Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias)
Estaba pegado con celo en una marquesina. “Abeslari bila”, decía el cartel. Se busca cantante. Me froté lo ojos. ¿Qué era aquello? ¿Una alucinación, un viaje en el tiempo? Desde hacía unos días mi ordenador me daba un error al teclear la dirección de algunas páginas web, decía que tenía el reloj atrasado. Había intentado cambiar la fecha una y otra vez, pero el error persistía, así que comencé a preguntarme si no estaría entrando y saliendo de una brecha temporal. Y ahora ese cartel. ¿Quién pegaba, en plena era digital, carteles como aquel en las marquesinas, en los bares, las farolas? ¿Estábamos en 1985? No, en 1985 no habría también en la parada del autobús varias personas comentando la reciente caída de WhatsApp, Facebook e Instagram y cómo habían sobrevivido a tan terrible catástrofe.
Volví
a mirar el cartel. Me emocioné (soy un sensiblero y un nostálgico, lo
reconozco; a veces siento deseos de abrazar a la gente que vuelve del quiosco
con los periódicos bajo el brazo; o a quienes leen novelas en los transportes
públicos). Me imaginé a dos o tres chavales pegando más carteles como aquel,
cortando con los dientes pequeñas tiras de celo, manteniendo a pesar del sabor
amargo de este en la boca una sonrisa soñadora, fantaseando, en fin, con la
idea de que alguien respondía al anuncio y era su Freddy Mercury, el astro que
faltaba en su constelación y les dirigía irremediablemente al estrellato.
Yo
mismo tuve deseos de llamar al número de contacto, tal era el entusiasmo, la
fe, la pasión que me pareció que transmitía aquel anuncio, el hecho de que
alguien se hubiera tomado el trabajo de patearse la ciudad colocándolo aquí y
allá…
Pero,
como comparado conmigo un perro afónico es la reencarnación de Julián Gayarre,
me conformé con colgar en mis redes sociales la foto del cartel, por si podía
echar una mano. Aproveché de paso para hacer una pequeña encuesta y pedir a mis
diez o doce seguidores que me dijeran si conocían grupos que hubieran reclutado
a sus cantantes o músicos de esa manera, es decir, a través de anuncios. Ozzy
Osbourne (Black Sabbath), James Hetfield (Metallica), Mike Mars (Motley Crue),
la mayoría de los Dead Kennedis, Alan Wilder (Depeche Mode)… fueron las
respuestas. Pero entre todas ellas, ¡oh, sorpresa!, también llegó la de… ¡uno
de esos chavales que habían pegado el cartel en la marquesina!
Creo
que a eso le llaman la magia de twiter (¡haz tu magia, twiter!), pero lo cierto
es que los componentes de este grupo, según me explicaron, también habían
intentado recurrir a ella y no habían obtenido respuesta alguna. Por eso habían
utilizado, tras intentarlo en internet,
los métodos tradicionales: el cartel, el celo y las marquesinas. Y
gracias a ellos habían conseguido ya contactar con varias cantantes.
“Pues
ya me iréis contando”, les dije. Porque de repente me sentía muy unido a aquel
grupo y a su destino y me parecía una idea genial hacer una especie de
reportaje en construcción, ir siguiendo sus evoluciones… Quién sabe, tal vez
lleguen lejos, o tal vez no, qué más da, lo importante es el camino y a mí un
cartel en una marquesina de la parada de un autobús me había unido al suyo para
ir dando cuenta de los pasos. Así que, con el permiso de todos ustedes, amables
lectores, de vez en cuando iré informándoles en este “Rubio de bote” (que, dicho sea de paso y si
los cálculos no me fallan, hoy cumple doscientas colaboraciones).
PUBLICADO EN RUBIO DE BOTE, COLABORACIÓN QUINCENAL PARA MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 02/10/21
¿Te acuerdas? Cuando íbamos al instituto el curso comenzaba
por estas fechas, en octubre, así que durante casi todo septiembre, cuando las
vacaciones ya habían terminado para los demás, la ciudad, sus calles vacías y
tristes, sus parques amarillos, sus estanques que comenzaban a cubrirse de
hojas, nos pertenecían. Era una sensación extraña. Como si nadie se ocupara de
nosotros. Nos sentíamos libres y melancólicos, disfrutando de aquellos días con
extrañeza, pues nos parecían tan irreales y fugaces que ya entonces
comenzábamos a añorarlos. Era como una metáfora de nuestra propia adolescencia,
aunque entonces no nos diésemos cuenta.
Un año, sería en segundo o tercero de BUP, nos compramos
unas chupas vaqueras para campar a nuestras anchas por la ciudad desierta, como
un ejército invencible y despiadado, humillando con nuestra insolencia juvenil
a los derrotados, a los sometidos por sus trabajos, sus rutinas, sus
costumbres, que aceptaban con resignación, con sus trajes grises y sus rostros pálidos,
en los que ya habían comenzado a borrarse la huella del verano sobre la piel…
Nosotros, a diferencia de ellos, todavía éramos inmortales,
todavía conservábamos el calor del sol en el pecho, por eso atormentábamos con
nuestras burlas a los calvos, creyendo que nuestras cabezas nunca clarearían o
se cubrirían con la ceniza del tiempo, que en ellas resplandecería eternamente
la llama y el pelazo de la juventud.
¿Te acuerdas? Aquellas
chupas vaqueras nos quedaban grandes. Nuestros cuerpos todavía estaban sin
acabar de hacer, cambiaban cada día, se llenaban de granos y vello, de olores y
secreciones… Dentro de ellos arrastrábamos el cadáver todavía caliente de un
niño, que se corrompía lenta y trágicamente. De aquello tampoco nos dábamos
cuenta entonces, pero eso era la adolescencia, el duelo por la infancia
perdida, el luto por todo los que nos era arrebatado: el juego, la inocencia,
el sueño… Por eso nos comportábamos así, de esa manera tan errática. A veces
jugábamos al hinque en los descampados y a otras nos fumábamos en ellos chinas
de hachís. A veces robábamos en las tiendas de chuches caramelos y otras
botellas de cerveza de los camiones de reparto. Queríamos ser mayores pero solo
jugábamos a ser mayores. Y a veces el juego era peligroso. Tú no tardarías mucho
en darte cuenta.
Yo, por el contrario,
nunca me encontré cómodo dentro de aquella chupa de navajero, siempre
sentí que me quedaba grande, y sabía que en el fondo solo era un disfraz, que
yo sólo era un impostor, un buen chico, responsable, temeroso, callado,
obediente, incapaz de sacarle la faca al destino. Era además un chico pensativo y con la cabeza
llena de tormentas, de modo que creo que ya entonces comprendía que nosotros
nos poníamos aquellas cazadoras vaqueras para aterrorizar a los demás, pero que
en realidad solo era una manera de ahuyentar, de disimular nuestro miedo.
Después pasó el tiempo y nos perdimos la pista. Tú
continuaste jugando al hinque en los descampados, pero esta vez eran
jeringuillas lo que clavabas en el barro de tus venas.
Una vez nos encontramos en la vieja estación de autobuses. ¿Te acuerdas? Te acercaste a pedirme una moneda y no me reconociste, o simulaste no hacerlo. Fue apenas unos meses antes de tu muerte, de que tú mismo te matarás para no quedarte calvo, es decir, para continuar siendo inmortal. Yo también simulé no conocerte. Fui un mierda, lo sé. Pero te juro, que cada año, al llegar el otoño me acuerdo de ti, querido amigo, y de aquellas semanas de septiembre en las que éramos los reyes de la ciudad. Te lo juro por nuestras chupas vaqueras.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (Diarios Grupo Noticias) 18/09/21
Irse de vacaciones da mucho trabajo. Como se suele decir, se
necesitan unas vacaciones para recuperarse de las vacaciones. Al final uno se pasa sus días de descanso pateando,
haciendo deporte, conduciendo, sacándose fotos, comiendo como un vikingo,
achicharrándose, sudando la gota en la barbacoa o bajo la sombrilla,
discutiendo con la familia, poniéndose crema para el sol, o crema para cuando
se te ha olvidado ponerte crema para el sol, limpiándose de arena las orejas,
el ombligo, las partes pudendas… Iba a decir que para mí las vacaciones ideales
serían aquellas en las pudiera pasarme los días enteros sin salir de casa,
aligerando la pila de libros para leer, viendo series y películas raras, en
calzoncillos, sin ducharme durante días… pero la última vez que pedí ese deseo
el gracioso del genio de la lámpara nos trajo una pandemia.
Así que mejor me callo.
De hecho, este verano que ya acaba he hecho todo lo
contrario: he pasado unos días en Torrevieja, Alicante. Cada vez que compraba
el pan o el periódico el tendero, a la hora de cobrar, me decía: “Por
veinticinco pesetas”. Bueno, es un chiste, un chiste para boomers. En realidad, Torrevieja, Alicante, no está poblada por
exconcursantes del “Un, dos, tres”, yo diría más bien que todos los miembros de
las fuerzas de seguridad del estado pasan sus vacaciones allí, a juzgar por el
número de pulseritas beneméritas, mascarillas de la policía nacional o banderas
de la legión ondeando en las urbanizaciones, como si estas fueran cuarteles de
verano. Y además ya no quedan tiendas
donde comprar el periódico, las han cambiado todas por cadenas de comida rápida,
casas de apuestas, inmobiliarias con letreros en ruso…
Siento, de todos modos, una inexplicable para mí, que soy de
naturaleza misántropa y asocial, atracción por lugares como Torrevieja, Salou,
Benidorm, Lloret de Mar… No sé muy bien por qué. Igual es porque allí no me
siento ridículo en pantalón corto. Yo al final me rendí, hace dos veranos.
Hasta entonces me había negado a dejar mis pantorrillas al aire (entre otras
cosas porque soy de fisonomía tirillas y piernas caponatas; y también porque
estos últimos años me estoy quedando calvo de los tobillos), pero tengo que
reconocer que es cómodo y fresquito, todo lo cual no quita para que cada vez
que me pongo los pantalones cortos me sienta Caillou. Excepto en Lloret de Mar,
Benidorm, Salou, Torrevieja… donde todo el mundo lleva gorra y hace lo que le
viene en gana, y me parece muy bien. Creo que eso es lo que me atrae de esos
lugares. Me siento un espectador, fascinado por esa especie de zoológico
humano, del cual a la vez yo también formo parte, como si me desdoblara, como
si me perdonara a mí mismo y me otorgara el derecho a relajarme, a caminar por
la calle en bermudas, a montarme en el trenecito turístico, a dejar la
barriguita al aire en la playa…
La playa, por cierto, me da un asco terrible. No entiendo en
qué momento de la historia decidimos que un lugar tan hostil como ese —el
viento, la sal, el sol, los que juegan a tenis… — era el mejor para pasar los
veranos. Si lo piensas bien, resultaría mucho más lógico tumbarse en un
glaciar. Y, total, en lo que a logística se refiere, tendrías que llevar una
cantidad parecida de pertrechos, incluso alguno menos, porque no te haría falta
la nevera.
Las vacaciones, en definitiva, son para desconectar, pero a
menudo no dan más que problemas. Claro que el problema, el principal problema
de todo esto es que ya les gustaría a las otras tres cuartas partes de la
humanidad tener y tener derecho a tener ese
tipo de problemas…
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en el magazine ON (diarios Grupo Noticias) 03/09/2021
En cuarto de EGB me nombraron “chiclero mayor” de mi clase. Los curas de mi colegio tenían esas cosas. A veces, cuando se ausentaban durante un rato del aula dejaban a algún alumno al cargo, sentado en la silla del profesor y con la tiza en la mano para apuntar en la pizarra el nombre de quien hablara o hiciera una gamberrada (por ejemplo, recitar el abecedario de un tirón con un eructo).Y lo más curioso era que había chavales a los que aquello, vigilar a los demás, les gustaba, les hacía sentirse importantes, daba igual que el resto los odiáramos, a esos chavales les compensaba ganarse el favor del profe de turno, aunque a cambio tuvieran que soportar amenazas, burlas o incluso algún que otro soplamocos al salir de clase. Supongo que los curas ya sabían perfectamente que de mayores esos niños se convertirían en policías —o confidentes de la policía—, árbitros de futbol, inspectores de hacienda… Por eso mismo nunca entendí por qué me eligieron a mí como “chiclero”.
El
“chiclero” era una figura que los curas de mi colegio habían inventado para
cobrar las multas que imponían a aquellos a los que pillaban mascando chicle
durante las clases, y que había que pagar precisamente con chicles (no sé si
eso tenía mucho sentido). La cuestión es que uno de los alumnos era quien debía
de ocuparse de recaudar esas deudas y guardar
hasta que llegara el verano el botín, que se repartía entonces entre
todos los compañeros. Y aquel año me tocó a mí. Por lo visto, yo aparentaba ser
un niño formal y responsable, bastante
tímido, al que aquella responsabilidad también quizás podía darle
autoconfianza… Pues me cago en su estampa.
Yo lo quería, en lo que me esforzaba, era en ser malote, en juntarme con
los últimos de la fila y los repetidores, con los que fumaban ligarza y tiraban
pilongas y bolas de nieve a los coches desde lo alto de la muralla.
Aquel
curso fue una tortura para mí. Del mismo modo que había compañeros que pagaban
sus multas religiosamente, otros —aquellos para más inri a los que más solían
castigar— dejaron de hacerlo desde el principio. Y, por si eso fuera poco,
muchos días cuando salía de clase con la bolsa de los chicles era yo mismo
quien, una vez en casa, me los zampaba en unos atracones culpables y adictivos.
No podía evitarlo. Levantaba antes mis ojos la bolsa, veía todos los chicles
con forma de melón, o de canica de colores,
los Bang-Bang, los Cheiw de fresa
ácida, los Cosmos negros… y no me podía contener, comenzaba a comérmelos con
un ansia irrefrenable. Así que que cada poco tiempo tenía que reponerlos de mi
propio bolsillo. Los chicles que yo me zampaba y los que no me atrevía a
reclamar a los morosos. Me angustiaba pensar qué sucedería si al llegar el
verano no había conseguido mantener al día mis cuentas chicleras. No quería, de
hecho, que ese año llegara el verano. Odiaba ser el chiclero mayor (además, qué
estupidez era esa, si había un chiclero mayor se suponía que había otros
menores, alguien que te ayudaba, pero yo
estaba más solo que la una).
Al final, conseguí reponer a tiempo los chicles que faltaban gracias a que mi cumpleaños era justo antes de las vacaciones y mis abuelos y tíos solían darme la paga. Pero después no quise ni siquiera recoger la parte que me correspondía de los chicles recaudados, ni volví a comer uno de ellos en mucho tiempo. Me imagino que la lección que había que sacar de todo aquello era que uno debía ser comedido, administrar con responsabilidad sus bienes, y más aún los de los demás, controlar sus impulsos… Pero yo lo único que aprendí de aquella experiencia horrible fue que de mayor no quería ser chiclero, ni nada que se le pareciera, nada de aquello que habían imaginado para mí los curas de mi colegio.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 21/08/21
Se podría decir que
a mí me tocó el carnet de socorrista en una tómbola. Es decir, tenerlo, lo
tengo, y sin falsificar ni nada parecido, pero lo saqué hace siglos, a los
dieciséis años (ahora voy a cumplir cincuenta) y desde entonces no he vuelto a
meterme en una piscina. Ni siquiera lo he hecho todavía en esta en la que
trabajo.
Conseguí el curro
por medio de un amigo, que es jardinero en La Zarzaleja. “Tú tranquilo, que
allí casi nunca hay nadie”, me dijo. Y es verdad. Esta es una urbanización de
pijos, de esos con pulseras rojigualdas. Al principio me sorprendió que me
contrataran, con mis pintas, y que no me hicieran demasiadas preguntas. Pero
ahora comprendo que aquí están acostumbrados a los másteres de pega y también a
pagar en sobres en B a peña que luego coge la pasta y calla como un perro.
Supongo que eso es lo que esperan de mí. Que sea su perro.
La cuestión es que mi amigo tenía razón: este es un trabajo tranquilo. Excepto el día de los cayetanos, cuando los jóvenes de la urbanización organizaron una barbacoa, se pusieron hasta el flequillo de Jäggermeister con Red Bull y algunos de ellos acabaron defecando en la piscina (yo entonces les llamé la atención y ellos me dijeron que a ver quién me creía para decirles lo que podían hacer en SU piscina —y eso fue exactamente lo que, con otras palabras, vino a corroborar el administrador que me contrató; creo que fue entonces cuando decidí que por mí como si seguían bebiendo hasta reventar, hasta apurar las heces, nunca mejor dicho—); excepto aquella tarde, decía, las jornadas en La Zarzaleja transcurren tranquilas, sin sobresaltos.
Hay veces que
incluso, quitando al diputado, no aparece nadie en todo el día. “Supongo que
para todos estos pijos venir a la piscina común es como admitir que eres pijo
pero no lo suficientemente pijo y que en tu chalet no tienes piscina propia”,
me digo. Y así mato el tiempo, dándole vueltas al coco, pensando este tipo de
chorradas, u otras, preguntándome, por ejemplo, qué podría aportar yo a la
humanidad si me metieran en una máquina del tiempo y retrocediera cien,
doscientos años, si sería capaz de explicar cómo funciona un avión, la tele…
Hasta que aparece
él. El diputado. Suele venir todos los días a media tarde. Se tumba un rato,
atiende algunas llamadas (“Sí, sí, adelante con la querella, por feminazi”),
nada un poco, se tumba otro rato (“¿Qué ha dicho el Sherpa ese, que hay que
bombardear pateras? Ja, ja, qué crack, mandadle un mensaje de apoyo”) y se va
sin saludar, sin mirarme siquiera. Al principio, a mí me revolvía el estómago,
pero ya he dejado de hacerle caso. Menos cuando entra a la piscina y nada, a lo
perro, dejando la cabeza fuera, sofocado perdido. “¿Qué haría ahora si se
ahoga, conseguiría sacarlo?”, me pregunto entonces.
Esta tarde ha pasado algo extraño. El diputado ha alterado sus rutinas. Después del chapuzón se ha tumbado en la toalla y entonces yo he aprovechado para ir al baño. Y cuando he regresado él ya no se encontraba allí. Solo su toalla. Tampoco estaba nadando, aunque en el agua se dibujaban varias ondas, como si alguien se acabara de zambullir. Pero pasaban los segundos y del fondo no emergía nadie. “¿Qué hago?”, me he preguntado, con el corazón en un puño. Supongo que un socorrista como dios manda, un socorrista de verdad, debería haberse acercado al borde de la piscina. Pero yo me he sentado en mi silla, desorientado, como un perro sin amo, y, para distraerme, he seguido pensando en mis cosas, en cómo funciona la cabeza de un pijo de La Zarzaleja, o si en uno de mis viajes en el tiempo sería capaz de componer “Imagine”, de patentar el chupachús, de matar a Hitler… Ese tipo de chorradas.