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CÓMO ME CONVERTÍ EN SUPERCUTO

Feb 11, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios grupo Noticias) 10/02/2018

 

Yo, antes de convertirme en superhéroe, era una persona de lo más normal: entresemana trabajaba en la fábrica de condones, veía por las noches en la tele Gran Hermono o Ultrachef y los fines de semana tocaba la guitarra eléctrica en un grupo: Tigres y leones, nos llamábamos, y hacíamos versiones hard-core de Torrebruno.

Un sábado estábamos en mitad de un concierto, cuando de repente empezó a llover. A cántaros. Una tormenta apocalíptica. Con rayos que parecían el flash del teléfono móvil de Dios. Y de repente, uno de ellos cayó en mi guitarra, mientras yo hacía los coros:

—¡¡¡Tigres, tigres, leones, leoneeaaaaaaaaarrrg!!!!

Al principio no noté mis superpoderes. Pero cuando volví a casa,  mientras veía el telediario, sentí que un rayo volvía a atravesarme, esta vez el estómago. Y corrí al baño. Eso, la verdad, las ganas de ir al baño, me sucedía cada vez que veía el telediario. Pero entonces apreté y de mi cuerpo salió propulsada, como un misil, una morcilla de Beasain, con su etiqueta y todo.

Asustado, me subí los pantalones y me miré en el espejo. ¡Mi cara era la de un cerdo! Y no la de un cerdo cualquiera. ¡Un cerdo con antifaz! Casi sin darme cuenta, comencé a volar. Salí de casa por una ventana que estaba abierta. Todo sucedía sin que yo pudiera controlar mis acciones. Por ejemplo, no sé por qué, mi mirada se clavó, desde el cielo, en un coche que estaba en doble fila, y, además, delante de la plaza para discapacitados. Y de repente, volví a sentir unas repentinas ganas de ir al baño. No me podía aguantar, así que apreté, pero esta vez lo que salió de mi cuerpo no fue una morcilla de Beasain, sino una txistorra de Arbizu kilométrica, que rodeó como si fuera una soga el coche mal aparcado y lo lanzó a un contenedor de obra.

Así me pegué todo el día. Lanzando por el culo morcillas de Beasain o txistorras de Arbizu a quienes se colaban en la fila del autobús, a los que no recogían las mierdas de sus perros, a los que no respetaban los pasos de cebra…

Al principio, la verdad, era fácil y divertido ser un superhéroe de barrio.  Pero después, las cosas fueron complicándose. Me di cuenta de que solo me convertía en Supercuto cuando veía el Telediario. Y de que casi siempre era cuando en la tele aparecían ministros, o banqueros, o la familia real comiendo sopas. Y de que era contra los auténticos malvados, contra quienes tenía que emplear mis superpoderes. Así que un día me fui volando al Congreso de los diputados y lo bombardeé con chorizos de Pamplona, otro disolví con salchichones, duros como porras,  a un grupo de antidisturbios que a su vez estaban disolviendo a quienes protestaban por un desahucio…

Puf, eso sí que era cansado. El mundo era una pocilga, estaba lleno de malvados de verdad, y yo solo no podía hacerles frente. Hacía falta toda una piara de superhéroes. Y a mí no me quedaban fuerzas. Me rendí. Sentía que había llegado mi sanmartín.  Por suerte, una noche, tras arrastrarme hasta la cama, y quedarme dormido, me desperté en mitad de la noche, sudando como un cerdo, y, de repente, me di cuenta de que todo aquello solo había sido una pesadilla.

—Mañana volveré a la fábrica, a comprobar si hay algún condón pinchado —me dije—. Y por la noche veré en la tele Gran Hermono, o Ultrachef y el fin de semana volveré a cantar con los Tigres y leones (pero ahora en acústico).

Y pensando todo eso, de repente empecé a sentir un picor, una pequeña molestia en la espalda, allá donde esta empieza a perder su nombre, y me rasqué,  y enseguida me di cuenta de que mis dedos acariciaban una protuberancia, una flor de carne, con su tallo fino y retorcido, como un muelle. Un pequeño rabo, como el de un cerdito. Y así, en definitiva,  fue cómo me convertí en Supercuto.

 

 

 

FEBRÍCULA

Ene 28, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Publicado en semanario ON, suplemento diarios Grupo Noticias (27/0118)

 

 

Hoy me he quedado en la cama y he mandado a mi cuerpo a la escuela, a llevar a la niña, y luego traerla, y por la tarde también se ha ido él solo a trabajar a la biblioteca, y al caer la noche, cuando ha regresado, he vuelto a ponérmelo por encima, como si fuera un abrigo, y los dos entonces hemos seguido temblando juntos.

No es la primera vez que mi cuerpo y yo nos separamos, pero no siempre ha sido por culpa de la gripe, disculpen ustedes si desvarío un poco. A veces también sucede al revés, tengo viajes astrales, soy yo el que me salgo de mi cuerpo, y otras veces incluso no regreso, me pierdo y me olvido de mí mismo, me convierto en otro yo, que vive su propia vida, en otro cuerpo, a mis espaldas.

El otro yo que más daño me hizo perder fue el de mis quince años, cuando era una figura adolescente del baloncesto (siempre que cuento esto la gente se ríe, no me cree, y entonces yo les saco la foto del Marca que atestigua que fui a Madrid a jugar con la selección cadete de Navarra). En aquella época yo estaba convencido de que era el relevo generacional de Corbalán, pero todo se torció cuando me pusieron a jugar con un equipo de mayores en el que me pasaba los partidos sentado en el banquillo, esperando mi oportunidad. Y esta llegó: fue en una final del campeonato juvenil en la que el base titular se lesionó. Todo el mundo fue a aquel partido, entrenadores, amigos, familiares… Muchos no me habían visto nunca jugar, no tenían ni idea de las virguerías que yo era capaz de hacer con el balón. Pero aquel fue el peor partido de mi vida. Perdí varios balones, al principio por los nervios y porque mis rivales eran mucho más corpulentos que yo, después porque empecé a llorar y se me nubló la vista. Todavía hoy pienso a menudo en aquel día, recuerdo perfectamente algunas jugadas. Y más de treinta años después, sigo creyendo que esa ha sido la mayor frustración de mi vida. Me pregunto a veces qué habría pasado si las cosas hubieran salido como debían, como solían salir, si hubiera conseguido dar algunas de mis asistencias a lo Delibasic, o meter alguna de aquellas bandejas tan elegantes, después de pasarme el balón por la espalda (creo que a todos nos pasa, que nuestras vidas están cosidas con diferentes “sihubiera” como cicatrices, con decisiones que creemos desacertadas pero nunca podremos saber si en realidad lo fueron).

Yo me preguntó, por ejemplo,  qué habría sido del yo que abandonó después de aquel partido, para siempre, mi cuerpo. No creo que hubiera llegado a sustituir a Corbalán, pero tal vez pasó varios años dando tumbos por diferentes divisiones inferiores o ligas extranjeras en Malta o Filipinas, hasta que se retiró, lamentándose entonces por haber consagrado su vida al deporte y no haber estudiado una carrera, periodismo o filología, o haber escrito algún libro, que era lo que de verdad le gustaba.

Como él, hay millones de “yo” fugados y ocupando los cuerpos de otras personas. Se reconocen fácil, se les nota la incomodidad, los movimientos inseguros de esos cuerpos que no les pertenecen, son gente que baila muerta de vergüenza contigo en las aceras, cuando los dos intentáis pasar por el mismo lado, y luego por el otro, gente que se tapa los dientes cuando ríe, o el culo con un jersey anudado a la cintura. A mí suelen poseerme casi todos los días algunos de ellos. Por ejemplo, cuando conduzco. Yo no recuerdo cuándo me saqué el carnet de conducir, no me gusta conducir, nunca entró en mis planes conducir, y sin embargo todos los días hay un extraño dentro de mí que lleva mi cuerpo en coche a la biblioteca o al híper o al médico a que me mire lo mío.

Todo, en fin, es muy raro. La vida es pura febrícula.

GRACIAS, PROFESOR

Ene 14, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en magazine ON, Rubio de bote, colaboración semanal diarios Grupo Noticias 13/01/2018

 

¡Plas!… Al principio es solo una persona la que aplaude, la primera que se atreve a romper el silencio o la estupefacción… ¡Plas!… Las palmadas suenan deliberadamente distanciadas, es una especie de código: “¡Qué demonios, no me importa lo qué opinen los demás, esto que ha pasado es digno de admiración!”, viene a decir el gesto… ¡Plas!… Después este va ganando convicción, intensidad, y luego se suma tímidamente al aplauso otra persona, ¡plas!, y luego otra, y otra, ¡plas plas!, y la ovación va tornándose atronadora, y al final es ya todo el mundo el que aplaude, ¡plas, plas, plas!, incluso el malo o lo malos de la película, la cual acaba, poco después, con un happy end y música como para hacer zumba (también se pueden intercalar junto con los créditos algunas divertidas tomas falsas).

Las películas yanquis tienen una serie de recursos predecibles y estereotipados como este (o como esos padres adictos al trabajo que llegan a la función de fin de curso de sus hijos en el último momento), muchos de los cuales nunca suceden en la vida real. Del mismo modo, yo nunca tuve ningún profesor de literatura que se subiera a las mesas y gritara “¡Oh, capitán, mi capitán!” y al que le deba de manera encarecida haberme convertido en escritor. Pero sí tengo una pequeña deuda con uno de ellos, del cual guardo un buen recuerdo y algún consejo que fortaleció mi vocación, deuda que no he saldado nunca por timidez.

A veces, de hecho, nos cruzamos por la calle y los dos simulamos no recordarnos; bueno, yo, al menos, lo hago, puede que él no (creo que es también tímido) o puede que simplemente no me reconozca, pues sigue manteniendo el mismo aspecto despistado —es una especie de doble de Woody Allen— que cuando me daba clases en el instituto. No recuerdo nada excepcional en realidad de aquellas clases, más allá del humor socarrón e intelectual,  woodyallenesco, en suma, con que él las impartía—. En ellas sucedía simplemente lo que debía suceder: un profesor de literatura al que le gustaba la literatura y al que eso le resultaba suficiente para transmitir ese entusiasmo. Lo excepcional era precisamente eso, lo que debería ser normal.

No sé qué pensará él, si acaso se acuerda de mí o me reconoce, en esas ocasiones en que nos cruzamos y nos ponemos a silbar. A veces,  soy optimista y me digo que si yo fuera profesor de literatura en un instituto de barrio me sentiría satisfecho, recompensado y en cierto modo partícipe si supiera que al menos uno de mis alumnos se ha convertido en escritor. Otras, por el contrario, me pongo en lo peor y pienso que quizás lo que sucede es que se avergüenza de mí, que tal vez yo no le parezco un buen escritor (no sé qué pensará, por ejemplo, el profesor o la profesora de literatura de Dan Brown). Recuerdo entonces el día en que, tras entregarle de manera apresurada un examen, en el cual yo me había limitado a cumplir el expediente, él me invitó a volverme a sentar y dijo: “Y ahora ¿por qué no intentas volver a hacerlo escribiendo de verdad todo lo que sabes?”. Y pienso que puede que me vea como un proyecto fallido, un aborto de literato, un diletante, un quiero y no puedo, una birria de escritor…

No lo sé. Ni tampoco si él llegará a leer esto,  que en el fondo es una extrapolación al mundo de las columnas periodísticas del aplauso in crescendo de los telefilmes yanquis: al artículo de agradecimiento al viejo profesor. Woody Allen, por su parte,  nunca recurriría —excepto de una forma paródica— a  ese tópico, o al del padre que llega tarde a la función de su hijo. Así que supongo que la próxima vez que nos crucemos volveremos a hacernos los suecos. Y que incluso será más incómodo todavía, el Estocolmo de la incomodidad. Pero yo, de este modo, me quedó más tranquilo.  En definitiva: gracias, profesor. Y también: ¡Plas!… ¡Plas!… ¡Plas!…

DIARIO DE UN INVENTOR

Dic 31, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote, sección quincenal del semanario ON (Grupo Noticias)

 

28 de diciembre: Hoy he salido a probar el inhibidor de villancicos. He ido al Ultramarket, porque mi invento en principio está concebido como una herramienta de trabajo, que proteja a los dependientes de los centros comerciales del bucle insoportable de canciones navideñas que deben soportar durante estas fechas. Con el inhibidor los villancicos los escucharían solo los clientes (quien dice villancicos dice el txunda-txunda del resto del año). Funciona medio bien (la versión de El tamborilero de Raphael se ha colado porque el aparato la detecta como música indie), pero debo solucionar algunos flecos que resuelvan mis dilemas éticos, como que el inhibidor pueda ser utilizado fuera de este ámbito profesional y pueble el mundo de seres intolerantes e ignorantes que desprecian los gustos de los demás. Los inventores estamos sometidos a esos peligros, al uso inmoral de algunos de nuestros inventos, como le sucedió a Einstein con la bomba atómica. Claro que a veces yo mismo también le doy vueltas a esa idea de inventar una bomba. Una bomba que mate solo a gilipollas.

29 de diciembre: La idea de la bomba no es mía, la escuché en una canción de UGE y empecé, por deformación profesional, a pensar en ella. Ser inventor no es algo para mentes superdotadas, solo hay que tener un poco de predisposición y ser algo obsesivo. Fijarse en los pequeños detalles de la vida, en los inconvenientes que esta nos plantea a cada paso y rumiar sus soluciones. Hoy, por ejemplo, he visto uno de esos olentzeros que se cuelgan de los balcones con una guirnalda de luces intermitentes en la espalda. No tiene sentido. Olentzero, en teoría, tiene que entrar en las casas sin que nadie lo vea. Así que he empezado a pensar en algún dispositivo que mantenga la fantasía de los niños, por ejemplo, que llame su atención con esas luces en un primer vistazo, pero que en la siguiente intermitencia haga desaparecer a sus ojos la figura del carbonero.

Es una tontería, pero a veces pienso en esas cosas, solo por entrenar. Como lo de la bomba  antigilipollas. Creo que podría hacerse, pero nunca patentaría algo así. Lo que sí estoy meditando seriamente es revisar mi luz trasera para el coche con el aviso “Distancia de seguridad”, para advertir a los conductores que se te pegan en carretera. He observado que, lejos de disuadirlos, esa luz aviva sus instintos asesinos, así que creo que debería cambiarse la luz por una bazooka que se active automáticamente, en defensa propia, cuando se acerquen a menos de tres metros.

31 de diciembre: Hoy suele ser uno de esos días que se echa la vista atrás, se hace balance del año, pero yo me he ido más lejos, y me he dado cuenta de que llevo toda la vida con esto de los inventos. Han sido muchos años de esfuerzo y dedicación, y a veces pienso ¿para qué?  Es curioso, porque quizás los inventos de los que más orgulloso estoy son aquellos que no he conseguido sacar adelante o no eran pragmáticos, en el sentido en que no lo es, por ejemplo, la poesía, como el matamoscas con un agujero en el centro, para darle una oportunidad a la mosca, o las sandalias con capota para los días de lluvia (los dos los tuve que regalar finalmente a un escritor, un tal Patxi Irurzun, para una de sus novelas titulada Pan duro). Otras veces, sin embargo, cuando alguien me da las gracias por uno de mis inventos, siento que ha merecido la pena. Me ha pasado hoy, cuando he regresado a probar el inhibidor de villancicos al Ultramarket y un dependiente al testarlo ha comenzado a llorar como un niño. “¡Gracias! Estaba a punto de volverme loco”, me ha dicho, y luego, de hecho, ha empezado a desvariar: “¿Por qué se peina la virgen a escondidas? ¿Los peces beben agua?  ¿Tanta agua?”, gritaba, tirándose de los pelos. Luego, cuando se le ha pasado la crisis, me ha abrazado. Y finalmente me ha deseado feliz año. Lo mismo digo. Feliz año. Feliz año a todo el mundo. Menos a los gilipollas que no guardan la distancia de seguridad.

PALABRAS

Dic 18, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Rubio de bote. Colaboración quincenal en magazine semanal ON (diarios Grupo Noticias) / 16/12/2017

 

Cada vez que pronunciamos una palabra sale un animal palpitante de nuestra boca. Las palabras tienen vida, memoria, crecen, envejecen, mueren, resucitan, se ponen y pasan de moda, se contagian, enferman, quedan viejunas… ¿Es viejuna ya la palabra viejuna? ¿Quién recuerda ya lo qué es un taquillón? ¿Qué ámbito geográfico tienen términos como pantaloneta o txirrinta? ¿Por qué decir muffin cuando con la esponjosa magdalena se te llena toda la boca? ¿ “Alabuyé” o “anganga” son palabras, animales domésticos que solo se pasean por mi casa a la hora de comer? ¿Alguien recuerda si alguna vez Mortadelo y Filemón utilizaron “mono-cactus” como insulto o es un recuerdo inventado? ¿Hay alguna palabra para denominar a los recuerdos inventados? ¿Qué demontre son engendros como poner en valor o monitorizar? ¿Alguien menor de sesenta años utiliza la palabra demontre?…

Y así podríamos seguir, ad infinitum.

Son dudas que llevan corroyéndome desde hace unos días, cuando en un grupo de wathsapp (por cierto, ¿qué esperanza de vida tienen términos como whatsapp o tuitear, a los que sin duda no tardarán en barrer y borrar de nuestro vocabulario las nuevas- nuevas tecnologías?); decía —disculpen la interrupción, las palabras a veces también se amontonan, se interrumpen unas a otras, crean bucles… ¡lo ven!—; en fin, al grano:  decía que decía que estas dudas filológicas llevan corroyéndome desde hace unos días, cuando en un grupo de whatssap utilicé la palabra carroza y alguien me hizo ver que, como sucede con viejuno,  también era de carrozas decir carroza.

Herido el adolescente que todavía habita al fondo de mi cuerpo ya casi cincuentagenario realicé dos encuestas, una entre mis hijos, que, por una parte, me confirmó que soy un hombre con un vocabulario desactualizado (o un viejales, que es como al parecer se dice ahora carroza), pero, por otra, me hizo ver la relatividad de tal afirmación, pues aguzando el oído les oía repetir coletillas como jambo, chacho o primo que estaban ya pasadas de moda cuando yo tenía su edad.

La segunda encuesta la hice a través de las redes sociales y diversos informantes me hicieron saber que, para gran dolor de mi muchachil corazón, también habían caído en desuso otras como “dabuten” o “¿Qué pasa, tron?, a las que yo todavía otorgaba preponderancia en la jerga juvenil.

Qué le vamos a hacer, jambos, tal vez de aquí a unos años estas moribundas criaturas vuelvan a convertirse en animales majestuosos que pueblen los argots de las faunas modernas. ¿Volverá a parecerles demasié algo a los jóvenes? ¿Saldrán de naja, se comerán el tarro, fliparán en colores? Y, por otra parte, ¿me dan repelús solo a mí locuciones como “No, lo siguiente” o el pomposo “Tengo para mí” que escriben algunos columnistas en los periódicos? ¿Todas las catástrofes —hablando de periodismo— son por decreto dantescas y todos los artistas que se mueren legendarios y míticos y todos sus discos las bandas sonoras de nuestras vidas? ¿Cuándo se llenó el mundo de monstruos y de cracks? ¿Qué diferencia hay entre un crack y un pro? ¿Utilizar ciruelo para referirse al miembro viril da gracia o resulta zafio? Y, sobre todo, si colocas el taquillón en otra parte de la casa que no sea la entrada ¿deja de ser taquillón? ¿Y entonces cómo se llama?…

 

 

 

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