Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 06/02/21
El otro día llevé el coche al taller. No me gustan los
talleres. Ya no hay en ellos calendarios con tías buenas en bolas, pero me
sigue pareciendo un mundo demasiado masculino, en el que me siento fuera de
lugar, un marciano.
—¿Tracción a dos o a las cuatro ruedas? —me preguntó, por
ejemplo, el tipo que me atendió.
Para mí que lo hacen para joder; o para medirte. ¡Yo que sabía!
No sé nada sobre coches. Los distingo por colores. Hay coches blancos, rojos,
grises, y luego están los amarillos, que suelen ser los más peligrosos, los que
casi siempre conducen acomplejados, psicópatas o funcionarios de correos con
sacos llenos de cartas certificadas con malas noticias.
Así que me da mucha pereza llevar el coche a las revisiones, o a cambiar el aceite —que era de lo que se trataba esta vez— y a veces espero a que sea el propio coche el que me lo pida. El coche que tengo ahora, que todavía es bastante joven —el anterior me duró 22 años— es un coche discreto, antracita, que no quiere importunar, y por eso me avisó dejándome un mensaje en el cuentakilómetros: 55.555. Cinco cincos. Eso supongo que algo querría decir. No soy nada supersticioso, excepto con los coches, por pura ignorancia. Una vez, por ejemplo, me dieron un golpe por detrás y recuerdo que llevaba puesta “1979”, la canción de los Smashing Pumpkins. Nunca más he vuelto a oír a ese grupo en el coche. Como si su música fuera un canto de sirenas que atrae los parachoques de los otros coches.
—Estará en una hora o así, caballero —me dijo el tipo del taller
(y el “caballero” sonó un poco raro en su boca, del mismo modo que antes movían
un palillo en la boca mientras te hablaban).
Así que me di un paseo por los alrededores. Primero subí
hasta un pequeño cementerio que había cerca del polígono. Tampoco es que me
gusten mucho los cementerios, pero como al menos en ellos no tienes que hablar
con nadie, entré. Y apenas lo hube hecho, sonó el teléfono.
—Soy el del taller. Hemos mirado y también debería cambiar
las pastillas del freno. Y las ruedas, caballero, si no quiere tener un
disgusto —dijo.
Yo primero pensé si le diría lo mismo a alguien que sabe qué
tipo de tracción tiene su coche, pero después, como estaba en un cementerio, no
me atreví a contestarle que no, y me
palpé la cartera como quien se palpa una herida mortal.
—Pues nada, en media horica lo tiene —se despidió.
Comencé a bajar hacia el taller. Pasé por la parte trasera
de un centro comercial. En los muelles de descarga vi a trabajadores
almorzando, o sacando contenedores de basura, a dependientes fumando serios,
con rostros cansados de sonreír a los clientes y aguantar sus impertinencias.
Rostros resignados, tristes y agradecidos de al menos tener un trabajo. Pensé
en otras épocas, cuando las revoluciones se fraguaban en esas puertas traseras.
El capitalismo había hecho la jugada perfecta. Ahora, al salir del trabajo,
esos trabajadores daban la vuelta a la manzana y entraban a comprar o a cenar
al centro comercial y se encontraban con otros trabajadores como ellos que les
llamaban caballero.
Llegué hasta el taller. Vi que ya habían sacado el coche
fuera.
—Ya lo tiene —dijo el tipo.
Pagué. Mientras lo hacía otro tipo me trajo el coche hasta
la mismísima puerta, como si yo fuese un marqués y no pudiera andar los
cincuenta metros que me separaban del lugar donde estaba aparcado.
—Hasta pronto, caballero —se despidió.
Arranqué. Puse la radio. Sonaba una canción de los Smashing Pumpkins.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)
Barricada ha sido y es, sin duda, el grupo de mi vida, algo que creo que comparto con miles de chavales y chavalas de entre cuarenta y sesenta años. El grupo que más veces habré escuchado y al que más veces habré visto tocando. Por eso entiendo la conmoción que ha supuesto la reciente muerte de Boni, guitarrista y cantante de la banda. Al contrario que a El Drogas, de cuya amistad y enredos mutuos me jacto, a Boni nunca llegué a conocerlo en persona y, sin embargo, sentí su pérdida como la de un amigo, alguien que ha caminado conmigo durante mis mejores años, desde que descubrí al grupo siendo un adolescente.
Recuerdo que de aquel primer disco de Barricada, Noche de rock&roll, me sorprendió que tuvieran tres cantantes tan distintos: Sergio Osés, con su voz limpia y melódica (que cantaba la mayoría de los temas, aunque después dejaría la banda); la gravedad y a la vez socarronería de El Drogas; y, sobre todo, esa manera tan entregada y desgarradora —como si tuviera una alambre de espino en la garganta— de cantar de Boni. Nadie cantaba como Boni, nadie apretaba tanto los dientes ni inflaba tanto la vena del cuello ni desprendía aquel poderío de animal caliente como él. La voz de Boni era rocanrol en estado puro, contenía toda la rabia, todo el desparpajo, toda la tormenta y toda la verdad. Aún queda un sitio, No hay tregua, Rojo, Pon esa música de nuevo, Okupación… Cuando uno lo escuchaba o cuando lo veía cantar comprendía que allí había un tipo dejándose el alma, acuchillándose la garganta con una navaja incandescente y usando el micrófono como el barreño al que arrojar las vísceras que se arrancaba a sí mismo con furia juvenil y pasión incendiaria por el ruido.
Esto fue así de manera literal, pues fue un cáncer de
laringe el que le arrebató primero la voz (no se me ocurre manera más
desagradecida en que la vida puede tratar a un cantante) y después esa vida
misma y una buena parte de las de quienes nos amamantamos a sus pechos como bafles.
A algunos quizás esto les parecerá exagerado, del mismo modo
que resulta tópico e incluso cursi recurrir a aquello tan manido de que las
canciones de Barricada son la banda sonora de nuestras vidas, pero es ciertamente
así: era Barricada lo que sonaba en los bares en los que, en un desfile mortal
de cervezas por el mostrador, sellamos amistades y amores para toda la vida;
Barricada lo que escuchábamos en nuestras habitaciones cuando sentíamos que la
vida se convertía en un callejón sin salida; Barricada lo que oíamos religiosa
y casualmente en el Boni —el bar de San Juan— antes de entrar, como quien
entraba a una catedral, al Anaitasuna a verlos tocar a pecho descubierto; y es
Barricada lo que oímos en el coche con nuestros hijos o lo que ellos aprenden
en las escuelas de música a las que los apuntamos soñando con que un día
lleguen a ser como Boni o como El Drogas, que es lo que realmente nos habría
gustado ser a nosotros.
Barricada eran nuestros héroes. Y lo eran precisamente
porque cuando se bajaban del escenario se quitaban la capa y te los podías
encontrar tomándose una caña a tu lado, o en tu parada de la villavesa, o
meando en el mismo árbol cuando volvías de madrugada y tambaleándote a casa.
Eran, los Barri, chavales sencillos y humildes — sus botas sabían cómo olía el
suelo—, nada orgullosos, pero que a la vez tenían la capacidad de hacernos
sentir orgullosos, invencibles, a quienes vivíamos en la Txantrea, en los
barrios conflictivos, en las afueras, no solo geográficas, de todo.
Por todo eso hemos llorado tanto a Boni las ovejas negras, los lobos malheridos; por eso lloramos tanto cuando Barricada se separó (y por eso también nos sentimos tan aliviados cuando Boni y El Drogas se reconciliaron, con Kutxi y Rosendo de testigos).
Echaremos de menos, en fin, a Boni. Nos quedan, afortunadamente, las canciones. Y todo este montón de recuerdos. Agur, Boni, eta eskerrik asko!
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 09/01/21
Y al día siguiente, para rematar la faena, se murió Charlot.
Las Navidades de 1977 las pasamos en casa de los abuelos.
Nos gustaba la casa de los abuelos. El suelo de madera crujía y tenía ojos. A
través de ellos podíamos ver la bodega y al abuelo cortando la leña en cuñas
que luego echábamos a la cocina. Cada vez que lo hacíamos, revoloteaban chispas como fuegos artificiales
enanos. Después, cuando el fuego cogía fuerza se asomaban por el agujero unas
lenguas retorcidas y diabólicas que había que sofocar colocando la tapa con un
gancho de hierro. Hacía un calor infernal en la cocina. Los huesos del demonio
se rompían en chasquidos dentro de aquel fogón de leña. En las habitaciones,
por el contrario, cuando nos íbamos a la cama, las sábanas parecían láminas de
hielo, que había que derretir poco a poco con el calor de tu propio cuerpo. Nos
costaba dormirnos. El hombre de las 365 narices, que decían que se aparecía la última noche del año, acechaba nuestros
sueños. Nos desvelábamos imaginando cómo sería su rostro. Algunas noches el Míchel
ladraba nervioso en el patio y pensábamos que el hombre de las 365 narices
(bueno, entonces debía de tener solo 360 o 364) ya estaba allí, aguardando
impaciente el momento de desprenderse de aquel peso terrible, anhelando con ansia el día de Año Nuevo, el
único en que no era un monstruo. Claro que tampoco había que fiarse mucho del Míchel,
un perro loco que veía constantemente espíritus a su alrededor y al que mis
tías más que sacar a pasear al monte lo sacaban a hacer sokatira.
Otras veces, no era el hombre de las 365 narices quien nos
robaba el sueño sino el ogro, como llamaban los abuelos al mutilzaharra amargado y quejica que vivía en la casa de enfrente,
de la cual nos separaban apenas un par de metros. Una de aquellas noches, la
nochebuena de 1977, desde nuestro cuarto, comenzamos a tirar trozos de turrón
contra su ventana. Un ogro no tiene gracia si no se le hace gruñir. Era turrón del
blando, eso sí. Un turrón con sabor a fresa, una cosa moderna que no había
gustado a nadie en la cena y que nos habían dejado a los niños, a quienes,
comparado con los Cheiw de fresa ácida aquel turrón también nos parecía una
mierda pinchada en un palo. Así que nos dio por tirarlo contra la ventana del
ogro. Mi hermana pequeña fue la última en arrojar el proyectil. “¡Uy, casi al
señor!”, exclamó. Y cuando, extrañados, nos asomamos los demás, en lugar de los
trozos de turrón resbalando como babosas por el cristal, nos encontramos al
ogro mirándonos malhumorado con su única ceja fruncida. “Ahora mismo voy a
contárselo a vuestros abuelos”, dijo. Y cerró la ventana. Nosotros nos
dispersamos. Cada uno se escondió donde pudo, debajo de las camas, en los
armarios. Yo bajé corriendo las escaleras y me encerré en un cuarto que había
junto a la bodega y al que, esas navidades, nos habían prohibido entrar. Me
imaginé que nadie me buscaría allí. El cuarto de la asociación, lo llamaban, y
nosotros nos preguntábamos qué clase de asociación era aquella, pues en las
paredes había posters de Brigitte Bardot y de Nadiuska, aunque a veces también
allí podías encontrarte la vitrina con la virgen que iba pasando por turnos de
casa en casa. Eran aquellos tiempos revueltos.
El caso es que, aquella noche, mientras escuchaba a mi madre disculparse avergonzada ante el ogro, los vi. Todos aquellos paquetes, envueltos en papel de regalo. Los mismos paquetes que a la mañana siguiente aparecieron a los pies de nuestras camas, mientras la radio anunciaba que esa madrugada, a los 88 años de edad, Charlie Chaplin, Charlot, había muerto. Creo que, de los niños, fui el único que oyó la noticia. El único que todavía no había comenzado a desenvolver su regalo. Recuerdo a mi madre mirándome, con una sonrisa triste y cómplice. Yo comprendí y abrí mi paquete. Era una caja de Magia Borras, con su varita, su baraja, sus monedas… Y con su librito de instrucciones, en el que se explicaban todos los trucos de magia. De aquella magia que de repente se desvanecía y cobraba, al mismo tiempo, otro significado.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (con diarios de Grupo Noticias)
Hoy he tenido un sueño muy raro, iba a escribir, pero en
realidad si un sueño no es raro no es un sueño o es una birria de sueño, es la
vida, como decía Calderón de la Barca. La vida es sueño. Vaya una mierda de
teoría. Sería terrible. Imagínense ustedes que se van a la cama después de un
día de trabajo y sueñan otra vez que están ocho horas en la fábrica, o en clase
o con las gafas empañadas por culpa de la mascarilla. Los sueños tienen que ser
raros, caóticos, desordenados, absurdos, se te tienen que caer los dientes, o
tienes que volar o andar desnudo por la calle o tener pendiente una asignatura
de la carrera que acabaste hace treinta años. Si la vida es sueño es mejor no
despertarse, porque lo que nos espera debe de ser un muermo total, una
pesadilla. Igual somos el sueño de un robot, de una máquina, de un logaritmo…
Pero tampoco, porque si fuéramos androides soñaríamos con ovejas eléctricas,
eso no lo dijo Calderón sino Philip K.Dick.
En mi sueño yo iba con mi madre paseando por una
urbanización pija, comparando chalets (esto que cuento ahora entre paréntesis
no lo decía el sueño, pero igual estaba soñando eso porque por fin cumplía otro
sueño que tenía de pequeño —bueno, no, en realidad era una convicción— y era
que cuando yo fuera mayor iba a convertirme en el relevo generacional de
Corbalán en el Real Madrid y con el dinero que ganara le iba a comprar a mi
madre un chalet y le iba a dar cada mes quinientas pesetas, que entonces para
mí era una fortuna. Además de todo eso en nuestro chalet iba a haber un poni en
el jardín).
El caso es que, de repente, en mi sueño, mi madre en lugar
de caminar a mi lado iba montada en una moto pequeñica y se adelantaba, cogía
velocidad, mucha velocidad, y al llegar al final de la calle, no giraba,
continuaba recta y se estampaba contra la puerta de uno de los chalets, ¡pumba!
El golpe era aparatoso, pero mi madre se levantaba, cogía la moto, la plegaba
como si fuera un paraguas, se la metía en el bolso y decía “¡Ay, chico,
últimamente no sé qué le pasa al cacharro este que va fatal!” y seguíamos
andando los dos como si nada, sin hacer caso al enano de jardín que salía del chalet
y que nos pedía los datos del seguro.
Después pasaban más cosas, pero ya no me acuerdo. La muerte debe de ser algo así: estar dentro
de un sueño del que no recuerdas nada. Hay miles de interpretaciones sobre los
sueños. Igual la teoría de Calderón de la Barca tampoco es tan mierdosa y los
sueños son los recuerdos que le arrebatamos a la muerte. Es decir, la vida. En
el documental Urpean lurra de Maddi
Barber, por ejemplo, quienes vivieron en los pueblos inundados por el pantano
de Itoiz mantienen viva la memoria de esa tierra sumergida a través de sus
sueños; o una de las prácticas recurrentes de tortura es privar a los detenidos
del sueño, puede que no tanto, que también, por arrebatarles el descanso
físico, sino por impedirles que su mente se evada, se purifique, se alivie
soñando que está lejos de las garras brutales de esos torturadores, que
personifican a la muerte.
No tengo, por lo demás, ni idea de si mi sueño tiene algún significado (por ejemplo, la invencibilidad y la inmortalidad de mi madre), pero tampoco trato de buscárselo. Lo mejor de los sueños es su ausencia de lógica, o de lo que nosotros entendemos por lógica. Igual después de alejarnos de los chalets mi madre ya no era mi madre sino Nino Bravo, o al doblar la esquina aparecía Ángel Nieto montado en un poni. Qué más da, en el sueño todo tenía sentido. Espero que en esta columna también, aunque de eso no estoy tan seguro. Igual la he soñado.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para el magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 28/11/2020
A menudo a quienes llevaban las tiendas de chuches no
parecían gustarles mucho los niños. Uno no sabía si eran ya así antes de
dedicarse a ello, lo cual parecía una contradicción, o si había sido el transcurso de los años lo
que los había convertido en personas desconfiadas e impacientes, después de ver
a legiones de niños y niñas ejerciendo sus primeras prácticas de economía
doméstica y recorriendo vacilantes y nerviositos perdidos el mostrador de una
esquina a otra: “Uno de estos… otro de aquellos…”. A algunos de aquellos tenderos
la amargura hasta les había esculpido el rictus y eran conocidos entre la
chavalería con apodos como la Bulldog o el Herodes.
En un escalón superior estaban ya los encargados de las
salas de juegos, a los cuales la aspereza del carácter se les presuponía ya
asociada al cargo (yo, de todos modos, no frecuenté mucho aquellas salas, que las
recuerdo algo sórdidas, tal vez porque la única a la que fui alguna vez era una
catacumba a la que se accedía por unas escaleras estrechas, al final de las
cuales te esperaba un mundo nuevo y peligroso: chicos con cara de malotes y
ademanes machirulos jugando al billar o al futbolín; humo de cigarrillos
Fortuna —cuál si no— flotando en el ambiente; marcianitos que hacían bip-bip y
se multiplicaban exponencialmente; duros que las ranuras de las máquinas de
petaco se tragaban insaciables mientras sonreían como hienas, enseñando sus
dientes de neón; y, por supuesto, aquellos encargados que parecían más bien
boquis, funcionarios de prisiones de alta seguridad y que detrás del mostrador
guardaban siempre una barra de hierro).
Y estaban también, en el mismo gremio, los vigilantes de
jardines, a los que llamábamos los japis,
otra contradicción, porque sus días eran de lo más infelices, los pasaban
persiguiendo a los chavales que tirábamos bolas de nieve a los autobuses desde
las murallas o nos arrojábamos de cabeza sobre los túmulos de hojas muertas que
los barrenderos amontonaban en otoño, desarbolándolas. “¡Qué viene el japi!”, gritábamos cuando los veíamos llegar con la vara en alto.
Con el tiempo los japis y sus boinas
verdes, como de guardia civil para niños, desaparecieron, seguramente porque
alguien se dio cuenta de que si no había japis
a los niños ya no nos hacía gracia romper las farolas a pilongazos.
Pero también había vendedores de chucherías joviales,
dicharacheros, vocacionales, como el Mesié, que tenía su tiendita en el
mismísimo patio del colegio, en un agujero que se abría milagrosamente en la
pared de un frontón y desde el que canturreaba canciones francesas mientras
despachaba chicles Cosmos (los que sabían a regaliz negro, al menos durante los
primeros diez segundos) o Cheiw (“¿Tiene chicles?” “¿Cheiw?”, “No, deme
chinco”), plutones (aquellos sobre sorpresa, una especie de lotería infantil,
de iniciación en la ludopatía) o pastas de canela y azúcar glass (que a mí me
parecían deliciosas hasta que alguien me dijo que los tenderos meaban en una botella
por no salir de sus kioskos, y entonces yo cada vez que cogían una de aquellas
pastas me imaginaba que segundos antes habían sostenido su pajarito, el canario
al que acababan de cambiar de agua, con los mismos dedos).
O como El Moreno, que desde su kiosko junto a la Plaza de
Toros tiraba al arrebuche cada viernes caramelos u organiza carreras y premiaba
a quienes las ganaba con alguna bolsa de pipas. El Moreno era un adelantado, un
intuitivo y potencial experto en marketing. Y, tal vez sin pretenderlo, ayudaba
con sus métodos a subsistir a la competencia, porque también había chavales que
nunca ganaban las carreras o que preferían, antes que revolcarse por el suelo
mojado y pelear con los demás para llevarse gratis al bolsillo un caramelo,
pagarlo en la Bulldog o en Chucherías Herodes.
Las tiendas de chuches eran, en fin, un mundo, o el mundo mismo, el mundo que nos aguardaba.