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EL CAJÓN DE LOS GAYUMBOS

Oct 7, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios grupo Noticias)

La vida es una ruleta rusa. Puro azar. Aunque nosotros creamos que decidimos. Por ejemplo, mi primera decisión del día es elegir qué calzoncillo me pongo. Y detrás de esa elección hay todo un proceso lógico. Porque hay calzoncillos de batalla, calzoncillos para los días especiales, para el médico, calzoncillos de la suerte, calzoncillos de superhéroe, calzoncillos con dibujitos de superhéroes,  calzoncillos chorras, calzoncillos con gatera para la chorra —calzoncillos Homer—,  calzoncillos Calvin Klein, calzoncillos Clevin Kain, calzoncillos de mercadillo, calzoncillos de madre —por si tienes un accidente—, calzoncillos hechos un zarrio…

Uno no se pondría nunca un calzoncillo —o una, una braga— hecho un zarrio un día que quiere estar guapo, un día que tiene una comida, o que hablar en público, aunque las probabilidades de que ese día tenga que quedarse en ropa interior ante alguien sean mínimas —bueno, si la comida es de empresa quizás no tan mínimas; en ese caso las probabilidades de calzoncillada se multiplican—. Sin embargo, las probabilidades de tener un accidente, o de que te lleven a la Audiencia Nacional,  los días en que eliges un calzoncillo hecho un zarrio —es decir, un día normal— no son nada desdeñables.

No sé si me explico.

De todos modos, da igual, porque a veces no hay elección posible, el cajón de los calzoncillos es como un agujero negro en el que la ropa interior va desapareciendo misteriosamente —o no tanto, en realidad tiene que ver con el tiempo que te retrasas en poner la lavadora— y al final llega un día en el que solo queda la tanga roja con trompa que te regalaron en navidades (esta, la apunto, podría ser una buena idea para un cuento: alguien que tiene que ponerse como último recurso el tanga de leopardo y justo ese día lo atropella un coche, o un patinete, lo llevan a urgencias, o la Audiencia Nacional, tienen que desnudarlo…).

Iba a decir, a propósito de esto último, que estaría muy bien tener rayos X en los ojos para saber qué ropa interior lleva la gente por la calle, pero no hace falta, la mayoría de la gente ya lleva los calzoncillos o las bragas (o mejor dicho, la marca de las bragas o los calzoncillos) bien a la vista.

Y, hablando de superhéroes, me imagino que llegará un día en que la moda sea llevar los calzoncillos por encima de la ropa. De hecho, creo que ya ha llegado ese día.

No sé muy bien por qué escribo todo esto. En realidad, la imagen del cajón de los gayumbos era una metáfora que tenía algo que ver con la situación política, pero se me ha olvidado cuál era la relación. Tal vez la metáfora tenía más bien que ver con la ruleta rusa; o con una ruleta rusa a la inversa, en la que cuando vas a votar todos los agujeros, todas las papeletas, tienen bala, menos una, y por eso, por esa mínima posibilidad de que tu voto sirva para algo, seguimos haciéndolo.

Por cierto, tampoco entiendo que se diga que la gente está harta de votar, ni qué posibilidades tiene así de prosperar una democracia participativa. Es como si prefiriésemos ser coreanos del norte que suizos. Supongo que lo que habría que decir es que la gente está harta de votar solo para que le tomen el pelo.

Tampoco sé qué pasará de aquí a unos días, cuando se publique este artículo, que se escribe con varios días de antelación. Quizás para entonces Albert Rivera haya decidido quién tiene que gobernar en Navarra, o el príncipe Felipe sea el nuevo presidente del gobierno (de verdad, resulta sonrojante, por muy protocolario que sea, que en una democracia el rey, a quien nadie ha votado,  tenga que proponer los candidatos), o existan tantos partidos de izquierdas, o lo que sean, como votantes de izquierdas, o lo que sean… No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo si ni siquiera sé cada día, cuando me levanto, qué calzoncillo ponerme?

BALCONSITO SUMMER

Sep 22, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote, magazine On (Diario Grupo Noticias), 21/09/2019

 

Dos días de conciertos, catering, barra, pulseras identificativas, notas y pases de prensa… Balconsito Summer, que celebró su segunda edición en Pamplona el pasado mes de agosto sería como cualquier otro de los grandes y multitudinarios festivales veraniegos de música si no fuera por un pequeño, nunca mejor dicho, detalle: el escenario es un balcón de 1,71 metros cuadrados en un quinto piso y los espectadores únicamente dos personas en cada uno de los conciertos. Es el festival más pequeño del mundo y eso —pero no solo eso— lo convierte en algo único, original, diferente a cualquier otra experiencia.

La idea se le ocurrió a Mikel G. Otamendi, el creador de esta maravillosa majarada, durante el pasado verano de 2018 (todavía, hasta el lunes, podemos decir “pasado verano” refiriéndonos al de 2018, carpe diem, aprovechemos estos dos días antes de despedirnos del de 2019 como Pancho corriendo detrás del coche que se lleva todos sus sueños y recuerdos y poluciones adolescentes de un inolvidable verano azul).

Fue, la de Mikel y el Balconsito Summer, una corazonada, y al corazón hay que hacerle caso rápido, antes de que las ideas se vuelvan frías y cerebrales, corrientes y aburridas, así que en apenas un mes consiguió enredar a unos cuantos colegas del mundo de la música (Mikel también es músico, durante años estuvo girando por todo el mundo con el grupo Tierra Santa) y organizar la primera edición de este festival que inmediatamente consiguió notoriedad y miles de seguidores, pues aunque en directo solo haya dos espectadores (elegidos por sorteo) se retransmite también por internet.

En aquella primera edición participaron artistas como Kutxi Romero (Marea) y la de este año ha contado con otros como Xabi Bandini o Maren, la joven y prometedora cantautora de Gallarta. Yo he tenido el privilegio de vivir el festival desde dentro este verano, como enviado especial de “Rubio de bote”, y todavía estoy relamiéndome de gusto. No se trata tanto de haber estado allí, de vivir algo que creo que compartirán conmigo quienes también lo hicieron (para empezar, durante los conciertos el público —las dos personas del público— no se los pasa hablando las casi dos horas que duran, algo que sucede cada vez más a menudo y sobre todo cuando los conciertos son gratis; hay que cobrar, hay que poner cerco a los maleducados); no se trata solo de sentir una especie de comunión con los músicos, con su nerviosismo y la responsabilidad de encontrarse más cara a cara que nunca con los espectadores (y de intentar que no se le escape ningún felipón); ni siquiera se trata de saber que estás participando de algo exclusivo…

Se trata sobre todo —eso es lo que, a mí, al menos me emociona— de que de vez en cuando todavía puedes encontrarte con personas como Mikel que son capaces de blandir la honda del ingenio, del entusiasmo y la fe tenaz en uno mismo contra el Goliat del éxito rápido y lucrativo (porque todo lo contrario, lo que no sea ya y haga mucho clinclín en la caja registradora, es hoy en día un fracaso).

No me atrevo a decir cuál será la suerte de Balconsito Summer en próximas ediciones (espero que haya muchas más), pero lo que sí se puede repetir una y otra vez es que este festival ya tiene algo —y ese es su gran triunfo— que todos los demás sin duda deberían envidiar: su originalidad, su reivindicación de la grandeza de lo pequeño y lo cotidiano, su apuesta por las corazonadas y por los veranos azules…

El festival más pequeño del mundo es, en definitiva —y perdón por lo manido de la antítesis, pero es que es verdad— muy grande. ¡Larga vida a Balconsito Summer!

¿Para qué sirven tantas estrellas?

Sep 8, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Patxi Irurzun
Publicado en magazine ON con diarios de Grupo Noticias (07/09/2019)

 

El verano de 2018 el cineasta navarro Oskar Alegría lo pasó en una cabaña sobre un árbol, a orillas del río Arga, en un paraje casi inaccesible por tierra, acompañado por dos gallinas, setenta libros y varias cámaras diseminadas por el bosque. Todavía hoy conserva las asilvestradas barbas de náufrago que le crecieron durante su aventura. Y estos días las pasea por la glamurosa alfombra roja de la Mostra de Venecia, uno de los festivales de cine más importantes y el más antiguo del mundo, donde presentó la película que surgió de su experiencia: Zumiriki.

Viene a ser como si Osasuna o el Eibar jugaran la final de la Champions.

Bueno, si el Eibar u Osasuna jugaran la final de la Champions habríamos escuchado la noticia hasta debajo del agua, pero probablemente esta será la primera vez que muchos de ustedes oyen hablar de este documental, que el director de la Mostra, Alberto Barbera, ha definido como incalificable (lo cual, dice el propio Alegria, ya es una manera de calificarlo).

Zumiriki  es, ciertamente, una película extraordinaria, en todos sus sentidos; plena de poesía, de pequeños hallazgos y milagros (a pesar de lo cual, entre sus primeras imágenes, vemos la talla de una virgen transportada en una furgoneta y que, por si acaso, viaja con cinturón de seguridad).

En Zumiriki, que quiere decir “isla en mitad del río” en Artazu (cerca de esta localidad navarra la familia de Alegria tenía una casa y una pequeña isla, ahora sumergida, hasta las que el cineasta regresa en este viaje a la infancia y la memoria que también es el documental), nos vamos a encontrar con un robinsón que vive a la otra orilla de todo y que construye puentes con las palabras que otros dejan morir; con una mujer que recuerda e imita los chillidos del cerdo en un matatxerri que escuchó desde el vientre de su madre; con un unicornio de madera, una vaca negra e insumisa y una jineta que quiere ser estrella de cine; con unos árboles que asoman sobre el agua como los dedos de un ahogado pidiendo auxilio; con varios ciclistas que dejan a lo lejos una estela en el aire con las noticias de un mundo lejano; con un hombre en calzoncillos que se detiene durante un segundo ante una de las cámaras emboscadas y desaparece, como un ratón que olisquea y barrunta, a la vez que el pedacito de queso, la trampa; con un urbanita manazas –el propio Alegría— pero que con determinación de hierro es capaz de conquistar la tierra, el agua y el viento; con otro hombre —el padre del propio Alegria— que rescata con un tomavistas y confeccionando un diccionario propio términos locales vascos como kukurruku o el propio zumiriki;  o con —entre otras muchas y hermosas imágenes, situaciones y reflexiones— una colección de ocasos, como las últimas noches en sus cabañas que Alegria rodó tiempo atrás con varios pastores octogenarios de los valles navarros pirenaicos.

Uno de estos pastores, precisamente, a los que Alegria interrogaba en mitad de la duermevela sobre sus sueños, sus recuerdos y las dudas a las que nunca encontraron respuesta, lanza esta pregunta maravillosa que llegará durante estos días, como el mensaje en la botella de un náufrago, desde las faldas del Orhi hasta la centelleante Venecia: “¿Para qué sirven tantas estrellas?”. Chi lo sa!  Tal vez para que entre su luz, que a fin de cuentas es solo un último latido, el guiño fugaz de la muerte, se agazapen agujeros negros, caballos de Troya, repletos de misterio, vida y promesas, como son, a fin de cuentas, proyectos tan maravillosamente arriesgados, emocionantes y únicos como Zumiriki.

 

GAINSBOURG Y YO

Ago 25, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en Rubio de bote, suplemento ON de diarios de Grupo Noticias (24-8-2019)

 

Vaya, el tiempo está loco, estamos a finales de agosto y ¡ahora se pone a nevar!, ah, no, no, que es Gainsbourg, mi conejo enano belier, que está con la muda y se le cae el pelo en unos mechones que parecen copos, tan grandes, tan blancos, tan leves… Gainsbourg es pequeño, peludo, suave, a veces lo peino y se me ponen las manos hechas un poema, llenas de volutas, que recojo y con las que me estoy haciendo un jersey de punto inglés para cuando llegue el invierno.

—¡No es buena idea! —me dice  Gainsbourg—. Ir por la calle vestido de conejo, digo. La calle está llena de depredadores, de lobos solitarios, de asesinos, de gente que vota en silencio a la ultraderecha, de comerciantes que van a darte mal el cambio, de conductores a los que no les importa convertirte en una calcomanía sobre un paso de cebra…

Sí, mi conejo Gainsbourg habla. Mantengo con él largas conversaciones, mientras lo peino. Y no me guarda rencor, aunque sea su carcelero. De hecho, cuando lo dejo salir de su jaula intenta hacerme el amor, pero en verano a mí no me gusta porque voy en pantalones cortos y me araña las pantorrillas, así que lo rechazo,  y tampoco por eso se enfada, Gainsbourg, y en lugar de follando como conejos acabamos otra vez los dos hablando sobre Dostoievski o sobre el capitalismo feroz.

—No hace falta salir a la calle para que intenten desollarte —le digo, por ejemplo, a Gainsbourg y le cuento también que esa misma mañana me han sacado la faca tres veces por teléfono.

Primero, los de una compañía telefónica. “No me interesa”, les he dicho y mientras colgaba oía al operador gritarme: “¡Pero cómo sabe que no le interesa si aún no le he contado nada!”. Me pregunto, por cierto, qué pensarán sobre nosotros y sobre nuestras madres los teleoperadores cuando les cuelgas el teléfono.

“¿La señora de la casa?”, me ha dicho el segundo atracador. A este le he colgado sin remordimiento alguno. Y creo, además, que le he hecho un favor, porque una llamada desde el siglo pasado debe de costar un pastón.

—Deberías hacer como yo —me recomienda Gainsbourg—. “¿La señora de la casa? Sí, soy yo”,  le habría contestado, y habría puesto la voz bien grave y varonil. Otras veces les digo que sí a todo—continúa explicando—, que me pongan todo lo más caro que tengan. O empiezo a reírme como un bugsbuni, como un conejo loco. Y siempre consigo que sean ellos los que cuelguen.

—Mi pequeño Viernes —murmuro orgulloso, y le acaricio, pues me imagino que con esos métodos Gainsbourg estará consiguiendo hacernos subir muchos puestos en la lista Robinson (ya saben, esa a la que podemos apuntarnos para restringir la publicidad no deseada).

La tercera llamada era desde una centralita de la mafia china, a juzgar por el acento de la chica, que me ha preguntado si tenía computadora y después, cuando le he contestado que sí,  me ha dicho que esta estaba infectada con un virus horrible que iba a destruir mi equipo en unas horas pero antes iba a enviar videos míos sodomizando cabras a toda mis lista de contactos. También he colgado, claro, porque me sonaba todo a chino (por ejemplo, ¿cómo sabía esa chica que mi ordenador estaba infectado si primero me ha preguntado si tenía ordenador —bueno, computadora—?) y, sobre todo,  porque yo con conejos igual, pero con cabras nunca he tenido nada.

En fin, son de estas cosas (y de otras como el G 7, la ETA o las sumas y pactos políticos, pero esas se las dejo a otros columnistas) de las que hablo en la intimidad con mi conejo, mientras en la calle nieva pelo. Después, cuando nos aburrimos, le echo al suelo a Birkin, su mono de peluche (otro día ya les hablaré de él) y Gainsbourg le hace el amor salvajemente pero sin aspavientos, porque los conejos —o al menos mi conejo enano belier— hablan pero no gimen, como todos ustedes bien saben.

DIARIO DE UN INSOMNE

Ago 11, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para el magazine semanal ON (diarios Grupo Noticias), 10/08/2019

 

Lunes, 5 de agosto

Hoy he recibido otra de esas extrañas solicitudes de amistad en Facebook. La chica se llama Irina y en su perfil tiene escrito: “Necesito un pollo en mi vagina”. Me pasa desde pequeño. Siempre se me arrima la gente más rara. Es como un imán. Si en un bar hay, pongamos, un borracho bailando con un orinal en la cabeza, va a acabar impepinablemente vertiéndome toda su diarrea mental encima.

Son las tres de la mañana. Hoy tampoco  puedo dormir. El termómetro del móvil marca treinta grados.

Martes, 6 de agosto

 Otra noche en blanco. El calor no es, porque hoy estamos a nueve grados. He tenido que sacar la manta. El tiempo está loco. Con estos cambios de temperatura vamos a acabar todos hechos polvo, convertidos en arena del desierto. Para combatir el insomnio me pongo música en Youtube. De vez en cuando, las canciones se paran a la mitad y sale un anuncio. No sé a qué genio del marketing se le ha ocurrido. A mí, al menos, eso solo me hace odiar los productos que anuncian. Cortar una canción es un crimen. Es como cortarte la respiración. Ya no saben qué inventar. Son capaces de cualquier cosa, hasta de matar, con tal de venderte algo.

Miércoles, 7 de agosto

 Igual va a ser el jet lag. Han pasado ya unos días desde que volví de vacaciones.  “¿Cómo vas a tener jet lag si no te has ido a ningún sitio?”, me dice un compañero de trabajo que es un aguafiestas.  “Ya, pero no madrugaba, comía  a deshoras, me echaba la siesta, me quedaba por las noches viendo el curling…”. “¿Curling, quién es ese, el niño de Solo en casa?”. “No, un deporte de invierno”, le contesto. “Ah, ya,  ese en el que echan un aspirador rumba por una pista de hielo y por delante van unos cuantos frotando el suelo, ¿no?”. “El mismo”, digo. “Listo, que eres un listo” (bueno, esto último  lo digo solo para mí).

Jueves, 8 de agosto

 Como no pudo dormir y como hoy vuelve a hacer un calor insoportable no hago más que darle vueltas al tema del curling. ¿Y si monto un equipo? Seguro que es una buena forma de viajar. Finlandia, Rusia, Islandia. He mirado en Google y en España solo hay catorce equipos. Y en Navarra, ninguno. O sea, que de primeras ya eres campeón de tu comunidad. Y después, con un poco de esfuerzo,  en la liga nacional fijo que no resulta difícil clasificarse para la UEFA, o como se llamen las competiciones europeas de deportes de invierno.

Viernes, 9 de agosto

Hoy ha entrado el cierzo y han bajado las temperaturas veinte grados en unas horas. Todo el mundo habla de eso. También en el telediario. El telediario es cada vez más como un ascensor. Se habla del tiempo por no hablar de otras cosas. Por ejemplo, del cambio climático. Y aún así, nunca llueve a gusto de todos. Para algunos veinte grados en agosto es mal tiempo. Para mí es el paraíso. Si en el paraíso pudiera dormir, claro.

Sábado, 10 de agosto

Maldito insomnio. Sigo sin pegar ojo.  No hago más que darle vueltas a la cabeza, con preguntas absurdas. ¿Se podrá competir en el curling con la mopa de casa? ¿Después de Unamuno y Orwell, a quién tendrá los santos cojones de citar Santiago Abascal en su próxima intervención parlamentaria? ¿A Simone de Beauvoir? … Me voy a volver loco. No puedo parar. ¿Cuando me levante tendré que ponerme una camiseta o una camiseta térmica?¿Un diario, como este, escrito por las noches no debería en realidad llamarse nocturnario? ¿Para qué querrá Irina el pollo?…

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