Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine On (diaarios Grupo Noticias) 06/01/24
Hace
unas semanas murió Gainsbourg, nuestro conejo enano bélier.
Algunos de ustedes se acordarán de él, porque lo he convertido en
protagonista de esta página en más de una ocasión.
Me
lo encontré una mañana tumbado en una esquina de la jaula, inmóvil,
con los ojos detenidos, mirando hacia la luz de la ventana, la boca
abierta y sus dientecillos asomando a través de ella. Cuando lo cogí
para ver si todavía le latía el corazón, estaba frío. Me pareció,
además, que apenas pesaba, como si estuviera vacío por dentro, como
si en realidad fuera una copia en 3D de sí mismo. Alrededor de su
cuerpo sin vida revoloteaba un moscardón gordo y zumbón.
Los
moscardones son los cuervos de las mascotas domésticas.
Recuerdo
que, al principio, no sentí pena, sino una especie de alivio, más
por mí mismo que por el propio conejo. Pensé que ya no tendría que
limpiarle más el cagadero. Y puede incluso que consiguiera vender la
jaula en eBay. Tal vez fuera porque llevaba ya un tiempo esperando
este momento. Hacía meses que Gainsbourg estaba sordociego. Y en las
últimas semanas le había salido una especie de tumor en el culo,
tenía incontinencia, se meaba en aspersión por toda la jaula y
fuera de ella… Pero después me invadió un sentimiento de congoja
y de culpa que todavía hoy, cuando cada mañana encuentro un hueco
en el lugar el que estaba su jaula, perdura y me roe el corazón como
si este fuera una zanahoria.
No puedo parar de
preguntarme, desde aquel día de su muerte, si cuando compré a
Gainsbourg, siendo solo un gazapo, lo salvé, le ofrecí una vida
cómoda y sin sobresaltos, o por el contrario lo condené a una
reclusión y un celibato perpetuos; si acaso lo privé de su
“conejidad” y lo convertí en un animal triste y sin otras
expectativas que salir unos minutos cada día de la jaula, arañarme
las pantorrillas mientras cocinaba, roer el cable del ordenador
−acaso
para que no escribiera más columnas sobre él−,
darle de vez en cuando un revolcón a Bardot, el mono de peluche que
le compramos para que se desfogara…
¿Cómo habría sido
Gainsbourg en otro ambiente? ¿Determina el medio, las condiciones
de vida, nuestra personalidad? Tal vez, no sé, Gainsbourg era un
conejo aventurero y follador y yo le había cortado las alas, lo
había hecho infeliz.
En fin, ya da lo mismo, ya es tarde
para lamentarse y para cambiar nada. Puede que ahora Gainsbourg, en
el cielo de los conejos, si lo hay, sea un conejito libre y alegre o
tenga siempre alguien que le compre zanahorias frescas y le corte las
uñas antes de que parezcan garfios.
Espero que sí.
Descansa en paz, Gainsbourg, amigo, fuiste un buen
conejo.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias. 20/01/24) Foto: Shuterstock
Hace unos días, a la misma hora que en Pamplona el badajo de una de las campanas de la Iglesia de San Nicolás caía sobre las terrazas de la plazuela, yo estaba leyendo un poema de Sharon Olds que se titula El pene del papa. El poema, recogido en la antología Óvulos en la mano, casualmente dice lo siguiente: “Cuelga bajo la sotana un badajo / delicado en el centro de una campana. / Se mueve cuando él se mueve, un pez fantasmagórico / en un halo de algas plateadas, el vello / balanceándose en la oscuridad y el calor, y por la noche / mientras sus ojos duermen, se levanta / en alabanza a Dios”.
Los poemas de Sharon Olds golpean de esa manera, con una contundencia que te dejaría fuera de combate si no fuera porque siempre hay en ellos también algo que te salva por la campana, una imagen brillante − un pez fantasmagórico− o un destello de delicadeza.
En otro de los poemas, Solsticio de verano, ciudad de Nueva York, un suicida depone su actitud gracias a las palabras de un policía. Tras bajar de la azotea juntos, el policía ofrece al suicida un cigarrillo, que este prende a la vez que los curiosos que esperaban ver el dramático desenlace. “Luego todos encendieron cigarrillos, y el / rojo refulgente de los extremos ardía como / las hogueras pequeñas que encendimos en la noche, / al principio, en el origen del mundo”, escribe Sharon Olds.
Casualmente también, ese mismo día yo había leído un cuento del polaco Slawomir Mrozek en el cual el bombero que hace desistir a otro suicida llega a la conclusión de que este podría en realidad haberse arrojado al vacío mucho antes de que él apareciera o de que bajo los pies de ambos se congregara un enjambre de espectadores que, en el fondo, anhelan morbosamente el salto fatal. En ambos textos hay un tránsito redentor de lo individual a lo colectivo: los suicidas salen de las burbujas asfixiantes de su existencia para arrimarse al calor común de la hoguera y ser aceptados en el grupo que, alrededor del fuego, se reúne, fuma, conversa o incluso comparte sus deseos más insanos.
A propósito de la muerte, y regresando a la plazuela de San Nicolás, fue realmente un milagro que aquel badajo suicida y volador no se llevara consigo a nadie por delante, pues cayó sobre las habitualmente concurridas terrazas durante el mediodía de un domingo de Navidad en el que, por fortuna, llovía a mares. Habría sido, desde luego, una muerte absurda, aunque ¿cuál no lo es, cuál no es una estafa y a la vez la única certeza?
También sobre la muerte reflexiona a menudo Sharon Olds en sus poemas. Como cuando en Fotografía de la niña su mirada se fija en una muchacha en el umbral de la pubertad que, durante una hambruna en Rusia a principios del siglo XX −escribe Olds− “va a morir de hambre ese invierno/junto a otros millones de personas. En la profundidad de su cuerpo/los ovarios dejan salir los primeros óvulos/dorados como gotas de grano”.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 23/12/23
Mientras intenta
estudiar, encerrada en su cuarto, las voces de los niños de San
Ildefonso en la televisión atraviesan el pladur en un murmullo
monótono, como un rosario, o un mantra que, sin embargo, la
desconcentra. No le hace falta gran cosa para desconcentrarse, como
si supiera que, en el fondo, tiene tantas opciones de sacar la
oposición como de ganar la lotería.
La voz de uno de los
muchachos que canta los premios es extraña, grave, nueva, casi sin
usar todavía, todavía inocente. Se lo imagina con una pelusilla
sobre el labio superior, con ese bigotito entre repelente y
enternecedor, ese mostacho becario que es como un luto por el niño
que está muriendo dentro de su cuerpo.
“No te despistes”,
se riñe a sí misma, y devuelve la mirada a sus apuntes. “Artículo
35. Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al
trabajo”, repite varias veces, pero son solo palabras, que caen por
los desfiladeros de su cerebro, sin fijarse en la memoria. Piensa que
igual ya está vieja para estudiar, e incluso se siente ridícula e
ilusa haciéndolo, estafada por la vida. Y por la Constitución. Lo
que su memoria le dice es que, con sus cuarenta y cinco años, nunca
ha tenido un contrato fijo, ni un trabajo digno.
Y además le duelen
las piernas. Igual estudiar en la cama, pasar tantas horas tumbada no
es lo mejor, piensa, y también que después de hacer el examen se
apuntará al gimnasio, saldrá a andar todos los días, sacará a
mear a esos dos perros peligrosos que ahora le muerden las
pantorrillas, en un dolor sordo que le trepa hasta la cabeza y le
vuelve la sangre densa, incapaz de hacer fluir toda esa información,
todas esas leyes, con sus preámbulos, y sus disposiciones
adicionales…
El rosario de la
suerte continúa durante varios minutos. Los niños de San Ildefonso
desgranan sus cuentas en el bombo con un tedio que la va
adormeciendo, mientras piensa qué haría ella si ganara la lotería,
acabar de pagar la deuda, un viaje, arreglarse los dientes… Entre
el momento de comprar el boleto y el día del sorteo, todo el mundo
es millonario.
De repente, el
mantra se interrumpe, un alboroto se escucha al otro lado de la
pared, la voz del presentador se sobrepone sobre la del niño cantor
y la despierta de su duermevela. Supone que acaba de salir el gordo o
alguno de los premios importantes. Recuerda que tiene un décimo en
la cartera, que han comprado entre todas las chicas, pero ni siquiera
se molesta en levantarse, poner la tele y comprobar si la suerte le
ha sonreído. “No te despistes”, se repite, y vuelve a coger los
apuntes, confiando en que, a pesar de todo, algún día su vida
cambiará y podrá, por fin, dejar el Club.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON de diarios de Grupo Noticias (09/12/23)
El amor fraterno siempre ha sido considerado una amor de segunda división, o ha generado mucha menos literatura y atención si lo comparamos con el materno o paternofilial o con el amor de pareja, acaso porque los primeros hermanos de sangre, nunca mejor dicho, acabaron como acabaron, con uno descalabrando al otro con una quijada de burro, lo cual tampoco me parece nada raro, pues los pobres tenían que estar como putas cabras, si tenemos en cuenta que debían soportar a sus espaldas la responsabilidad de perpetuar la especie humana cuando la única mujer sobre la faz de la tierra es tu madre.
Acaso por ello las relaciones
entre hermanos tienen a menudo un punto de extrañeza. Un hermano es
alguien que podrías haber sido tú mismo, alguien al que han sacado
del mismo molde en otro momento de la cocción, alguien en el que te
reconoces y a la vez es otro, completamente distinto a ti. Por
supuesto, existen hermanos que a lo largo de su vida siguen siendo
uña y carne, muchas veces unidos por una misma vocación o una
pasión común, por ejemplo, Estopa, las hermanas Flamarique o Pixie
y Dixie −bueno,
estos igual no son hermanos porque uno habla en cubano y otro en
mexicano−. Claro
que también hay otros hermanos en la misma situación que acaban
emulando a Caín y Abel y tirándose los trastos a la cabeza, como
Noel y Liam Gallagher, por no hablar del dúo Pimpinela, que tienen
que convivir con el incómodo dilema del incesto, aunque sea solo en
un sentido artístico. Pero, por lo general, los hermanos, tras haber
compartido en la infancia y juventud momentos imborrables, secretos,
cuarto de baño, lazos irrompibles, llega un momento en que separan
sus caminos sin que esto se convierta en algo traumático sino
natural, ley de vida.
La procreación y la
reproducción son, en ese sentido, un misterio y a la vez una obra de
arte, una especie de fábrica capaz de crear ejemplares únicos.
“¿Cómo pueden, siendo hermanos, ser tan distintos entre sí?”,
se preguntan a menudo muchos progenitores al ver a sus criaturas. “Mi
hija me trae siempre muy buenas notas”, me comentaba, por ejemplo,
hace unos días una madre. “Mi hijo, por el contrario trae notas,
sin más, pero todos los días: hoy no ha hecho la tarea, hoy ha
llegado tarde, hoy lo hemos expulsado de clase…”. Y añadía, con
un admirable sentido de la pedagogía: “Pero yo siempre le digo que
él, en lo suyo, también es brillante”.
Y tenía razón, esa madre
había comprendido perfectamente la naturaleza humana y la
singularidad de cada uno de los millones de hermanos que la
componemos. Ahora solo queda que el muchacho reconduzca toda esa
capacidad para desestabilizar y acabe convertido en lateral derecho
del Alavés o líder de la clase trabajadora.
Publicado en «Rubio de bote» colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 25/11/23
“¡A los nietos del rocanrol, bienvenidos!”, tuneaba para la ocasión la letra de su canción Miguel Ríos en el concierto del cuarenta aniversario del Rock & Ríos, aquel disco doble que muchos nos aprendimos de memoria a inicios de los 80. Estuve viéndolo hace unos días, en el Navarra Arena. Llegué por los pocos pelos que me quedan.
Venía del estreno de una obra de teatro, Ezkaba, que el grupo Iluna Producciones puso en escena en la abarrotada Casa de Cultura de Artica, en las mismísimas faldas del monte del mismo nombre que dicha obra. En la cima de este se levanta −aunque, en realidad, está hundido en la tierra como un enorme ataúd de piedra− el Fuerte de San Cristóbal, penal franquista del cual el 22 de mayo de 1938 huyeron ochocientos presos, que padecían condena en unas condiciones deplorables. Más de doscientos de ellos fueron abatidos por las laderas de Ezkaba o fusilados los días posteriores. El resto, apresados de nuevo. Solo tres pasaron la frontera, como dice la canción.
Mientras escuchaba a un, a sus 79
años, pletórico Miguel Ríos, me sentía raro, viejo y joven a la
vez, y desubicado, sobrecogido todavía por la interpretación de los
actores de Iluna. Para sacudirme esa extrañeza se me ocurrió hacer
un ejercicio que ya en otras ocasiones he traído a estas páginas:
los seis grados de separación, esa teoría que dice que mediante
solo seis pasos es posible conectar a cualquier persona del mundo con
otra. ¿Sería posible, pues, llegar de ese modo, además de en
coche, desde Ezkaba hasta el Rock & Ríos?
Vamos allá. Uno de los presos que
protagonizan Ezkaba,
la función de Iluna, es un afiliado del sindicato anarquista CNT, en
el que también militaba Federica Montseny,
la que fuera la primera mujer ministra en España y quien durante un
tiempo tuvo como chófer a un muchacho que mantenía una relación
sentimental con la hermana de Sabicas,
el gitano universal de la calle de la Mañueta de Pamplona, uno de
los mayores genios de la guitarra flamenca de todos los tiempos, que
contó entre sus admiradores y discípulos al gran Paco de
Lucía, invitado en cierta
ocasión a una de las entregas del programa “¡Qué
noche la de aquel año!”,
que presentaba… ¡Miguel Ríos!
Y para rematar, como hemos llegado de un extremo a otro en una sola frase, podemos hacer además el camino de vuelta, es decir, desde el Rock & Ríos hasta Ezkaba, ahorrándonos varios de los pasos, pues resultó que uno de los invitados de Miguel Ríos en el Navarra Arena fue El Drogas, quien en el disco de Barricada La tierra está sorda dedica una de las canciones a la fuga del fuerte (22 de mayo, aquella en la que precisamente entona eso de “Solo tres pasaron la frontera”) .
La canción en la que acompañó Enrique Villareal a Miguel Ríos fue, por cierto, Rocanrol bumerang. Y a mí −aunque quizás solo lo entendiera yo− me pareció muy apropiada para la ocasión.