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Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en ON, semanario de Diario de Noticias (Navarra, Gipuzkoa y Álava) y Deia. 24/10/2015
Sacar a pasear a Pablo, la cabra de la legión, para que a su paso se cuadre un tipo con el pecho lleno de chatarra y cruzado por una banda de Miss (un tipo que, además de jefe de estado, es jefe de las fuerzas armadas y rey, menuda estampa para una democracia) nos sale más caro que la mortaja. 800.000 euros fue el presupuesto asignado a la parada militar del pasado Día de la Hispanidad. 800.000 monedas con el rostro del monarca cupro-niquelado. Una cagarruta, en todo caso, comparado con los presupuestos para el desfile de hace solo unos años, que triplicaba esa asignación (¿qué hicieron, les pagaron una noche en el Ritz a cada legionario?) y una ristra de cagarrutas, como las que la cabra transexual Pablo fue sembrando en el Paseo del Prado, comparado con las montañas de bosta y de dinero que mueve el Ministerio de Defensa, las empresas armamentística, la industria de la muerte, en definitiva.
España es el séptimo vendedor de armas en el mundo, y entre sus clientes se cuentan la pérfida Venezuela (a la que sin embargo, se vende, entre otras cosas, material antidisturbios) o Israel (si bien el suministro de armamento durante una ofensiva militar de este país contra la franja de Gaza, el pasado año, fue suspendido; se ve que antes de eso pensaban que los misiles los iban a utilizar para una fiesta de cumpleaños).
Por otra parte, según el colectivo antimilitarista Utopía Contagiosa, el presupuesto real destinado a Defensa en España (real porque los gastos militares se disimulan derramándolos por doce de los trece ministerios restantes), supone 500 euros por habitante al año, 700 euros volatilizados cada segundo, todo para calzarle un gorro a una cabra o para que miles de novios de la muerte maten las horas en los cuarteles sacando lustre a fusiles y sables.
Nunca se sabe, dirán, no hay que descartar que una guerra estalle en cualquier momento (para ello, de hecho, trabaja la industria armamentística). Como tampoco hay que descartar que en algún momento una pandemia se extienda por todo el país, y sin embargo no tenemos acantonados a miles de enfermeros y médicos, vacunando monos o montando y desmontando jeringuillas.
Por si eso fuera poco, en España al frente del Ministerio de Defensa está, sin ningún disimulo, uno de los más destacados representantes de esa industria militar, Pedro Morenés, que trabajó para Instalanza hasta solo un mes antes de ser nombrado ministro. Instalanza, entre otras lindezas, fabricaba bombas de racimo y cuando España suscribió un tratado internacional que prohibía el uso de estos explosivos, diseñados para multiplicar el daño, pidió al gobierno una indemnización de 40 millones de euros. Morenés, además, ha firmado durante su cargo de ministro contratos por valor de 28 millones de euros con esa misma empresa. Puertas giratorias, pues, en las que el aire envenenado se estanca con la densidad de la sangre.
Cuando alguien menta este tipo de datos corre el riesgo de que lo fusilen al alba, tras retratarlo como un jipi ridículo y trasnochado que pone flores en los cañones de las ametralladoras, o de que califiquen sus argumentos de pueriles, acertadamente, por otra parte, pues cualquier niño de primaria se da cuenta de que algo funciona mal cuando el gasto militar rebasa de una manera tan obscena los de educación o sanidad y de que con ese dinero se podrían hacer muchas cosas verdaderamente útiles (quizás por ello, para arrebatarles esa aplastante lógica, las fuerzas armadas hacen “didácticas” exhibiciones en los patios de los colegios). Se mire por donde se mire, es evidente, en fin, que las armas son artefactos diseñados para matar y, por tanto, que quien se lucra con ellas, y quien saluda esa industria de la muerte, es de la misma familia que la cabra Pablo y con aumentativo.
Publicado en «Rubio de bote», ON (Suplemento semanal de los periódicos del Grupo Noticias) 10/10/2015
Había comenzado ya el invierno infinito y Juantxo el gorrón volvía a casa de madrugada, es decir a las siete de la tarde, solo, triste y sereno, porque todos sus amigos, los que solían invitarle en los bares, tenían que madrugar para que los asesinaran al amanecer. Era jueves, pero los bares del casco viejo estaban desiertos y muchas de sus calles cortadas por culpa del rodaje. Juantxo debía de ser uno de los pocos habitantes de la ciudad que no se había hecho extra de Juego de Tronos. “Se buscan personas de piel morena y de complexión delgada”, exigían en los castings de la serie. Y ahora las únicas luces que brillaban en la noche eran los rayos uva de los centros de bronceado. Aquello era una debacle, el fin de pintxopotes y juevintxos, sacrificados por una serie que al parecer todo el mundo, menos él, veía y adoraba y que, sin embargo, pronto se volvería vulgar y terrenal, cuando los espectadores reconocieran, además de a sí mismos haciendo de eunucos, al vecino que aparcaba pisando la raya de su plaza de garaje, a la cajera que siempre intentaba sisarle unos céntimos o a su jefe, disfrazado de esclavo (bueno, esto, por una vez, quizás no estuviera tan mal).
Para llegar a su casa Juantxo tuvo que dar un rodeo y tomar una calle sombría, vericueta y poco transitada, y que sin embargo a él no le daba miedo, porque era por la que solía escurrirse cuando le tocaba pagar la ronda, con la excusa de ir a mear fuera, “que en el baño hay mucha cola, ja, ja”, hacía siempre la misma gracia, y sus amigos le dejaban ir porque Juantxo era un gorrón pero muy profesional, de los que se ganaban esforzadamente su frito de pimiento y su zurito, haciéndoles reír con sus chistes y chascarrillos. Tampoco le asustó demasiado la sombra que vio recortarse frente a él a la luz tenue y amarilla de una farola, como una contusión en la piel de la noche, ni siquiera cuando se plantó ante él y extrajo de debajo del abrigo negro un cuchillo jamonero, que blandió con un gesto teatral.
—No, no, que yo voy para mi casa, que no soy de los de la serie —dijo Juantxo el gorrón.
—Muy gracioso, venga saca todo lo que lleves — reveló su verdadera identidad y sus intenciones la sombra, apretando la punta del cuchillo en el vientre como un globo de Juantxo.
—No llevo nada — se le desinfló a este la voz.
—Mira, que como estés mintiéndome te pincho —dijo el otro.
—De verdad, que estoy en paro desde hace tres años.
El atracador registró todos los bolsillos de Juantxo. Sus manos parecían animales hambrientos, pero no encontró nada que llevarse a la boca.
—Está bien, vete —se rindió finalmente.
Y Juantxo echó a andar a duras penas, con las piernas temblorosas y los esfínteres palpitantes.
—¡Eh, tú! —escuchó aún, cuando ya se creía a salvo— ¡Y perdóname, que ya veo que estás peor que yo! —se disculpó el atracador.
Cuando la sombra se desvaneció, Juantxo rompió a llorar. Por la situación en la que se encontraba, pero emocionado también por el gesto de aquel tipo. Pensó que ojalá sucediera lo mismo cuando quien colocaba el cuchillo en su vientre vacío era el banco. Pero el banco nunca retiraba sus armas, ni tenía compasión, al contrario le exigía más cuanto menos tenía. Ese era el verdadero Juego de tronos. Juantxo el gorrón echó a andar de nuevo. Flaco y moreno, con la piel curtida por muchos lunes al sol. Pensó que quizás al día siguiente también él se presentara al casting de la serie.
Hoy ha empezado el cole. Y ha empezado mal. Bronca con los niños, prisas… Yo he perdido los nervios y les he gritado y me he sentido fatal. Después, al volver de la escuela, he bajado al trastero. Dentro de unos días me voy de viaje, uno de esos viajes como los que conseguía hace años, gracias a la escritura y los premios literarios. Voy a África. Visitaré los proyectos de una ONG en Costa de Marfil y a la vuelta escribiré sobre ello e intentaré publicar algún reportaje, por el que me ofrecerán una miseria pero con el que tal vez pueda pagar el dentista o alguna extraescolar.
En Costa de Marfil es ahora la época de lluvias, así que he bajado al trastero a buscar el impermeable que utilizaba cuando trabajaba de barrendero. Soy un tipo apañado, uno de esos que usan el traje de su boda para las de los demás.
El impermeable no aparecía entre las cajas con ropa de los niños que se ha quedado pequeña, las bicicletas y los ordenadores moribundos, los apuntes de la universidad y de cursos que nunca acabé o que no me sirvieron para nada… Pero en otra caja he encontrado mis cuadernos de redacciones del colegio y el primer cuento que escribí, con cinco años, y que creía perdido… Los he estado ojeando y he sentido ganas de llorar. Llevo casi cuarenta años escribiendo y tengo la misma sensación que con esos apuntes: que hay algo que he dejado a medias y que escribir no me ha servido para mucho. Pero no he sentido pena y dolor por mí mismo —yo no necesito mucho, solo un poco, un poquito más—, sino por aquellos a quienes he arrastrado en este camino, con esta obsesión, esta enfermedad que es la literatura; pena y dolor y también admiración y agradecimiento por sus sacrificios y sus estrecheces…
Junto a la caja con los cuadernos he visto también otra con mis viejas cintas de casete. Heavy metal. Punk. Rock radikal vasco. Me he acordado también de mi juventud. De los empujones para entrar a los bares o llegar a las primera filas de los conciertos. De las cervezas y el humo. De los jerseis de lana y las botas que conocían cómo olía el suelo. De las broncas con la policía y los gatos callejeros, que salían corriendo entre los montones de basura cuando volvía a casa, borracho y solo… No siento nostalgia por aquella época. La recuerdo triste, violenta y atormentada; soportada solo a costa de una diversión autodestructiva; sin perspectivas de futuro… Esto último no ha cambiado mucho. La precariedad, las oficinas del INEM… Me angustia esta falta de estabilidad, los gastos —el dentista, las extraescolares…—, las prisas para llegar a sitios que no llevan a ninguna parte… Yo nunca imaginé, por ejemplo, que llegaría a ser un padre que grita y pierde la paciencia con sus hijos.
Por un momento, he pensado que mi vida es también un trastero, en el que he ido acumulando recuerdos inservibles, trozos de vida como cacharros rotos. Pero cuando estaba ya a punto de subir a casa, a escribir un rato y curarme las heridas, he visto el impermeable, en una esquina. Y he comprendido que dentro de mí también había algo —la fe inquebrantable en la imaginación, el anhelo de libertad, la lucha empecinada por cumplir los sueños— que permanecía intacto, que salvaguardé, que salvaguardamos mientras fuimos dejando pasar nuestra alegre juventud, algo que nunca se borraría de los cuadernos de redacciones infantiles. Algo que enseñar a mis hijos y que nos protegerá siempre de la tormenta.
Publicado en suplemento ON (26/09/2015), con diarios del Grupo Noticias)
Foto Daniel Etter
Publicado en el suplemento ON de los diarios de Grupo Noticias (Rubio de bote)
Era el más punk de todo el paseo marítimo. A contracorriente de las oleadas de chavales con sus camisetas con dedos corazones tiesos o en las que se leía Fuck you; remontando la marea de carne quemada por el sol y por la sangría; enfrentándose a los torsos tatuados con tigres y las sonrisas esbozadas con la comisura de las nalgas; desafiando la vulgaridad de las bermudas chorreantes y las chanclas sucias de arena. Caminaba, erguido y orgulloso, entre el humo de las cachimbas y el tundatunda del reggaeton, inmune al olor de las ventosidades que se le escapaban a los clientes de hoteles con pensión completa y a los berridos asilvestrados de los hooligans que abrevaban en barras libres y meaban como perros en las farolas.
Todos ellos, que creían llevar el mundo por montera, lo señalaban, se daban codazos, y se reían de él, al verlo pasar, pero no había nadie más punk, vivalavida y a la vez más digno en todo el paseo marítimo que aquel hombre, aquel dandi con su americana entallada, la raya de sus pantalones afilada como una cuchilla y sus zapatos de inmaculado terciopelo rojo.
Yo decidí seguirle durante un rato. Quizás un disidente como él podría conducirme hasta algún lugar en el que vendieran periódicos. Llevaba ya tres días en aquella ciudad de vacaciones y todavía no había sido capaz de encontrar un kiosko, una librería, ni mucho menos de ver a nadie leyendo otra cosa que los anuncios en ruso de las inmobiliarias o los menús de comida basura. Y eso a pesar de que la mayoría se pasaban las horas muertas tumbados al sol como lagartos. Me sentía angustiado. ¿Cuál era el futuro de la literatura? ¿Y el mío? ¿A quién podían interesarle, para qué servían entonces las bobadas que yo escribía en columnas como esta?
Y, mientras tanto, mientras allí la vida era un bufet continuo, fuera el mundo se convertía en algo cada vez más miserable, en un enorme ataúd redondo, con millones de personas enterradas vivas y otras tantas echándoles paletadas de tierra con su indiferencia. Quizás por eso nadie leía periódicos, ni veía los telediarios. Durante sus vacaciones no querían saber que había otras playas en las que la marea varaba cadáveres de inocentes, ni que estos se amontonaban en camiones frigoríficos, como los que transportaban el hielo para sus mojitos. Yo mismo era incapaz de escribir sobre ello. ¿Qué podía decir, que no hubieran dicho ya todas las fotografías publicadas? ¿Qué, que no fuera algo parecido a ponerse una camiseta con algún lema provocativo y contundente, echar la culpa a los políticos, al capitalismo, a enemigos invisibles y abstractos, y seguir paseando por el paseo marítimo con la conciencia tranquila?
Puede que en el fondo lo que me atenazaba, lo que nos convertía a la mayoría en ciegos, sordos e insensibles, era el hecho de que nuestros miedos, nuestros recelos, apuntalan también las vallas y los muros, los convierten en infranqueables, rizan las serpentinas de alambre y arman a los guardias de frontera. Tenemos miedo a los inmigrantes, a los refugiados, a que si llegan no haya sitio para todos. A que se cuelen en el bufet y nos roben el último plato de paella. Nos sentimos cómodos con las sandalias y las bermudas impregnadas de cloro y salitre, con nuestras camisetas y comportamientos de adolescentes perpetuos y egocéntricos, pero, aunque no queramos darnos cuenta, el final del verano ha llegado, y con él de una vez el momento de ponerse el pantalón largo y de caminar con la dignidad de seres humanos, en lugar de haciendo sonar las chanclas, como si nos aplaudiéramos a nosotros mismos.
Publicado en Rubio de bote (Suplemento ON, Grupo Noticias 29/082105)
—¡JA, JA, JA! —Edmundo Alerta, el superjefazo plenipotenciario de Ultrafónica, se rió como si eructara un dios.
Su carcajada con mayúsculas y eco recordaba a la de los malvados de las viejas películas de principios de siglo, en los albores de la telefonía móvil, cuando su bisabuelo había empezado a forjar el imperio que ahora dirigía y, sin saberlo, a dominar el mundo.
—Así que por fin no queda ni una sola persona sobre la faz de la tierra sin móvil —dijo Edmundo, tras comprobar las últimas y definitivas estadísticas, mientras la yema de su dedo índice acariciaba el botón rojo.
El destino de la humanidad estaba, por fin, en sus manos.
Había sido un largo recorrido: aquellos primeros aparatos, tipo ladrillo, que los clientes se colgaban orgullosos del cinturón; los SMS, a 15 céntimos el mensaje —ah, qué tiempos—; y también Internet, y los whatsapp, y los pioneros experimentos secretos de telecontrol y solución final, en colaboración con la CIA y la Troika… Un largo camino, sí, pero sin baches ni cuestas. Echando la vista atrás resultaba sorprendente comprobar cómo los seres humanos se habían ido dejando dominar de una manera tan sumisa y gregaria. Como si, en el fondo, comprendieran que todo aquello se encaminaba a su supervivencia como especie.
—¡JA, JA, JA! — volvió a reírse Edmundo Alerta.
Pero en realidad él no era un malvado, sino un benefactor de la humanidad. Las ondas telefónicas que su compañía, y a través de ella todas las demás, habían ido transmitiendo durante años a todos sus clientes, hasta conseguir, primero adormecerlos, y ahora, si era preciso, eliminarlos, eran el método más efectivo, más justo y selectivo para acabar con la superpoblación y todos los problemas que esta generaba: migraciones masivas y violentas, guerras por el agua y el petróleo disfrazadas de guerras de religión, catástrofes nucleares y químicas… La única manera de que la humanidad se salvara era sacrificar a una cuarta parte de la misma, y solo ellos, que controlaban los gustos y gastos, los pensamientos y sentimientos de todos, sabían quiénes eran prescindibles, quienes merecían vivir y consumir y quienes no. Bastaba con que él, el superjefazo, apretara el botón rojo para que las ondas comenzaran a transmitirse selectivamente en una frecuencia hasta entonces desconocida y letal. Y no le temblaría el pulso. Los clientes, después de todo, habían puesto sus vidas en sus manos.
Primero dejaron que controlaran todos sus movimientos y accedieron a estar permanentemente localizados. Después, poco a poco, fueron sustituyendo sus vidas reales por sus vidas virtuales; sus amigos de carne y hueso por sus amigos de las redes sociales; sus conversaciones cara a cara por mensajes con caritas que sonreían o mandaban besitos… Dejaron de ver y de disfrutar lo que sucedía a su alrededor para fotografiarlo o grabarlo en vídeo. Sus vidas ya no eran lo que les sucedía, sino lo que sucedía en las pantallas de sus móviles. Sus almas se almacenaban en sus tarjetas de memoria; sus cuerpos eran solo recipientes… Dejaron, por ello, también de leer, y de conversar, se dedicaron todos a hacer runnig y a tatuarse y a blanquearse los dientes y a ponerse tetas y a estirarse los penes…
Y a mirar sus móviles.
—¡JA, JA, JA! — se rió una vez más Edmundo Alerta, con una carcajada diabólica, una carcajada propia de un mesías.
Y después volvió a acariciar con la yema de su dedo índice y plenipotenciario el botón rojo.