Ahí arriba a la izquierda, justo encima del título de esta
columna —que en realidad son dos columnas— puede leerse “Opinión”. Es como una
advertencia. Un “cuidado con el perro”.
Un articulista de opinión por lo general suele dedicarse a gruñir, a morder y a
ladrar (más a ladrar que a morder, en realidad). Desaprovechamos en muchas
ocasiones este espacio privilegiado despotricando, arremetiendo contra aquello
que nos desagrada o ante lo que nos sentimos amenazados, lo malgastamos de una manera un tanto inútil,
pues por lo general nuestros lectores comparten con nosotros los mismos
enemigos (buscamos, por lo tanto, más que hacer sangre, caricias en el lomo que
nos apacigüen, que calmen nuestra ira o nuestro estupor). Lo que quiero decir
es que, por el contrario, son muy pocas
las ocasiones en que hacemos partícipes a los demás de nuestros momentos de
felicidad, de emoción o de belleza (en las columnas de opinión y en la vida
real).
Hoy me gustaría hacerlo, escribir sobre uno de esos momentos
que he podido disfrutar recientemente gracias a una obra de teatro y
recomendarles la misma, puesto que se ha estrenado hace apenas un mes y todavía
están a tiempo de verla –o de contratarla—.
Se trata de “Con los ojos abiertos”, la dramatización de la vida y la muerte del poeta Miguel Hernández que ha llevado a los escenarios la compañía Iluna Producciones, de la mano de Miguel Goikoetxeandia, que es quien — tras sumergirse en un océano de letras, cartas personales, documentos penales, biografías del escritor— firma y dirige la obra.
A Miguel Hernández —y a eso alude el título— no pudieron
cerrarle los ojos, cuando con solo treinta y un años murió enfermo de
tuberculosis y tifus en una prisión de Alicante al término de la Guerra Civil,
en la que había combatido como miliciano y como poeta. Esa desobediencia de sus
párpados resume en un gesto póstumo la personalidad del escritor y la
inmortalidad de su mirada poética, que Iluna homenajea en los escenarios y que
traslada vivamente al espectador, en un intenso y entretenido recorrido por la
infancia del poeta, sus primeros amores y amistades, el descubrimiento de la
poesía —ese rayo que no cesa y atraviesa toda su existencia—, su activismo
político y su detención y muerte (los poetas en España han muerto demasiadas
veces tristemente: asesinados, exiliados, enfermos, olvidados…).
Uno asiste a todo ello desde su butaca con una extraña
congoja, con ese estremecimiento que tiene a la vez algo de placentero, que
pone en piel de gallina el corazón pero a la vez le hace recordar que aún
palpita, que es una víscera y no un mecanismo artificial, el motor de una
máquina sin alma; y con la emoción de saber que la cultura puede llevarnos a
ese estado. Todo ello gracias al meritorio trabajo de los actores, de David
Larrea, que se trasplanta la piel de Miguel Hernández en una interpretación
impresionante, plena de emoción, y muere sobre las tablas arrebatado de dolor
hasta en el aliento; y del propio Goikoetxeandia, que se multiplica en varios
personajes, convirtiendo su diafragma en un acordeón que siempre da la nota
atinada y tras cuyo fuelle se adivina el exhaustivo y apasionado trabajo que ha
empeñado en esta obra, una obra, en fin, de lo más recomendable.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON suplemento de diarios de Grupo Noticias
La séptima ola, la crisis de suministros, el gran apagón, Miguel Bosé publicando sus memorias…. Igual lo que habría que hacer, antes de que vuelva a cundir el pánico y que las masas asalten los hipermercados, sería imprimir los libros y periódicos en papel higiénico y así matábamos varios pájaros de un tiro. Por una parte, evitaríamos esas hordas de cagones aterrorizados; por otra se solucionaría el desabastecimiento de papel que, dicen, está deteniendo la publicación de muchas novedades editoriales (sobre todo las de aquellas que se presentan con tapa dura); y de paso se contribuiría, aparte de a construir una sociedad más culta —y más solidaria con las personas que sufren en silencio las hemorroides—, a mantener un ratito más con vida la prensa escrita. La prensa escrita no teme al beso negro, le da igual lo que hagas con ella al final del día, las noticias de hoy envuelven el pescado de mañana, etc.
De acuerdo, es una idea de bombero, un ensayo para una conversación de cuñado en la cena de Nochevieja. Discúlpenme, estoy desconcertado, ¿quién no lo está, en estos tiempos apocalípticos? Resulta difícil tener una opinión clara sobre nada cuando todo es temor, confusión, rumores, dicen que… Dicen que la crisis de suministros se agrava por la falta de camioneros. Nadie quiere ser camionero. Mentira, digo yo. Todos los niños quieren ser camioneros. Vivir en la carretera. Dormir en la cabina. Conducir de noche escuchando la radio. Llamar a la radio mientras conduces. Tocar la bocina al cruzarte con un compañero. Poner el nombre de tus hijos con letras gordas en la carrocería. Parar en restaurantes de carretera secretos en los que se come por diez euros mejor que en Arzak… Lo que no quiere nadie es ser camionero (o camarero, cajera, peón de obra) por la cara, cobrando una miseria y con unas condiciones laborales dignas de un cuento de Dickens. Soñar es gratis, pero no tanto.
Hablando de conductores, o de semiconductores… Lo que no entiendo muy bien es lo de los microchips. Primero resulta que nos los estaban metiendo a saco y en vena vía vacuna, y ahora que los hacen todos poco menos que artesanalmente en la misma fábrica de Taiwan o de Corea del Sur y que esta ha colapsado, todos sus trabajadores se han ido a participar en el juego del calamar o se han apuntado a la gran dimisión o algo. Total, que estas navidades nos quedamos sin playstations, sin ordenadores, sin móviles de última generación, como en aquella canción de los RIP (Última generación/ No tenemos más futuro/ Solo nos queda esperar/ La desolación, el caos/ la hecatombe nuclear). Eso o los pagamos a precio de oro. Porque esa es otra. La crisis de suministros implica también un encarecimiento de los precios. ¡A ver si va a ser adrede! Esto es como cuando subían el precio de la cerveza justo antes de los sanfermines. Después se acababan las fiestas y la cerveza no bajaba.
En fin, como ven a los cuñados y a los opinadores profesionales no nos faltan temas de conversación. La cuestión es hablar, hablar por hablar, o escribir, rellenar páginas para que así siga el ciclo de la vida y el de la digestión y cuando ustedes se sienten en el trono no les falte algo con lo que limpiarse las reales posaderas. No, no me den las gracias, yo esto lo hago de manera altruista, a mí en realidad lo de la tapa dura no me afecta, soy un escritor rústico, proletario, un columnista cuñado, un esclavo, un amigo, un siervo… A sus pies.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 13/11/21
Solía ir a su peluquería porque era majo, es decir porque no
me hablaba. Yo tampoco tenía que decirle nada. Le expliqué la primera vez cómo
quería el corte, sin explayarme mucho, tampoco —“Normal, corto”— y Ahmed se
acordaba cuando volvía, cada seis meses o así. Era un profesional: al salir de su
peluquería no me iba mirando en el reflejo de los cristales ni descubría
horrorizado en ellos a un cabeza huevo, no entraba al baño de alguna cafetería
a mojarme la cabeza para borrarme el peinado de señoro, no llegaba a casa y me
ponía a buscar gorras… Tampoco es que Ahmed pudiera hacer milagros con mis
cuatro pelos de Filemón (o sea, de dos filemones), pero me quitaba de encima
diez años cada vez que, en silencio y con meticulosidad, me cortaba el pelo.
Después, un día Ahmed desapareció y en su lugar comenzaron a
desfilar por la peluquería varios chavales jóvenes que me pelaban con desgana,
o con prisas, doblándome la oreja como si fuera un despojo, una excrecencia de
mi cráneo, o tocándome la cara con sus
dedazos que olían a marihuana. Una vez uno de ellos, sin preguntarme nada,
decidió quitarme de encima no diez años, sino treinta, y me peinó como si yo
fuera un futbolista o C. Tangana. Para tangana la que tuve en casa, cuando mis
hijos me vieron llegar con esas pintas. “Yo contigo no voy a ninguna parte”, me
decían (bueno, eso también me lo decían antes).
Echaba de menos a Ahmed. Me gustaba ver cómo caían sobre el
cubridor los mechones, blancos como volutas de nieve, ponerme poético, pensar en
el tempus fugit, en lugar de, con los
chavales, sentirme un puto viejo canoso. Me gustaba verlo barrer con parsimonia
el suelo, con delicadeza y respeto funerario (en cierto modo, es así, dentro de
una peluquería uno muere y resucita, sale convertido en otra persona). Me gustaba y echaba de menos incluso las voces
airadas y sabiondas de los tertulianos que escuchaba en la radio, en lugar de
la música electrónica de los jóvenes, al ritmo de la cual yo temía que se les
fuera la mano, cuando me apuraban con la navaja las patillas.
Seguí yendo, de todos modos, a la misma peluquería, por
comodidad, porque estaba cerca de casa. Para mi sorpresa, no les iba mal,
siempre había gente. Al poco tiempo, de hecho, abrieron otra al lado, y un día
que la primera estaba llena de cristianorronaldos, decidí entrar. ¡Y allí estaba
Ahmed, esperando clientes triste y aburrido! Creo que se alegró de verme. Yo,
por corresponderle, le pregunté si ahora tenían dos peluquerías. “La otra no
mía”, contestó, algo molesto, y en su castellano de supervivencia me contó que
su antiguo jefe lo explotaba, que lo hacía trabajar doce horas cada día a
cambio de un sueldo miserable, que solo le daba un día de vacaciones al año,
que ahora por su cuenta estaba mucho mejor… Me lo imaginé, durante todos esos
meses en que lo había echado de menos, ahorrando, buscando créditos, tramando
aquella venganza (robarle los clientes en sus propias narices a aquel jefe
abusador); y, tras imaginar además el esfuerzo que le suponía hablar y hacer
aquella campaña de captación de clientela, yo también rompí mi silencio, me
interesé por su vida personal, supe así que llevaba treinta años como
peluquero, que había vivido antes en Burgos, Melilla…
Ahmed volvió a dejarme guapo, o sea, a no dejarme demasiado feo, y al despedirnos le prometí que volvería. Pero ya no estoy tan seguro, porque ahora que hemos establecido otro tipo de intimidad no sé si tendremos que conversar cada vez que me corte el pelo o seguiremos entendiéndonos en aquel poético silencio que compartíamos antes, que era lo que a mí me gustaba.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias)
El otro día, al abrir el correo electrónico, me intentaron
estafar. Eso no es ninguna novedad, cada cierto tiempo me escriben viudas
nigerianas multimillonarias dispuestas a compartir conmigo su fortuna y su
corazón, o bancos de los que no soy cliente pidiéndome las contraseñas, o me
llama por teléfono un tipo de Microsoft que, en un español macarrónico, primero
me pregunta si tengo computadora y luego me dice que esta está infectada por un
virus terrible (¿cómo lo sabe, si primero no sabía ni si tenía ordenador?)… El
caso es que hasta entonces ninguno de ellos, además de pretender timarme, me
había insultado (bueno, sí, una vez uno de los técnicos de pega de Microsoft,
cuando le dije que estaba llamando a una comisaría, me llamó idioto: “¡Tú ser idioto!”,
dijo, y colgó).
En esta ocasión, sin embargo, los improperios fueron en
frío, por las buenas, o sea por las malas. Se presentaron como una empresa muy
importante de abogados de Torremolinos y alegaron que yo debía a uno de sus
clientes 655,34 euros —no especificaban ni a qué cliente ni a cuenta de qué—. Y
luego venían ya los insultos: “Nos
sorprende la poca vergüenza que ha demostrado para hacer frente a sus deudas.
Contacte por teléfono con nosotros o tendremos que emprender acciones legales
hasta hundir su reputación”, decían. Al principio estuve tentado de
llamarles, por curiosidad (y también para recomendarles un buen guionista, lo
de inventarte una deuda con decimales y todo está muy bien, pero, a ver, si yo
era un sinvergüenza ¿qué reputación iban a hundir? Y además, no he estado en mi
vida en Torremolinos. Eso no tenía ninguna coherencia argumental —igual es que
era el mismo tipo del teléfono y la computadora de Microsoft—).
Me pregunto quién responde a ese tipo de correos. Bueno, a
veces yo mismo suelo hacerlo. De hecho, desde hace semanas mantengo correspondencia
con Bingbing, una joven china que quiere regalarme una casa en la costa, o algo
así. Es muy graciosa Bingbing. “Puedes llamarme amigos”, me dice, por ejemplo
(yo creo que usa el traductor de Google). Y yo le contesto “Hola, amigos”, y luego
ella me manda una foto de un oso panda, yo le correspondo con otra de la
carrera de cutos de Arazuri. Y así. Es una técnica de persuasión diferente a la
de los abogados esos de Torremolinos, a los que finalmente decidí enviar a la
bandeja de elementos eliminados. Por lo
que fuera, no me daban muy buena espina.
Fue una mañana animada, aquella, la verdad. Después, cuando
me fui a trabajar a la biblioteca me
llamaron por teléfono. “¿Señor Udala?”, preguntaron. “No, se ha equivocado, yo
soy el “Señor Liburutegia”?, contesté, “Ah,
disculpe, señor Liburutegia, bueno, ya aprovechando, no le interesaría…”,
continuaron, y, aunque la cosa prometía tuve que cortar, porque tenía a una
usuaria esperando a que le sellara Chucherías
Herodes (Mucho más que una novela sobre el Rock Radikal Vasco).
Hay, en fin, un montón de desalmados sueltos por ahí
intentando aprovecharse de nosotros, hacernos el timo de la estampita, ahora en
formato digital o telefónico. La mayoría son bastante cutres, pero hay que
andarse con ojo, también existen auténticos profesionales, mangantes de guante
blanco, que te insultan y te roban sin que se nos pase por la cabeza denunciarlos,
cortarles el rollo, mandarlos a la papelera…. Al volver a casa, sin ir más
lejos, ahí estaba esperándome en el buzón la factura de la luz.
Estaba pegado con celo en una marquesina. “Abeslari bila”, decía el cartel. Se busca cantante. Me froté lo ojos. ¿Qué era aquello? ¿Una alucinación, un viaje en el tiempo? Desde hacía unos días mi ordenador me daba un error al teclear la dirección de algunas páginas web, decía que tenía el reloj atrasado. Había intentado cambiar la fecha una y otra vez, pero el error persistía, así que comencé a preguntarme si no estaría entrando y saliendo de una brecha temporal. Y ahora ese cartel. ¿Quién pegaba, en plena era digital, carteles como aquel en las marquesinas, en los bares, las farolas? ¿Estábamos en 1985? No, en 1985 no habría también en la parada del autobús varias personas comentando la reciente caída de WhatsApp, Facebook e Instagram y cómo habían sobrevivido a tan terrible catástrofe.
Volví
a mirar el cartel. Me emocioné (soy un sensiblero y un nostálgico, lo
reconozco; a veces siento deseos de abrazar a la gente que vuelve del quiosco
con los periódicos bajo el brazo; o a quienes leen novelas en los transportes
públicos). Me imaginé a dos o tres chavales pegando más carteles como aquel,
cortando con los dientes pequeñas tiras de celo, manteniendo a pesar del sabor
amargo de este en la boca una sonrisa soñadora, fantaseando, en fin, con la
idea de que alguien respondía al anuncio y era su Freddy Mercury, el astro que
faltaba en su constelación y les dirigía irremediablemente al estrellato.
Yo
mismo tuve deseos de llamar al número de contacto, tal era el entusiasmo, la
fe, la pasión que me pareció que transmitía aquel anuncio, el hecho de que
alguien se hubiera tomado el trabajo de patearse la ciudad colocándolo aquí y
allá…
Pero,
como comparado conmigo un perro afónico es la reencarnación de Julián Gayarre,
me conformé con colgar en mis redes sociales la foto del cartel, por si podía
echar una mano. Aproveché de paso para hacer una pequeña encuesta y pedir a mis
diez o doce seguidores que me dijeran si conocían grupos que hubieran reclutado
a sus cantantes o músicos de esa manera, es decir, a través de anuncios. Ozzy
Osbourne (Black Sabbath), James Hetfield (Metallica), Mike Mars (Motley Crue),
la mayoría de los Dead Kennedis, Alan Wilder (Depeche Mode)… fueron las
respuestas. Pero entre todas ellas, ¡oh, sorpresa!, también llegó la de… ¡uno
de esos chavales que habían pegado el cartel en la marquesina!
Creo
que a eso le llaman la magia de twiter (¡haz tu magia, twiter!), pero lo cierto
es que los componentes de este grupo, según me explicaron, también habían
intentado recurrir a ella y no habían obtenido respuesta alguna. Por eso habían
utilizado, tras intentarlo en internet,
los métodos tradicionales: el cartel, el celo y las marquesinas. Y
gracias a ellos habían conseguido ya contactar con varias cantantes.
“Pues
ya me iréis contando”, les dije. Porque de repente me sentía muy unido a aquel
grupo y a su destino y me parecía una idea genial hacer una especie de
reportaje en construcción, ir siguiendo sus evoluciones… Quién sabe, tal vez
lleguen lejos, o tal vez no, qué más da, lo importante es el camino y a mí un
cartel en una marquesina de la parada de un autobús me había unido al suyo para
ir dando cuenta de los pasos. Así que, con el permiso de todos ustedes, amables
lectores, de vez en cuando iré informándoles en este “Rubio de bote” (que, dicho sea de paso y si
los cálculos no me fallan, hoy cumple doscientas colaboraciones).