Publicado en Rubio de bote, magazine ON diarios Grupo Noticias (14/09/24)
Hace unos días, en una entretenida y divertida conferencia sobre la
relación de la pelota vasca con la Iglesia, el ponente, Santiago
Lesmes, iniciaba su intervención botando una pelota contra el suelo
(que era además el del refectorio de la Catedral de Pamplona) y
hablando del poder evocador de los sonidos, capaz de retrotraernos a
otras épocas de nuestra vida, de remover recuerdos, de unirnos
incluso de una manera atávica con la tierra o con nuestros
ancestros… Hay algo de todo eso en el repique y el eco, como un
disparo, de una pelota contra el frontón: la piedra, el cuero, el
impacto contra la chapa cuando se yerra el golpe (los errores siempre
resultan más estruendosos).
Al escuchar a Lesmes comencé a pensar en mis propias magdalenas
acústicas de Proust y me acordé, por ejemplo, del bote de un balón
de baloncesto. Durante muchos años de mi infancia y adolescencia el
baloncesto fue mi vida, todo giraba alrededor de él, y ese sonido lo
percibía como el latido de un corazón. Años más tarde viví
durante algún tiempo en un piso cuyas ventanas daban a unas pistas
con canastas en las que a todas horas había grupos de chavales
jugando. A algunos de mis vecinos aquel ruido les molestaba. A mí,
por el contrario, me gustaba, me tranquilizaba, era una especie de
cordón umbilical que me conectaba con mi juventud. A nadie le
molesta el sonido de su propio corazón.
Las evocaciones acústicas, no obstante, no siempre o no solo traen
buenos recuerdos, a menudo dejan en la memoria un regusto agridulce.
El ruido de una llave en la cerradura puede suponer un alivio para
quien espera con los ojos abiertos y el alma en vilo el regreso de
una hija o un hijo desde los abismos de la noche, pero también puede
ser angustioso para quien ha vivido algún infierno doméstico.
El inventario de sonidos terroríficos o inquietantes podría ser
interminable: el tic-tac de un reloj de pared en una noche blanca de
insomnio, el murmullo peligroso de las muchedumbres, la canica o la
moneda rodando en el piso superior, el rumor del viento despeinando
los árboles antes de la tormenta, el rugido de los estómagos en los
exámenes, las toses recorriendo los pasillos en las noches de
hospital, el ulular de las ambulancias atravesando la ciudad, la
llamada telefónica en mitad de la madrugada…
Aunque puestos a evocar, ¿por qué no quedarnos -volviendo al
baloncesto- con el suspiro de la red tras una canasta limpia? ¿O por
qué no con el aplauso fervoroso y unánime al artista talentoso, con
la carcajada contagiosa como un virus, con el chorro vigoroso de la
orina largamente contenida? ¿Y por qué no, en fin, con algunos
sonidos en peligro de extinción: el crujido de la aguja sobre el
vinilo, el chiflo del afilador, el remache de la tecla de la máquina
de escribir poniendo el punto final de un artículo?
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine On (diarios Grupo Noticias) 17/08/24
Hoy los he contado y tengo en casa treinta y siete vasos
reutilizables, de esos que tienes que pedir en fiestas en bares,
conciertos, txoznas (si es que dejan que haya txoznas o no las mandan
al quinto pino). Con los vasos reutilizables me pasa ahora los mismo
que con los mecheros antes, hace siglos, cuando era joven y fumaba
(menos mal que dejé de hacerlo, porque cada cigarrillo te quitaba
diez minutos de vida, decían, que no sé yo si era verdad, porque a
ese ritmo al cabo de unos cuantos de aquellos fines de semana
destroyers, en los que además del humo de los Fortuna −que
encima llevaban plomo−,
los cuales encendías cada uno con la pava del anterior, te
tragabas también la mitad del de todos los demás fumadores del bar
−y la otra mitad te la
llevabas de propina a casa pegada en la ropa−,
total, que, a ese ritmo, con veinticinco años tenías que
parecer ya el abuelo de Makinavaja).
La cuestión es que, al igual que ahora con los vasos, entonces salía
de casa con un mechero, por ejemplo de Talleres Ceferino, y regresaba
a casa con tres, ninguno de los cuales era el mío, por ejemplo uno
de Mili KK, otro con un dibujo del Zruspa, el malo de Naranjito, y el
tercero con la bandera española y el logo de Alianza Popular
raspados con la uña. El mundo-mechero, por cierto, daría para otro
“Rubio de bote”, con todas sus derivadas, por ejemplo las
cerillas, que usabas si tenías vocación de Humphrey Bogart y que
dejabas de usar si tenías mal pulso, sobre todo los días de viento;
o los chisqueros −el
mejor remedio contra el viento, precisamente−
aquellas cuerdas naranjas que prendías haciendo girar una ruedita;
después amorrabas el cigarro a la yesca y vete a saber qué
inhalabas, además del plomo del Fortuna.
Pero centrémonos en los vasos. Con ellos uno nunca sabe cómo acertar. Si decides llevártelo de casa para ahorrarte el euro de la fianza (que luego nunca recuperas, por no quedar como un rata), resulta que ese día de repente en todos los sitios se han puesto exquisitos y sirven cristal o ha habido un cambio exprés en la normativa y los vasos desechables están otra vez permitidos… Al final te pegas toda la noche paseando de la mano tu vaso (porque además tienes treinta y siete en casa, pero ninguno con un agujerico para colgártelo del cuello con un cordel).
Y al contrario, la noche que sales de casa a lo loco, sin vaso,
resulta que este es obligatorio en todos los garitos, y, una vez que
lo compras, te lo olvidas en una barra, coges en otra uno que no es
el tuyo, se te raja bailando la Bomba de King África…
En fin, los veranos del bebedor social en las sociedades
turbocapitalistas son de lo más ajetreados y están llenos de
incertidumbre. Un horror.
Que
nadie se dé por aludido. Con lo de imbécil me refiero a un
servidor. Una de las leyes no escritas del humor es que para reírse
de los demás antes hay que empezar por uno mismo. Imbécil
es el título de un cómic de Camille Vannier, publicado por
Astiberri, en el que la autora francesa-barcelonesa recopila una
serie de escenas patéticas de su vida. O de la vida de cualquiera.
Pasajes de nuestra biografía que a menudo quedan a resguardo en una
caja blindada de la memoria y que, por vergüenza, no solemos
compartir con nadie.
Vannier,
por ejemplo, nos relata la ocasión en que encargó por correo una
estantería para su apartamento y cuando llegó no era la que ella
esperaba. Llamó al servicio de Atención al cliente, los puso a
caldo y de repente, por las explicaciones que iba recibiendo, se dio
cuenta de que la que había errado al elegir en el catálogo era
ella. Pero ya era demasiado tarde para recular, después del pollo
que había montado, así que se mantuvo en su papel de clienta
agraviada, hasta que consiguió que le dieran la razón y le pidieran
amablemente disculpas, lo cual la hizo sentir en su fuero interno
como una miserable.
En
otra de las historietas nos cuenta la vez que tenía que coger un
vuelo a primera hora de la mañana, salió la noche anterior a tomar
un par de cervezas, que luego fueron cuatro, y luego seis… total,
que al volver a casa ya de madrugada y completamente borracha, para
poder apurar un poco más la cama al día siguiente, decidió
preparar la maleta en lugar de levantarse temprano, como tenía
pensado. Una idea que le pareció brillante hasta que al llegar a su
destino y abrir el equipaje descubrió que lo único que había
dentro era un bañador (en un lugar en el que además no había
playa).
Todos
tenemos alguno de esos pasajes lamentables en nuestras vidas. Yo los
tengo a diario. Tengo tantos que me resulta difícil elegir solo uno.
Recuerdo una vez que en un Nafarroa Oinez, en uno de los primeros en
que empezaron a usar ese engorroso sistema en el que cambias el
dinero por vales para consumir en las barras, entregué en una caseta
todo lo que llevaba en el bolsillo, y cuando fui a pedir el primer
katxi me hicieron saber que lo que yo había comprado eran en
realidad pegatinas. Por supuesto, me dio tanta lacha que no volví a
la caseta a explicar que me había equivocado. ¡Hay que ser imbécil!
(por contra para quienes me vendieron las pegatinas debí de quedar
como un tipo de lo más espléndido y solidario).
He
empatizado, pues, mucho con ese cómic de Vannier, la cual se ríe de
sí misma de tal modo que en las solapas del libro −dibujado
con trazos intencionadamente descuidados y feistas, imperfectos como
las historias que cuenta−
incluye algunos “halagos” que han dejado en sus redes sociales
varios lectores, del tipo “Si me pongo un lápiz en el culo dibujo
mejor”.
Todos somos, en fin, imbéciles. Aunque, sin duda, lo más imbéciles de todos son aquellos que no se dan cuenta.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 19/07/24
Aquella mañana Rubio de bote 2.0 se despertó nervioso. Tenía que entregar su artículo y no se le ocurría nada sobre lo que escribir. La noche anterior había estado dándole vueltas a varios temas: el inicio del verano, la llegada de las vacaciones, algún recuerdo de niñez relacionado con ello (“¡Abajo el estudiar!”, podría titular su colaboración)… Pero nada le convencía: llevaba manteniendo su sección desde que cumplió cuarenta y cinco años (ahora tenía ciento sesenta y nueve) y le daba la impresión de que ya había escrito sobre todo, o de que ya había agotado incluso los viejos trucos del mal articulista, como escribir que no se le ocurría sobre qué escribir. Así que la noche anterior, antes de irse a dormir, decidió extraerse la memoria externa del puerto USB en su sien izquierda e introducir en la ranura su grabador de sueños, con la esperanza de recoger durante la noche alguna secuencia surrealista o disparatada con la que divertir a sus lectores.
“También podría instalarme otro puerto USB, en la sien derecha”, se dijo, porque eso de andar poniéndose y quitándose los recuerdos era un rollo, y también un poco peligroso. Se acordaba, por ejemplo, del día que por equivocación se insertó la memoria de su mujer. Casi le dio un patatús. Pero también le preocupaba que si abría otra ranura en su cabeza se hiciera corriente dentro de ella, como había oído quejarse a algunos que ya lo habían probado.
El caso es que a la mañana siguiente, al levantarse, notó que algo no iba bien. El grabador de sueños no había recogido nada especialmente aprovechable: esa noche había soñado que se le caían los dientes, que tenía que salir a hablar en público y no llevaba puestos los pantalones, y que le llamaban de la universidad porque le quedaba una asignatura para acabar la carrera (aparte de esa pesadilla en la que se veía a sí mismo recogiendo el Premio Nacional de Articulismo y en la que el presidente-caudillo Abascal 2.0 era quien se lo entregaba y quien le daba la mano, la misma mano que había estrechado el día anterior la de Netanyahu 2.0, después de que este ordenara bombardear el último campo de refugiados palestinos que quedaba en pie en los montes orientales de Granada).
Pero ese no era el problema, el problema era que la memoria externa parecía haberse dañado. Entró, por ejemplo, a la carpeta de recuerdos recientes y vio que el partido que había visto la noche anterior, en el que, según decían las noticias, Osasuna-Ciudad de Despedidas de Solter@s había perdido 32 a 0 contra el Real Madrid-Tierra de Libertarios-Liberales, él lo recordaba justo al contrario: eran los rojillos los que habían apalizado a los merengues. O comprobó que la carpeta de recuerdos no deseados, que había intentado miles de veces eliminar sin éxito, había desaparecido.
Al principio pensó en pedir cita urgente con el ciborgólogo, pero luego decidió que no era tan grave. Sus recuerdos malos habían sido sustituidos por sus deseos, por lo que a él le hubiera gustado que ocurriera. Y sus recuerdos buenos se mantenían intactos. De modo que se puso a contar en su columna aquello tan raro que le había sucedido −o que, tal vez, había soñado, ya no sabía−, antes de llamar al especialista para que revisara su cabeza y todo volviera a funcionar bien, o sea, mal.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 08/06/24
Hay un cuento de Iban Zaldua recopilado en su última y fantástica colección de relatos, «A escondidas», en el que el protagonista adquiere el don de la ubicuidad tras plantearse el dilema de acudir a una manifestación con cuya reivindicación de fondo está de acuerdo pero en la que sabe que se van a corear lemas con los que difiere. Con su nuevo superpoder tiene la opción de dejar al yo al que esas consignas le incomodan en casa y enviar a la mani al que quiere solidarizarse con el meollo de la protesta.
No me digan que no sería todo un chollo. Si fuéramos capaces de desdoblar de ese modo todas las personalidades que nos componen podríamos, del mismo modo, teletransportar un domingo por la mañana al monte a nuestro yo más andarín mientras en la cama se queda el más remolón; o dejar en efigie en el cumpleaños de un amiguito de nuestros hijos a uno de nosotros y mandar a otro a un concierto, al cine, a un partido…
Me siento muy interpelado por ese cuento de Zaldua porque a menudo tengo esa sensación de extrañeza o de melancolía (“Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada”, define la RAE melancolía) que me hace desear casi siempre estar en otro sitio diferente al que me encuentro o considerarme a mí mismo en todos los lugares y situaciones un extranjero, un marciano. Lo cual se agrava por el hecho de que el lugar al que quiero huir siempre cuando eso sucede, el sitio donde me gustaría estar realmente, es en casa, leyendo o escribiendo. Es decir, atrapado en un bucle, pues cuando escribo o leo lo que estoy haciendo, en el fondo, es imaginar, a su vez, que estoy en otra parte o que soy otra persona…
Dejando ese pequeño lío o inconveniente al margen, a mí particularmente me resultaría muy útil este don de la ubicuidad para hacer la comida. Cocino casi todos los días y −esto que no lo lean mis hijos− casi todos los días el resultado es desastroso. Carezco no ya de talento culinario sino de la capacidad de aprender, o, mejor dicho, del interés por hacerlo. Y creo que eso se debe a que mientras estoy preparando unas lentejas mi cabeza está a menudo en otra parte, pensando ideas para algún relato, alguna novela… Así que, si pudiera desdoblarme, tal vez mi yo cocinillas podría centrarse un poco; o incluso si ni por esas pudiera arreglar los desaguisados, nunca mejor dicho, mi yo sufridor se quedaría en la cocina soportando las quejas de mis hijos −”Está salado”, “Está soso”, “Qué asco”, etc.− mientras otro de mis yos se lamería esa herida escuchando «Sinceridad no pedida» de Ojete Calor (“Nadie te ha preguntado/Te diría lo que pienso de tu sinceridad”) o ideando la manera de perpetrar, para mi desahogo personal, un «Rubio de bote», como este, por ejemplo.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 25/05/24