Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 03/09/22
Siempre que planificamos las vacaciones familiares reservamos dos o tres días para ir a un parque de atracciones o acuático, no vaya a ser que los niños se nos mueran de aburrimiento o de hipotermia en los museos o nos maten de vergüenza a nosotros preguntando en voz alta, delante del Cristo de Velázquez, quién es ese tipo en calzoncillos.
Los niños, la verdad, ya no son tan niños y al mayor ya no conseguimos llevarlo con nosotros ni a punta de pistola, prefiere quedarse en casa haciendo perolas de pasta y fregando la víspera de nuestra vuelta las manchas de kalimotxo del suelo. Lo cual quiere decir que a la pequeña, que antes solía montarse en las atracciones con su hermano, hay que acompañarla cada vez que quiere subir a una montaña rusa terrorífica, una caída libre desde la estratosfera o un tobogán de agua rompehuesos.
En realidad sospecho que la verdadera atracción para ella es vernos a nosotros tragando saliva durante las dos o tres horas de espera que preceden a cada lanzamiento por uno de esos artefactos o escuchar nuestros alaridos de pánico una vez que ya no hay vuelta atrás y comienzan los loopings y los descensos en picado. Hace años, en los parques de atracciones, recuerdo que yo no gritaba, no sé por qué. Supongo que porque me daba vergüenza. Ahora que ya no me puedo contener me doy cuenta de todo lo que me estaba perdiendo. Gritar descendiendo una montaña rusa te saca los demonios de dentro, aunque sea solo durante unos segundos.
La pena es que conforme uno se hace mayor soporta peor el traqueteo. Lo he podido comprobar este verano en un parque en el que sorprendentemente el tiempo de espera resultaba razonable. La contrapartida era que cuando uno —un cincuentón como yo, quiero decir— se ha subido ya a cuatro o cinco atracciones, tu cuerpo, que es sabio, dice basta, te hace saber que ya has llegado al límite y no soportará más vaivenes en el cerebro ni más mecanismos de retención aplastándote las costillas o la barriga.
Todo ello no llega un día de repente, no obstante, sino que vas percibiendo señales. El año pasado, en un aquapark, había dos socorristas dentro de la piscina esperando mi salida de uno de esos tubos retorcidos e interminables —dos socorristas que una vez que comprobaron que yo emergía con todos mis huesos en su sitio volvieron a sus sillas, mientras el resto de personas seguían zambulléndose sin que esos socorristas mostraran especial preocupación—. O cuando uno mira a su alrededor en las colas cada vez le cuesta más encontrar a alguien con las nieves del tiempo plateando sus sienes.
“Este es el último año que vengo”, me digo siempre en esas ocasiones. Y después, alzo la vista, veo pasar sobre mi cabeza las vagonetas, revoloteando enloquecidas, y escucho los gritos de los demás, mientras imagino las preocupaciones de las que se liberan con cada uno de esos gritos. En la primera fila hay una chica que va a repetir curso, pienso, por ejemplo. A su lado, un chaval cuyos padres acaban de separarse. Una mujer que sospecha que va perder el trabajo expulsa su rabia con un grito afilado como un cuchillo. Un hombre de mi edad piensa en la muerte mientras se precipita por el raíl. Todos sus temores salen del pecho y se disuelven en el aire, entre vapores de adrenalina. Todos los demonios mueren en el cielo del verano.
Ilustración de Juan Kalvellido para el libro «La polla más grande del mundo»
Hace unos días, buscando por la red un artículo que escribí hace unos años y había extraviado, me encontré con un viejo blog que abrí durante unos días y después dejé morir. Se llamaba “¿Cuánto quieres que le duela?”.
Fue en la época dorada de los blogs, en la que incluso hubo quien hizo fortuna registrando algunos con el nombre de una multinacional o una entidad bancaria, las cuales acudían después al rescate pagando jugosas cantidades (era un poco como el viejo oeste, uno entraba en blogspot y wordpress y si Coca-Cola o BBVA no estaban “cogidos”, podía abrir un blog a su nombre y empezar a darle a la tecla, haciendo, por ejemplo, publicidad de La Caixa o de Pepsi). Yo mismo tuve mi momento de gloria, cuando registré uno al que llamé “La polla más grande del mundo”.
En realidad ese era el título de un libro en el que recopilaba algunas de mis columnas, y también un chiste (malo) que se explicaba en la portada del mismo, en la que aparecía una caricatura mía tirando de la correa de una gallina de dos metros. Lo que pretendía con el blog era promocionar el libro, y lo cierto es que tuvo ¡un millón de visitas!, pero no tardé mucho en darme cuenta de que quienes entraban a la página no estaban interesados en la literatura, precisamente (a pesar de lo cual intenté atraerlos a mi terreno convirtiendo el blog en una novela en la que una estrella del porno amateur contaba su auge y caída, y que resultó igualmente un gatillazo).
La cuestión es que la época dorada de los blogs nos permitía a los letraheridos, a pesar de todo, ese tipo de juegos literarios: crear alter egos, blogs de ficción, novelas por entregas, tanteos en los que uno nunca sabía de qué dependía conseguir lectores o no. “¿Cuánto quieras que le duela?”, fue otro de esos intentos fallidos. Esto era lo que decía la cabecera del blog:
“¿Tu encargado es gilipollas? ¿Tu ex va por ahí diciendo que te huelen los pies? ¿Tu vecino se ducha siempre a las cuatro de la mañana?… ¿A que te gustaría ajustarles las cuentas (sin que te empapelen por ello, claro)? Déjalo en nuestras manos. Somos especialistas en trabajitos sucios. Hacemos que parezca un accidente. Difamamos, robamos fortunas, sacamos los colores… Cualquier perrería que puedas imaginarte (ni siquiera tienes que imaginártela, nosotros lo hacemos por ti). Tú solo tienes que enviarnos algunos datos sobre la víctima y, por un sucio puñado de euros, nosotros le damos su merecido. Por escrito, eso sí. Convertiremos a tu odiado enemigo en un personaje de ficción, el protagonista de un cuento, un ser repulsivo donde los haya… lo que tú nos pidas. Envíanos un email y… ¡que se joda!”.
Es decir, una empresa de venganzas literarias. Aunque no recibí ningún encargo, estoy convencido de que era una buena idea (de hecho, años más tarde algunos, como Ferreras e Inda, hicieron fortuna copiándomela). Poco después, los blogs agonizaban, sustituidos primero por Facebook, después por Twiter (esto nunca lo entendí, la gente prefería ceñirse a la dictadura de los ciento cuarenta caracteres que tener la libertad de explayarse sin límites) y de ahí al unga-unga literario de Instagram.
Pero esa es otra historia.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 20/08/22
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias). 23/07/22
Iba
a comenzar este artículo diciendo que el agostazo de este año (ya saben, los
agostazos, esas decisiones políticas que se toman cuando todo el personal está
anestesiado por el tinto de verano) se vaticina de campeonato, pero me doy
cuenta de que en realidad el cambio climático y la era de la sobreinformación
han propiciado que tengamos agostazos en junio, octubre, abril, de tal modo que
nuestras tragaderas sean ya enormes bocas de alcantarilla por las que entra
cualquier cosa.
Durante
estas últimas semanas, sin ir más lejos, hemos oído al ministro de la guerra
decir que doblar el gasto militar es una inversión social; a un banquero que en
esta crisis vamos a empobrecernos todos, incluidos ellos (¡pobrecicos!,
¡apadrina un banquero!); a la Comisión Europea calificar la energía nuclear
como energía verde; o al presidente del país afirmar que los infames sucesos en
la frontera de Melilla en los que murieron decenas de personas estuvieron “bien
resueltos” por los cuerpos de seguridad.
Todo
nos lo tragamos y lo digerimos, al tiempo, además, que los surtidores de las
gasolineras despachan oro líquido o las sandías se han convertido en artículos de lujo. Cuando a uno lo atracan
todos los días se acostumbra, ya ni reacciona, levanta las manos en un acto
reflejo y deja que le vacíen la cartera mientras habla del tiempo o del fútbol
con su asaltante.
Hace
algunos años existía un recurso periodístico estival llamado serpiente de
verano: avistamientos de ligres, reses cimarronas fugadas de algún festejo taurino,
posados en bikini de folklóricas recauchutadas… Noticias chuscas o
insustanciales que se estiraban durante días e incluso semanas para llenar
páginas de periódicos en época de sequía informativa y que a menudo servían
también como cortinas de humo entre las que deslizar subidas del pan. Hoy no
hace falta porque ese tipo de reptiles culebrean a sus anchas por las redes
sociales y se engordan a menudo con una credulidad pavorosa.
En un vistazo rápido a Twiter me encuentro, por ejemplo, con alguien que afirma con rotundidad científica que a partir de los cuarenta años los testículos se descuelgan a un ritmo de un centímetro por año (y aunque hay quien razona diciendo que de ser así los jubilados irían dejando surco en las playas, muchos otros dan por bueno el dato). Es, claro, una enormidad, seleccionada para abrir paréntesis y echarnos unas risas, pero, del mismo modo, durante los incendios que asolaron Navarra a finales de junio pudimos encontrarnos con tuits que aseguraban que en el parque Senda Viva habían muerto abrasados todos los animales y con otros bulos que corrieron como el fuego en la rastrojera. Me pregunto quién inventa ese tipo de mentiras. Y por qué lo hace. Claro que tampoco es de extrañar si tenemos en cuenta que hay periodistas profesionales que se dedican a poner todo al rojo vivo difundiendo igualmente noticias falsas. Cloacas informativas, campañas de difamación y acoso, fábricas de mentiras democráticas… Nada nuevo que no supiéramos o no hubiéramos visto antes, aunque algunos parezcan ahora haberse caído de un guindo. Lo de Ferreras (que informó en su programa sobre una cuenta bancaria de Pablo Iglesias, sabiendo que esta no existía, tal y como han desvelado los audios del siniestro comisario Villarejo) es grave, pero es también otro agostazo, otro culebrón estival que, fuera de la burbuja de las redes sociales y mientras quede tinto de verano en la nevera, me temo que a muy poca gente le importa y que no tendrá mayor recorrido. Como mucho, diría yo, hasta agosto.
PUBLICADO EN «RUBIO DE BOTE», COLABORACIÓN PARA MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 25/06/22
Siempre, cuando presento un libro o participo en algún sarao
literario, cuento el mismo chiste: “A mí la literatura nunca me ha dado de
comer”, digo, y a continuación añado: “Menos una semana que me invitaron de
jurado al concurso de pintxos de la Txantrea”. Jajá. Lo que me callo es que a
quienes lo hicieron se les escapó que lo habían hecho porque no habían
encontrado a otro. Yo debía de ser para ellos una especie de segundo plato, un
jurado de segunda división que fue además descendiendo de categoría hasta
regional preferente a medida que pasaban los días y se daban cuenta de que mis
papilas gustativas sufrían algún tipo de atrofia.
A mí mi incultura culinaria al principio me daba algo de
vergüenza, pero esta se fue atemperando cuando comprobé que estábamos empates,
pues en realidad allí nadie había leído ninguno de mis libros ni sabía muy bien
quién era yo (recordé, de hecho, que cuando me llamaron por teléfono para
proponerme participar dijeron también: “¿Tú eras escritor o algo, no?”).
Por otra parte, las degustaciones que hacíamos, unas ocho o
diez cada tarde, venían siempre acompañadas de una copa de vino, con lo cual a
mitad de las mismas todos estábamos trompas perdidos y ni siquiera el más
experto gourmet entre quienes
formábamos aquel jurado era capaz de distinguir un frito de pimiento de un
cruasán.
A mí, de todos modos, aquello me provocaba un acusado sentimiento
de culpa. Me parecía una desfachatez por mi parte haber aceptado participar. Me
consideraba además un hipócrita, pues en otras ocasiones me había tocado ser
miembro de algunos jurados literarios contra los que había despotricado porque
mi voto tenía el mismo valor que el de alguien cuyo autor de cabecera era
Alfonso Ussía o Dan Brown o que reconocía sin pudor que no solía leer habitualmente
porque se cansaba y se le ponía enseguida el culo carpeta, pero que estaba allí
porque era “famoso” o primo de alguien.
Quiero decir que, en general, estoy en contra de este tipo
de jurados, y también, dicho sea de paso, de los jurados populares, que por lo
visto solo son aplicables cuando se refieren a asuntos culturales. Nadie
propone, por ejemplo, una votación popular para decidir, qué sé yo, dónde se
pone una rotonda o qué juez debe llevar un caso en la Audiencia Nacional.
Claro que, volviendo al concurso de pintxos, ¿quién podía
negarse a pasarse gratis toda una semana comiendo croquetas de hongos y
macerándose en vino crianza? Yo me apunté con todo mi morro, y eso que en una
ocasión intenté comerme una navaja con su cáscara y todo (al principio me
pareció que el nombre de este manjar era muy apropiado, pero después me di
cuenta de lo poco acostumbrado que estaba a las mariscadas) o que otra vez,
mientras cataba unos edamames tardé
casi un cuarto de hora en darme cuenta de que lo que estaba zampándome eran las
vainas que antes habían chuperreteado los otros comensales y dejado en un
platito tras extraer de su interior lo que realmente había que comer, las
habas.
En fin, supongo que confesar esto me cierra puertas y ya
nunca podré volver a emular a Chicote o a Jordi Cruz, pero prefiero tomármelo
por el lado bueno y seguir soñando y esforzándome para que algún día la
literatura me dé de comer por sí misma, aunque para eso ustedes tendrán que
comprar mis libros y no los que escriba un cocinero, una presentadora de la
tele o un juez de la Audiencia Nacional.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 10/06/22
¿A quién no le ha pasado? De
repente un conocido, un vecino, un compañero de trabajo deja de hablarnos o
empieza a mirarnos mal, sin que sepamos por qué. Son los malentendidos. Tal vez
ese vecino está convencido, equivocadamente, de que has sido tú quien le ha
hecho una raya en el coche, o alguien le ha contado a alguien que alguien una
vez mató un perro y por el camino, en ese teléfono roto, eres tú —que nunca has
matado una mosca— el que te has convertido en un mataperros. Los malentendidos
crean realidades paralelas, personas, situaciones, mundos que no existen pero
están en este.
Ha habido, incluso,
malentendidos históricos que han desatado guerras, acabado con civilizaciones,
cambiado el curso de la historia.
En 1853, en Trabubu, una
pequeña isla de Indonesia, se desató una guerra genocida entre dos tribus por
culpa de un error de traducción. Los ortanchibiri, habitantes de las montañas,
vivían tradicionalmente aislados de sus vecinos, los majajachi, a quienes los
primeros atribuían prácticas como la antropofagia y la zoofilia poliamorosa.
Entre ambas tribus había existido siempre una ojeriza secular y una falta de
comunicación irresoluble, entre otras cosas porque los ortanchibiri hablan un
idioma incomprensible, casi secreto, basado sobre todo en modalidades tonales.
Un pequeño, apenas inapreciable matiz en la entonación cambia completamente el
significado de una palabra o una frase. Y así, durante una hambruna que asoló
la isla, cuando a los ortanchibiri no les quedó más remedio que bajar de las
montañas y pedir ayuda a los majajachi, el traductor de esta tribu, la cual
había decidió auxiliar a sus vecinos acabando de ese modo con su enemistad
ancestral, no consiguió sin embargo pronunciar correctamente la expresión “miraamaajaauu”
(que quiere decir “daremos de comer a vuestros niños”) y en lugar de eso dijo
“miramajau” (que quiere decir “nos comeremos a vuestros niños”). Ello desató un
enfrentamiento encarnizado que acabaría exterminando a los pacíficos majajachi,
más acostumbrados a hacer el amor —aunque fuera con cabras— que la guerra.
Los malentendidos históricos
han afectado también al mundo del deporte. En el último partido de los play-offs de la NBA de 1948, el alero de
los St. Louis Bombers, Milton Tolaba, consiguió que el base rival, Jhon Kee, de
los Providence Steamrollers, le pasara por error el balón en la última y
decisiva jugada llamándole por un apelativo íntimo: Sugarcube (terroncito de azúcar). Jhon Kee creyó que quien le pedía
el balón era su compañero y por entonces pareja sentimental, el pivot Bary
Able. Lo que John Kee desconocía era que a su vez Bary Able era amante de
Milton Tolaba, a quien tenía la fea costumbre de revelar las intimidades de Sugarcube, el base de los St. Louis
Bombers. Total, que John Kee erró su asistencia y fue así como un enrevesado
triángulo amoroso decidió el título de aquel año.
Aunque para malentendidos,
estos reales, los referidos a la pasada visita del rey emérito, de quien nos
cansamos de escuchar que había venido a competir en unas regatas, al tiempo que
veíamos cómo lo llevaban de un lado a otro en tacataca o tenían que subirlo al
Bribón en grúa. No puede tratarse más que de un malentendido pretender que ese
hombre es un atleta. Eso o que la vela es un deporte muy poco exigente.
Claro que en realidad el error, la anomalía democrática, el anacronismo intolerable, está en la propia existencia de la monarquía. Eso sí que es un malentendido histórico.