No sé si sucede lo mismo en todas las casas, pero en la mía se libra cada día una lucha soterrada por el control de los cargadores de los teléfonos móviles. Cada miembro de la familia, en teoría tiene el suyo propio, con lo cual no debería haber ningún problema, sin embargo es frecuente que dichos cargadores cambien de lugar o desaparezcan, a veces permanentemente, de su ubicación habitual, y siempre de forma misteriosa, pues cuando alguien pregunta al respecto nadie sabe nada, como si en la casa tuviéramos un Pumuki 2.0 que se dedica a hacer ese tipo de trastadas o a trapichear en en el en el mercado tecnológico de segunda mano o en el Ebay de los duendes.
Como consecuencia de
todo ello, cada cual ha comenzado a tomar sus propias medidas de
protección -desde marcar los cargadores con pegatinas, pasando por
llevarlo siempre encima a modo de complemento posmoderno, hasta
pegarlo con Loctite a la mesita de noche-. Como si nos fuera la vida
en ello. Porque en cierto modo nos va. Los teléfonos móviles se han
convertido en una especie de prolongación de nosotros mismos, un
disco duro externo de nuestra memoria (yo todavía puedo recitar de
carrerilla el teléfono de varios de mis amigos de los ochenta con
los que hace treinta años que no quedo, pero soy incapaz de recordar
el número de personas con la que hablo hoy cada día), nuestra
oficina bancaria, el cajón de las fotos, y el de los discos, la
prensa diaria, la agenda, el reloj, la cartera, incluso la vía de
contacto con los extraterrestres.
Esto último es lo que creen al menos algunos seguidores del expresidente brasileño Jair Bolsonaro, que recientemente colocaron sus teléfonos sobre sus cabezas con la linterna encendida, argumentando que de ese modo enviaban señales a los marcianos a través de las cuales les pedían ayuda para impedir que Lula Silva ocupara el puesto que, al parecer, corresponde por mandato celestial -nunca mejor dicho- a su ¡oh, amado líder! De lo cual se pueden deducir dos cosas: la primera, que los extraterrestres son de ultraderecha; y la segunda que esos seguidores de Bolsonaro están como una cabra. Esta segunda parece la más lógica. Sin embargo yo me decanto por la primera opción. No es la primera vez que desde esta página defendemos la teoría de que una civilización alienígena -a la que podríamos llamar, por poner un nombre al azar, los hijoputas- está intenando colonizar y dominar la tierra, y para ello han infiltrado entre nosotros a miles de sus congéneres, tanto entre la gente común -los que aparcan en doble fila, los que te llaman “campeón”, etc. – como, sobre todo, entre los masters del universo: banqueros, magnates de la comunicación, jefes de la diplomacia europea, etc. Y así, serían hijoputas también muchos de los expresidentes de los gobiernos mundiales, como el susodicho Bolsonaro. La prueba más clara de ello son los artículos que está escribiendo Rajoy sobre el mundial de Catar. En una primer vistazo pueden provocarnos la risa, pues parecen redacciones de un niño de tercero de primaria, así como despertarnos inquietantes preguntas del tipo “¿Pero de verdad estuvimos en manos de este mermado durante dos legislaturas?”; pero una lectura más detallada por parte de criptógrafos y expertos de la NASA y de la TIA estoy convencido de que desvelaría una serie de mensajes dirigidos a sus compinches los marcianos (Marciano Rajoy, podríamos llamarle) capaces de poner en riesgo la vida inteligente en nuestro planeta y la continuidad de la raza humana. Y no es el único, hay otro expresidente del gobierno, llamémosle X, que recientemente pronunció otra frase: «En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad», que no sé en realidad si es un mensaje encriptado o una desfachatez de los más transparente.
Supongo que
Bolsonaro, Rajoy o Felipe González también envían por las noches
mensajes al cielo con la linterna de su móvil y que por eso también
ponen a buen recaudo los cargadores de sus teléfonos. Pues bien, si
Pumuki 2.0 lee estas líneas le pido encarecidamente que deje de
habitar las humildes moradas de los mortales comunes y se traslade a
casa de estos infiltrados y sea a ellos a los que comience a
fastidiar y a robar los cargadores o a infectar con virus troyanos
sus dispositivos. Por el bien de la humanidad.
“Las
aguas procelosas de ese oceáno infinito que es internet están
sembradas de cebos para pececitos de colores”. Esa era la frase,
algo pomposa, a la que iba dando vueltas para abrir este artículo,
cuando me he cruzado con una vecina. Nos hemos saludado al mismo
tiempo. Pero ella ha dicho “Hola” y yo he contestado “Hasta
luego”. Y lo que pretendía ser una muestra de cordialidad se ha
convertido en algo incómodo.
Navegando
por la red a menudo sucede algo parecido, uno no sabe si está yendo
o está viniendo, si la deriva que toma le conducirá hasta una isla
del tesoro o caerá en las profundidades abisales, en esa deep web
poblada por torturadores de gatitos, clubs de fans de Hitler o de
Díaz Ayuso o sicarios con ofertas de lo más tentadoras para
romperles las piernas a todos los anteriores y a otros monstruos
marinos. Pilotar por internet, en definitiva, se ha convertido en una
actividad de alto riesgo. Detrás de cada ventana emergente, de cada
decisión para gestionar las cookies, acecha un navajero cibernético.
Afortunadamente,
en la mayoría de los casos los monstruos marinos suelen ser
fosforescentes y su comportamiento y sus intenciones resultan tan
previsibles y tan torpes que inspiran una mezcla de comicidad y
ternura. Es lo que me sucede con esas noticias con titulares a medio
camino entre el morbo y el misterio, las cuales suelen venir
acompañadas de una foto sobre la que se arroja una sospecha. Por
ejemplo: “No sabía que estaba durmiendo con su enemigo hasta que
vio esta foto”, y la foto en cuestión suele ser un retrato
familiar cuyo significado o amenaza no acabas de comprender o te hace
pensar que sufres algún déficit visual o cognitivo. Es el cebo,
claro. Tu curiosidad se despereza y empiezas a leer: “Lola Flowers
nació en un pequeño pueblo de Wisconsin”. Y a continuación te
cuentan cómo era ese pueblo, qué marca de potitos tomaba Lola
cuando era pequeña, qué asesinos en serie famosos nacieron en los
alrededores. Esto último es importante, los detalles pueden ser
soporíferos, pero siempre hay que deslizar entre ellos algo
inquietante que te obligue a pulsar en la casilla que te llevará a
la siguiente pantalla. Y es entonces cuando la cosa se complica, y a
la vez cobra sentido, porque para avanzar hay diferentes iconos y es
fácil equivocarse e ir a parar al que no corresponde, de modo que,
en lugar de en el segundo capítulo de las peripecias de Lola
Flowers, desembocas en una página que publicita un método infalible
para hacerse millonario (pese a lo cual quienes te lo venden siguen
trabajando). La historia se repite en las doscientas cincuenta y seis
páginas siguientes, en las que la historia de Lola discurre a
velocidad de tortuga, mientras tú te sientes como el malo de las
pelis cuando telefonea a la comisaría y los polis intentan retenerlo
con preguntas bobas para localizar su llamada.
Es, en fin, todo mi cutre, pero al menos hay que reconocer el talento de la persona que escribe esos hilos interminables y aburridísimos, por ejemplo cuando al final de la historia, consciente de que solo algunos frikis como yo llegamos hasta ese punto, se permite cerrarla con un punto de humor o de incoherencia, revelando que si Lola se acostaba con su enemigo era solo porque su marido sufría de aerofagia (y por eso se apretaba la tripa en la foto). Y ya está. O no, tal vez a esta historia le falte un cierre más contundente. No lo sé. Soy un mar de dudas. “Hola”, he saludado, de hecho, a la vecina cuando me la he vuelto a encontrar. Y ella me ha contestado: “Hasta luego”.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para Magazine On (diarios Grupo Noticias), 26/11/22
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 12/11/22
El otro día, al pasar junto a una guardería, me acordé de Herodes, pues un
renacuajo de uno o dos años se acercó a la valla y, a través del enrejado, que
supongo que deformaba mi imagen, se dirigió a mí con su lengua de trapo: “¿Abuelo,
abuelo?…
Fue otro escalón más —este de bajada—, el paso siguiente a ese momento de tu vida en
que te choca y te molesta que alguien te hable de usted, a ti, que piensas que todavía
estás hecho un chaval.
Claro que inmediatamente después fui a comprar a la tienda y la dependienta
dijo “Creo que ahora le toca a este chico”, y también se estaba dirigiendo a
mí.
Vivimos en una época en la que no solo el género es fluido —o muy fluido si
uno acostumbra a ver programas como First
Dates— sino también la edad, que igualmente tiene su propia terminología:
viejóvenes, boomers, pollaviejas, etc.
Y así, las calles están llenas de adolescentes de cuarenta o cincuenta años
que lucen orgullosos sus orondas barrigas enfundadas en camisetas de fútbol; de
treintañeros que se llaman todos Curry o LeBron; de gente que corre o anda muy
deprisa, como si estuviera escapando de la muerte (en realidad están haciéndolo,
o al menos retrasándola, y me parece
bien: desde hoy fumo mi pipa de la paz con los runners); en definitiva, de todos nosotros (me incluyo a mí mismo,
que heredo la ropa de mi hijo cuando a este se le queda pequeña o ya no le
gusta y la luzco sin complejos), resistiéndonos a dejar atrás nuestra alegre
juventud.
Tampoco es nada nuevo, antes creían en la piedra filosofal y la fuente de
la eterna juventud (que Ponce de León se fue a buscar hasta Florida, aunque
Benidorm le quedara mucho más cerca),
hoy en el viagra y el bótox, o en el gimnasio y el salón de tatuaje.
Es el terror natural a envejecer y a morir. Pero me parece que todo,
incluso eso, también se pasa y se convierte en resignación y aceptación, en un
desasosiego que al final, con la edad provecta, acaba resultando menos molesto
que la artritis, los pañales para adultos o la comida baja en sal.
Hace unos días comenté en una red social la anécdota arriba referida del
niño que me confundió con su abuelo y alguien, muy acertadamente, me dijo que
eso me sucedía por pasear por delante de guarderías o colegios, que lo que
tenía que hacer era merodear por centros de jubilados. Y es cierto, aunque también uno corre el
riesgo de que allí estos, los jubilados, que son sabios y resabiados, lo miren,
además de como a un jovenzuelo, como a alguien que va acercándose a la valla y
que, por mucho que se vista despreocupadamente dejando las rodillas al aire,
camina, como todos, hacia la tumba.
En fin, yo quería haber escrito hoy una columna divertida, después de mi
última y otoñal colaboración, y he acabado hablando de la muerte y la
incontinencia urinaria, ustedes me disculparán (por cierto, para quienes se
preocuparon por mí, además de darles las gracias, les tranquilizo aclarando que
esa columna fue un fugaz ataque de melancolía o, acaso, de literatura, nada
más, nada grave). Para compensar, si supiera algún chiste, terminaría con él,
pero soy de los que no los retienen o se olvidan de ellos mientras los están
contando. Solo se me ocurre decir que la vida misma es uno de esos chistes,
pero precisamente por eso también tiene a menudo su gracia, ¿no les parece, amigas
y amigos viejóvenes?
Será el otoño, o la edad, o las trompetas del
apocalipsis, que suenan ensordecedoras en cada telediario. Desde hace unos días
me siento desganado, cansado, amarillo, otoñal. Esperando a que suceda algo, a
que llegue alguna buena noticia. No es nada nuevo. Ya se sabe, la vida es eso
que sucede mientras esperamos a que suceda algo que nunca va a pasar. Y el
otoño, un limbo, algo que acaba, algo que empieza, tierra de nadie, una
estación de paso, una herida que se abre y se cierra a la vez.
Intento combatir la ansiedad poniéndome un pijama
divertido, el de los pitufos, o esa
canción de King Sapo que dice: “Tranquilo, es temporal”. Pero nada, no consigo
atravesar la niebla. Me levanto cuando todavía es de noche para preparar el
desayuno a mis hijos y sueño con volver a la cama en cuanto se vayan. Me pesa
el cuerpo como si llevara dentro de él un muerto. Pero resucito cada mañana con
un vaso de leche y un omeprazol, o cuando ellos me dan los buenos días con
cariño, llamándome puto calvo, por ejemplo. Me miro en el espejo y no soy
feliz. Estoy viejo. La luz del baño sobre mi cabeza es como un rastrillo que
separa las crenchas de mi cabello blanco y ralo, cada vez más escaso. El pelo
se me cae como las hojas de un árbol para el que no habrá primavera. Al llegar
abril no brotarán del cartón de mi coronilla mechones espesos y lustrosos.
Me acuerdo de mis tiempos de macarra juvenil y le digo a
mi hijo mayor que se deje el pelo largo; que estos son sus mejores años de pelo
y él los está desaprovechando rapándose cada quince días, haciéndose mohicanas,
convirtiendo su nuca en un puñal; que ya nunca volverá a tener un pelazo como
el de los dieciocho años. Él me contesta que no tengo calle y añade, polisémico,
que me calle. Discutimos un poco. Pero no se puede ganar una discusión llevando
puesto un pijama de los pitufos.
Cuando mis hijos y mi mujer se van, finalmente, no vuelvo
a la cama. Me siento frente al ordenador por pura inercia, intento escribir
algo y solo me salen obras maestras. Lo malo es que se atascan tras uno o dos
párrafos. Después no tengo fuerzas, ni ilusión para seguir. Busco en las redes
sociales megustas o reviso el email por si llega la notificación de un premio,
una reseña en un suplemento literario, una traducción, una adaptación al cine
de alguno de mis libros…. ¡Ja, ja, ja!, me río luego de mi propia
candidez.
Miro a continuación las noticias. “Editor muerto en
accidente laboral”, leo. Y pienso, sarcástico, si le habrá dado un infarto o un
dolor redondo al enfrentarse al manuscrito de un escritor de best-sellers, pero
después el eco de mi carcajada me rebana la garganta, porque el editor en
cuestión es Rodrigo Córdoba, que publicó muchos de los fanzines en que colaboré
y de los libros de mis amigos, aquellos con los que he compartido buena parte
de este camino plagado de bocas de alcantarillas abiertas; por eso y porque en
realidad ha muerto cayéndose de un andamio. Maldito país, me sale la vena
eskorbutiana.
Intento calmarme leyendo un poco, un par de cuentos de Otessa Moshfegh, un poema de David González o una de las historietas de Non Gogoa, de Javier Mina y Pedro Osés. Me asomo a la ventana. Ha salido el sol. Veo a una pareja que camina de la mano, a una abuela que juega con su nieto en el parque… Pronto acabará el otoño y llegará el invierno y entonces, como cada año, ya sabré con certeza qué ropa ponerme, cómo protegerme del frío, cómo caminar a través de la niebla. Este fin de semana, además, cambian la hora, así que el lunes, cuando me levante, ya estará amaneciendo.
Patxi, Irurzun. Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine On (diarios Grupo Noticias) 30/10/22
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 15/10/22
A mí, que fui educado en la austeridad, es decir, que me
bañaba los sábados con el mismo agua en la bañera que mis tres hermanos y que
todavía hoy en día solo pido un taxi como ultimísimo recurso, por ejemplo si
hay que andar más de quince kilómetros o cuando no hay disponible ningún otro
tipo de transporte público o de rocambolesca combinación entre ellos, a mí, a
pesar de todo ello, se me pasa por la cabeza de vez en cuando la idea de que no
me importaría nada tener un chófer.
Fantaseo con ello, claro, porque de momento es gratis —lo de fantasear, digo—, en realidad estoy muy lejos, a mucho más de
quince y de quince mil kilómetros, de poder permitírmelo. Y aunque pudiera permitirme tener un chófer
creo que me daría vergüenza. Incluso en mis fantasías mi chófer es alguien
discreto, todo lo contrario de aquella doble de Grace Jones que conducía la
limusina en la que Camilo José Cela realizó su segundo viaje a la Alcarria —el
primero, recordemos, lo hizo en burro—, claro que me imagino que Cela nunca se
habría bañado en el mismo agua que sus hermanos porque acabaría absorbiéndola
toda por el culo (el escritor afirmó en una entrevista con Javier Gurruchaga
que era capaz de chupar por vía anal un litro y medio del líquido elemento).
No, a mi chófer imaginario no lo visto con librea, no le
obligo a abrirme y cerrarme la puerta ni lo llamo a gritos o le insulto cuando
tengo prisa, como una Celia Villalobos cualquiera (“¡Vamos, joder, Manolo!”, la
pudimos oír dirigirse a su conductor en una ocasión, y remató con un encantador
aparte: “No son más tontos porque no se entrenan”). Lo cual tampoco quiere
decir que confundamos los papeles y mi chófer y yo seamos colegas. Mi chófer y
yo guardamos las distancias, él se sienta al volante y yo en el asiento de
atrás y apenas hablamos, no intimamos demasiado, nos tratamos de usted, no por
nada, sino para que cuando llegue el día pueda decirle “¡Siga a ese coche!”!, otra cosa que siempre
me ha hecho ilusión.
La verdad es que, fuera bromas, todas estas fantasías
absurdas no obedecen a un arrebato burgués y desclasado sino al hecho de que
conducir me da puto asco, algo que se agrava teniendo en cuenta que cada día
tengo que hacer como mínimo cincuenta kilómetros. Un chófer sería altamente
beneficioso para mi salud mental, me liberaría de todos esos conductores que no
respetan la distancia de seguridad, de los que creen que la que yo guardo con
el coche que me precede es el hueco para que ellos adelanten, o de los que
aparcan en doble fila, aunque tengan sitio diez metros más adelante; con un
chófer no tendría que sentirme un marciano cada vez que debo disculparme por no
beber alcohol si luego tengo que conducir, o cuando voy al taller y me hablan
en chino mandarín, me preguntan si mi coche es TDI o me explican que se le ha
roto un manguito.
En fin, como lo del chófer, después de todo, no lo veo muy factible, todavía me queda la esperanza de que en un futuro próximo se generalice el uso de vehículos sin conductor, es decir, que todos sean, además de muy económicos, parecidos al coche fantástico y yo pueda cumplir mi viejo sueño: “¡Kitt, sigue a ese coche!”, le diría. Y le pediría también que me llevara los domingos a mirar escaparates.