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GRIPE

Feb 10, 2020   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

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Publicado en la sección Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)

Hay que joderse, la gripe, cuando eras pequeño, solía servir al menos para que tu cuerpo diera un estirón —era el momento de sacarle el dobladillo a  los vaqueros, en los que las líneas blancas de otros estirones parecían los anillos de un árbol talado—, ahora, por el contrario, con medio siglo a cuestas, tres o cuatro días en la cama no solo te jibarizan sino que además llenan la almohada de pelos. No somos nada. O igual empezamos a ser ya ese árbol caído.

Parece ser que en el pico más alto de la enfermedad de este año, que coincidió con el del coronavirus asiático, las mascarillas se agotaron en las farmacias. Al principio me alegré, porque igual de esa manera la gente dejaba de hablar por los móviles en los autobuses, pero luego ya explicaron que habían sido los chinos de los bares y de los restaurantes y de las tiendas de chinos, comprando al por mayor para enviar, en una especie de AliExpress a la inversa, las mascarillas a sus parientes de Wuhan, esa pequeña ciudad de solo once millones de habitantes que es el epicentro de la enfermedad.

Y además que con mascarilla la gente tampoco iba a dejar de hablar por el móvil, lo que pasaría más bien sería que los autobuses se convertirían en naves de la guerra de las galaxias llenas de Darth Vaders. Eso y que a mí me iba a dar lo mismo porque estaría en la cama, calvo y encogido.

Parece ser también que para no coger el coronavirus lo mejor es privarse de comer murciélagos. Igual por eso tiene ese color tan pálido Ozzy Osbourne, que le arrancó a mordiscos la cabeza a uno de ellos hace casi cuarenta años, después de que alguien del público lo arrojara al escenario (ya sabes, lo típico que sales de casa con un murciélago muerto en el bolsillo). Para conmemorar tan metálica efemérides hace tan solo unos días el cantante de Black Sabbath lanzó al mercado un murciélago de peluche, con su cabeza despegable y todo, y así los niños enfermos de cincuenta años podremos jugar a estrellas satánicas del rock durante nuestra convalecencia.

Claro que al coronavirus, como al diablo, es mejor no mentarlo, ni siquiera en broma, porque lo mismo de aquí a diez días, cuando se publique esta página, la epidemia ha mutado en pandemia mundial y como aquí no sabemos construir en una semana hospitales, como los chinos,  porque harían falta concursos públicos y de ideas y pliegos de condiciones y recursos y más concursos, ahora para decidir  si el nombre del hospital debe llevar el de un padre de la constitución o el de un delantero centro,  total, que al final las obras las firmaría una arquitecta sin licencia y en el camino se perderían un diez por ciento del presupuesto en comisiones y unos cuantos miles de griposos pobres y feos.

La gripe, disculpen ustedes, es lo que tiene, que a uno le sube la fiebre y desvaría, imagina  apocalipsis y alopecias. Menos mal que nos queda Turquía y el ibuprofeno.  ¿Qué fue, por cierto, hablando de remedios provechosos, de la gripe porcina, y de la aviar, qué fue de de la enfermedad de la lengua azul, qué de la gripe A, qué fue de todas aquellos cientos de miles de vacunas que compraron los gobiernos para por si acaso? Yo qué sé. Que me lo explique alguien que sepa y que no trabaje en la industria farmacéutica.  Yo no tengo ni idea. Yo solo tengo gripe y una manta vieja y un caldo de la abuela. Espero que no sea de murciélago.

 

 

 

 

 

 

ÚLTIMA CARTA A RATICULÍN

Ene 12, 2020   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

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Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 11/01/2020

 

Querida mamá y querido papá y querido Gran Hermano Raticuliniano, tú que interceptas todas nuestras comunicaciones: os telepatizo desde este pequeño planeta azul llamado tierra, al que, como bien sabéis, he sido destinada para realizar mis prácticas de bachillerato entomológico y estudiar a esa curiosa especie de insectos llamados humanos, a los cuales poco a poco ya voy cogiendo cariño, a pesar de que, como bien ya os dije durante los primeros días de estudio me provocaban cierto rechazo por no decir puto asco.

La naturaleza de estos individuos es ciertamente curiosa y patética. Son seres contradictorios, gregarios y orgullosos, amantes de la felicidad y la diversión, de los juegos, la alegría, la música, celosos de su libertad, pero incapaces de vivir en paz y amistad entre ellos y de elegir a líderes que los gobiernen sin someterlos. La humana, por el contrario, es una especie en peligro de extinción, circunstancia que ignoran por culpa de su corta inteligencia y su orgullo desmedido, como bien os dije antes. Los humanos, por ejemplo, se quieren tanto a sí mismos que son incapaces de imaginar vida extraterrestre si no es como prolongación o deformación de su propia y subdesarrollada morfología. Los marcianos, como nos llaman, son para ellos siempre humanos a los que añaden antenas o pintan la piel de otro color (generalmente verde); sus medios de transporte, evoluciones ridículas (platillos voladores, naves propulsadas, máquinas del tiempo) del más habitual entre ellos, el coche, al que rinden un extraño y primitivo culto, hasta tal punto que un humano sin carnet de conducir es una subcategoría de la especie o de que las ciudades en las que viven están diseñadas para los susodichos coches en lugar de para las personas, como también se hacen llamar a veces los humanos, cuando se ponen muy humanos.

Los terrícolas son incapaces, uno, de pensar que un marciano puede ser también un paisaje o una flor, y mucho menos aún un pensamiento o un estado de ánimo; y, dos, de darse cuenta de que entre ellos mismos hay una abundante vida alienígena que se ha mimetizado con el entorno y que amenaza seriamente la supervivencia de la especie. Yo calculo que el 83% de los humanos son en realidad extraterrestres que se han infiltrado en la tierra con intención de dominarlos. La especie más destructiva, los hijoputas, ya se ha hecho con el control de todos los centros de poder por los cuales los humanos creen regirse a sí mismos y, así, son alienígenas hijoputas sus reyes, presidentes y generales, sus alcaldes, sus concejales de urbanismo y cultura, sus columnistas, sus banqueros y miembros de todos los consejos de administración…; tan evidente es que hasta los propios humanos lo saben, pero los hijoputas los mantienen a raya administrándoles una serie de somas altamente adictivos como son la televisión, el fútbol, la hostia consagrada,  el ordenador, las redes sociales, la democracia, el móvil, la hipoteca, la tarjeta de crédito y la del híper….

Pero, en fin, me estoy desviando. El caso es que, como bien os decía,  poco a poco voy sintiendo cada vez más curiosidad por el comportamiento de los humanos, hasta tal punto, papá, mamá y oh, tú, Gran Hermano Raticuliniano, que  he decidido suspender sine die mi retorno a Raticulín,  donde vengo ahogándome desde hace tiempo, y dedicar mi vida a salvar a esta desgraciada y apasionante especie de insectos abocada a la extinción y a luchar en la resistencia y la clandestinidad  contra los hijoputas.  Os echaré de menos, echaré de menos a mis amigas y a los raticulinos,  pero creo que hago lo que debo y me siento terriblemente humana tomando esta decisión. Sin otro particular, recibid un fuerte abrazo de vuestra hija que os quiere, padres amados,  y tú, oh, Gran Hermano Raticuliano que interceptas todos nuestros mensajes, un lapo en todo tu gran ojo vigilante de esta tu sierva que renuncia por la presente a serlo. Cambio y corto.

EL NIÑO DEL FAIRY

Nov 18, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)

 

 

Al humor, en general, no se le toma en serio. Se ha hablado poco del niño del Fairy, el muchacho que en una de esas conexiones para algún telediario en las que un reportero cubría una protesta estudiantil en Catalunya, mostró a la cámara, de manera magistral —dominando el tempo, la mueca, adueñándose desde su esquina de figurante del plano — un bote de Fairy, ya saben, esa arma de destrucción masiva que, según el por entonces delegado del gobierno Enric Millo, fue utilizada como trampa durante el referéndum del 1 de octubre para hacer resbalar a los antidisturbios (esos sufridos trabajadores a los que los alborotadores acostumbran a agredir golpeándoles con la cabeza las porras).

El niño del Fairy, con su performance, rompió el código. Sin abrir la boca. No tuvo que gritar “¡Prensa española manipuladora!” para desautorizar al periodista. Nadie recuerda, en realidad, qué dijo el periodista. Y si el niño del Fairy pudo hacer eso fue amparado por otro código, por el mismo escudo invisible que protege o ha protegido secularmente al bufón, a la voz literaria narrativa o al ventrílocuo.  Siempre me han admirado los ventrílocuos, la carta blanca de sus muñecos para decir barbaridades que si las dijese el artista con la boca en lugar de con el estómago lo llevarían a prisión o al hospital. Es el hecho de hablar con el estómago lo que da prestigio al ventrílocuo. En la antigüedad se creía que quienes hablaban con el estómago —pitonisas o sacerdotes que desvelaban los oráculos— alojaban en él las voces de los muertos. Y eso explica el mal rollo que generaban, por ejemplo, antes que los muñecos de trapo, tipo José Luis Moreno —en ese caso el mal rollo no era culpa de los muñecos—, los guiñoles de madera vintage; circula incluso una leyenda urbana  que habla de un ventrílocuo, Edgar Bergen, que utilizaba para sus números la momia de su hijo. Es, claro, una fake new  —que en castellano se dice patraña—, pero con esos precedentes tampoco es raro que exista incluso una fobia a estos muñecos, la automatonofobia, o que hoy apenas queden ya ventrílocuos. Lo cual no quiere decir que no existan. ¿Qué es sino pura ventriloquía un debate electoral? El problema es que cuando no se ve al ventrílocuo —al IBEX 35, la CEOE, la conferencia episcopal, las fuerzas armadas…— los chistes no hacen gracia, solo provocan pavor y más automatonofobia.

En el caso de los bufones, todavía es peor. Los bufones reales servían para que los monarcas tuvieran los pies en el suelo. Un buen bufón tenía que decir lo que el rey no quería oír. Y cuanto más déspotas eran un rey o un gobernante más necesitaban a su bufón.  Y más lo estimaban.  Hoy en día, por el contrario, los bufones reales están domesticados, son solo aduladores, lacayos, palanganeros, prensa rosa o al rojo vivo…

Por no hablar de la literatura, pues ya es algo comúnmente aceptado no distinguir al autor del narrador (sin ir más lejos, hace unos días un sindicato policial pidió en una denuncia que declarara un grupo musical, Manel, porque en un programa de televisión habían hecho una parodia ofensiva, en su opinión, usando como base una de las canciones de dicho grupo, lo cual es rizar ya el rizo).

Solo una sociedad, en fin,  cada vez más embrutecida y menos culta puede prescindir de la espita del humor. Necesitamos más bufones, más ventrílocuos, más guerras de tartas, más pistolas que hagan ¡Pum! con letras escritas sobre un trapo blanco. Y otro día se puede debatir si el humor sirve realmente para cambiar algo, pero lo que es incuestionable es que — al contrario que todo lo demás, que tampoco parece solucionar mucho— con apariciones como la del niño del Fairy al menos te echas unas risas.

LOS CONDENADORES

Nov 4, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 02/11/2019

 

Yo no sé —pero me lo imagino— qué se le pasa por la cabeza a alguien que el mismo día que son condenados a una tacada de años los presos del procés sale a torear con una bandera española a quienes protestan por ello; o a quien (Pablo Casado) dice ese mismo día “Quien la hace la paga”;  o a quien afirma (Pedro Sánchez) que los presos cumplirán las penas íntegras. Tampoco sé — pero me lo imagino— por qué este último, tras los altercados provocados por esa sentencia, acude a pasar revista a sus tropas y a visitar a sus heridos, pero ignora a los heridos que han herido esos heridos (tal vez tenía miedo de encontrarse con el increíble Hulk, el protagonista de la matanza de Texas o Txikito de Eibar, a quienes dicen que han visto tras las barricadas de Barcelona arrojando lavadoras, blandiendo motosierras o lanzando adoquines con chisteras de cesta-punta; o tal vez, en realidad, quien fue a visitar a esos heridos fue el ministro de interior, Grande-Marlaska, pero no los vio, como dicen que le pasaba hace años con los detenidos que desfilaban ante sus ojos y denunciaban haber sido torturados). No lo sé, como no sea —me imagino yo— que tras todo eso esté solo la intención de vengarse, humillar y mofarse.

Y la de condenar, claro. Hay que condenar siempre. Son yonkis de condenar, los condenados. Condenados a condenar a los condenados. Y así hasta el infinito y más allá. Hasta la Audiencia Nacional. Condenar la violencia y, en realidad, regodearse en ella, retransmitirla en directo en sus televisiones (ahora hay que retransmitir todo por televisión, por ejemplo, la ceremonia de resurrección de Franco), sacarle réditos a esa condena y hacer cálculos electorales a su costa; condenar la violencia pero no decir esta boca es mía —o este ojo, o esta cabeza abierta— sobre los atropellamientos, las cargas, las detenciones arbitrarias e innecesariamente violentas, los porrazos desproporcionados y sádicos… O hablar solo de eso para hacer gracias: “La independencia cuesta un huevo. Y un ojo de la cara», bromeaban miserablemente hace unos días en el programa de Carlos Herrera. Condenar la violencia y condenar a quien no la condena en los términos que ellos impongan. Hacer una raya moral, los buenos y los violentos. Los terroristas. Mentir, echar más gasolina, poner barricadas en todo camino que no sea el de la política del palo y tentetieso, 155, ley de seguridad ciudadana, como si de esa manera el «problema» fuera a desaparecer. Condenar la violencia y avivar el fuego frotándose las manos.

“Lo que yo no entiendo”, me dice mi hija con toda su lógica aplastante de once años, “es por qué pegan a esa gente que sale a protestar si lo que quieren es que se queden con ellos”. Y dice también que si en Catalunya hay una mitad de gente que quiere quedarse en España y una mitad que no, que vayan cambiando, que no sea siempre lo mismo, que cada cinco o diez años sean independientes y luego vuelvan y luego sean independientes y luego vuelvan a volver y que al final ya decidirán qué les gusta más.

Claro que —habrá quien diga— mi hija está adoctrinada. Aunque para adoctrinada, digo yo, la princesa de Asturias, esa pobre niña rica a la que la obligan a leer discursos, como si fuera una Greta cualquiera, y que está siendo educada para ¡ser princesa!, para defender y representar  ideas y formas de gobierno anacrónicas y radicalmente antidemocráticas como la monarquía, por muy parlamentaria que esta sea. Pero bueno, yo ya digo que no sé, porque ahora también resulta que los franquistas son nostálgicos o quienes portan banderas con el aguilucho constitucionalistas, o que es normal que los chavales de Altsasu lleven ya más de mil días entre rejas, o que ya ni protestar pueda uno por todo esto (“Aunque esté todo perdido siempre queda protestar”, cantaban Kortatu) porque hay antidisturbios de paisano y condenadores y demócratas de toda la vida acechando tras cada tuit, tras o en cada entrevista (que se lo digan a Cristina Morales, la reciente ganadora del Premio Nacional de Narrativa), tras cada columna…

De Ignatius J. Reilly a Tijuana in blue, y beguin the beguine.

Oct 21, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) / 19/10/29

 

Hace poco descubrí con alborozo que Ignatius J. Reilly, el descacharrante protagonista de La conjura de los necios, y yo somos medio primos. En Una mariposa en la máquina de escribir (Cory Maclauchlin), la biografía de John Kennedy Toole, autor de este clásico de la literatura de humor, se revela que un tatarabuelo de Toole había sido socio del pirata vasco Jean Lafitte. Lafitte, de quien,  entre otras muchas hazañas, se cuenta que en una ocasión, cuando el gobernador de Nueva Orleans puso precio a su cabeza, dobló la recompensa a quien le trajera a su vez la cabeza del gobernador y además le ofreció de propina un barril de ron, fue quien inspiró un personaje de mi novela Los dueños del viento. Y, de propina también, con las peripecias de este pirata escribí para el grupo Vendetta la letra de la canción Jean Lafitte.

En Vendetta tocaba mi amigo Javiero Etxeberria, con el que compartí años de esclavismo en una fábrica que bien podría haber sido la que aparece en La conjura de los necios. Javiero, por su parte es hermano — y comparte grupo ahora en Los Hollister (otro nombre de reminiscencias literarias, en este paseo con la mochila cargada de libros y discos)— de Juan Luis Etxeberria, quien fuera guitarrista en la alocada tripulación de los añorados Tijuana in blue, y quien junto con uno de los cantantes del conjunto, Jimmi, se enrolaría en otra aventura llamada In vitro, en la que también participó Alfredo Piedrafita, guitarrista de Barricada.

En Barricada, como todo el mundo sabe, militaba otro pirata, El Drogas, que hablando de rock y literatura, acaba de incluir en su último, flamante y quíntuple  trabajo Solo quiero brujas en esta noche sin compañía (un verso este, por cierto, de Leopoldo María Panero) un disco dedicado al cuento Fénix del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro. No es la primera vez que El Drogas se inspira en un texto literario para armar un disco, ya lo hizo anteriormente en La tierra está sorda, de Barricada  (de nuevo otro verso para titularlo, este de Luis Cernuda) que partiendo de la lectura de la novela La voz dormida, de Dulce Chacón, es un excelente ejercicio de memoria histórica sobre la guerra civil y los cuarenta años de dictadura, cuyas excrecencias todavía seguimos padeciendo, como demuestran las recientes y miserables declaraciones hace unos días de Ortega Smith sobre las Trece Rosas, a quienes, por cierto, una buena manera de desagraviar es escuchar la canción Pétalos, que en este disco, La tierra esta sorda, Barricada les dedica.

También fue fusilada durante la guerra la pianista y activista anarquista y feminista Amparo Barayón, casada con el escritor Ramón J. Sender, de quien el grupo Kortatu adaptó un texto para su canción Esto no es el oeste pero aquí también hay tiros (a Billy the kid), incluida en el disco El estado de las cosas. Uno de los componentes de Kortatu, como todo el mundo también sabe, era Iñigo Muguruza, recientemente fallecido. Con Iñigo (qué pena, ojalá que allá donde descanse ahora haga el tiempo que a él le dé la gana) intercambié por correo en los últimos años algunos de nuestros respectivos trabajos (mi libro Atrapados en el paraíso por el primer disco de su grupo Lurra, de título homónimo, en el que se incluía la canción Atticus Finch, dedicada a este personaje de la novela Matar un ruiseñor, de Harper Lee).

Y de este modo nos vamos acercando al final de este recorrido, al último de sus seis grados (ya saben, existe una teoría que dice que una cadena compuesta por solo seis intermediarios nos conecta con cualquier persona en el mundo —por ejemplo a Ignatius Reilly con Tijuana in blue—; aquí, para rizar el rizo hemos hecho el camino de ida y vuelta y por rutas diferentes); y nos vamos acercando no solo porque Matar un ruiseñor transcurra en Alabama, a solo unos cientos de kilómetros de Nueva Orleans, sino porque otro de los componentes de Kortatu, Fermin Muguruza, hermano de Iñigo, ambientó uno de sus últimos trabajos, Irun meets New Orleans,  en esta ciudad, cuna de John Kennedy Toole, autor de La conjura de los necios, y de su inolvidable protagonista, el gran, en todos sus sentidos, Ignatius J. Reilly, mi primo (al menos en esta república de las letras y el rocanrol, no me quiten la ilusión).

 

Más «Seis grados»

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