Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (25/07/20)
¿Y, cari, te
acuerdas de aquellas otras vacaciones, en Navidad, que fuimos a Madrid, al
parque de atracciones? ¿Cuando nos subimos a los columpios voladores? ¡Qué frío
hacía! ¡Y a quién se le ocurre! Como no había nadie en la cola, para allí que
os lanzasteis como becerros tú y los niños —yo no, porque ya sabes que a mí las
alturas me dan yuyu—… De hecho, me monté renegando, como siempre. Y luego
aquello comenzó a subir y a subir y a llenarse de niebla y parecía que nos
estaban metiendo al fondo de un frigorífico. Pero aún fue peor cuando la
atracción empezó a dar vueltas y a coger velocidad.
—El aire era un
lanzador de cuchillos miope— dijo la niña, que ha salido medio poeta, como tú.
Bueno, en realidad
lo dijo después; entonces, allí arriba, ella y el niño lloraban como
condenados. No era para menos. Recuerdo que a mí me dolían tanto las orejas que
me las tocaba todo el rato, para ver si todavía seguían enteras. Y que me
aguantaba las ganas de vomitar solo para no descalabrar a nadie abajo, a donde
las potas iban a llegar convertidas en barras de hielo. También recuerdo que tú
empezaste a hacer gestos al operario. Y que los niños le gritaban
“¡Bájanooooos!”, pero el atontado aquel nos hacía señales con el pulgar hacia
arriba, porque se creía que le estábamos pidiendo más vueltas…
Así que allí
estuvimos, olvidados al fondo de la nevera, casi un cuarto de hora,
hipotérmicos perdidos.
Mira que fuimos
canelos… Pero lo que nos hemos reído, después, recordándolo, ¿eh, cari?
Este verano habrá
que hacer turismo así, recordando.
Me acuerdo ahora también, por ejemplo, del día que nos conocimos,
tú y yo, en aquel concierto de Kiko Veneno, otro verano, y que después nos
fuimos a las barracas porque tú querías subirte a la noria. De solo pensarlo,
el bocata de txistorra que me había zampado en las txoznas me hizo el
pino-puente dentro de la tripa. Pero no dije nada. Estabas tan guapa… En la
noria aquella al menos no hacía frío, pero yo me mareé igual, cuando llegó a lo
más alto del todo y el mundo se puso del revés y las nubes bajaron al suelo. A
pesar de todo, a mí se me ocurrió que aquel era un buen momento para besarte y
lo intenté —pálido como estaba debí de parecerte un vampiro—, pero la boca se
me llenó de serpentinas y de fuegos artificiales y de kalimotxo de ese en polvo
y tuve que apartarme para vomitarlo todo barandilla abajo.
Siempre he sido un
romántico.
A ti, de todos
modos, no te importó, no corriste de vuelta con tus amigas cuando bajamos de la
noria. Esa noche la pasamos juntos de
bar en bar, bailando y derramando cubatas. Cada vez que me pongo gel
hidroalcóholico en las manos —ahora lo hago a todas horas, te lo juro—me
acuerdo de esa noche. Y me acuerdo también de que, al volver a casa, nos
entretuvimos por el camino, enamorados de la vida. Al final fuiste tú la que me
besó, porque a mí la boca aún me sabía a pólvora y me olía a baño químico y porque
me daba miedo subir otra vez a las alturas. Pero lo hice, y en el cielo de tu
paladar se me pasó el vértigo —ya ves, al final tú nos has hecho a todos un
poco poetas—.
Y así hasta hoy, cari.
Este verano habrá que aguantarse y quedarse en casa, bueno, aquí, en el
hospital, qué le vamos a hacer. La vida es también una noria, y ahora nos toca
estar abajo —o arriba, yo ya no sé muy bien—, pero luego todo esto pasará, la
rueda volverá a girar y se acabará otra vez el yuyu, ya verás. Y entonces nos
iremos de vacaciones, a algún parque de atracciones, con los niños. Y yo
renegaré cuando me hagáis subir al Shambhala. Y luego en casa nos reiremos
mucho recordándolo…
¿Te acuerdas de aquella vez, en la montaña suiza de Igeldo, que el niño se tragó un abejorro? ¿Y de aquel parque acuático, cuando me entró la cagalera bajando por el turbotobogán? ¿Eh, cari, te acuerdas?…
Colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 13/06/20
No me interesa demasiado el rap pero tengo la vejiga tímida, soy un bicho raro y me gusta el baloncesto. Ahora que el confinamiento va acabando intento leer de golpe todos los libros que dicen que hemos leído. Y entre ellos está Búnker, del rapero sevillano Toteking, quien yo pensaba que, como todos los raperos, era un gallo pero al que también se le corta el pis cuando en los urinarios públicos se le pone al lado uno de esos que mean alegres y campanudos. Me acuerdo de aquel capítulo de ¿Qué fue de Jorge Sanz? en el que cuando este ligaba e iba con una chica a casa se llevaba al baño una botella de agua y la vertía desde bien alto en la taza, simulando que era el chorro de su orina el que provocaba ese estrépito —nunca mejor dichas, las dos últimas sílabas—, pues alguien le había contado que eso impresionaba a las mujeres, que lo identificaban como una muestra de potencia viril. Pero la mayoría de las mujeres prefieren a los hombres que mean sentados. Me acuerdo también de cuando teníamos quince años y estábamos asustados y para hablar con las chicas nos cogíamos unos pedos terribles y no entendíamos porque ellas nos rehuían, con lo graciosos y arrojados que éramos.
Toteking además lee a Vila-Matas, que le ha escrito el
prólogo de Búnker —“Joder, magnífico”,
dice Vila-Matas en la faja del libro— y que es su prescriptor literario. Toteking
leyó, por ejemplo, Guía de Mongolia,
de Svetislav Basara, porque Vila-Matas se lo recomendó en un email. Vila-Matas
y Toteking se escriben emails. Yo también he leído Guía de Mongolia y, la verdad, es un buen libro. Un libro de de
humor cabrón, como dirían ellos. Me
gustan los libros que llevan a otros libros. Búnker —y este artículo— van un poco de eso. Guía de Mongolia, por ejemplo,
me recordó, no sé por qué, a otro
libro: Vidorra, de Jean Pierre
Martinet. Le regalé Vidorra a F.L
Chivite, que, como el protagonista del libro, vive en una casa con vistas al
cementerio. Asomarse cada mañana por la ventana y ver un paisaje de lápidas me
imagino que da mucha serenidad y quita mucha la tontería. Chivite, de hecho,
escribe unas columnas maravillosas en el periódico, y eso y poco más es lo que
en realidad he leído durante este confinamiento ¿Qué habrá leído Toteking
durante estos días? Igual se lo pregunto en un email.
Búnker tiene,
además, una portada muy chula, al menos para quienes jugábamos a baloncesto en
el siglo XX: una portada que imita la piel de unas Converse blancas. Las
Converse, cuando yo jugaba a baloncesto, se llamaban John Smith y eran de tela.
Una vez, cuando tenía quince años, me quiso fichar otro equipo y me
convencieron prometiéndome unas Converse de cuero. Acepté. Fue un error. Toteking
dice en Búnker que todo se acabó el
día que Michael Jordan enseñó su casa en un documental y la gente ya no quiso
ser Michael Jordan para jugar como él sino para tener una casa como la suya. Yo,
de hecho, cuando fiché por aquel equipo perdí a mis amigos y ya nunca más me
divertí jugando al baloncesto. Acabé poniéndome las Converse de cuero para
salir a emborracharme y espantar a las chicas. Era, en suma, un estúpido.
“Viajar a tus recuerdos es buscar pelea”, dice Toteking en Búnker, que es un libro honesto.
Toteking busca pelea, pero al primero que se sacude es a sí mismo. Nos
enseña sus debilidades e inseguridades,
sus TOC, sus rarezas y errores, y todo eso lo hace más fuerte y más
hermoso. Toteking se levanta por las mañanas y no se cuelga del cuello una cadena
gorda de oro, sino que ve con serenidad un paisaje de lápidas que le recuerdan
quién es. Toteking mea sentado. Toteking no sale del búnker con una biblia en
la mano, como el criminal de Trump, sino con un libro sincero, sencillo, joder,
magnífico. Creo, en fin, que empezaré a
interesarme por el rap; al menos por el rap de Toteking.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine On (diarios Grupo Noticias)
Cuando me desperté esa mañana de mi inquieto sueño, me encontré convertido en Gainsbourg, mi conejo enano belier. Al principio, me asusté un poco, pero luego, supongo que porque llevábamos ya casi dos meses de cuarentena, no tardé en acostumbrarme. De hecho, una de las primeras cosas en las que pensé fue en que, por suerte, el día anterior había limpiado el cagadero. Por el contrario, ya apenas quedaban unos restos del puñado de comida que le había echado al irme a la cama, algunas cáscaras y esos palitos que Gainsbourg, que es un sibarita, deja a un lado. Y entonces, imaginando que alguien vendría tarde o temprano a rellenar el comedero, fue cuando me asusté de verdad, porque al otro lado de la jaula me vi a mí mismo, en la cocina, desayunando con mis hijos, recién duchados los tres, preparados para salir a la calle. Fue eso, en realidad, lo que me asustó, más que mi metamorfosis, pues quería decir que ahora que, al parecer, ya había pasado la cuarentena, yo continuaba encerrado.
Nunca había reparado
en eso, en Gainsbourg, en que él vivía en una cuarentena permanente de la que
solo le dejábamos liberarse algún rato para corretear por la cocina o hacer un
vis a vis con Bardot, el mono de peluche con el que se desfogaba en la época de
celo. Me sentí un miserable, pero eso también se me pasó rápido, porque me dio
por apretar el culo por ver cómo era defecar una de esas caquitas como
conguitos, duras e inodoras, y salió una de las otras, de las blandas y
apestosas, esas que las conejos, a pesar de todo, vuelven a digerir.
—Acordaos de que
como hoy voy a presentar mi nuevo libro no estaré en casa al mediodía y tenéis
que ir a comer a casa de la superabuela —me escuché después a mí mismo hablar
con mi hijos mellizos.
Y entonces me di
cuenta de que la cosa todavía era peor de lo que había pensado: en realidad lo
que estaba sucediendo era que, ahí fuera, alguien que era yo pero no era yo
estaba viviendo la vida que yo debería haber vivido durante aquellos días, si
no hubiera habido una cuarentena, pues en esas fechas yo debía haber publicado
mi última novela.
No sé si me
explico.
—Seguro que lo putopetas
con esa novela sobre el Rock Radikal Vasco, aita, nos ha gustado mucho —me
contestaron los mellizos, al unísono.
Aquello era ya
el colmo. Tampoco se trataba de eso. No había alguien viviendo por mí mi vida
ahí fuera, sino viviendo mi vida perfecta. ¡Los mellizos interesándose por mis
libros! ¡Y leyéndolos! Di un brinco de alegría (y me di cuenta de que podía
hacer en el aire cabriolas con los cuartos traseros).
En los días
siguientes sucedió algo extraño. Me llamaban, o llamaban al tipo que había
usurpado mi identidad, a todas horas para hacer entrevistas, ir a firmar
libros, a la tele, dar cursos en universidades e institutos Cervantes, recoger
premios nacionales y Euskadi y de la crítica y de los libreros. Vale, me
pareció muy bonita esa idea de que en algún lugar hubiera alguien viviendo las
vidas que el coronavirus nos había arrebatado; pero también pensé que era una
faena: para una vez que mi libro se convertía en un éxito, allá estaba yo,
comiéndome mi propia caca y consolándome con un peluche.
Tenía que salir
de allí. Todas la mañanas, cuando aquel yo que no era yo venía a echarme la
comida o a rellenar el bebedero, le miraba a los ojos, trataba de enviarle un
S.O.S, pero el señor-escritor-famoso no me hacía ni caso. Hice varias
caceroladas, golpeando con mis patitas los barrotes de la jaula, pero ni por
esas. Y cuando ya creía que debería resignarme a aquel confinamiento eterno,
sucedió algo: una mañana al levantarme, vi que las personas que había al otro
lado ya no eran personas, sino conejos, conejos disfrazados de personas, con
sus gafas y sus pantalones vaqueros y sus sudaderas rosas, en el caso de mis
hijos, y entonces al pensar en estos, me di cuenta de que en realidad mis hijos
nunca habían sido mellizos, así que abrí los ojos y, por fin, me desperté de aquella pesadilla, de aquel
sueño inquieto y kafkiano… o tal vez no, porque ya no era un conejo enano
belier, pero todavía continuaba dentro de la jaula, en aquella cuarentena
interminable.
Publicado en Rubio de bote, colaboración para suplemento ON de diarios de Grupo Noticias (8/4/2020)
Lo más socorrido y lo que te pide el cuerpo es pensar que son unos enormes pedazos de mierdas a los que habría que torturar hasta la muerte, por ejemplo haciéndoles escuchar audiolibros de Alfonso Ussía en bucle, pero yo intento buscarle una explicación lógica a su comportamiento. Y no se la encuentro. Me estoy refiriendo a esos subhumanos que, mientras sanitarios, mujeres de la limpieza, cajeras… se están dejando la vida por salvar la de otras personas, se dedican a fabricar bulos, a fabricarlos con toda su (mala) intención, colocando el membrete oficial de algún ministerio en un documento en el que advierten de que tal o cual ciudad va ser sitiada por el ejército (bueno, esto al final ha sido más o menos así), o haciendo pasar en una foto al Niño Polla, el conocido actor porno, por un joven investigador que ha muerto víctima del coronavirus y el 8M…
Mientras cientos de personas mueren de verdad cada día y sus
familiares ni siquiera pueden despedirlas ni enterrarlas, o mientras hay
cuidadores que deciden encerrarse a pasar esta cuarentena en el epicentro del
epicentro de la pandemia, las residencias de ancianos, hay gentuza que se
dedica, por ejemplo, a hackear los sistemas informáticos de los hospitales, o a
enviar emails en los que intentan secuestrar el número de cuenta bancaria de
las personas que son despedidas y enviadas al paro durante esta crisis, o a
intentar que los sin papeles víctimas del virus paguen los gastos de sus
ingresos hospitalarios… ¿Por qué lo hacen? En algunos casos esa explicación al
hijoputismo que trato de buscar tiene su lógica, por muy perversa que sea: en
el último de ellos (el de los sin papeles), se trata simplemente de quienes
proponen la medida son unos putos nazis; y en el de los intentos de estafa a
los desempleados, el objetivo es enriquecerse, aunque sea a costa de los más
débiles. Pero ¿qué lleva a alguien a intentar derribar las redes informáticas
de un hospital, justo cuando estos se encuentran al límite de sus
posibilidades, con sus trabajadores extenuados y los pacientes cayendo como
moscas? ¿O qué tipo de tara mental hace que alguien lance una fake new a esas arenas movedizas que son
estos días las redes sociales, sabiendo que habrá cientos de miles de personas
que se dejarán tragar por el pánico o el aburrimiento y darán pábulo a sus
patrañas? No lo entiendo, trato de meterme en la cabeza de esas personas y
analizar todas las grietas como abismos de su mente por la que se despeñan sus
ideas y no le encuentro explicación. ¿Actúan, quizás, por compensación, para
mantener el equilibrio, una sofisticada ingeniería moral que permite que la
balanza se incline al lado del bien? Es decir, ¿propagan los bulos para poner a
prueba nuestro sentido crítico, para afilarlo, para que nos adiestremos en
diferenciar la información real de la falsa en situaciones límite? (de hecho,
quiero pensar que durante esta crisis estamos aprendiendo a marchas forzadas a cribar
las patrañas, a distinguir las fuentes seguras y a contrastar las noticias).
¿Tiene, en fin, que haber alguien que haga el trabajo sucio, que se sacrifique
y se dedique a pintar las sombras para que la luz resplandezca con más fuerza?
Sí, puede que se trate de eso, y que toda esa gente, en el fondo, sean bellísimas
personas que se comportan de ese modo por nuestro bien y que salen todos los
días a las ocho de la tarde a los balcones a tocar la bubuzela.
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Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en el magazine ON (diarios Grupo Noticias) 07/03/20
Es como los culebrones o los programas del corazón. La primera vez que los ves, o si has pasado una temporada desenganchado, te entra la risa floja, piensas que es una broma, una parodia, que cualquier persona con dos dedos de frente no puede tomarse eso en serio; pero si, por casualidad o por morbo, al día siguiente repites, si entras en la rueda, si te acostumbras a la exageración, a los josealfredos y los jorgejavieres, a la gesticulación y el lenguaje sobreactuados, entonces, te sometes al imperio de la banalidad y tú mismo te conviertes, sin darte cuenta, en un zombi que se alimenta de basura y carnaza.
Con algunos políticos, como José María Aznar u Ortega-Smith, sucede lo mismo. Aznar, antes de ser Dios, parecía un personaje de El Jueves, con su bigote “usted no sabe con quién está hablando” —ese bigote prodigioso que permanece hasta si se lo afeita—, con su pelo peinado a cincel, cuando era el principal accionista de las fábricas de gomina, con, en definitiva, aquella imagen que era un estereotipo, un personaje más de Martínez el facha, una caricatura que, sin embargo, acabó colgada en la galería de retratos de presidentes del Congreso.
Ortega-Smith, por su parte, resultaba igualmente cómico hasta hace bien poco, hasta que se ha convertido en peligrosamente cómico, hasta que el geyperman ha comenzado a disparar tiros de verdad. Antes, lo veíamos en las manifestaciones rojigualdas, sacando los codos en primera fila tras las pancartas, como un pivot torpón a la caza de un rebote, buscando desesperado la foto entre los barbours. Ahora las alcachofas se giran cara al sol para buscarlo, para dar autoridad a sus desatinos, a toda esa retórica —sediciosos, comunistas, golpistas— que cuando no era nadie olía a alcanfor, a pies, a Varón dandy y aguardiente.
En algún momento alguien decidió que había que votar como delegado al más tonto o al más bruto de la clase. En algún momento alguien se quedó más tiempo del recomendado mirando el culebrón o la telebasura. En algún momento alguien volvió los micrófonos hacia los aznares, los ortegaesmits, los donaldtrumps, las cayetanas e iturgaizs y la caricatura se hizo carne y nos acostumbramos a ella y la tomamos en serio. Quizás estamos haciendo todo al revés y debimos tomarlos en serio antes, cuando solo eran una caricatura, y reírnos ahora que la cosa va en serio, que tienen a su alcance el botón rojo y los prime-times y los consejos de administración de las fábricas de mentiras.
Se habla mucho, por ejemplo, de cuál es la mejor manera de aislar a la ultraderecha. Yo propongo que cada vez que se suban a la tribuna, que tomen la palabra en parlamentos, diputaciones, ayuntamientos, los demás empiecen a reírse, a partirse el pecho con cada una de sus enormidades. Como si estuvieran leyendo El Jueves o viendo por primera vez una telenovela. Reírse hasta desarmarlos, hasta que ellos mismos se den cuenta de la ridiculez y la pobreza e inconsciencia de sus mensajes. Antes de que sea tarde y nos convirtamos en meros telespectadores, en votantes complacientes, crédulos, insensatos.