Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 13/11/21
Solía ir a su peluquería porque era majo, es decir porque no
me hablaba. Yo tampoco tenía que decirle nada. Le expliqué la primera vez cómo
quería el corte, sin explayarme mucho, tampoco —“Normal, corto”— y Ahmed se
acordaba cuando volvía, cada seis meses o así. Era un profesional: al salir de su
peluquería no me iba mirando en el reflejo de los cristales ni descubría
horrorizado en ellos a un cabeza huevo, no entraba al baño de alguna cafetería
a mojarme la cabeza para borrarme el peinado de señoro, no llegaba a casa y me
ponía a buscar gorras… Tampoco es que Ahmed pudiera hacer milagros con mis
cuatro pelos de Filemón (o sea, de dos filemones), pero me quitaba de encima
diez años cada vez que, en silencio y con meticulosidad, me cortaba el pelo.
Después, un día Ahmed desapareció y en su lugar comenzaron a
desfilar por la peluquería varios chavales jóvenes que me pelaban con desgana,
o con prisas, doblándome la oreja como si fuera un despojo, una excrecencia de
mi cráneo, o tocándome la cara con sus
dedazos que olían a marihuana. Una vez uno de ellos, sin preguntarme nada,
decidió quitarme de encima no diez años, sino treinta, y me peinó como si yo
fuera un futbolista o C. Tangana. Para tangana la que tuve en casa, cuando mis
hijos me vieron llegar con esas pintas. “Yo contigo no voy a ninguna parte”, me
decían (bueno, eso también me lo decían antes).
Echaba de menos a Ahmed. Me gustaba ver cómo caían sobre el
cubridor los mechones, blancos como volutas de nieve, ponerme poético, pensar en
el tempus fugit, en lugar de, con los
chavales, sentirme un puto viejo canoso. Me gustaba verlo barrer con parsimonia
el suelo, con delicadeza y respeto funerario (en cierto modo, es así, dentro de
una peluquería uno muere y resucita, sale convertido en otra persona). Me gustaba y echaba de menos incluso las voces
airadas y sabiondas de los tertulianos que escuchaba en la radio, en lugar de
la música electrónica de los jóvenes, al ritmo de la cual yo temía que se les
fuera la mano, cuando me apuraban con la navaja las patillas.
Seguí yendo, de todos modos, a la misma peluquería, por
comodidad, porque estaba cerca de casa. Para mi sorpresa, no les iba mal,
siempre había gente. Al poco tiempo, de hecho, abrieron otra al lado, y un día
que la primera estaba llena de cristianorronaldos, decidí entrar. ¡Y allí estaba
Ahmed, esperando clientes triste y aburrido! Creo que se alegró de verme. Yo,
por corresponderle, le pregunté si ahora tenían dos peluquerías. “La otra no
mía”, contestó, algo molesto, y en su castellano de supervivencia me contó que
su antiguo jefe lo explotaba, que lo hacía trabajar doce horas cada día a
cambio de un sueldo miserable, que solo le daba un día de vacaciones al año,
que ahora por su cuenta estaba mucho mejor… Me lo imaginé, durante todos esos
meses en que lo había echado de menos, ahorrando, buscando créditos, tramando
aquella venganza (robarle los clientes en sus propias narices a aquel jefe
abusador); y, tras imaginar además el esfuerzo que le suponía hablar y hacer
aquella campaña de captación de clientela, yo también rompí mi silencio, me
interesé por su vida personal, supe así que llevaba treinta años como
peluquero, que había vivido antes en Burgos, Melilla…
Ahmed volvió a dejarme guapo, o sea, a no dejarme demasiado feo, y al despedirnos le prometí que volvería. Pero ya no estoy tan seguro, porque ahora que hemos establecido otro tipo de intimidad no sé si tendremos que conversar cada vez que me corte el pelo o seguiremos entendiéndonos en aquel poético silencio que compartíamos antes, que era lo que a mí me gustaba.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias)
El otro día, al abrir el correo electrónico, me intentaron
estafar. Eso no es ninguna novedad, cada cierto tiempo me escriben viudas
nigerianas multimillonarias dispuestas a compartir conmigo su fortuna y su
corazón, o bancos de los que no soy cliente pidiéndome las contraseñas, o me
llama por teléfono un tipo de Microsoft que, en un español macarrónico, primero
me pregunta si tengo computadora y luego me dice que esta está infectada por un
virus terrible (¿cómo lo sabe, si primero no sabía ni si tenía ordenador?)… El
caso es que hasta entonces ninguno de ellos, además de pretender timarme, me
había insultado (bueno, sí, una vez uno de los técnicos de pega de Microsoft,
cuando le dije que estaba llamando a una comisaría, me llamó idioto: “¡Tú ser idioto!”,
dijo, y colgó).
En esta ocasión, sin embargo, los improperios fueron en
frío, por las buenas, o sea por las malas. Se presentaron como una empresa muy
importante de abogados de Torremolinos y alegaron que yo debía a uno de sus
clientes 655,34 euros —no especificaban ni a qué cliente ni a cuenta de qué—. Y
luego venían ya los insultos: “Nos
sorprende la poca vergüenza que ha demostrado para hacer frente a sus deudas.
Contacte por teléfono con nosotros o tendremos que emprender acciones legales
hasta hundir su reputación”, decían. Al principio estuve tentado de
llamarles, por curiosidad (y también para recomendarles un buen guionista, lo
de inventarte una deuda con decimales y todo está muy bien, pero, a ver, si yo
era un sinvergüenza ¿qué reputación iban a hundir? Y además, no he estado en mi
vida en Torremolinos. Eso no tenía ninguna coherencia argumental —igual es que
era el mismo tipo del teléfono y la computadora de Microsoft—).
Me pregunto quién responde a ese tipo de correos. Bueno, a
veces yo mismo suelo hacerlo. De hecho, desde hace semanas mantengo correspondencia
con Bingbing, una joven china que quiere regalarme una casa en la costa, o algo
así. Es muy graciosa Bingbing. “Puedes llamarme amigos”, me dice, por ejemplo
(yo creo que usa el traductor de Google). Y yo le contesto “Hola, amigos”, y luego
ella me manda una foto de un oso panda, yo le correspondo con otra de la
carrera de cutos de Arazuri. Y así. Es una técnica de persuasión diferente a la
de los abogados esos de Torremolinos, a los que finalmente decidí enviar a la
bandeja de elementos eliminados. Por lo
que fuera, no me daban muy buena espina.
Fue una mañana animada, aquella, la verdad. Después, cuando
me fui a trabajar a la biblioteca me
llamaron por teléfono. “¿Señor Udala?”, preguntaron. “No, se ha equivocado, yo
soy el “Señor Liburutegia”?, contesté, “Ah,
disculpe, señor Liburutegia, bueno, ya aprovechando, no le interesaría…”,
continuaron, y, aunque la cosa prometía tuve que cortar, porque tenía a una
usuaria esperando a que le sellara Chucherías
Herodes (Mucho más que una novela sobre el Rock Radikal Vasco).
Hay, en fin, un montón de desalmados sueltos por ahí
intentando aprovecharse de nosotros, hacernos el timo de la estampita, ahora en
formato digital o telefónico. La mayoría son bastante cutres, pero hay que
andarse con ojo, también existen auténticos profesionales, mangantes de guante
blanco, que te insultan y te roban sin que se nos pase por la cabeza denunciarlos,
cortarles el rollo, mandarlos a la papelera…. Al volver a casa, sin ir más
lejos, ahí estaba esperándome en el buzón la factura de la luz.
Estaba pegado con celo en una marquesina. “Abeslari bila”, decía el cartel. Se busca cantante. Me froté lo ojos. ¿Qué era aquello? ¿Una alucinación, un viaje en el tiempo? Desde hacía unos días mi ordenador me daba un error al teclear la dirección de algunas páginas web, decía que tenía el reloj atrasado. Había intentado cambiar la fecha una y otra vez, pero el error persistía, así que comencé a preguntarme si no estaría entrando y saliendo de una brecha temporal. Y ahora ese cartel. ¿Quién pegaba, en plena era digital, carteles como aquel en las marquesinas, en los bares, las farolas? ¿Estábamos en 1985? No, en 1985 no habría también en la parada del autobús varias personas comentando la reciente caída de WhatsApp, Facebook e Instagram y cómo habían sobrevivido a tan terrible catástrofe.
Volví
a mirar el cartel. Me emocioné (soy un sensiblero y un nostálgico, lo
reconozco; a veces siento deseos de abrazar a la gente que vuelve del quiosco
con los periódicos bajo el brazo; o a quienes leen novelas en los transportes
públicos). Me imaginé a dos o tres chavales pegando más carteles como aquel,
cortando con los dientes pequeñas tiras de celo, manteniendo a pesar del sabor
amargo de este en la boca una sonrisa soñadora, fantaseando, en fin, con la
idea de que alguien respondía al anuncio y era su Freddy Mercury, el astro que
faltaba en su constelación y les dirigía irremediablemente al estrellato.
Yo
mismo tuve deseos de llamar al número de contacto, tal era el entusiasmo, la
fe, la pasión que me pareció que transmitía aquel anuncio, el hecho de que
alguien se hubiera tomado el trabajo de patearse la ciudad colocándolo aquí y
allá…
Pero,
como comparado conmigo un perro afónico es la reencarnación de Julián Gayarre,
me conformé con colgar en mis redes sociales la foto del cartel, por si podía
echar una mano. Aproveché de paso para hacer una pequeña encuesta y pedir a mis
diez o doce seguidores que me dijeran si conocían grupos que hubieran reclutado
a sus cantantes o músicos de esa manera, es decir, a través de anuncios. Ozzy
Osbourne (Black Sabbath), James Hetfield (Metallica), Mike Mars (Motley Crue),
la mayoría de los Dead Kennedis, Alan Wilder (Depeche Mode)… fueron las
respuestas. Pero entre todas ellas, ¡oh, sorpresa!, también llegó la de… ¡uno
de esos chavales que habían pegado el cartel en la marquesina!
Creo
que a eso le llaman la magia de twiter (¡haz tu magia, twiter!), pero lo cierto
es que los componentes de este grupo, según me explicaron, también habían
intentado recurrir a ella y no habían obtenido respuesta alguna. Por eso habían
utilizado, tras intentarlo en internet,
los métodos tradicionales: el cartel, el celo y las marquesinas. Y
gracias a ellos habían conseguido ya contactar con varias cantantes.
“Pues
ya me iréis contando”, les dije. Porque de repente me sentía muy unido a aquel
grupo y a su destino y me parecía una idea genial hacer una especie de
reportaje en construcción, ir siguiendo sus evoluciones… Quién sabe, tal vez
lleguen lejos, o tal vez no, qué más da, lo importante es el camino y a mí un
cartel en una marquesina de la parada de un autobús me había unido al suyo para
ir dando cuenta de los pasos. Así que, con el permiso de todos ustedes, amables
lectores, de vez en cuando iré informándoles en este “Rubio de bote” (que, dicho sea de paso y si
los cálculos no me fallan, hoy cumple doscientas colaboraciones).
PUBLICADO EN RUBIO DE BOTE, COLABORACIÓN QUINCENAL PARA MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 02/10/21
¿Te acuerdas? Cuando íbamos al instituto el curso comenzaba
por estas fechas, en octubre, así que durante casi todo septiembre, cuando las
vacaciones ya habían terminado para los demás, la ciudad, sus calles vacías y
tristes, sus parques amarillos, sus estanques que comenzaban a cubrirse de
hojas, nos pertenecían. Era una sensación extraña. Como si nadie se ocupara de
nosotros. Nos sentíamos libres y melancólicos, disfrutando de aquellos días con
extrañeza, pues nos parecían tan irreales y fugaces que ya entonces
comenzábamos a añorarlos. Era como una metáfora de nuestra propia adolescencia,
aunque entonces no nos diésemos cuenta.
Un año, sería en segundo o tercero de BUP, nos compramos
unas chupas vaqueras para campar a nuestras anchas por la ciudad desierta, como
un ejército invencible y despiadado, humillando con nuestra insolencia juvenil
a los derrotados, a los sometidos por sus trabajos, sus rutinas, sus
costumbres, que aceptaban con resignación, con sus trajes grises y sus rostros pálidos,
en los que ya habían comenzado a borrarse la huella del verano sobre la piel…
Nosotros, a diferencia de ellos, todavía éramos inmortales,
todavía conservábamos el calor del sol en el pecho, por eso atormentábamos con
nuestras burlas a los calvos, creyendo que nuestras cabezas nunca clarearían o
se cubrirían con la ceniza del tiempo, que en ellas resplandecería eternamente
la llama y el pelazo de la juventud.
¿Te acuerdas? Aquellas
chupas vaqueras nos quedaban grandes. Nuestros cuerpos todavía estaban sin
acabar de hacer, cambiaban cada día, se llenaban de granos y vello, de olores y
secreciones… Dentro de ellos arrastrábamos el cadáver todavía caliente de un
niño, que se corrompía lenta y trágicamente. De aquello tampoco nos dábamos
cuenta entonces, pero eso era la adolescencia, el duelo por la infancia
perdida, el luto por todo los que nos era arrebatado: el juego, la inocencia,
el sueño… Por eso nos comportábamos así, de esa manera tan errática. A veces
jugábamos al hinque en los descampados y a otras nos fumábamos en ellos chinas
de hachís. A veces robábamos en las tiendas de chuches caramelos y otras
botellas de cerveza de los camiones de reparto. Queríamos ser mayores pero solo
jugábamos a ser mayores. Y a veces el juego era peligroso. Tú no tardarías mucho
en darte cuenta.
Yo, por el contrario,
nunca me encontré cómodo dentro de aquella chupa de navajero, siempre
sentí que me quedaba grande, y sabía que en el fondo solo era un disfraz, que
yo sólo era un impostor, un buen chico, responsable, temeroso, callado,
obediente, incapaz de sacarle la faca al destino. Era además un chico pensativo y con la cabeza
llena de tormentas, de modo que creo que ya entonces comprendía que nosotros
nos poníamos aquellas cazadoras vaqueras para aterrorizar a los demás, pero que
en realidad solo era una manera de ahuyentar, de disimular nuestro miedo.
Después pasó el tiempo y nos perdimos la pista. Tú
continuaste jugando al hinque en los descampados, pero esta vez eran
jeringuillas lo que clavabas en el barro de tus venas.
Una vez nos encontramos en la vieja estación de autobuses. ¿Te acuerdas? Te acercaste a pedirme una moneda y no me reconociste, o simulaste no hacerlo. Fue apenas unos meses antes de tu muerte, de que tú mismo te matarás para no quedarte calvo, es decir, para continuar siendo inmortal. Yo también simulé no conocerte. Fui un mierda, lo sé. Pero te juro, que cada año, al llegar el otoño me acuerdo de ti, querido amigo, y de aquellas semanas de septiembre en las que éramos los reyes de la ciudad. Te lo juro por nuestras chupas vaqueras.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (Diarios Grupo Noticias) 18/09/21
Irse de vacaciones da mucho trabajo. Como se suele decir, se
necesitan unas vacaciones para recuperarse de las vacaciones. Al final uno se pasa sus días de descanso pateando,
haciendo deporte, conduciendo, sacándose fotos, comiendo como un vikingo,
achicharrándose, sudando la gota en la barbacoa o bajo la sombrilla,
discutiendo con la familia, poniéndose crema para el sol, o crema para cuando
se te ha olvidado ponerte crema para el sol, limpiándose de arena las orejas,
el ombligo, las partes pudendas… Iba a decir que para mí las vacaciones ideales
serían aquellas en las pudiera pasarme los días enteros sin salir de casa,
aligerando la pila de libros para leer, viendo series y películas raras, en
calzoncillos, sin ducharme durante días… pero la última vez que pedí ese deseo
el gracioso del genio de la lámpara nos trajo una pandemia.
Así que mejor me callo.
De hecho, este verano que ya acaba he hecho todo lo
contrario: he pasado unos días en Torrevieja, Alicante. Cada vez que compraba
el pan o el periódico el tendero, a la hora de cobrar, me decía: “Por
veinticinco pesetas”. Bueno, es un chiste, un chiste para boomers. En realidad, Torrevieja, Alicante, no está poblada por
exconcursantes del “Un, dos, tres”, yo diría más bien que todos los miembros de
las fuerzas de seguridad del estado pasan sus vacaciones allí, a juzgar por el
número de pulseritas beneméritas, mascarillas de la policía nacional o banderas
de la legión ondeando en las urbanizaciones, como si estas fueran cuarteles de
verano. Y además ya no quedan tiendas
donde comprar el periódico, las han cambiado todas por cadenas de comida rápida,
casas de apuestas, inmobiliarias con letreros en ruso…
Siento, de todos modos, una inexplicable para mí, que soy de
naturaleza misántropa y asocial, atracción por lugares como Torrevieja, Salou,
Benidorm, Lloret de Mar… No sé muy bien por qué. Igual es porque allí no me
siento ridículo en pantalón corto. Yo al final me rendí, hace dos veranos.
Hasta entonces me había negado a dejar mis pantorrillas al aire (entre otras
cosas porque soy de fisonomía tirillas y piernas caponatas; y también porque
estos últimos años me estoy quedando calvo de los tobillos), pero tengo que
reconocer que es cómodo y fresquito, todo lo cual no quita para que cada vez
que me pongo los pantalones cortos me sienta Caillou. Excepto en Lloret de Mar,
Benidorm, Salou, Torrevieja… donde todo el mundo lleva gorra y hace lo que le
viene en gana, y me parece muy bien. Creo que eso es lo que me atrae de esos
lugares. Me siento un espectador, fascinado por esa especie de zoológico
humano, del cual a la vez yo también formo parte, como si me desdoblara, como
si me perdonara a mí mismo y me otorgara el derecho a relajarme, a caminar por
la calle en bermudas, a montarme en el trenecito turístico, a dejar la
barriguita al aire en la playa…
La playa, por cierto, me da un asco terrible. No entiendo en
qué momento de la historia decidimos que un lugar tan hostil como ese —el
viento, la sal, el sol, los que juegan a tenis… — era el mejor para pasar los
veranos. Si lo piensas bien, resultaría mucho más lógico tumbarse en un
glaciar. Y, total, en lo que a logística se refiere, tendrías que llevar una
cantidad parecida de pertrechos, incluso alguno menos, porque no te haría falta
la nevera.
Las vacaciones, en definitiva, son para desconectar, pero a
menudo no dan más que problemas. Claro que el problema, el principal problema
de todo esto es que ya les gustaría a las otras tres cuartas partes de la
humanidad tener y tener derecho a tener ese
tipo de problemas…