Publicado enRubio de bote, colaboración quincenal en ON (magazine de diarios de Grupo Noticias) (27/01/2017)
Llovía bíblicamente, en la calle no se veía un alma y había paraguas abandonados a cada paso, como si toda la humanidad hubiese salido corriendo precipitadamente a embarcarse en una moderna arca de Noé y yo me hubiese convertido en el único náufrago del planeta.
El primero de ellos, el primer paraguas que vi, fue uno de niño. Un pequeño paraguas de plástico transparente, con barquitos estampados y timones de madera carcomidos por una gusanera de temblorosas gotas de agua. Estaba boca abajo, con la punta metálica enganchada en la rejilla de una alcantarilla. El viento era un lanzador de cuchillos y aquel paraguas parecía repeler todas sus embestidas, con su esqueleto palpitante y devolviendo al aire un aullido entrecortado, como el sonido de la hélice de un helicóptero de salvamento.
Era una imagen inquietante. Miré a mi alrededor, esperando encontrar a alguien, al dueño de ese paraguas, quizás un niño, o una niña a la que el viento había hecho caer. Pero no vi a nadie. Continué caminando, recostado casi sobre el vendaval, hasta llegar al puente. El río bajaba torrencial, furioso, escupiendo espuma y palos, con un agua marrón oscura, que por un momento me pareció sangre. Unas horas antes un hombre había arrojado al agua el cadáver de su compañera. El día anterior, otro había acuchillado a su propia hija, una niña de dos años… Todos los días había hombres que golpeaban a mujeres, las violaban, las asesinaban… Y yo era un hombre. Me pregunté en qué me convertía eso. Si la violencia formaba parte de mi naturaleza. Siempre me había rebelado ante esa idea. Yo no tenía nada ver con esos hombres. Todos los hombres no éramos así. Pero mi forma de rebelarme había sido callar, creer que yo no debía avergonzarme por lo que otros hombres hacían. Ahora me daba cuenta de que quizás estaba equivocado. Miré fijamente la corriente. Vi remolinos de agua desde los que trepaban hasta mi oído voces, chistes de los que me había reído aunque no me hicieran ninguna gracia, frases recubiertas de fango: “Mujer tenías que ser”, “Cuántas pollas habrá comido esa para llegar hasta ahí”…; y vi también burbujas que reventaban sobre la superficie de aquel agua ensangrentada, como pequeños y masculinos estallidos de ira, y ramas que cegaban en el ojo del puente, del mismo modo que los celos, la inseguridad, la falta de autoestima y de madurez cegaban a algunos hombres…
Volví sobre mis pasos. Continuaba lloviendo a mares y el viento era el soplido de una diosa enfurecida. El paraguas con la imagen de barcos y timones carcomidos por el agua seguía boca arriba, aprisionado por la reja de la alcantarilla. Pronto observé que no era el único paraguas abandonado. Había paraguas por todas partes: encalados en las copas de los árboles, desarbolados en los charcos, olvidados en las papeleras… Y de repente, me di cuenta. ¡La mayoría de ellos eran paraguas de mujer! Como si solo a ellas les hubiera sido permitido subir a aquella moderna arca de Noé y salvarse de este diluvio de sangre, de este genocidio diario y doméstico, dejando atrás un mundo oscuro, tenebroso, habitado solo por hombres en silencio.
Publicado en «Rubio de bote», magazine On (diarios Grupo Noticias) 14/01/17
Cuando uno se convierte en padre tiene que tener claro que durante diez o doce años no va a poder ir tranquilamente al baño. Se acabó la intimidad. Hay algún conducto secreto que conecta tu estómago con los pies o el cerebro de tus hijos, quienes se abrirán la barbilla o querrán solucionar sus dudas existenciales (por ejemplo, “Aita, ¿los robots hacen pis?”), justo en ese pingüinesco momento en que tienes los pantalones en los tobillos.
Las relaciones paterno-filiales se componen de normas no escritas de ese tipo, de señales, códigos, gestos que uno aprende pronto a distinguir y respetar. Uno sabe, por ejemplo, que existe un momento en que los niños llegan en sus juegos a un límite de euforia, persiguiéndose atropellada y alegremente, y en el que el siguiente paso va a ser un tropezón, una caída, unas risas que se tornan en un abrir y cerrar de ojos en lágrimas o sangre. Es como una dolorosa metáfora de la condición humana, como si la dicha tuviera un límite que no está permitido sobrepasar y por cuyo exceso hay que pagar con huesos rotos o jarrones hechos añicos. Y uno lo ve, sabe que algo va a pasar, y sin embargo a menudo no interviene con determinación porque no quiere ser siempre el aguafiestas, así que tiene que conformarse después con una de esas frases, “Si es que se veía venir, si es que ya lo sabía yo…”, que suenan a bruja Lola, a pitoniso nocturno y alevoso, de nueve cero dos, y que ya no solucionan nada.
Uno sabe también que la primera frase de tu hijo cuando sale al mediodía del colegio va a ser un cariñoso “¿Qué hay para comer?” y que ese día suele haber lentejas y que ya está la bronca armada; o que la comida que aborrecen en tu casa en otras les sabe a gloria; o que incluso los socorridos spaguetis pueden fallar si uno se pone creativo y decide echarles exóticos condimentos como cebolla o perejil, “eso verde qué es, qué asco”…
Y uno, que antes era un lirón, aprende además a dormir levemente, con un sensor que le hace dar un bote en la cama cuando escucha toses o náuseas o cuando no escucha nada en las habitaciones de los niños; y que entre las rayas blancas de los pasos de cebras hay abismos; o que algunos dolores muy fuertes solo se curan con besos…
Pero dentro de ese mundo de gestos y señales, de dietas y coreografías infantiles hay algo, un movimiento característico que resulta especialmente gozoso e hipnotizante. Me refiero a cuando los niños van caminando, en un acto espontáneo, del que ni siquiera son conscientes, dando pequeños y rítmicos saltitos, pinpán, pinpán, como si el suelo fuera una pandereta que ellos pudieran tocar con los pies. No se me ocurre una imagen que exprese mejor la felicidad, la despreocupación, la alegría de vivir. Debería ser patrimonio inmaterial de la humanidad. Desgraciadamente, llega una edad, a los diez o los doce años en que esa manera de caminar por la vida nos avergüenza y dejamos de hacerlo, sin comprender que luego nos pasaremos el resto de nuestros días intentando recuperar el paso. Yo no sé cómo todavía no han inventado en ningún centro de terapia o en ningún gimnasio una disciplina que incluya ese ejercicio (pero tampoco vamos a dar ideas, no vaya a ser que se ponga de moda, como la marcha nórdica, y luego tengamos que ver por la tele al presidente del gobierno dando saltitos, lo cual sería ya excesivo). Por suerte, quienes tenemos hijos pequeños, si bien aún nos quedan algunos años de pingüinos en los que seguiremos sin ir tranquilamente al baño, también podemos permitirnos todavía el lujo de coger de vez en cuando a los niños de la mano y, cuando nadie nos mira —y aunque nos miren—, acompasar despreocupada y alegremente nuestro paso al suyo, pinpán, pinpán…
Vale, entonces esta de prueba para el sonido y luego ya grabamos la buena ¿no?… Probando, probando, uno, dos, uno, dos, es-pa-ña, tracatá… Queridos súbditos, yo soy rey y vosotros no, esa es la cuestión, that is the question, por eso yo estoy aquí, y vosotros ahí, mirándome, da igual qué canal pongáis porque en todos salgo yo. Me dirijo a todos vosotros ustedes desde este Palacio Real que es la casa de todos los españoles pero en la que solo podemos vivir la reina, las infantas y yo (bueno y luego ya todas nuestras chachas, chóferes, seguratas, jardineros, chefs… pero nadie más, porque si no esto no sería el Palacio Real sino la casa de Tócame Roque, me entendéis ¿no?)
Quiero desearos a todos y todas un felizaño-urteberrion-feliçany-felizanonovo, lo digo así para que nadie se moleste y porque España es un crisol de culturas: qué bien se come en el País Vasco y los catalanes qué emprendedores que son y los gallegos qué jodidos, siempre contestan con una pregunta, pero pesados también, pesados son todos un rato, la verdad, con sus lenguas autonómicas, con lo fácil que sería entendernos todos con el inglés, mirad a mí qué bien me ha ido. Y es que sin inglés no eres nadie, ni en la Universidad de Georgewton ni cuando vas a la ONU ni a esquiar a Aspen ni nada. Más inglés y menos filosofía en los colegios, ah, no, que eso ya lo estamos haciendo…
Bien, ahora venía lo de ponerse solidario. Esta parte me gusta mucho porque yo, lógicamente, de todo esto no tengo ni puñetera idea, ya sería la monda, un rey que no puede ponerse la calefacción ni comprarse unos entrecots, me entendéis ¿no? Lo único lo de los desahucios, eso sí que me afecta de verdad, más que a nadie, porque, a ver, si un día vienen a echarme a mí no va ser la policía ni los del banco, van a venir con una guillotina, y eso quién te lo valora, eh, quién… Pero bueno, al grano, el caso es que esta parte solidaria me gusta mucho porque yo transmito muy bien, mirad: “No podemos olvidarnos en estas fechas de quienes peor lo están pasando”, diré, por ejemplo, y me morderé los carrillos y los ojos se me pondrán brillantitos y moveré muy enérgico las manos, “los parados, ese 34% de niños en riesgo de exclusión social y ese 17% en situación de pobreza severa” (¿Qué? ¿Que mejor que no de datos? Vale, vale…).
Tampoco —seguiré luego— quiero olvidarme de aquellos que están sirviendo al país lejos de nuestras fronteras en misiones de paz, con sus tanques y sus armas, y contra los tanques y las armas que les vendemos a nuestros enemigos, pero en misión de paz… Y luego, ya para acabar, un clásico, la lacra del terrorismo: condenamos enérgicamente, blablabá, o se está con nosotros o se está con ellos, blablablá; y lo de que la justicia y aparcar en el carril bus es igual para todos, ay qué risa; y lo de la corrupción, muy mal, está todo lleno de corruptos, este es un país de corruptos y de cuñados… En fin, lo de todos los años. Menudo rollo, menudo país me ha tocado, dan ganas de irse y no volver a pisarlo. O de ponerse algún día aquí delante y decir alguna barbaridad, que abdico, o que me cambio de sexo, o hacer una peineta, o un “lo siento mucho, no volverá a pasar”. Me entendéis ¿no? Pero no, claro, no puedo, yo soy un rey moderno, demócrata de toda la vida, franco, responsable, preparado, guapo, alto, solidario, multicultural, con barbita, soy un rey de puta madre, ya lo sé yo, no hace falta que os lo pregunte, probando, probando, uno, dos, uno, dos, es-pa-ña, tracatá….
Publicado en «Rubio de bote», magazine semanal On de diarios de Grupo Noticias 30/12/16
El hombre-pez de Liérganes, según cuenta el Padre Benito Jerónimo Feijoo en su Teatro crítico universal, desapareció un día del año del señor de 1674 mientras nadaba en la ría de Bilbao y cinco años más tarde fue atrapado en la bahía de Cádiz. Los pescadores que lo atrajeron hasta sus redes lanzándole trozos de pan lo tomaron por un tritón, un ser mitológico mitad humano-mitad pez, pues tenía el cuerpo cubierto de escamas, hasta que pronunció balbuceante una sola palabra: el nombre de su pueblo natal, Liérganes. Llevado hasta esta localidad cántabra, el hombre-pez se dirigió por su propio pie hasta su casa, donde su madre y sus hermanos, que lo daban por muerto, lo reconocieron alborozados y entre ellos vivió apáticamente, sin mostrar interés por nada humano y terrestre, nueve años más, al cabo de los cuales volvió a desaparecer, sumergido en las aguas del misterio, pues nunca volvió a saberse de él.
¿Qué sucedió durante esos cinco años en que Francisco de la Vega Casar, que así se llamaba este portentoso nadador, permaneció desaparecido? ¿Se convirtió en un habitante de la Atlántida, el misterioso continente sumergido, del que durante siglos no hemos sabido nada hasta que dibujaron a Bob Esponja? ¿Regresó a él al cabo de esos otros nueve años?… La respuesta quizás sea más mundana y, seguramente, el hombre-pez estuvo vagabundeando por toda la península durante años, durmiendo a la intemperie y comiendo a salto de mata, gracias a la caridad y los pequeños hurtos. Las escamas de su piel serían consecuencia de una enfermedad cutánea, fruto de la mala alimentación y la falta de higiene y casi con toda certeza, como sucede a menudo con quienes viven en la calle, sufriría alguna enfermedad mental. De su vida anterior lo único que habría salvado sería el hábito y el gusto por la natación y practicándolo habría sido como cayera en las redes de los arrantzales gaditanos.
Las leyendas tienden a embellecer o maquillar los granos de la realidad (por ejemplo, ¿de verdad a Fidel Castro lo intentó matar la CIA seiscientas veces? Pues entonces o el comandante era el supercomandante o menudos paquetes los de la CIA…) y del mismo modo tampoco hoy existe una Atlántida neoliberal habitada por felices parados de larga duración que se mueven durante lustros como peces bajo el agua de las ayudas sociales o por sintechos que se alimentan con platos precocinados que cuelgan de las ramas de árboles submarinos.
La realidad es mucho más hiriente y palpable y existe, efectivamente, ese continente sumergido, pero es bien distinto; un continente oculto pero real en el que, tal y como relataba en su Facebook hace poco el periodista Emilio Silva, algunos chavales almuerzan “bocadillos solidarios”: bocatas que recogen, discreta y gratuitamente, en cafeterías de institutos y que se sufragan con aportaciones de profesores y asociaciones; chavales que solo se duchan con agua caliente después de las clases de gimnasia; una “generación plato único” —como la bautizamos aquí hace tiempo—que tiene que hacer sus deberes con forros polares y a la que solo hace visible las llamas de los contenedores. Modernos tritones, lamias chapoteantes en la charca cenagosa de la precariedad, que durante estas vacaciones navideñas se van a quedar sin almuerzo y tendrán que buscar trozos de pan mojado en un mar de incertidumbre y desigualdad.
Publicado en Rubio de bote, ON, suplemento de Grupo Noticias 17/12/16
Publicado en Rubio de bote (semanario ON), 03/12/2016
La cola interminable baja por la madrileña calle del Carmen y antes de llegar a la Puerta del Sol, dobla una de las manzanas, escarbando en ella como un gusano nervioso y hambriento. Llueve un calabobos que se filtra hasta los huesos, pero nadie se mueve de su sitio, aunque la espera se prolongue horas. Es la cola para la administración de lotería de Doña Manolita, donde los sueños se maceran en agua que cae contaminada del cielo. A veces alguien se impacienta, pero varios hombres se encargan de mantener el orden. Cuartean la fila para dejar despejadas las entradas de las otras tiendas, y van haciéndola avanzar en pequeños grupos con el ademán autoritario de aquel a quien le han puesto un uniforme, aunque este sea un chaleco fosforito de los chinos.
Son, probablemente, esos hombres, los mismos que hace años compraban oro y lo anunciaban en los cartelones que llevaban colgando del cuello. La fortuna pasa por sus dedos sin detenerse nunca, y ahora los exhombres-anuncio también tocan sin impresionarse los hombros de quienes opositan para millonarios.
Alguno de estos últimos quizás saque plaza. En Doña Manolita toca siempre, igual que en Sort (en cuya administración La Bruixa d,Or se vende algunos años uno de cada cinco décimos de la lotería de Navidad), o igual que le tocaba siempre a Carlos Fabra, que no es que fuera un hombre con mucha suerte sino con mucho dinero y muy negro. Es pura matemática. A algunos de quienes esperan en la cola de Doña Manolita les tocará la lotería, otros tendrán un infarto, o un accidente, a alguno puede incluso que le parta un rayo: las posibilidades de esto último, de hecho son, estadísticamente, las mismas de que les caiga el gordo.
La lotería toca mucho también en barrios obreros, o con muchos inmigrantes, barrios asolados por el paro, la pobreza energética… Lo dirán el día del sorteo en los telediarios (bueno, en vez de barrio dirán barriadas) y al presentador le temblará emocionado la voz y después esta recobrará su temperatura habitual y contará en un tono de máquina expendedora que alguien a quien iban a desahuciar se ha suicidado, o que ha habido otro motín en un CIE o que un futbolista causa baja por la rotura de un ligamento cruzado anterior para el partido del siglo que se juega cada fin de semana…
La cola, mientras tanto, en Doña Manolita, sigue avanzando lentamente. A quienes esperan en ella la vida se les va en una respiración vaporosa y blanca con la que construyen castillos y chalets adosados en el aire. Cuando uno compra un boleto de la lotería en realidad es eso lo que compra. Durante unas semanas es milloginario, o sea millonario imaginario. Y administrador de cuentas. Y filántropo. “Si os tocara la lotería ¿qué haríais?”, pregunta cuando se junta a cenar con unos amigos. Y algunos cubrirían agujeros (y cuando los escucha uno piensa qué tipo de agujeros son esos, ¿agujeros negros?) y otros se harían trotamundos (con VISA oro), y todos se vuelven repentinamente espléndidos, y dicen que por supuesto repartirían entre sus familia y sus amistades, pero casi inmediatamente empiezan a hacer mentalmente listas negras y categorías, “¿Juantxo es amigo o solo conocido?”…
Y así pasa la mañana, en la madrileña calle del Carmen, con la suerte agazapada entre tiendas de pijamas y de telefonía móvil y cafeterías que huelen a churro y gitanas con ramitas de romero que, bajo la lluvia sucia, leen la buenaventura, pero no saben a qué número le caerá el gordo, mi alma.