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LA METAMORFOSIS DE GABILONDO

May 21, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Publicado en Rubio de bote (magazine ON, diarios de Grupo Noticias) 20/05/2017

LA METAMORFOSIS DE GABILONDO

Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gabilondo se levantó convertido en un monstruoso culturista con músculos por todo el cuerpo menos en la cabeza.

Gabilondo, que en su anterior vida había sido de complexión tirillas y de oficio corrector de textos, al principio se sintió sumido en una especie de nebulosa, confundido por su acojonante aspecto físico y la clamorosa falta de ortografía en el tatuaje que atravesaba su pechotoro: Gora gu eta gitarrak! Pero fue solo un momento, casi inmediatamente le entraron ganas de repartir estopa al primer facha o para el caso aficionado del Betis (o del Sevilla, o del Coria del Río Club de Fútbol,  españolitos de mierda todos, en definitiva) que se cruzara por la calle y de mandar whatsapps a la peña, del tipo “Haber, peña, ya en puta Seviya, pasada de biaje, gora gu eta gorrotoak!”.

Gabilondo, que como todo el mundo sabía era uno de los jefes de los proetarras, desayunó un lingotazo de anís, dos tazas de café y un puñado de trankimazines, salió a la calle y se metió en el primer bar que vio, en el que pidió dos katxis de cerveza, uno para bebérselo de un trago y otro para tirárselo por encima a un tipo que había en la terraza leyendo el Marca, El País, La Razón o algún otro de esos diarios fascistas.

Se acercó al provocador y tras ponerle en la cara una ikurriña, una bandera del Athletic o algún otro símbolo terrorista, no recordaba, le vertió el katxi en la cabeza y le dio una colleja y un patadón que mandó a al perrito que lo acompañaba hasta Bormujos, todo ello mientras un compañero que iba con él y del que no hemos dicho nada todavía porque lo único que hacía era reír las gracias de su amigo con una risita de ababol, grababa todo en el móvil (en realidad el colega de Gabilondo era profesor de lengua y literatura, pero esa mañana se había levantado convertido en rata).

El Rata, pues, grabó la ekintza y no tardó ni dos minutos en subir el video a dieciséis redes sociales, con lo cual no había pasado ni media hora (es decir, un kilo de trankimazines, tres cafés y seis copas de anís más —que como todo el mundo sabe es la bebida preferida por los cachorros de ETA—) y ya todo Bilbao, todo Sevilla y todo Coria del Río sabían qué había pasado, si bien la guardia civil no detuvo a los dos energúmenos hasta bien entrada la madrugá.

Conducidos hasta el cuartelillo, pasaron la noche en el calabozo, y, tras un sueño intranquilo, se levantaron convertidos de nuevo en un corrector de textos de cincuenta kilos de peso y un anodino profesor de lengua y literatura que se habían desplazado hasta Sevilla para participar en una cacería de erratas ortográficas; o al menos eso fue lo que le contaron al juez, y también lo que corroboró al día siguiente la madre de Gabilondo cuando, desplazada hasta la capital hispalense, declaró ante una marabunta de micrófonos que su hijo era un chaval muy zintzo, que nunca había hecho mal a nadie y que siempre  miraba a ver si en los autobuses viajaban niños o mujeres antes de pegarles fuego.

El juez, sin embargo, no se creyó una palabra y mandó a Gabilondo y a su compinche directamente a la Audiencia Nacional, donde decretaron para ambos prisión sin fianza y donde todavía siguen a espera de juicio, en el cual el fiscal pedirá ocho años de cárcel por un delito de terrorismo. “Hombre, si esto hubiera sido al revés y en Bilbao, con nueve mil eurillos lo arreglábamos”, dicen que les dijo su abogado,  y que, a pesar de todo, ellos mantuvieron el ánimo alto y contestaron: Gora gu eta orangutarrak!

 

Para saber más: http://www.antena3.com/programas/espejo-publico/noticias/la-declaracion-del-ultra-del-betis-al-juez-le-di-una-torta-porque-me-pusieron-una-bandera-proetarra-en-la-cara_20170509591191860cf22906e6bafe3d.html

 

RESACA

May 17, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Resultado de imagen de RESACA HANKOVER

Esta es una historia real. Me sucedió en una época de mi vida en que había un montón de gente empeñada en que me alargara el pene, me casara con una chica rusa o heredara la fortuna de una desconsolada viuda nigeriana. También tenía roto el antivirus.

El caso es que algunos meses antes había coordinado junto a mi amigo, el escritor Vicente Muñoz Alvarez, una antología de cuentos y poemas sobre Charles Bukowski que llevaba por título Resaca / Hankover.  La portada del libro era obra de Miguel Ángel Martín y en ella aparece una chica tumbada en un sofá, rodeada de latas de cerveza vacías, en calzoncillos, desgreñada y con claros síntomas de que por la cabeza se le está pasando una de las frases que más veces se han incumplido  a lo largo de la historia de la humanidad: “No pienso volver a beber nunca más”.

A pesar de que el libro tuvo dos ediciones,  cierta repercusión y buen ojo —entre los participantes había autores como Manuel Vilas o Agustín Fernández Mallo, antes de que escribieran Los inmortales o Nocilla Dream—, como sucede con la mayoría de los libros, no tardó en desaparecer  de la circulación, sepultado por pilas de best-sellers, trilogías y novelas escritas por presentadores de televisión y cocineros.

Sin embargo, pocos meses después, en uno de aquellos spam que recibía regularmente en mi correo electrónico volví a toparme con la ilustración de la portada. En esta ocasión no se trataba de un email de un banco del que nunca había sido cliente pidiéndome que confirmara los datos de mi cuenta, ni de un mensaje en cadena que debía mandar a diez personas si no quería que me pasara algo horrible, sino de publicidad de unas pastillas contra la resaca (de ahí la elección de la imagen). Por supuesto, en el mensaje no se mencionaba en ningún momento la autoría de la ilustración ni que era la portada de nuestro libro.

Nosotros decidimos tomárnoslo con buen humor y escribir a la empresa que distribuía aquellas pastillas, comunicándoles que no emprenderíamos acciones legales contra ellos si citaban los créditos del dibujo y, sobre todo, si nos enviaban algunas cajas de pastillas para repartir entre los participantes de la antología, dado que éramos todos bastante borrachuzos. Las pastillas, además, según rezaba la publicidad, eran la pera, se llamaban RU-21, y las utilizaba la KGB para que los espías se mantuvieran sobrios mientras invitaban a vodka a las personas de las que querían obtener información.

Sorprendentemente, la empresa accedió a nuestra petición, y aún tuvieron el valor de pedirnos permiso para incluir en su catálogo nuestro libro. Y todos tan contentos.

Yo, por mi parte me conformé con el tamaño de mi picha, actualicé el antivirus y mi vida dejó de ser intensa y divertida (a veces contestaba a los spam, por ejemplo, enviaba la foto de algún imputado del Partido Popular y le ponía “curriculum” al nombre del archivo, cuando me escribían para decirme que me daban un trabajo en el que en dos semanas iba a ganar montañas de dinero sin dar ni golpe). En cuanto a las pastillas, todavía las guardo, intactas. Nunca he hecho uso de ellas, no porque no haya habido motivos, sino porque nunca he tenido cuerpo de espía ruso, que como todo el mundo sabe nunca se emborrachan pero cagan de color verde.

Publicado en Rubio de bote (6/5/2017)

500 gotas en el grifo del tiempo

Abr 24, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

 

Publicado en el número 500 de ON, magazine semanal de los diarios de Grupo Noticias (22/5/2017)

Hoy este semanario cumple quinientos números, una cifra importante tratándose de una revista de papel. Del mismo modo que la televisión mató a la estrella de la radio, internet desliza sus dedos de éter sobre la prensa escrita borrando poco a poco la tinta de las cabeceras de los periódicos.

O eso dicen.

A menudo me asalta una idea para un relato futurista o apocalíptico.  Me imagino una vieja librería o una biblioteca abandonadas y, entre sus ruinas, a un ermitaño, que,  alejado del mundanal ruido de las redes sociales y las nuevas tecnologías,  sobrevive  entre pilas de libros y discos. El hombre es una especie de yogui, que puede alimentarse solo de ellos, de los campos de fresas que encuentra entre sus surcos o de los dinosaurios que velan su sueño tumbados sobre dos líneas entre las páginas de un cuento. En el exterior, de todas maneras, el resto de humanos tampoco come cosas mucho más saludables que celulosa o vinilo. Por ejemplo, ya no quedan vacas sobre la faz de la tierra, porque se las han llevado todas a una megagranja en Soria y les han puesto wifi en las tetas.

Vale, no sé si es un relato con muchas posibilidades.

Lo que yo quiero decir es que a veces me siento como un ser de otra época (una época en el que, por ejemplo, se escuchaban los discos enteros, los chavales no querían ser youtubers sino formar grupos de rock o en la que las personas se avergonzaban de su ignorancia en vez de exhibirla orgullosas).  Sentirse parte de un mundo que desaparece en realidad no tiene nada de particular, es ley de vida: nuestros abuelos vieron cómo sus pueblos se sumergían en pantanos que nos liberarían de la pertinaz sequía y a nuestros nietos les contaremos qué inmenso placer era sentarse un domingo soleado por la mañana en una terraza a tomarse un marianito  mientras leías el periódico. Todos, en fin,  nos tendremos que tragar nuestros propios recuerdos diluidos por el cloro en el grifo del tiempo.

Lo que me inquieta es saber si siempre el ser humano ha sentido la misma duda  aterradora que a mí me asalta ahora; si a lo largo de toda su historia se ha preguntado si tal vez el mundo que deja a quienes ha dado la luz será más oscuro.  Para alguien que como yo, a pesar de todo (a pesar, por ejemplo, de la entrevista de Bertín Osborne a José María Aznar), cree en el progreso de la civilización, la respuesta es que no, que la especie humana por naturaleza mejora en cada generación y, aunque de manera tal vez desesperadamente lenta, hace del planeta que vive un lugar más habitable y más justo. Visiones catastrofistas las ha habido en cada nueva era, con cada gran invento que ha cambiado el curso de la historia, como el fuego, la imprenta o los preservativos, es cierto, como lo es que al final no ha sido para tanto. La televisión, por ejemplo, es solo una presunta asesina, pues para muchos de nosotros el medio de comunicación y entretenimiento al que más recurrimos, aunque sea solo como un ruido de fondo, es la radio, cuya estrella sigue brillando con fuerza. Pero también es cierto que en esos cambios de era nos hemos dejado a menudo muchos pelos en la gatera. La industrialización y el despoblamiento rural, por ejemplo, rompieron una relación de equilibrio y respeto con la naturaleza. Y en este tránsito de una cultura y un conocimiento adquiridos sólidamente por la vía escrita  a la modernidad líquida de la que hablaba Bauman, dominada por la imagen, la supervivencia de la prensa de papel, como este semanario que hoy cumple 500 números (¡zorionak!), creo que contribuye a un tipo de lectura que preserva determinados valores —reflexión, memoria, concentración…— que quizás eviten que en ese cambio de estados lleguemos alguna vez al gaseoso, en el que nos comuniquemos solo a través de eructos.

 

ME ACUERDO

Mar 31, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Resultado de imagen de piramides txantrea

 

Me acuerdo del sonido que hacían mis zapatillas bajando las escaleras y de que, escuchándolo, podía bajar con los ojos cerrados los cinco pisos del bloque en que vivíamos.

Me acuerdo del número de la matrícula del 127 de mi madre, NA-6580-B y del número de teléfono de casa: 226689.

Me acuerdo de que si querías llamar a otra provincia tenías que buscar el prefijo en la guía de teléfonos.

Me acuerdo de que mi madre siempre decía: yo para vosotros soy madre y padre.

Me acuerdo del día que llamó a la radio y de lo orgulloso que me sentí de ella.

Me acuerdo de los tickets de cuatro viajes de la villavesa, que se compraban antes de las 9 de la mañana, y de que la parte superior del billete estaba tres veces escrita la fecha. Me acuerdo que para cada viaje había que doblarlos para que el chófer arrancara uno de ellos y a veces había conductores con los dedos muy gordos y rompían más de uno de los números. Me acuerdo de lo difícil que era para un niño conservar a lo largo de un largo día el ticket sin perderlo.

Me acuerdo.

Me acuerdo del descampado, que hoy es una pista de futbito, debajo de casa y del barranco, que hoy es una carretera de circunvalación, detrás del descampado.

Me acuerdo de la vieja carretera hasta Donosti.

Me acuerdo de que al pasar junto a la papelera de Tolosa nos poníamos un pañuelo en la cara.

Me acuerdo, no se me olvidará nunca,  de una tarde antes de entrar al colegio, unos hombres limpiando con una manguera un charco de sangre y los sesos de un hombre asesinado en un atentado a la entrada de un restaurante, en la Cuesta de Labrit.

Me acuerdo, años más tarde,  los sábados en el casco viejo, del gesto automático de agacharse cada vez que al final de la calle se oía el disparo de una pelota de goma.

Me acuerdo de un hombre repartiendo pegatinas con el escudo de Navarra y la laureada en la puerta de la diputación.

Me acuerdo.

Me acuerdo del Rastro de la Txantrea y de que en él me compré mi primera cinta de caset, una de Tequila.

Me acuerdo de que desde el balcón de mi casa se veían los partidos de beisbol que jugaban en el colegio Irabia y de que eran interminables.

Me acuerdo de las pirámides junto al Eroski de la Txantrea

Me acuerdo de las películas de Tarzán los sábados por la tarde.

Me acuerdo de mi madre agachada fregando el suelo de la cocina mientras las veíamos y repitiendo: ¡qué higadazos!

Me acuerdo de que a los porteadores negros les gritaban: “Andagua, Patxi, Patxi”.

Me acuerdo de que un día los chicos poníamos y quitábamos la mesa y las chicas secaban la vajilla y al siguiente al revés.

Me acuerdo de la maraña de partidos de fútbol en el patio del colegio y de los balonazos que de vez en cuando recibías. Los peores eran los que te daban en el estómago.

Me acuerdo del juego del puntero y del sonido de la pelota golpeando el frontón.

Me acuerdo de que Iribas, el mejor pelotari de la clase,  me dio una vez con la pelota en la cabeza y estuve mareado todo el día.

Me acuerdo de mi abuelo, haciendo de juez en los partidos de pelota durante las fiestas de Huarte.

Me acuerdo de la torta que El Mono, el profesor de pretecnología,  le dio a Juangarcía y que lo tumbó en el suelo.

Me acuerdo de que se me rompían todos los pelos de la sierra de marquetería. Y de que solo muchos años más tarde supe que chapa ocúmen se escribía de esa manera y no chapacumen.

Me acuerdo de los viejos pupitres del colegio, con el hueco para el tintero, que nunca utilizamos.

Me acuerdo de cuando el boli escupía pequeñas gotas que emborronaban los cuadernos y de las manchas de tinta en la mano.

Me acuerdo de los bolis bic de cuatro colores y de Donan Pher vendiéndolos en el Paseo Sarasate y de su casco de explorador y de sus fotos con serpientes. Me acuerdo de cómo me decepcionó saber que Donan Pher era Fernando al revés.

Me acuerdo de que el Paseo Sarasate también se decía Paseo Valencia y la Avenida Baja Navarra Avenida General Franco.

Me acuerdo.

Me acuerdo de mi otro abuelo pegándole con el bastón a nuestro gato Pelusa.

Me acuerdo del día que mi hermano Santi trajo a Pelusa a casa y de que cabía dentro de una caja de galletas.

Me acuerdo también del día que mi hermano se torció el tobillo jugando en el Fuerte de San Cristóbal y de que yo me asusté porque mi madre ya se había ido a casa y salí corriendo detrás de ella y de que él tuvo que bajar el monte Ezkaba solo y cojeando.

Me acuerdo de que mi hermana Blanca se tocaba con la punta de los pies la nuca.

Me acuerdo de que mi hermana Marta se abrió tres veces la barbilla.

Me acuerdo de que mi tío Jose Luis, que era misionero en Japón, nos traía cada cuatro años sellos de colores y aparatos de radio y cámaras de fotos muy modernos.

Me acuerdo de la gente fumando en los autobuses. Y en los ambulatorios.

Me acuerdo de la brasa naranja de un cigarrillo en la oscuridad mientras entrenábamos en a minibasquet en el patio del colegio.

Me acuerdo de un entrenador que nos mandaba a correr para robarnos mientras tanto el dinero que dejábamos en el vestuario. Me acuerdo de que algunos años después lo encontraron muerto en los baños de la estación de autobuses, con una jeringuilla colgando del brazo, como una amapola de sangre.

Me acuerdo de que el vestuario olía a pis y de que el suelo de las duchas siempre se encharcaba.

Me acuerdo de que dentro del colegio había una tienda de chucherías y de que al señor que la atendía le llamábamos el Monsieur.

Me acuerdo de que dentro del instituto había bar y servían alcohol.

Me acuerdo

Me acuerdo de que me daba vergüenza ponerme en bañador en la piscina.

Me acuerdo de una vez que me tiré del cuarto trampolín del Club Natación con carrerilla y de otra del tercero de cabeza y de que entonces no me dio vergüenza ir en bañador.

Me acuerdo de un dibujo en un libro que se titulaba ¿Qué me está pasando? en el que un chaval tenía una erección en lo alto de un trampolín.

Me acuerdo de una chica que se tiró del primero de bomba y salpicó a toda la grada y que cuando salió todos le gritaban “¡Foca, foca!” y de que ella se quedó llorando en la esquina de la piscina, sin atreverse a salir. Me acuerdo de que nadie, yo tampoco, le ayudó y de que  todos nos reíamos de ella. Me acuerdo de que esa chica años más tarde se hizo piragüista y fue a las olimpiadas.

Me acuerdo del juego de  verdad o atrevimiento, durante los veranos, y de que yo siempre elegía verdad y de que siempre mentía.

Me acuerdo de que había que hacer la digestión antes de bañarse.

Me acuerdo.

Me acuerdo de las primeras John Smith rojas, y de otras con muchos colorines, y de otras bajas de color azul cielo.

Me acuerdo de cuando me eligieron mejor jugador en un torneo de minibasket de Navidad y de cuando me llevaron a la selección navarra juvenil, aunque ahora nadie me crea.

Me acuerdo de los patinetes naranjas Amaya y de un Sancheski al que mi madre le pegó una tira de lija en el centro.

Me acuerdo de la dinamo en la rueda trasera de la bici. Me acuerdo de que mi hermano le quitó a la suya los guardabarros y de que a mí nunca se me pasó por la cabeza cambiarle nada.

Me acuerdo de que Santi sabía pillar con la radio la frecuencia de la policía, los días que había broncas.

Me acuerdo de que durante los sanfermines del 78 un policía antidisturbios disparó cuando nos asomamos a la ventana. Y de que un manifestante quiso romper con una piedra la luna delantera del coche cuando intentamos atravesar con el 127 un hueco entre una barricada de fuego.

Me acuerdo.

Me acuerdo de mi madre estrechándome los bajos de los pantalones y que los vaqueros solo comenzaban a gustarnos cuando los desgastábamos.

Me acuerdo de que comprábamos macutos militares en una trapería para llevar los libros al instituto y de que en ellos escribíamos con boli “Mili KK”.

Me acuerdo de que salíamos durante el recreo a comprar un bollo de pan y quince pesetas de chorizo a la plaza del Abuelo.

Me acuerdo de que el instituto me presenté a un concurso de mates en una canasta de minibasquet.

Me acuerdo, no se me olvidará nunca, de cuando me subieron al equipo de los mayores y del día que vinieron a verme jugar todos y de que aquel fue el peor partido de mi vida.

Me acuerdo de la semana cultural de Irubide y de que un año trajeron a  El Drogas y otro a José Luis San Pedro y otro echaron The Wall de Pink Floy.

Me acuerdo mucho de una canica de metal que me regaló mi abuelo y que me quitó un cura en el patio del colegio.

Me acuerdo de la nieve entrando en las katiuskas.

Me acuerdo de cuando la basura se dejaba amontonada en el suelo y de los gatos que rasgaban las bolsas.

Me acuerdo de los basureros arrojando esas bolsas al camión de la basura.

Me acuerdo de que tirábamos los papeles, los envoltorios, las cáscaras de pipas al suelo.

Me acuerdo de los balones Mikasa, los naranjas y los de tres colores,  y cuando se les borraba de la piel los puntitos y los botabas de otra manera, peor.

Me acuerdo cuando se helaban las manos y no los podías botar de ninguna manera.

Me acuerdo de un compañero que siempre me daba una descarga de electricidad cuando se rozaba conmigo en los entrenamientos.

Me acuerdo.

Me acuerdo de los teleñecos y de un cocinero sueco que cantaba Buskibukibuski y del que nadie se acordaba.

Me acuerdo de la película que pusieron el día del golpe de estado, El chico de Brooklin, y de aquel boxeador patoso y pelirrojo golpeando al compás del Danubio Azul.

Me acuerdo de la primera persona que conocí que recordaba esa película y de que llevo junto a ella ya quince años y tenemos dos hijos y de que siempre decimos que algún día tenemos que ver todos juntos esa película.

Me acuerdo de un programa en el que entrevistaban juntos al cocinero sueco y el actor que interpretaba a aquel boxeador patoso.

Me acuerdo.

Me acuerdo de la primera vez que me emborraché en la fiesta del instituto, en primero de BUP, y que no me acuerdo de nada de lo que pasó después.

Me acuerdo de que a veces, muchos años después,  soñaba que habían cambiado los planes de estudios y tenía que volver al instituto.

Me acuerdo de que antes de la selectividad unos cuantos nos fuimos de acampada al monte y que se nos acabó el tabaco y que nos fumamos las infusiones de menta y que nos bañábamos desnudos en un pantano y que nos untábamos al salir el cuerpo con barro y que hacía sol y que éramos felices y que todos aprobamos el examen.

Me acuerdo de que durante las fiestas de verano se cantaba una canción que decía “Voló, voló, Carrero voló y en un tejao se encaló, ¡eup!” y con el eup lanzábamos a lo alto los jerseys.

Me acuerdo de que cuando tenía seis años me operaron porque me apretaban los zapatos y me limaron un trozo del tobillo. Recuerdo que después de darme la anestesia me hablaban y me decían que quería ser de mayor y yo contestaba que cazador y misionero.

Me acuerdo de que el último día en el hospital me dejaron elegir el menú y yo elegí macarrones y albóndigas, pero me dieron el alta al mediodía y tuve que irme a comer a casa. Me acuerdo de que mi madre hizo lentejas.

Me acuerdo de los Don Mikis y del Manual del pequeño castor.

Me acuerdo de la noche que murió Charlot, de que fue en Nochebuena y esa misma noche, en casa de mis abuelos,  oí a los mayores poniendo los regalos junto a nuestros zapatos.

Me acuerdo de que en Nochevieja decían que pasaba por la calle un hombre con 365 narices.

Me acuerdo.

Me acuerdo de que una vez la Vuelta Ciclista llegó a Pamplona, de que acabó junto a El Porrón y de que fuimos a verla y cuando acabó nos cruzamos con Vicente Belda. Me acuerdo de que, aunque éramos niños todavía, era más bajito que nosotros.

Me acuerdo de que cada año la canción que elegían para los resúmenes de las etapas era todo un hit.

Me acuerdo de “Me estoy volviendo loco”, de Azul y Negro.

Me acuerdo.

Me acuerdo de una película del Gordo y el Flaco en la que hacían de niños y todos los muebles eran gigantes.

Me acuerdo de los locos que se subían en la villavesa de las tres, cuando íbamos al cole. Me acuerdo de Chichi el amoroso, de Gloria, de Lola la loca. Me acuerdo de que Lola la loca se metía con los niños y de que empezamos a coger la villavesa de las tres menos cuarto.

Me acuerdo de un hombre que iba vestido de sheriff por Pamplona y de otro que de repente se quedaba parado durante diez o quince minutos. Me acuerdo de que los días de lluvia, sin embargo,  nunca se paraba.

Me acuerdo del cuartito de la biblioteca general en el que estaban los cajones con las fichas de los libros, y de que cuando los pedías a la bibliotecaria se los traían en un pequeño ascensor.

Me acuerdo de que me propuse empezar a leer autores por orden alfabético y que llegué hasta la B, de Bukowski y que después todas mis lecturas se desordenaron.

Me acuerdo de los Me acuerdo de Joe Brainard, y del Je me souviens de Georges Perec y del Akordatzen de Joseba Sarrionandia.

Me acuerdo de que me arrepentí casi inmediatamente cuando empecé a anotar desordenadamente mis propios Me acuerdo, porque se convirtió en una peligrosa obsesión.

Me acuerdo.

 

Gainsbourg y yo

Mar 27, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Resultado de imagen de tatuaje conejoPublicado en ON (Rubio de bote, 26/03/2017)

Gainsbourg, mi conejo enano belier, ha vuelto de Alcalá Meco hecho un quinqui. No sé si recuerdan que se lo llevó la policía una noche por quebrantar la ley bozal, o la mordaza, no sé, alguna de esas para preservar nuestras libertades.

Ha estado en prisión preventiva dos meses, que no parece mucho, pero en tiempo conejil equivale a año y medio. Y total para dejarlo libre y sin cargos (ya me parecía a mí que escribir en el twiter que se lo estaba pasando bomba delito no podía ser), aunque los periódicos, los que titularon con letras gordas “El conejo asesino” o “Un terrorista muy peludo”, no han publicado ahora nada.

El caso es que desde que Gaisnbourg ha vuelto no hace más que mear en aspersión.

—En el talego uno aprende pronto a marcar el terreno, primo —me dice.

Y también se pasa el día montando a un muñeco de Homer Simpson. Eso lo puedo entender, por la abstinencia y la promiscuidad propia de su especie (los conejos ya se sabe que son unos cerdos), aunque yo también le digo que salga un poco a la calle, vaya a discotecas, se apunte a un curso de bachata sensual, si lo que quiere es quitarse de encima el mono, bueno de debajo—igual dicho así suena raro, zoófilo, o atenta contra el honor de los peluches o contra alguna ley sobre la propiedad intelectual-comercial, yo ya no sé—.

Pero él que no, que todavía no está preparado, que en el trullo lo han maleado mucho y si sale de casa va a ser para liarla parda.

—Chico, ¿pues qué vas a hacer?,  ¿atracar una tienda de zanahorias?, ¿afilarte los dientes con un ejemplar de la Constitución de tapa dura?… —le pregunto yo.

—No, comprarme un periódico, o, peor todavía, un libro y pasearme con él debajo del brazo, sembrando el pánico —contesta.

Por lo visto, en la cárcel eso, leer, es tendencia, si quieres ser malo malote, y lo de los tatuajes se ha quedado demodé (aparte de que ¿cómo o dónde se hace un tatuaje un conejo?).

—Llevar tatuajes es propio de la gente normal, sin antecedentes penales ni amantes en cada puerto —añade Gainsbourg.

La verdad es que me paro a pensar y no se me ocurre nada más rompedor y a contracorriente que ver a un chaval de veinte años con un periódico debajo del brazo, en lugar de tanto tatoo y tantos agujeros en los cartílagos y otras partes blandas, que ya no asustan a nadie. ¡Uy qué miedo, un  tío con los pantalones cagados!

Igual al principio estos jóvenes iconoclastas se llevan alguna colleja, claro, pero finalmente salvarán la prensa escrita y también la regenerarán, la harán libre e independiente, y dignificarán la profesión y los sueldos de plumillas y columnistas, y gracias a ellos viviremos en una sociedad más culta y, en consecuencia, crítica, en la que hasta los conejos presidiarios saben qué quiere decir iconoclasta.

—Anda, espabila y bajas a la tienda y me traes tabaco, el Liberation y una edición de bolsillo de Corre, Conejo—me saca de mis ensoñaciones Gainsbourg.

Y yo salgo presto a por el recado, porque con esas pistas me da que en dos días mi conejo enano belier se crece, vuelve a ser el de antes y no lo vemos  por casa más que a la hora de comer o para pedir la paga. Y, la verdad, ya tenemos ganas, Homer y yo, porque últimamente aquí dentro huele todo a pis que mata.

 

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