Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON, diarios Grupo Noticias. 29/03/24
El
otro día iba conduciendo y me topé con un accidente. Era un coche
de autoescuela, al que había arrollado un camión. El aspirante a
conductor estaba en el arcén, con una brecha en la frente y un gesto
entre Steve Urkel −
“¿He sido yo?” −
y el de un condenado a muerte.
Me pareció una escena muy triste. Pensé que quizás esa fuera la
última clase de ese alumno de autoescuela, que quizás el “shock”
−nunca
mejor dicho−
le impidiera volver a ponerse nunca al volante. Una especie de sueño
abollado.
Al
rato, llegó una ambulancia. Las sirenas
de las
ambulancias
también me parecen
muy tristes,
son
como los aullidos
de dolor de la ciudad. Y cuanto más grande es la ciudad menor es la
sensibilidad hacia esos aullidos. En las grandes ciudades las sirenas
son solo un elemento más del paisaje acústico. Un taladro
neumático, el camión de la basura, el silencio del vagón del
metro, la sirena de una ambulancia.
Me
deprimió un poco pensar en todo eso y, por
si fuera poco, mientras
esperaba en el atasco, sintonicé
las noticias en la
radio. El locutor dijo que los palés
de víveres que el
Ejército de Estados Unidos
lanzaba sobre la franja de Gaza habían descalabrado ya a varias
personas. Era
un buen resumen de la situación. Los americanos, los principales
valedores de Israel,
quienes habían
vetado una y otra vez en el Consejo de Seguridad
de la ONU las peticiones
de tregua, se presentaban
ahora como supermanes de la asistencia humanitaria. Por un lado
lanzaban
paracaídas con alimentos y medicinas y por otro abastecían
con armas a quienes
bombardeaban
y asediaban
a los gazatíes.
Quité,
asqueado, las
noticias
y puse música. Desde hacía algunos días oía en
bucle
Palabras
mágicas,
una canción de Koma incluida en su último disco. Es una canción de
reconocimiento hacia esas personas que nos salvan cada día, que
siempre están a nuestro lado, cuando nada puede ir peor, aquellas
que nos arrojan siempre luz, y a las que rara vez se lo agradecemos o
a las que, por el contrario, reprochamos solo sus errores. La canción
supongo que va dirigida a alguien en concreto, pero cada vez que la
oigo siento que a mí también me salva de mis pequeñas tragedias
cotidianas, que me llena de esperanza, a pesar de todo, en el género
humano. Siempre luz. El mundo es un barrizal, con todo su fango de
noticias deprimentes, pero en los atascos de tráfico siempre se abre
un hueco para que pasen las ambulancias. Y, quién sabe, quizás el
profesor de autoescuela también encuentre
las palabras mágicas para que su alumno accidentado regrese a la
siguiente clase, cuando
se recupere del susto y las heridas.
Siempre luz, aunque sea la de una sirena.
¡Estaban comiéndose un helado! Macron y Biden. Delante de un
enjambre de cámaras y micrófonos, mientras hablaban sobre Gaza.
¡Sobre Gaza y sus miles de muertos asesinados en hospitales,
convoyes humanitarios o escuelas! Comiéndose un helado, sonrientes,
casuals, mundanos. En realidad, ni siquieran se comían el
helado, solo lo sostenían entre sus manos, temerosos de que en
alguno de los lametones les cayera un plastón en la corbata, o, sin
que lo advirtieran, se quedara pegado a la punta de su nariz o en la
comisura de los labios, convirtiéndolos en carne de meme. Puede
incluso que lo de dentro del cucurucho ni siquiera fuera helado, sino
puré de colores, como el que usan en publicidad para que no lo
derritan los focos.
Supongo que estaba todo programado por alguno de sus asesores. ¿Con
qué objetivo? No lo sé muy bien, resulta difícil encontrar una
salida en el laberinto de hielo que debe de ser la mente de uno de
esos genios majaretas de la macropolítica y el márquetin. Los
marquetinianos no son humanos, son unos máquinas. Son gente, por
ejemplo, capaz de convencer a otra gente de que es una buena idea
cortarte la reproducción de una canción para insertar publicidad. A
mí, personalmente, me meten una cuña de Securitas en mitad de, no
sé, el Wish you were here de Pink Floyd y me entran unas
ganas locas de poner alarmas y cámaras por toda la casa. Hasta en la
jaula del conejo (y eso que hace meses que está vacía).
Es ironía, por supuesto. Pero me imagino que esas técnicas
publicitarias estarán fríamente estudiadas y darán sus resultados.
En lo de Biden y Macron el fin tiene que ser humanizar a esos dos
Masters del Universo. Míralos, qué majos, ahí, comiéndose un
helado, como cualquier ciudadano de a pie, charlando de sus cosas,
Ucrania, la industria armamentística, Netanyahu, qué sobrado el
tío, n’ est pas?, está
que se sale, ouh, yeah,
pero ya sabes qué carácter tiene, y además, ponte en su lugar…
La imagen del presidente de Estados
Unidos y del de Francia hablando sobre Gaza con un helado entre los
dedos, esos dedos que lo mismo pueden sostener un cucurucho que
apretar un botón rojo, es en realidad de una desolación y una
deshumanización aterradoras, piensen lo que piensen los máquinas de
los marquetinianos. Lo que expresa en el fondo ese gesto es el valor
−ninguno−
que dan a todas esas vidas
que cada día se pierden de manera brutal e injusta en Palestina.
En la desvergonzada comparecencia de los dos mandatarios, Biden vaticinó un alto el fuego en Gaza para el 4 de marzo. Dos días después de la escena del helado el ejército israelí bombardeaba y tiroteaba una cola de reparto de alimentos, asesinando a más de cien personas.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias). 16/03/24
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diario Grupo Noticias) 04/03/24.
En Budapest no hay rascacielos. Los
puntos más altos de la ciudad son las torres del parlamento y de la
basílica de San Esteban. Nada por encima del imperio de la ley y de
Dios. Pero los cuervos, de ese modo, vuelan a sus anchas y pueden
cagarse más a gusto sobre las estatuas de los héroes y los santos.
En las afueras de la capital húngara hay, por cierto, un museo con
las estatuas retiradas tras la caída del comunismo. Para llegar
hasta él hay que tomar dos o tres metros o autobuses que conducen
hasta el desangelado museo, que se ubica en un solar, entre otras
parcelas con chatarra o material de construcción. Las estatuas de
Béla Kun o las dedicadas a la amistad húngaro-soviética,
construidas a escala gigante para convertir a quienes las
contemplaran en hormigas, se desparraman al aire libre y pierden así
toda su majestuosidad. En un almacén medio oculto y lúgubre se
amontonan sobre palets viejos varios bustos de Lenin y Stalin. El
museo se llama Memento Park y el folleto que venden a la entrada
explica que su creación se debatió entre la idea de rememorar los
horrores de la dictadura o la de ridiculizarla. El resultado es una
mezcla de ambas cosas (y podría ser una pista para el destino de
algunos de nuestros mamotretos fascistas, como el Valle de
Cuelgamuros o el Monumento a los Caídos de Iruña: desmontarlos
pieza a pieza o, para el caso, volarlos por los aires, y exponer sus
escombros en un solar de extrarradio).
No hay apenas visitantes, de todos modos, en Memento Park, los
turistas, puestos a fotografiar estatuas, prefieren la del inspector
Colombo o las miniaturas de Drácula, el osito de Mr.Bean o la rana
Gustavo que se distribuyen por varios puntos estratégicos de la
ciudad. Por ejemplo, en la barandilla de uno de los puentes que
separan y unen a la vez Buda y Pest, representado en una de esas
miniestatuas, Francisco José I, el marido de Sissí Emperatriz, se
balancea sobre el Danubio azul, que en realidad es marrón. La
leyenda dice que quienes ven el agua del río de color azul están
enamorados. Y deben de ser unos cuantos, a juzgar por los candados
con los que está cubierta dicha barandilla. Aunque para mí que lo
único que significan esos candados es que quienes los han amarrado
son o bien unos gilipollas incivilizados o bien daltónicos.
Algo más allá, en la plaza Deák Ferenc, una anciana, escoltada por dos enormes San Bernardos sucios, toca en el acordeón una canción que se parece sospechosamente a Baldorba, de Benito Lertxundi, mientras a su alrededor los peatones deambulan entre starbucks y burrikins. El mundo es cada vez más global, y más frío, pero en Budapest, a pesar de todo, todavía uno puede tomarse una cerveza en el Kakas bar, visitar un museo de máquinas de petaco o darse un baño en una piscina termal mientras fuera de ella el termómetro hace una muesca debajo del cero.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 17-02-2024
¿Por
qué en las películas siempre que llega un alumno nuevo al colegio
lo hace en mitad de una clase? Me imagino que por el mismo motivo por
el que, cuando hay una escena dentro de un coche, quien conduce mira
al copiloto en lugar de a la carretera o que cuando dos de los
protagonistas orinan en un baño público deben de haberse bebido
previamente una kupela de sidra, a juzgar por el tiempo que dura su
evacuación.
Son
códigos, convenciones aceptadas por el espectador y que, además,
tienen su lógica: durante la matusalénica meada alguien revelará,
mientras mira de reojo el aparato urinario de su interlocutor, algún
dato clave en una investigación; el conductor despistado nunca se va
a estrellar porque lo que se ve por la ventanilla es a todas luces un
paisaje falso; y si el nuevo alumno llega en mitad de la clase es
porque se subraya de ese modo su protagonismo o su diferencia frente
al resto de los alumnos que esa mañana han tenido que madrugar como
pobres pringados.
En la
vida real a algunas cosas resulta más difícil encontrarles sentido:
el otro día, por ejemplo, en una tienda de ropa vi unas chanclas con
piel de borrego. ¿Cuándo se supone que vas a usarlas? En verano tus
pies se van a convertir en chuletillas al horno, y en invierno la
parte que quede en ellos al descubierto se te va a congelar (y
tampoco puedes ir a la moda, esa horrible moda actual de los
calcetines con chanclas, porque estas de la tienda en cuestión eran
de las que se enganchan entre el dedo gordo y el siguiente, que no sé
cómo se llama).
¿Los
dedos de los pies tienen nombre, por cierto? Si extrapolamos la
nomenclatura de los de las manos, ese segundo dedo debería ser el
índice, pero, ya que hablamos de lógica, yo no conozco a nadie que
señale en una dirección o que escriba “Lávalo, guarro” en la
ventana trasera de un coche sucio con el pie (esto último está un
poco forzado, sí, pero es que he empezado este artículo con la idea
de introducir en algún momento del mismo la siguiente frase: “Los
días de lluvia son mi túnel de lavado”, a la que ya me he
acercado con este discurso, pero a la que ahora tampoco le veo ningún
sentido; y, además, la frase en cuestión ya la había escrito en el
título).
Hablando
de cosas sin sentido, y de cine, todavía me pregunto qué pintaba
Quique en Verano
Azul
o por qué todavía hay a quien la monarquía le parece defendible
cuando esto no es una película de época sino la vida real −nunca
mejor dicho−
del siglo XXI. No sé, yo no le veo utilidad alguna, es como tener
una puerta con ventana y mirilla a la vez, es decir, una bobada.
Por lo
demás, he consultado en internet y el nombre del segundo dedo del
pie es “digitus secundus pedis”, o sea, segundo dedo del pie.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 03/02/24
A medianoche, justo cuando
arrancaba el lunes más triste del año, Gorka Urbizu nos alegró el
día, nos convirtió en cenicientas al revés, poniendo a nuestros
pies esas zapatillas de cristal que son las canciones de su nuevo
disco, Hasiera bat,
el primero en solitario tras su largo y exitoso periplo en grupos
como Berri Txarrak o Peiremans.
Lo publicó por sorpresa, sin
meter ruido, sin adelantar exploradores o batiscafos en busca de
likes
en
el proceloso mar de internet o a nadie con un bombo para aporrearlo
ante
las
puertas de las revistas, las radios y las redes sociales. A pesar de
lo cual los más devotos, los que algo habíamos husmeado como
sabuesos hambrientos en
las
últimas e intrigantes pistas dejadas en el aire, allí estábamos,
con los párpados cargados por
el
plomo de la madrugada, desafiando al madrugón.
Y
mereció la pena.
El
músico de Lekunberri ha contado en algunas de las entrevistas
concedidas tras el estreno de Hasiera
bat
que
una de las razones por las que publicó su trabajo de esa manera fue
para defenderlo de la dictadura de los singles,
de
las canciones que se desguazan de la nave antes incluso de que esta
esté en órbita y caen como meteoritos en nuestros oídos,
convirtiendo los discos, en esta época en la que siempre andamos con
prisas (la mayoría de las veces para perder el tiempo mirando una
pantalla), en chatarra espacial. “Si
crees que no puedes dedicarle 34 minutos, igual no es tu disco”,
ha dicho Gorka. Y es cierto, hay que escuchar el disco completo para
comprender toda su sutileza, para disfrutar de hallazgos como esa
teoría de una simpleza tan maravillosamente esclarecedora: “Gauzak
ez dira horrela, gauzak horrelaxe daude” (Las cosas no son así,
las cosas están así); pero también es cierto −al
menos en mi caso lo es, y creo que no soy el único−
que
resulta difícil no caer rendido ante la belleza elemental de uno de
los temas en particular: Etxe
bat.
En
estos tiempos en que algunos artistas jóvenes nos hablan de sus
ambiciones desmedidas o alardean de sus sold
outs, el
rockero al que no se le cayeron los anillos al tocar frente a un solo
espectador en una sala de Nantes nos dibuja en la letra de Etxe
bat
una escena doméstica y familiar: su aita leyendo las esquelas en el
cuarto de estar, su ama pidiéndole que ponga la mesa, el perro
demandando sus caricias, y el artista, entre todos ellos, componiendo
ya, sin saberlo todavía, esta hermosa canción sobre las cosas
pequeñas e importantes y el temor a perderlas…
Gorka
Urbizu ha tenido, además, el acierto de contar y cantar todo eso con
una desnudez que redobla la emoción transmitida por este trozo de su
vida, al que nos permite asomarnos a través de una ventana que es,
en realidad, un espejo. Un espejo en el que apreciamos, gracias a la
magia de la música, el reflejo, como un cristal precioso, de
nuestras zapatillas de casa, o sea, de nuestras vidas y nuestros
días.