro, pues encuentro en él un libro descatalogado que he pedido a alguna librería de viejo, un intercambio de cromos −mi última novela por tu último disco− o la obra recién publicada que generosamente me envía algún colega −la última, el diario «Días del indomable» del poeta pamplonés Alfredo Rodríguez, que es una apasionada y sincera defensa de la poesía como razón vital−.
También hay noches que sueño películas, películas hermosas, con planos cenitales, música emocionante e historias arrebatadoras, películas para ganar leones, conchas y espigas de oro, pero que se me olvidan al despertar; o madrugadas en las que tengo pesadillas clásicas y comunes en las que voy con el trasero al aire por la calle o en las que no he acabado la carrera porque me queda todavía pendiente una asignatura.
Todo esto para acabar diciendo, en esta jornada de reflexión, que este domingo hay elecciones y el programa de cierto partido es un catálogo de pesadillas realmente aterradoras. Ojalá, pues, que mañana estemos todos bien despiertos.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo noticias), 22/07/23
En el año 2000, cuando fuéramos viejos de treinta años, iríamos a
trabajar en coches voladores y comeríamos ajoarriero en pilulas y el
milenio traería, como advertían Miguel Ríos y Aldous Huxley, “un
mundo feliz, un lugar de terror, simplemente no habrá vida en el
planeta”.
Era, y es, una de las profecías clásicas de la ciencia ficción: el
apocalipsis, un fin del mundo agónico e inevitable provocado por un
chispazo nuclear o por un exterminio de la raza del mono a manos de
androides o de inteligencias artificiales que superan las de sus
creadores y se rebelan ante ellos.
Pues bien, para algunos el futuro ya está aquí y, aunque de momento
esas inteligencias artificiales solo hacen cosas inofensivas e
incluso divertidas, como convertir al papa en una estrella del trap
maqueándolo con un plumas blanco, en breve veremos cómo son capaces
también de recrear nuestras voces, nuestros físicos, nuestros
gestos y movimientos, de fabricar replicantes que pueden acabar
actuando al margen de nuestra voluntad y en contra de nuestros
principios y los de la civilización, de alterar, en fin, el curso de
los acontecimientos o de hacer indistinguible lo virtual de lo real
−a veces parece,
incluso, que ya estamos en esa pantalla, y que sujetos como Josep
Borrell, Vladimir Putin o los presentadores de Masterchef solo pueden
ser avatares de un videojuego en el que quien disputa la partida es
un chimpancé−.
En el mundo del arte y la cultura existe una especial inquietud ante
esta revuelta de las máquinas. ¿Cómo seremos capaces de distinguir
un cuadro hiperrealista de Antonio López de otro creado por una IA,
una inteligencia artificial?
¿Cuánto tardaremos en leer la primera novela escrita por un robot?
¿Hay ya una factoría que crea músicos en serie y que se llaman
todos Pablo?…
Personalmente me pongo en modo pitosino y vaticino que, por el
contrario, las inteligencias artificiales pueden suponer un acicate
para los creadores y una nueva edad de oro de la cultura, obligada
por una parte a poner esas herramientas a su servicio (el abrigo del
papa, después de todo, no lo creó una máquina, sino alguien que le
pidió a esa máquina que lo creara) y por otra a competir con esas
IA. Es decir, los artistas tendrán que esforzarse más para
conseguir obras en las que su voz propia sea singular y reconocible,
obras originales, inimitables, incluso con imperfecciones que las
hagan humanas, irreplicables por un patrón o un algoritmo. En
realidad, ya existen cientos de películas, canciones, libros creados
industrialmente, a partir de fórmulas mágicas, que acaban
convirtiéndose en productos destalentados y previsibles cuya única
función parece ser la de favorecer la siesta de quien las consume.
Por ejemplo, los telefilms de sobremesa de domingo. ¿Existe algo
peor que comenzar a ver una película y saber desde el principio qué
va a pasar −chico
conoce a chica, pertenecen a mundos distintos, se repelen, es decir,
acabarán juntos−?
Un artista con talento y con un mundo y una voz propios no tiene por
qué temer, pues, a la máquina, del mismo modo que a un maestro por
vocación no debería preocuparle que sus alumnos hagan trabajos con
ChatGPT, pues conoce las capacidades de cada uno de ellos y puede
distinguir quién ha copiado y quién no o en qué ha beneficiado o
ha perjudicado a cada cual hacerlo.
Todo ello expresado desde mi absoluto desconocimiento de la
tecnología y sus límites, pues
igual resulta que me equivoco y la inteligencia artificial también
es capaz de sustituirme a mí y este artículo que ustedes están
leyendo también podría haberlo escrito un androide.