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Esto que voy a contar sucedió
−o
no sucedió, yo ya no sé−
hace mucho tiempo. Por primera vez en sus cien años de historia el
modesto equipo de fútbol Sporting Jamerdana consiguió clasificarse
para la final de la Copa de la República, que disputaría contra el
todopoderoso Real Madrid, el cual había ganado dicha competición en
veintitrés de sus veintidós ediciones. El partido se convirtió en
todo un acontecimiento en la ciudad. Durante la semana previa a la
final Jamerdana se engalanó con banderas del equipo y
la mayoría de sus habitantes portaron camisetas con los nombres de
los jugadores o de personajes locales ilustres: Bustingorri, Eskroto,
El Mono Txarli…
Los
jamerdanenses compartían, por una vez, un sentimiento de pertenencia
y unidad, e incluso los más reaccionarios se declaraban rojos, pues
ese era el color de la camiseta de su equipo.
Para
disfrutar del partido, el Ayuntamiento dispuso unas pantallas
gigantes en la plaza Mayor, a la cual acudió el día señalado media
ciudad. La otra media se había desplazado, en un plácido éxodo, a
Pontevedra, donde se disputaría la final.
Todo
Jamerdana, en fin, estaba con el Sporting, pero la climatología se
reveló madridista, y apenas el árbitro dio el pitido inicial se
levantó una racha de aire que tumbó una de las pantallas gigantes y
a la que siguió una violenta tormenta que dejó sin luz y sin
cobertura a la ciudad. Cuando al cabo de media hora amainó y fue
posible recuperar la conexión, lo primero que vieron los
espectadores fue un gol de su equipo, un trallazo del delantero
centro Jamalandruki, que tenía magia en sus botas.
Se
desató la locura. Los jamerdanenses saltaban, reían, lloraban, se
abrazaban, se daban muerdos… todo ello, sin reparar, o tal vez
ignorando deliberadamente, que en una esquina de la pantalla el
marcador señalaba que el Real Madrid había marcado, durante aquel
tiempo de desconexión, dos goles. “¿Alguien los ha visto?”, se
preguntaban unos a otros al acabar el partido, en el que ya no hubo
más cambios en el marcador, y continuaban los saltos, la algarabía,
los gritos… No iban a permitir que nada les aguara la fiesta otra
vez.
Por
si eso fuera poco, en las pantallas gigantes la otra mitad de la
ciudad, allí en Pontevedra, se mostraba igualmente eufórica, a
pesar de la derrota, y arropaba a su equipo, ganador moral de la
contienda, celebrando entusiasmados el mero hecho de haber llegado
hasta allí y el fin de semana tan maravilloso que habían vivido,
todo lo cual contrastaba con el comportamiento anodino de la hinchada
blanca, que asimilaba la victoria de su equipo de una manera
funcionarial y desapasionada, hasta tal punto que daba la impresión
de que habían sido ellos los derrotados.
La fiesta se prolongó en Jamerdana y Pontevedra durante toda la noche y al día siguiente el equipo fue recibido por las autoridades y aclamado por un gentío enfervorizado que coreaba el alirón. “¡Campeones!”, titularon los periódicos locales sus portadas. Fue una hipnosis colectiva, una amnesia general, una mentira compartida, como los reyes magos, lo de la mermelada, Ricky Martin y el perro o los “¡Pechos fuera!” de Afrodita. Fue bonito. Y fue, en cierto modo, cierto. El Sporting Jamerdana tal vez −yo ya no sé− perdió el partido, pero todos los jamerdanenses recuerdan aquel como el año en que la ciudad ganó la Copa.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para On, magazine de los diarios del Grupo Noticias (27/05/23)
El otro día me enteré de que existen campeonatos de rebobinado de cintas de casete con boli Bic. Bic Naranja escribe fino, Bic Cristal escribe normal. El que valía era el de cristal, cuyo grosor encajaba milimétricamente en los agujeritos de la cinta. Rebobinemos (para los nacidos en el siglo XXI): esa en apariencia absurda actividad se debía a que en ocasiones los reproductores de las cintas se tragaban las mismas o estas se enganchaban en el aparato, de modo que había que devolverlas manualmente a su estado original. El Bic Cristal, por otra parte, era un artefacto multiusos, podía convertirse también en una cerbatana a través de la que los escolares escupían emplastes de papel contra las pizarras de las aulas; o una chuleta de alta precisión, en las que los más habilidosos eran capaces de tallar con la aguja de un compás un resumen de la Crítica de la razón pura (yo nunca lo entendí muy bien, acaso porque tengo un pulso como para robar panderetas, pero también porque me parecía que si uno se tomaba la molestia de copiar tan minuciosamente aquellos datos, a la fuerza tenía que acabar por memorizarlos y entonces ya no le hacía falta la chuleta). El caso es que lo de las cintas era todo un mundo. Si tenías un casete de doble pletina te convertías en Dios. Podías grabar colecciones de canciones a la chica o el chico que te gustaba y si este o esta no era capaz de reconocer tu sensibilidad y gusto exquisito pasabas del amor al odio en un pispás. También podías grabar discos enteros, si alguien te los pedía, pero en realidad lo que contaba eran los minutos que sobraban en cada cara, que rellenabas a tu libre albedrío. Por cierto, la vida misma es a menudo como una cinta de casete. Lo que importan son esos minutos libres, en los que, cumplidas las obligaciones, nos mostramos como realmente somos. Tampoco estaría mal que, en algunas ocasiones, cuando metemos la pata o hacemos daño a alguien, hubiera alguna manera de rebobinarnos, introduciéndonos el boli Bic por el ombligo, por ejemplo. Aunque tampoco es cuestión de autolesionarse. Los casetes, de hecho, eran un material muy frágil, si uno andaba todo el día dándole al rew o al ffw la cinta acababa por romperse o arrugarse. En fin, todo esto puede sonar a nostalgia boomer, pero también es cierto que el récord de rebobinado de cintas lo tiene un chico de quince años, que consiguió dar cincuenta y una vueltas a una cinta en treinta segundos. La vida, por lo demás, da igualmente muchas vueltas −como una cinta de casete− y los malos estudiantes que tallaban chuletas en los Bic Cristal quizás hayan acabado convertidos en atinados cirujanos cardiovasculares, quién sabe.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 10/06/23
El arranque de la campaña
electoral de aquel año coincidió con el inicio de las fiestas. Sin
embargo, el día del patrón nadie sacó el tema durante la
tradicional comida. Hacía un calor bíblico y el vino entraba como
si fuera agua, entre carcajadas que se elevaban al cielo. Tras la
sobremesa, al levantarnos de la mesa, la cabeza parecía un globo de
helio, que nos hacía caminar sobre las aguas, es decir, sobre los
charcos de pis y kalimotxo, cantando con voz de pito poesías de
Quevedo, como “Déjame robar, robar tu corazón”.
A media tarde algunos se
fueron a echar una siesta, o sea, a dormir la mona, y otros por el
contrario continuamos dándole de beber mojitos y gin tonic. Las
calles estaban de lo más animadas, con su gente bailando, sus
puestos de los jipis, sus carteristas… En una esquina de la plaza
había una aglomeración, con gente que se reía y aplaudía con
entusiasmo. Nos acercamos y entre la espesura humana distinguimos una
jaima de color verde, bajo la cual, subidos sobre una tarima, había
dos tipos que parecían gemelos, con una barbita muy bien recortada y
las muñecas con pulseritas rojigualdas. Me pareció muy raro que
ambos hablaran al unísono, hasta que me di cuenta de que lo que
pasaba era que a esas alturas yo ya veía doble. El caso es que cada
vez que aquel tipo abría la boca la gente se partía el culo, con
perdón, ¡hips!
La verdad es que el tipo tenía
mucha gracia, con sus imitaciones de chistes de Arévalo, la parodia
de Martínez el Facha, o todas aquella sandeces que soltaba sobre el
feminismo, el cambio climático, la memoria histórica… Cuanto
mayor era la barbaridad más se reía el público.
Nos quedamos hasta que acabó.
Entonces todos prorrumpimos en un aplauso y nos diluimos entre las
manadas de jóvenes que llegaban en autobuses dispuestos a quemar la
noche, con katxis destellantes como antorchas entre las manos.
Todavía aguantamos un par de
horas más, ahora ya a tónicas.
Era ya casi de noche cuando, rendido y zigzagueante, de regreso a casa, lo volví a ver. Al tipo de las barbitas, cargando en una furgoneta la jaima verde, el atril desde el que había hablado… Para mi sorpresa, me di cuenta de que en el lateral de la furgo no aparecía el nombre de una compañía cómica, sino el de un partido ultra. Pensé, arrepentido, lo canelo que había sido antes, durante el mitin, y también que en lugar de haberle reído las gracias debía haberle arrojado los hielos del gin-tonic. Pero ya era demasiado tarde.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en suplemento ON (diarios Grupo Noticias), 08/07/23
Fue a principios de
los ochenta. ¡Mi primera campaña electoral, Chispas! Por entonces
el marketing estaba todavía en mantillas y los partidos no debían
de tener muy claro su target, porque no era raro que a la
puerta de los colegios aparecieran tipos que regalaban pegatinas con
propaganda política; eso o que jugaban con visión de futuro.
Los niños pegábamos
aquellas pegatinas en nuestras carpetas sin ningún criterio, unas
junto a otras o junto a un cromo de Mazinger Z o al dibujo del
monstruo de Iron Maiden. El PSOE regalaba una con forma de triangulo
en la que se leía “OTAN de entrada, no”. Era una buena tarjeta
de presentación. Había quienes repartían pegatas con ikurriñas; y
otros unas redondas con un fondo rojo sobre el que estaba impreso el
escudo de Navarra con la laureada de San Fernando. Algunos niños
llamaban a la laureada la lechuga y la recortaban con unas tijeras. A
veces también nos daban mecheros, con los logos de los partidos, que
rascábamos con la uña. Los de UCD se borraban muy fácil, con dos o
tres pasadas sus siglas desaparecían, o daba esa impresión, porque
en realidad luego siempre quedaban manchas de tinta incrustadas,
recalcitrantes, imposibles de sacar.
Los mecheros venían
muy bien para encender los Fortuna con plomo que nos vendían sueltos
en los quioscos de chuches. Y para otras cosas, que luego diré.
Fumábamos escondidos en un recoveco de la muralla, donde teníamos
la cabaña y donde guardábamos revistas con las páginas acartonadas
−la
Lib, Interviú, El Papus−
o las botellas de sifón o de cerveza que mangábamos de los camiones
de reparto. Aquellos botines y aquellas cabañas no solían durarnos
mucho, porque a veces cuando llegábamos nos encontrábamos a algún
yonki pálido, tirado entre los matorrales con una jeringuilla
colgando del brazo, y entonces salíamos corriendo como si se nos
hubiera aparecido un muerto viviente.
Un día, sobre nuestras cabezas, vimos una avioneta que recorría el cielo dejando tras de sí el raca-raca de un motor constipado. Parecía que fuera a caer en picado en cualquier momento, pero en realidad debía de tratarse de una maniobra para llamar la atención, porque de la cabina del piloto en lugar de arrojarse este en paracaídas, se desprendía una lluvia de octavillas, en busca de las cuales nos precipitamos ansiosos. Recogimos cientos de aquellas octavillas, y también otras de otros partidos, que repartían coches con altavoces y globos. Después, con aquel cargamento, volvimos a nuestro nuevo escondite en la muralla, apilamos toda la publicidad electoral, y con alguno de los mecheros que nos habían regalado a la puerta del colegio, le prendimos fuego. Por último, nos quedamos allí durante un buen rato viendo cómo las octavillas, y las promesas que en ellas hacían los partidos, ardían y se elevaban al cielo, convertidas solo en un hilo de humo negro, que el viento arrastraba y hacía desaparecer, dejando como único rastro un tufo a chamusquina.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en suplemento ON (diarios Grupo Noticias), 09/06/23
“¡Ya
no vamos a ir más con ellos!”, se solían quejar mis tíos cuando,
de pequeños, nos llevaban a mi hermano y a mí al fútbol y nosotros
nos pasábamos todo el partido leyendo “Mortadelos” en las
gradas, entre el humo de los Farias, los cariñosos recuerdos a la
madre del linier e incluso los orgasmos colectivos con los goles de
Iriguibel, Martín o Echeverría, que tampoco conseguían que
apartáramos la vista de las descacharrantes viñetas del
recientemente fallecido Ibáñez.
En
realidad mis tíos lo decían con la boca pequeña, porque a ellos
también los veíamos a veces en la casa de los abuelos leyendo el
Super
Humor
y riéndose en voz alta (esa imagen, la de alguien riéndose solo
mientras lee me parece una de las más hermosas del mundo, por
cierto).
Los
tebeos de Ibáñez (13
Rue del percebe, Rompetechos, El botones Sacarino…)
han hecho reír a varias generaciones. Ha habido, incluso, a quien,
además, le han hecho ganar mucho dinero (probablemente más que al
propio Ibáñez, que tantas veces se retrató a sí mismo como a un
trabajador esclavizado y encadenado a su tablero de dibujo), como,
por ejemplo, a aquel concursante de Pasapalabra
que recordó la respuesta que le faltaba para completar el rosco −el
nombre de una tribu africana−
gracias a una de las estrambóticas contraseñas que Mortadelo y
Filemón Pi utilizaban para entrar en la sede de la T.I.A.: “Esos
tipos con bigote tienen cara de hotentote”; contraseñas que
siempre resultaban inoportunas, pues si, por ejemplo, los dos
carpetovetónicos detectives decían “Los calvos con melena son
feos y dan pena”, casualmente pasaba junto a ellos un calvo con
melena y con muy mala uva que les soltaba un guantazo entre castizos
exabruptos.
Otra
de las cosas que aprendimos gracias a Ibañez fue a insultar:
merluzo, batracio, mono-cactus, berzotas… O a leer el futuro, pues
su agudo sentido de la observación anticipó acontecimientos como
los atentados del 11-S en alguna de sus historietas, que solía
trufar con minuciosos detalles, ratones torturando a gatos o, en el
caso que nos ocupa, un avión estrellándose contra una de las Torres
Gemelas, varios años antes de que eso ocurriera realmente (por no
hablar de que personajes como el comisario Villarejo parece
directamente un empleado de la T.I.A. o que cualquiera de nosotros ha
visto cómo entraban en nuestra casa los mismísimos Pepe Gotera y
Otilio a “arreglarnos” el baño).
El
éxito de los tebeos de Ibañez tiene seguramente que ver con eso,
con el esperpento, es decir, con el hecho de que nos devuelven a
través de la caricatura una imagen real de nosotros mismos, pues
todos somos personajes de tebeo, cutres y ridículos, y a la vez
superhéroes de barrio, que morimos cada día de manera estrepitosa
en una viñeta pero resucitamos tan ricamente en la siguiente. ¡Larga
vida, pues, a Ibáñez!
Publicado en «Rubio de bote», colaboreación para el magazine On (diarios Grupo Noticias), 05/08/23