Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 19/02/22
Hace unas semanas, cuando un adolescente mató a su padre, su madre y su hermano pequeño disparándoles con una escopeta, algunos medios de comunicación trataron de ver una justificación o un móvil para el crimen en el hecho de que hubiera leído determinado libro o jugara de manera habitual con ciertos videojuegos, en lugar de reparar en que el muchacho tenía a mano el arma de fuego y que sin duda ese detalle había tenido algo que ver con el fatal desenlace.
He dudado mucho antes de escribir este artículo —sobre la
guerra en Ucrania— por varios motivos: en primer lugar porque, como tantos
otros, me siento aturdido, impotente y confuso; también porque ¿qué importancia
puede tener lo que yo opine?, ¿qué puedo aportar que no sea más humo, más ruido,
más desasosiego?; y sobre todo porque estos artículos se envían con unos días
de antelación, con lo cual cuando ustedes lo lean ¿quién sabe en qué punto
estará el conflicto? Quizás Putin se haya convertido, cianuro o polonio mediante,
en Rasputin; quizás se hayan puesto concertinas en los Pirineos para detener a
los welcome refugiados; o quizás
seamos ya todos solo insignificantes gnomos bajo la sombra siniestra de un
gigantesco hongo nuclear…
Pero hay algo que, a día de hoy, me pasma y es el hecho de
que quienes expresan opiniones antimilitaristas frente al sinsentido en que se
convierten siempre las guerras, estén siendo menospreciados, tratados de
ingenuos, buenistas, jipis trasnochados, utopistas objeto de mofa y descrédito,
cuando no acusados de contribuir a esas guerras, de no hacer nada por
detenerlas.
Es el mundo al revés.
Al igual que el adolescente parricida asesinó a su familia
porque empuñó un arma, no un libro o un videojuego, los conflictos bélicos no
son sino la consecuencia natural de un mundo militarizado hasta las cachas en el
que los presupuestos de defensa doblan, triplican o quintuplican los de
educación, sanidad o cultura, y en el que la industria armamentística es uno de
los mayores negocios (España ocupa el séptimo lugar en el ranking de países exportadores de armas). ¿Se imaginan ustedes una
fábrica de camisetas que las produjera masivamente con el único objeto de almacenarlas?
Claro que no, lo que quiere el fabricante es que todos nos vistamos con sus
camisetas, del mismo modo que hay que sacar de vez en cuando a pasear los
bombarderos para que esa industria de la muerte se revitalice.
Releo lo que llevo escrito y, sí, parece de una simpleza elemental. Pero las cosas son a menudo así: simples. Quienes las complican son quienes tienen mucho que ganar o temen perder algo—y a quienes no les importa que para que eso no suceda los demás pierdan todo—. Existen guerras porque existen armas y ejércitos. Los grandes hombres que hablan en las tribunas de paz y democracia, los que nos dicen qué debemos pensar o cuál es la postura correcta para detener los huracanes de destrucción y barbarie, son los que los avivan constantemente, los que firman con la sangre de otros esos contratos armamentísticos, los que estrechan cuando les conviene las mismas manos que pulsan los botones rojos, los que provocan las guerras y pretenden después que se sientan culpables quienes claman contra ellas, quienes defienden una cultura de paz y democracia auténticas. ¿Están, por ejemplo, los ciudadanos rusos a favor de la guerra? ¿Ha tenido acaso Putin en cuenta su opinión? Ahora mismo creo que si hay algo que de verdad podría parar la invasión es un gran “No a la guerra” de la sociedad rusa (lo cual es fácil pedirlo desde aquí, claro). Y nosotros, ¿estamos a favor de que nuestro gobierno venda armas a otros países? ¿Estamos realmente contra las guerras o somos parte de ellas?
Los malos tiempos para el antimilitarismo son precisamente aquellos en que tiene más sentido.
Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (suplemento de diarios Grupo Noticias), 05/03/22
Cada mañana, cuando entro a Facebook, la máquina implacable del tiempo me trae al frente del muro, que a veces es un paredón, los recuerdos de hace seis, cinco, doce años, no sé muy bien cuáles son los caprichos del algoritmo, pero en todo caso siempre soy más joven. Hoy, sin ir más lejos, ha aparecido la foto de los superhéroes de barrio, cuando en otros carnavales nos pusimos los leggins con brilli-brilli de los chinos, el calzoncillo por fuera, los guantes de fregar y la capa del capitán Calzoncillos de nuestros hijos, que todavía no se avergonzaban de nosotros.
El metaverso, en su afán totalizador de reducirnos a un holograma, a un simulacro, a una proyección de nosotros mismos, pretende apropiarse también de nuestra memoria, porque sin memoria no somos nada, pero en realidad esa función de Facebook no se diferencia demasiado de aquellas cajas metálicas con dibujos de geishas en las que se guardaban las fotos viejas y las cartas amarillas. Podíamos pasarnos tardes enteras revolviendo en ellas: bebés boomer en blanco y negro, nuestros padres empuñando una carabina en el tirapichón, nosotros, adolescentes ochenteros, disfrazados durante una Nochevieja de monjas embarazadas, retales de mi vida, fotos a contraluz…
Pero ni el Facebook ni las fotos reveladas en Foto Mena son capaces de retener otros momentos que se fijan en nuestra memoria con firmeza, a pesar —o precisamente por ello— de que son recuerdos desdibujados, evocados en medio de una niebla espesa y extraña en los que distinguimos solo una luz, un halo difuso, desasosegante, porque solo es un espectro de nosotros mismos. Yo, por ejemplo, no recuerdo pero tampoco puedo olvidar una imagen del día que murió mi padre, cuando tenía tres años. Me veo a mí mismo, junto a mis hermanos, en el cuarto de estar, los cuatro cabeza abajo en un sofá azul mirando hacia la puerta con cristal esmerilado de la cocina, en donde un trasiego de tíos, abuelas, amigos de la familia, consolaban a mi madre, aunque entonces nosotros no sabíamos todavía por qué, no acabábamos de entender que ciertamente el mundo se nos había vuelto de repente del revés.
Tampoco recuerdo con precisión cuándo fue la primera vez que besé a una chica. Tal vez fue una tarde en casa de unos primos, en un cumpleaños. Ellos eran más pequeños que yo, pero en la fiesta había invitada una vecina de mi edad, ocho o nueve años, con la que jugamos a papás y mamás. Nosotros, los mayores, hacíamos ese papel y mis primos eran los niños. Hubo un momento en que nuestros “hijos” desaparecieron y aquella chica y yo nos tumbamos uno junto al otro, nos acariciamos, ¿nos besamos? Lo he olvidado, fue una cosa inocente, solo continuábamos el juego, pero sí recuerdo vagamente aquel estremecimiento de las pieles, el despertar de la sexualidad como una flor brotando en el vientre.
No todos los recuerdos confusos, puede incluso que reconstruidos, pertenecen a esa primera memoria. ¿Cuándo dio sus primeros pasos mi hijo? ¿Cuál fue la primera palabra que pronunció mi hija? ¿Cuándo y por qué escribí la primera línea de mi última novela?… No lo recuerdo a ciencia cierta, pero todo está dentro de mí, y es en realidad ese vapor de la memoria, esa imprecisión, ese terreno de bruma y misterio lo que me conforma, lo que me define con más exactitud, me distingue de un holograma, de un recuerdo seleccionado al azar por Facebook, y lo que nunca podrá hacer suyo el metaverso; o eso quiero pensar.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 05/02/22
Siempre he sentido una extraña mezcla de fascinación e
inquietud por las mascotas de equipos deportivos o parques temáticos, por los
muñecos de los ventrílocuos, por los reyes magos de las cabalgatas y sus barbas
de pega o sus rostros pintados, por los Papá Noel que se tambalean o acarician
a los niños, por los romanos de las procesiones con gafas o reloj… Creo que
nunca he llegado a aceptar el acuerdo de verosimilitud, el pacto ficcional que
se establece ante ellos ni he podido apartar de mi cabeza la idea de que bajo
el disfraz se esconde una persona, sobre la que quiero saber todo, a la que
necesito desenmascarar.
Me pasó hace unos días con el oso perjudicado de la
cabalgata de Cádiz, ya saben, aquel muñeco gigante al que debió de quebrársele
algún hueso en el esqueleto de plástico que sostenía su cabeza y caminaba bamboleando
esta. Me imaginaba al pobre humano que la portaba sudando a chorros bajo el
traje, mientras convertía en carne de meme cada uno de sus desesperados
intentos por arreglar el desaguisado, y en un dipsómano resbalando y haciendo
eses sobre un mar de hielo con vodka al simpático oso polar que debía
representar.
Supongo que no soy el único al que le sucede. Por eso nos apasionan las peleas entre spidermanes gordos en la Puerta del Sol, o no podemos dejar de preguntarnos si bajo el disfraz del Chucky que se acerca a pedirnos una moneda no se esconde un auténtico asesino en serie. Por eso también existen los furries, personas a las que les gusta caracterizarse de animales e incluso, a alguno de ellos, practicar sexo disfrazados de peluche gigante (“Hay agujeros estratégicamente diseñados para ello”, explica uno de estos furries en Fursonas, un documental sobre esta subcultura). Y por eso hay quien, por el contrario, siente fobia al ver títeres, mascotas, muñecos de ventrílocuo…
La automatonofobia es, de hecho, el pánico o el terror a los
maniquís, las marionetas… Un pánico irracional, hasta tal punto que llega a
alimentar inverosímiles historias como la del ventrílocuo Charlie McCarthy, quien,
decían, usaba el cadáver de un niño para dar vida a su diabólico muñeco, de
nombre Edgar Bergen (para dar vida y para quitarla, porque el muñeco remataría
esta leyenda urbana asesinando brutalmente a su creador en un camerino; lo cierto
es que los dos protagonistas existieron, sí, pero con los nombres cambiados, en
realidad Edgar Bergen era el ventrílocuo y Charlie McCarthy el muñeco, y, por
supuesto, ninguno de los dos era un criminal).
Una patraña, en fin, que me lleva hasta el culmen de todo este carnaval, que son esos políticos del PP que han pretendido hacerse pasar por ganaderos sin despeinarse la gomina ni despojarse del burberry en las ruedas de prensa que han ofrecido in situ, a cuenta de toda la polémica sobre las macrogranjas. En ese caso no hay pacto ficcional que valga. Ni siquiera se han molestado en ponerse el disfraz. La desfachatez, el complejo de superioridad, el insulto a la inteligencia de los espectadores es tal que prescinden de toda verosimilitud, creen que estos, la plebe, los votantes, han llegado ya a un estado de alelamiento tal que tragarán con cualquier cosa, como admitir que para caminar sobre el fiemo lo mejor son los mocasines.
Por suerte, en una de esas versiones cayetanas de El traje nuevo del emperador, mientras el desafortunado Carlos Iturgaiz comparecía en rueda de prensa en un establo y repetía cual Monchito el argumentario de su partido, a sus espaldas un semental montaba a una vaca que ríe, como si hasta las bestias quisieran señalar con ello lo ridículo, lo burdo de todo el paripé.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine On (diarios de Grupo Noticias) 22/01/22
Una vez al año solíamos ir a robar a Francia. Eran viajes en autobús organizados por el instituto. Es decir, el instituto no organizaba los viajes para robar, sino para ver catedrales, practicar el francés —el idioma— o simplemente cambiar de aires, de aquellos aires viciados, densos, como de habitación cerrada, o asfixiantes, como botes de humo, que respirábamos los adolescentes de barrio en los ochenta.
Pero en realidad a los que nos dedicábamos nosotros era a saquear el Carrefour, esa era nuestra patética manera de sentirnos libres, del mismo modo que nuestros padres hacían años atrás el mismo viaje para ver en los cines “El último tango en París”.
Por entonces no había todavía grandes centros comerciales por aquí y el Carrefour de Baiona nos deslumbraba, con sus escaleras mecánicas, sus tres o cuatro plantas y su hueco en el centro, desde el que subía como una enredadera el olor de los perfumes que se probaban abajo las hormigas… Aquel era nuestro palacio de invierno y entrabamos en él al asalto, como un ejército de descamisados, como perros hambrientos, aterrorizando a las dependientas rubias y blancuchas, francesas, arrasando las estanterías llenas de artículos que no necesitábamos pero que nos hacían falta porque no los habíamos visto nunca.
Entrábamos a los probadores y nos vestíamos con tres capas de ropa, dejábamos en ellos nuestras viejas playeras y nos calzábamos como los deportistas de la tele, batíamos récords del mundo corriendo hasta la salida, saltándonos las cajas con aquellas Adidas o Nike resplandecientes…
En realidad tampoco era así.
Hablo en plural porque aquello era lo que se suponía que debíamos hacer; porque el que volvía a casa con las manos vacías era un panoli y había hecho el viaje para nada. A mí, en realidad, robar me aterrorizaba, me parecía algo horrible, triste, vergonzoso. Solo lo hice una vez. Yo era pobre pero honrado. Un panoli. Así que en una de aquellas excursiones alargué la mano hasta una de las estanterías del Carrefour y me llevé al bolsillo una pelotita de goma, azul, blandita… Todavía siento su tacto culpable en la palma de mi mano. No sé por qué elegí esa pelotita. En realidad no la quería, no la necesitaba. Supongo que, simplemente, me hacía falta para mostrar después orgulloso en el autobús mi botín y sentirme parte de la tribu, de la banda, de la manada… No me mereció, sin embargo, la pena. No me rentó. El corazón se me puso a mil, el sudor cubrió mi cuerpo como escarcha, mis piernas temblaron con un San Vito delator (y todo ello a pesar de que, según supe después, la pelotita que había robado era antiestrés). No entiendo cómo, por suerte, no me descubrieron. Igual les di pena.
La cuestión es que desde entonces solo he vuelto a robar dos veces en mi vida, pero ha sido sin querer: una en una librería, en la que me coloqué una novela bajo el brazo para echarle un vistazo más tarde y luego olvidé que la llevaba allí —me di cuenta cuando ya había salido de la librería, pero me dio vergüenza regresar a dar explicaciones—; y otra en la que al pasar con el carro de la compra por la caja tampoco me di cuenta de que mi hijo pequeño llevaba un salchichón en la mano —después, cada vez que iba con él al súper, mientras esperábamos para pagar, él solía preguntarme en voz alta “¿Qué, aita, robamos el salchichón otra vez?”—.
Por lo demás, también desde entonces, desde aquel saqueo del Carrefour de Baiona, odio las bandas, las tribus, las manadas, esa masa anónima y engorilada en la que se diluye la culpa y la inteligencia. A menudo, de hecho, me siento más libre yendo, precisamente, por libre, o sea, de panoli.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias). 08/01/22
No sé si a alguien más le pasa, pero algunas mañanas al
levantarme me froto los ojos y hacen un ruidito, ñiki-ñiki, dentro de las
cuencas, como si fueran los de un muñeco de plástico. “¡Ay, deja de hacer el
Chucky!”, me riñe entonces mi mujer, porque la verdad es que da un poco de
grima. Pero yo no puedo resistirme, e insisto, ñiki-ñiki, un poco por
fastidiar, pero sobre todo por ver si todo vuelve a su ser, y puedo sentir, de
nuevo, mi naturaleza humana, mi libre albedrío, mis legañas…
Algunas veces, en esas ocasiones, se me pasa por la cabeza —y
creo que a mi mujer todavía con más fuerza—
la idea de que quizás yo sea solo una entelequia o un ser de ficción (fikzioa da egia bakarra, la ficción es
la única verdad, canta, de hecho, Joseba Irazoki en su último disco). Y me
pregunto si no me habré convertido en el protagonista de una película de
terror, el juguete en manos de un dios todavía niño y caprichoso, el muñeco de
ese ventrílocuo loco que es el destino…
Pero, tranquilos, la filosofía y la poesía baratas se me
pasan pronto y pronto vuelve la tontuna de mi mente especulativa, es decir,
humana (una muñeca Nancy, me digo, no haría este tipo de reflexiones). Pienso,
por ejemplo, en qué artefacto tan perfecto es nuestro cuerpo. Seguramente ese
ñiki-ñiki tiene alguna función, alguna alerta, alguna puesta a punto
desconocida para mí pero vital para mi organismo. Nuestro cuerpo es tan
complejo, su funcionamiento tan minucioso, que en realidad su diseño parece
fruto de una mente enferma. ¿Cómo se le ocurrió, si no, a ese creador que
tuviéramos que defecar? Detrás de ello hay una idea perversa, porque para defecar hay
que comer y para comer hay que trabajar…
—Con lo fácil que habría sido fabricarnos muñecos— digo, y
me doy cuenta de que he vuelto a la filosofía de mercadillo y que además estoy hablando
a gritos (¡tempus fugit baratitos,
dos por uno en ubi sunt!).
—Tan perfectos, tan
perfectos no somos —me corta mi mujer—.Yo nos habría puesto otro ojo en la
parte de atrás de la cabeza —dice, y a continuación nos enzarzamos en una serie
de hipótesis absurdas, como si entonces deberíamos cortarnos el pelo también
por detrás o qué gracia tendría poner cuernos en las fotos de grupo…
Se nos va, en fin, la pinza, como a mí en esta columna en la
que en realidad a lo que quería llegar es a la pequeñez de nuestra condición
humana y mortal, a la fragilidad como especie en que nos ha colocado desde hace
dos años la pandemia (fragilidad que a veces nos convierte no en mejores
personas, como nos cansamos de augurar al principio, sino en esquirlas de
cristal que hieren con saña; ahí están, sin ir más lejos, esos aplausos a las
ocho de la tarde que algunos han tornado en amenazas e insultos miserables a
las puertas de los ambulatorios). Tal vez ya nunca volvamos a comenzar el año con aquella alegría e ímpetu
de antes, aquellas matrículas en los gimnasios, aquellos paquetes de
cigarrillos arrojados al cubo de la basura, sino con la incertidumbre y el
acogotamiento de no saber qué nos deparará el futuro más inmediato: virus,
catástrofes naturales, ultraderecha… Pero —por trasmitir a pesar de todo un mensaje
positivo— igual esa insignificancia y vulnerabilidad son las que nos pueden hacer
fuertes y engrandecernos, las que permiten que no nos hayamos convertido
todavía en muñecos de plástico. Tiene que ser muy aburrido ser un muñeco de
plástico. Los muñecos de plástico no defecan, de acuerdo, pero, como los
ángeles, tampoco suelen tener nada entre las piernas. Y al final, además, ese ñiki-ñiki (al de los
ojos me refiero) siempre deja de escucharse y podemos limpiarnos sin miedo las
legañas. Nuestras legañas de simples y enrevesados humanos.