Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)
A menudo los juntaletras nos ponemos estupendos, por ejemplo
a la hora de explicar por qué hemos escrito tal o cual libro. “He hecho una
reflexión sobre la soledad”, “Este libro ha sido una purga del corazón para
mí”, “Quería escribir la gran novela sobre el Rock Radikal Vasco”…, decimos,
acariciándonos el mentón como si fuera un gato siamés. Pero lo cierto —al menos
en mi caso— es que muchas veces lo que te lleva a escribir un libro suele ser un
detonante mucho más mundano: una conversación escuchada en el autobús, una
noticia breve del periódico —“Detenido por orinar en un coche patrulla”,
“Pigcasso, la cerdita que vende cuadros por ocho mil libras”—, etc.
En el caso de mi última novela, Chuchería Herodes, el protagonista decide presentarse a un concurso
de preguntas y respuestas de la tele. Suelo ver todos los días uno de ellos
mientras preparo la comida. Me entretiene. El propio concurso y también las
divagaciones que hago sobre los concursantes: ¿Por qué habrán decidido
participar? ¿Necesitarán urgentemente el dinero? ¿Cómo eligen la ropa que llevan
puesta? ¿Y por qué no se les dibujan corronchos de sudor en la camiseta?…
Una buena manera de encontrar respuestas a esas dudas
existenciales es hacer caso a mi compadre Kutxi Romero, quien dice que para
saber qué piensa sobre algunas cosas tiene que escribirlas. Así que ahí estaba
yo, escribiendo una novela sobre un personaje que se presenta a un concurso de
la tele (se dio, además, la feliz casualidad de que, mientras trabajaba en esa
novela, en el concurso hicieron una pregunta referida a mi anterior libro, Tratado de hortografía, que tiene por
protagonista al mismo personaje de Chucherías
Herodes, con lo cual vi en ello una señal de las musas).
O sea que acabé el libro, este se publicó… Y entonces fue
cuando me enteré de qué iba realmente. En las entrevistas y en las presentaciones.
Eso algo que también me suele pasar, que me gusta y que a la vez me da mucho
asco. La parte que peor llevo. Las presentaciones, digo. El escritor mexicano Heriberto Yépez contó una
vez que los lectores van a las presentaciones para comprobar lo torpes y lo
mamones que son los escritores. No sé si será para tanto, pero en mi caso creo
que sí queda claro en ellas que soy una persona tímida, rara y con poquita voz.
Igual lo que tengo que hacer, en lugar de acariciarme el mentón, es acariciar
un gato siamés, uno de verdad, como me recomendó una vez un escritor al que sus
apariciones en público se le dan de maravilla (sus libros, por el contrario,
son una puta mierda, qué le vamos a hacer).
¿Y por qué cuento todo esto? Porque la idea para escribir este artículo se me ocurrió precisamente por otra tontería, dándole vueltas a lo sucedido en una de esas presentaciones, en la que tuve la impresión de no estar muy afortunado. Me imaginé a un escritor que se boicoteaba a sí mismo (o a su editorial, con la que tiene algún conflicto). El escritor de mi artículo se esmeraba en sus presentaciones en convencer a sus lectores de que no compraran su libro, se mostraba en ellas como un auténtico mamón, despreciaba a su público… Todo lo cual, sin embargo, provocaba el efecto contrario: de ese modo atraía a más lectores, la gente sentía más curiosidad sobre su libro, este se convertía en un best-seller… Eso en realidad era sobre lo que quería escribir hoy. Pero me ha salido esto otro. Quizás me guarde la idea para una novela o un cuento. No sé. No lo tengo muy claro. Ya me enteraré cuando lo publique.
Publicado en RUBIO DE BOTE, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 15/05721
Me da la impresión de que últimamente solo escribo gansadas. Pero luego escucho el último disco de Robe, cuando canta eso de “Todo lo que te hace sonreír me vale la pena” y a mí también, a mí también me vale la pena.
Hace unos días se murió el Risitas. Se acuerdan
de él ¿verdad? ¡Cuñaooo! Ramoneando en internet encontré un vídeo en el que el
Risitas no es que no se riera, es que transmitía una tristeza insondable. Al
parecer, pasó los últimos años de su vida en un asilo, enfermo. En el vídeo en
cuestión regresaba a ese asilo, tras una visita al dentista.
“¡Enseña los dientes nuevos!”, le decía alguien,
y entonces el Risitas abría la boca y aparecía una dentadura nueva, completa,
resplandeciente, tan perfecta que se diría irreal, o que se confundía con un
meme, un filtro del móvil. Estaba hasta guapo, el Risitas. No parecía él.
“¡Di un cuñaooo!”, le jaleaba el mismo pelma de
antes.
Y entonces el Risitas repetía esa expresión que lo había hecho famoso y que había pasado a formar parte, con su particular entonación, del vocabulario y la gestualidad populares, lo mismo que los “no puedor” de Chiquito de la Calzada o el “It´s very difficult todo esto” de Rajoy (me pregunto qué pasará con esas muletillas dentro de unos años, cómo languidecerán, o de qué modo sobrevivirán cuando ya nadie las vincule con sus creadores; la vida de algunas palabras es ciertamente apasionante, por ejemplo, ¿quién era la tal marimorena?; o ¿sabían ustedes que ramonear, que quiere decir pacer, triscar aquí y allá, no debe su etimología a ningún ocioso Ramón sino que deriva de rama? ¿O que la expresión “salvados por la campana” no es un término pugilístico, sino que se explica porque antiguamente se enterraba a los muertos con un cordelito atado por un extremo a un dedo y por otro a una campanilla, ya que se daban muchos casos de personas que resucitaban, a las que se les había dado por muertas sin estarlo?).
La cuestión es
que cuando el Risitas entonaba ahora su famoso “cuñaooo” este sonaba raro; daba
incluso un poco de tirria en boca —nunca mejor dicho— de ese nuevo Risitas
profidén; no tenía, en definitiva, ninguna gracia, algo de lo que el propio
Risitas se daba cuenta inmediatamente y que le provocaba un abatimiento
terrible: se le veía en el vídeo con los ojos brillantitos, conteniendo las
lágrimas, consciente de que el dentista le había robado el alma, había matado
al Risitas a golpes de electrobisturí…
Me pregunto quién
lo habría convencido de ese suicidio, qué le habría prometido: ¿turrón del
duro, novias, portadas del Hola? Pues bien, ahora el Risitas podía comerse un
chuletón, pero ya no podía contar chistes, ya no veía a su alrededor a la gente
sonriendo, sino sintiendo lástima por él.
Y eso lo mataba.
Más vale que al menos le habían dejado la campanilla a mano, pues minutos
después el Risitas aparecía en el mismo vídeo sin dentadura (era, pues, postiza)
y explicaba que con ella sentía mucha fatiga, se veía muy raro, no era él…
Y tenía razón, el
Risitas. ¿Acaso hay algo más
gratificante que alegrar la vida de quienes te rodean? ¿Qué te queda si te
arrebatan eso?
Del mismo modo he llegado a la conclusión de que yo nunca escribiré columnas que cambien el curso de los acontecimientos, enciendan la mecha de revoluciones, se estudien en las facultades de periodismo, reciban premios o demandas —bueno, esto nunca se sabe—, pero si al menos consigo que alguien al leerlas, al leer estas gansadas, sonría, me vale la pena. ¡Cuñaoooo!
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 17/04/21
Uno de los dos momentos más extraños de mi vida fue el día
que estuve a punto de convertirme en espía del CESID. Todo empezó con un
anuncio del periódico. Sucedió poco después del año 2000, esa fecha en la que
—imaginábamos de pequeños— comeríamos ajoarriero en cápsulas e iríamos al
trabajo en naves voladoras. Por entonces yo estaba en paro y embarazado y era
una excepción —por lo primero, en cuanto a lo segundo técnicamente la que
estaba embarazada era mi novia—. Me refiero a que en aquella época prodigiosa
todo el mundo pagaba dos hipotecas, se compraba monovolúmenes, salía de pintxos
entresemana y vivía, en definitiva, “por encima de sus posibilidades”. Todo el
mundo menos yo, que vivía adelantado a los tiempos, era un precursor, un
profeta de la crisis, y buscaba trabajo pateándome todas las oficinas de
empresas temporales de empleo y otras agencias de esclavos o husmeando en los
anuncios de los periódicos.
“Se buscan licenciados en Humanidades para un estudio
social”, leí en una de aquellas batidas. Era perfecto para mí. Yo era un bicho
raro, una anomalía social, había nacido para tumbarme bajo el microscopio de un
sociólogo. Efectivamente, no tardaron en llamarme. Me citaron en un edificio
lleno de oficinas en sus bajos y una piscina en la azotea, y salió a recibirme
un tío guay, de esos que te aprietan la mano con fuerza y sonríen raro, como si
en lugar de una sonrisa tuvieran una cicatriz.
“Estamos llevando a
cabo un macroestudio sobre movimientos sociales”, dijo. Y a continuación añadió
que buscaban personas que pudieran recabar información sobre oenegés, radios
libres, grupos antimilitaristas, ecologistas, independentistas, proetarras, ahí
fue cuando yo, que siempre he sido muy sagaz, comencé a sospechar algo. El tipo
creo que se dio cuenta. Y entonces fue cuando sucedió: él deslizó un billete de
cincuenta euros por la mesa y dijo “Cógelo”. Yo sentí que el mapa de
Groenlandia se dibujaba en mi espalda. “No, no”, rechacé el dinero, mientras
veía como al tipo se le saltaban los puntos de la cicatriz en la boca, incapaz
de comprender como yo, un embarazado, un anormal social, un muerto de hambre,
podía declinar una oferta semejante. No, yo debía coger la pasta, estrechar
fuerte su mano y, ahora que también era un guay, subir con él a la piscina de la azotea a que
me explicara los detalles de mi nuevo trabajo y me diera un periódico con
agujeros para los ojos. Pero en lugar de eso, me puse en pie y salí de allí
como alma que lleva el diablo.
“Ya te llamaremos, cuando te lo pienses mejor”, lo oí
todavía decir, al abandonar la siniestra oficina.
Y, de hecho, mi teléfono estuvo sonando durante varios y
angustiosos días. Después, supongo que encontraron a otro con menos escrúpulos.
Fue, ciertamente, una escena tan chusca que me costaba encontrarle sentido. Con
el tiempo fui comprendiendo que entre los procedimientos de la TIA de Mortadelo
y Filemón y los del CESID tampoco había
tantas diferencias (la diferencia principal es que personajes como Villarejo no
tienen ninguna gracia).
Nunca he dejado de preguntarme quién era realmente aquel
tipo, qué habría pasado si yo hubiera aceptado aquel billete, si acaso ahora
tendría 53 propiedades a mi nombre —me imagino que no, que yo habría sido un
espía desastroso—.
Fue, como digo, uno de los dos momentos más extraños de mi vida. El otro fue la noche que me convertí en Leonardo Dantés. Pero eso ya lo contaré otro día.
Publicado en Rubio de bote, colaboración semanal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 03/04/21
Ja, ja, este tío es la monda. Estaba el otro día
oyendo en la radio al cómico Ignatius Farray pinchar unas canciones y va y pone
una de su grupo Pétroleo, uno de los conjuntos más punkis que he escuchado
últimamente. Pero a continuación aclara que en realidad Petróleo ahora se ha
convertido en Plástico, y que este es un grupo tributo de Petróleo, aunque
casualmente los músicos son los mismos. No sé si me explico. Es decir, un grupo
tributo formado por los componentes del mismo grupo al que tributan, tocando
sus mismas canciones. Genial. Además, probablemente, en esta sociedad del
simulacro en la que vivimos, les vaya mejor. El espectador, después de todo,
prefiere a menudo la copia que el original, el karaoke al artista. No hay más
que ver Operación Triunfo. Yo tampoco voy a hablar mucho porque la vida del
escritor es también un simulacro. Todo lo que le sucede, las personas que
conoce, lo que estas le cuentan, lo convierte en materia literaria. Si al
escritor, por ejemplo, le acuchillan por la calle se frota las manos llenas de
sangre pensando en el cuento tan estupendo que escribirá sobre eso. Su vida
verdadera es la literaria, la otra es solo una especie de ensayo o borrador.
Volviendo a Ignatius, después de escucharlo en
la radio leí su libro Vive como un
mendigo, baila como un rey, en el que narra sus inicios en el mundo de la
comedia, dejando al descubierto todas sus inseguridades, ansiedades o contando
que una vez se le salió un huevo delante de una cámara y otra se metió una raya
de cocaína en directo y eso se convirtió, para su pesar, en su vídeo con más
visualizaciones, da igual que el tiro fuera de fogueo, con cocaína de pega (es
decir, otra vez la sociedad del simulacro).
Al inicio de dicho libro Ignatius cita a
Murakami. “El destino es algo que se debe mirar volviéndose hacia atrás”. Lo
cual me hace recordar el libro que leí justo antes que el de Farray, Un armario lleno de sombra, las memorias
del poeta leonés Antonio Gamoneda, en las que este indaga cómo se formó su
conciencia poética escarbando con afán arqueológico entre recuerdos de su niñez
llenos de tierra y huesos sepultados y dentaduras de muertos en los que siempre
encuentra un destello de oro —y esto es algo más que una metáfora—.
Si Ignatius soñaba con convertirse en cómico y Gamoneda en poeta, yo de niño imaginaba que era el sustituto de Corbalán, el base del Real Madrid. Y para ir forjando mi destino, colocaba una percha de manera horizontal sujeta con la puertecita que había en la parte superior de mi armario, percha que simulaba ser una canasta —no sé si me explico— del mismo modo que una pelota de tenis era el balón o el escueto espacio que quedaba entre la cama de mi hermano y la mía la cancha. Con el tiempo llegué a ser, en la vida real, un buen jugador de baloncesto (de vez en cuando exhibo en la redes sociales, puesto que nadie me cree, recortes de periódico en los que se me ve en alguna foto de la selección juvenil navarra), nada comparado con los partidos que jugué en mi habitación, en los que me convertí en el mejor baloncestista de todos los tiempos y en los que a la vez que jugaba era también el público, quien retransmitía los partidos o quien al acabar los mismos me autoeentrevistaba.
La pregunta que me hago ahora es si aquello fue también un simulacro, si no soy un grupo tributo de mis propios recuerdos, o si no fueron acaso reales, para mí, aquellos partidos en mi cuarto. No lo sé. Lo que sí sé es que nunca llegué a ser Corbalán, pero ahora me gano la vida, entre otras cosas, imaginando historias. Y esa es la realidad. No sé si me explico.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 20/03/21
Tengo un conocido —creo todos tenemos uno— sobre el que
podría escribir una novela, pero no lo hago porque nadie se la iba a creer. Cada
vez que me lo encuentro, me da pavor preguntarle cómo está, pues sé que a
continuación me referirá los últimos acontecimientos de su vida y todos ellos
serán calamidades: accidentes domésticos, de tráfico, de trabajo, de todo tipo,
divorcios tormentosos, hijos y novias a la fuga, denuncias —interpuestas por él
o contra él—, incendios, plagas, robos, estafas, inspecciones de hacienda,
enfermedades raras, errores médicos, viajes que se los pasa en la habitación
del hotel por culpa de un huracán o una inundación bíblica, o en los que pierde
las maletas, le meten en ellas drogas… Todas las desgracias que puedan imaginarse
le suceden a ese conocido mío. Y, aunque yo tenga miedo a preguntar, él me las
refiere con una naturalidad y una falta de pudor pasmosas, del mismo modo que
otro te contaría que va hacer un recado o que ha salido buen día o que a ver si
se acaba pronto esto de la pandemia. Para pandemia él.
La cuestión es que los avatares de ese conocido mío, al que
en casa llamamos unos días Calamity y otros —menos— Antonio Alcántara, son a
menudo tan inverosímiles y recurrentes que en lugar de darte pena te da la risa.
El otro día, por ejemplo, me lo crucé por la calle y al cabo de un minuto ya
estaba poniéndome al día de sus últimas calamidades, las cuales ahora mismo no
recuerdo, porque esa es otra, son tantas y las encadena de tal modo que al
final uno pierde el hilo —creo que en esta ocasión, entre otras cosas, me habló de una mascota que le había comprado
a una de sus hijas, un conejo, o una cobaya, algo por el estilo, y que no había
tenido otra idea que bajarlo a la calle atado con un arnés, y entonces había llegado
un perrazo enorme y se había abalanzado sobre el animalico y en menos de un
segundo lo había convertido en una hamburguesa; después mi conocido había
denunciado al dueño del perro asesino pero resultó que este pertenecía a algún
tipo de mafia, siciliana, o japonesa, o policial, y ahora se encuentra en su
buzón fotos de cabezas de caballo cortadas—.
La cuestión es que mientras me lo contaba yo me mordía los carrillos, tratando de contenerme y de no envenenarme con mi propia sangre, porque no puedes evitar sentirte un poco mezquino y mala persona mientras alguien describe cómo lloraba su hija con su conejito hecho un Big Mac entre las manos y tú te estás descojonando vivo por dentro. Aunque creo que a él tampoco le importa. Una de las virtudes de Calamity es que es buen encajador, y que nunca pide ayuda, ni te implica en sus marrones —a diferencia de Antonio Alcántara; debe de ser horrible ser vecino de ese hombre—. A veces pienso, incluso, que es más bien al revés, que es Calamity quien está ofreciéndote ayuda a ti, pues cada vez que te lo encuentras tus desgracias se relativizan, pierden importancia, se convierten en menudencias. Es como si su objetivo en la vida fuera ese, como si se tratara de un profesional de las calamidades, que va buscándolas o provocándolas —¿a quién se le ocurre ponerle un arnés a un hámster?— para después contártelas y aliviar, por comparación, tus pequeñas o puntuales fatalidades. Supongo que nunca escribiré una novela sobre Calamity pero me parecía que al menos, como agradecimiento a su abnegado y anónimo servicio a la comunidad, se merecía un “Rubio de bote”. ¡Ánimo, Calamity!