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Publicado en mi sección Rubio de bote del suplemento ON (periódicos de Grupo Noticias) 16/01/16
Eso no es publicidad, es acoso. “¿Hay algo de Star Wars, no?”, decimos —modo irónico— en casa cada vez que en la tele, por la calle, en las tiendas…, recibimos un impacto publicitario de la última película de esta saga cuya promoción se ha convertido en una auténtica dictadura cultural. Está hasta en la sopa, y no es una forma de hablar: Campbells, ha lanzado una serie de sus sopas con el rostro de Chewbacca, Yoda y otros personajes de la película estampados en sus famosos botes.
De modo que esa frase, “¿Hay algo de Star Wars, no?”, que comenzó siendo parte de nuestro idiolecto familiar (es decir, de la particular forma de hablar de cada familia, sus giros y bromas domésticas; en mi casa, por ejemplo, decimos mucho palabras como “morrudo”, “alabuyé”, «pelmo» o listopán» y mantenemos otras que pronunciaban torcidas o mutiladas los niños de pequeños, como bacallito, en vez de caballito, saña en vez de lasaña, etc.); esa frase, decía, “¿Hay algo de Star Wars, no?”, se ha convertido en uno de esos estribillos que se te pegan o con los que te levantas una mañana y no puedes dejar de repetir, aunque aborrezcas o ya no tengan gracia. De hecho, la gracia de repetirla ahora (a una media de cada cinco minutos, aproximadamente) es que ya no tiene gracia.
A mí Star Wars tampoco me ha hecho nunca demasiada gracia, pero no creo que después de semejante paliza publicitaria me acompañe la fuerza para unirme a su legión de fans (a quienes, en realidad, se supone que la publicidad no va dirigida, porque ellos ya están previamente ganados para la causa; aunque quizás lo que ha conseguido esta campaña es que deserten de La guerra de las galaxias, como cuando un grupo de música o un escritor que consideras “tuyo” empieza a gustar a todo el mundo). Se trata, pues, o se debería de tratar de una campaña contraproducente. Yo, por ejemplo, veo un bote de sopa con la cara de Chewbacca y no me resulta nada apetitosa, de hecho, la frase que viene a mi cabeza es “Camarero, hay un pelo en la sopa”. Y, lo más grave, se trata de una campaña además de atosigante, ofensiva, pues trata a los potenciales espectadores como si fuéramos tontos. Como si alguien tuviera que elegir el menú por nosotros y tuviéramos que creerle que en la carta solo hay un plato.
Me niego a creer que seamos tontos, pero igual me equivoco, y una campaña publicitaria como la de Star Wars consigue lo que se propone y es en realidad la adecuada, la que nos merecemos. Después de todo vivimos en un mundo en el que todo es absurdo y sin embargo la reiteración nos lo acaba imponiendo como normal, un mundo en el que los ladrones son presidentes de bancos, los ministros condecoran a Vírgenes o tienen ángeles de la guarda que les ayudan a aparcar, los concejales de cultura escriben con faltas de ortografía, los señoritos andaluces son bohemios y entrevistan a presidentes del gobierno o nietas de Franco mientras juegan partidas al futbolín…; un mundo tontuno gobernado por un imperio de listos, que nos dicen qué tenemos que ver, leer, creer, comer, vestir, votar… Todo eso mientras nosotros metemos la cuchara en la sopa caliente y nos tragamos los pelos sin rechistar, como mucho haciendo algún comentario irónico, alguna broma doméstica —“¿Hay algo de Star Wars, no?”—, que ya solo hace gracia, solo dibuja la sonrisa estampada en un bote del Chewbacca o el Yoda de turno.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para On, magazine de los periódicos de Grupo Noticias (02/01/2016)
El primer animal que tuvimos en casa fue la polla. Una gallina, vamos. Uno de aquellos pollitos pintados de colores que vendían en las fiestas de los pueblos mientras la gente tiraba el jersey a lo alto al compás de “Voló, voló” y a los que al cabo de unos días el culo comenzaba a pelárseles y se morían pero que a nosotros nos aguantó y se hizo grande y por eso y porque era chica la llamamos la polla. La polla olía fatal y tuvimos que fabricarle con cartones una especie de gallinero en el balcón. A veces le concedíamos el tercer grado y la metíamos en casa. En el pasillo levantábamos barricadas, como en las calles, solo que nosotros con Exin Castillos, y la polla saltaba por encima de ellos, y en el aire quedaban flotando algunas plumas, y nosotros nos reíamos mucho y estornudábamos, todo eso sin saber que lo que estábamos haciendo era entrenar a la polla para la gran evasión.
La polla intentó fugarse un día de reyes, saltando desde nuestro quinto piso, de balcón en balcón. La descubrimos cuando estaba en el tercero, yo creo que ya arrepentida, temblando sobre la barandilla. Conseguimos que volviera a casa tirándole a dar curruscos de pan duro que guardábamos en un saco para los perros de la huerta del abuelo. Y una vez que la hubimos rescatado mi madre dijo “La polla o yo”. Elegimos a mi madre y a la polla la llevamos a un gallinero que tenían mis tíos en el pueblo y en que los primeros once días la polla estuvo poniendo huevos como una campeona y al siguiente se la comió un perro (o eso nos contaron).
Luego vinieron aquellos ratones de ojos rojos. Nosotros queríamos un hámster, ya teníamos incluso preparada la jaula, con su ruedita y todo, pero mis tías dijeron que sus vecinos criaban “bichos de esos” y que si queríamos algunos y nosotros dijimos que sí y cuando fuimos a recogerlos los bichos de esos eran ratones de laboratorio, blancos y flacuchos y con los ojos rojos, y a pesar de todo nos los llevamos a casa, y en casa, claro, los ratones se escaparon de la jaula porque para ellos aquello no era una jaula sino una plaza con porches. Nunca supimos qué fue de aquellos ratones. Al principio, de vez en cuando, alguno aparecía desde detrás del armario, cuando estábamos viendo la tele, se ponía de pie, se frotaba las patitas y volvía corriendo a esconderse. Aquellos ratones o tenían muy mala leche o estaban locos, porque para mí que vivían dentro del televisor, y por eso este a veces se estropeaba, y para que volviera a funcionar había que levantarse y darle un zurriagazo y después olía a pelo quemado y así, electrocutados o escuchando los debates de La Clave, yo creo que fueron muriéndose todos aquellos ratones de ojos rojos.
Y después vinieron muchos más, el gato Pelusa (hasta que mi madre dijo “El gato o yo”, y como durante un rato estuvimos dudando mi madre tuvo que bajarlo en el bolso de la compra al barranco, al final del descampado que había debajo de casa), y la cotorra Tibisai (a la que resucité, tras recogerla de la basura cuando todos la daban ya por muerta, haciéndole el boca a boca una mañana que volvía de gaupasa—la pobre, claro, quedó con secuelas graves—), y cardelinas, periquitos, tamagochis, pero de ellos ya hablaré otro día, porque ahora se me acaba la página y solo me queda espacio para desearle a todos ustedes que tengan un feliz año. Un año que sea la polla.
Publicado en el suplemento ON de los periódicos del Grupo Noticias (19/12/15)
—Bueno, ya pueden pasar a cenar —dijo el camarero, y la barra del bar se transformó en una pole position.
De repente, todos mis compañeros de trabajo, que hasta entonces charlaban tranquila y amigablemente de sus cosas, el running, la última entrevista de Bertín Osborne, el uso de las figuras retóricas en los debates electorales, salieron derrapando y se convirtieron en esguinces andantes, retorciéndose para pasar todos a la vez por la puerta que conducía al comedor.
A sus espaldas solo quedaron algunos corronchos de vino sobre la barra, como manchas de neumático quemado, y un becario atropellado, al que ayudé a ponerse en pie y que una vez que lo hice me correspondió con un valentinorossi, es decir, empujándome y tirándome al suelo. Aquel chico llegaría lejos.
A mí siempre me ha costado arrancar, pero cuando por fin entré al comedor comprendí qué pasaba. Todos se habían sentado ya y la única silla que quedaba libre era la silla eléctrica. La silla que quedaba al lado del jefe. No espabilaba. Todos los años el mismo error táctico. La experiencia, al menos, era un grado, y sentado a la derecha del jefe había aprendido a moderarme, a beber como él, mojándome solo los labios, a diferencia de muchos de mis compañeros, que lo hacían como si al día siguiente se acabara el mundo y de hecho para muchos se acababa porque terminaban la noche subidos sobre algún barril de cerveza, descamisados, haciendo guiños con los pectorales o dándose de hostias o el lote con algún otro compañero, incurriendo, en definitiva, en comportamientos que no ayudaban precisamente a que les renovaran el contrato.
Pasé, pues, la cena como buenamente pude, intentando que no se me notara mucho que ya le había oído a mi jefe contarme el mismo chiste todos los años anteriores, aquel que decía que de joven había sido rojo y había corrido delante de los grises, y después, a los postres, cuando lo del amigo invisible, también estuve bastante relajado, porque este año al sacar el papelito me había tocado yo mismo y me había callado como un perro y así, además de no tener que devanarme los sesos, me iba a ir a casa con un libro, la Historia universal de los hombres gato, de Josu Arteaga, en lugar de con una diadema de pollas de goma o un tanga con un gorrito de Papa Noel para tapar el huevamen.
Vino también entonces, mientras cada cual iba desenvolviendo su regalo, el lamentable momento de los discursitos. El becario resultó uno de esos tipos que hablaban de la empresa en primera persona, como si en lugar de un empleado fuera un accionista; el delegado sindical habló de la empresa como si en lugar de una accionista fuera un empleado; a uno con coleta y pendientes, cuando intentó hablar, le cortó el jefe; y cuando habló el jefe dijo que “este año las cosas no han ido muy bien, ya lo sabéis, así que toca apretarse el cinturón y vamos a empezar dando ejemplo con esta cena, que, lamentándolo mucho, vamos a pagar a escote”. Y después de un silencio algo tenso, mientras todos nos palpábamos la carteras y por lo bajinis nos cagábamos en los que habían pedido chuletón con suplemento y vino del caro, alguien propuso hacer un brindis y todos nos levantamos y chocamos las copas, tan amigos, igual que siempre, igual que pasaría el año siguiente, en la próxima cena de empresa, o al otro, o dentro de otros cuatro años, cuando tocaran otra vez elecciones.
Publicado en Rubio de bote (magazine ON ,Grupo Noticias) 5/12/15
En segundo de BUP en mi clase del instituto éramos 34 chicas y solo dos chicos.
Había elegido una asignatura optativa que se llamaba “Hogar”, en la que te enseñaban punto inglés o a pintar figuritas de porcelana y a la que –eso no yo no lo sabía— apenas solían apuntarse chicos.
—¡Vaya potra! —me decían los otros chavales, pero ellos se matriculaban en “Electricidad”, otra de las optativas, mucho más masculina.
Yo había elegido “Hogar” porque decían, y era cierto, que daban aprobados generales y apenas había que aparecer por clase.
Recuerdo que en una de las evaluaciones había que hacer una bufanda y yo solo fui capaz de tricotar una de poco más treinta centímetros. Y que cuando me llegó el turno de presentarla, me la puse al cuello y estiré con todas mis fuerzas de los dos extremos. Y que la profesora me miró con cara de “a quién quieres engañar”, pero luego me puso un suficiente (aunque aquella bufanda solo era suficiente para David el Gnomo).
La verdad era que conmigo aplicaban una especie de discriminación positiva, que también tenía sus inconvenientes, porque en el resto de asignaturas, cuando los profesores preguntaban resultaba mucho más difícil pasar desapercibido y siempre me tocaba salir a la pizarra a declinar algún genitivo latino o resumir El laberinto de las aceitunas.
Me pegué todo el curso en tensión, por ello, y por las chicas, que para mí eran poco menos que extraterrestres, pues yo provenía del apartheid sexual de los colegios de curas. Pasar de los escolapios al instituto supuso para mí un cambio brutal. En el instituto se fumaba en los pasillos, se faltaba alegremente a clase para ir a beber claretes al bar (¡que estaba dentro del propio instituto!), teníamos huelgas, asambleas, manifestaciones, broncas con la policía casi cada semana. ¡Y había chicas! Chicas con el pelo cardado y pantalones ajustados y chupas de cuero —con hombreras— y chapas antinucleares o de Barricada o de Kortatu. Chicas por todos los lados ¡Chicas en la clase de gimnasia!…
Aquellos días de instituto están grabados en mi memoria como si los hubiera escrito con los dedos sobre cemento fresco. Salir en los recreos a la panadería a por un bollo de pan y a la carnicería a por quince pesetas de chorizo. Comprar cigarrillos sueltos. O gorronearlos. Ir a clase hecho un zakarro, como decía mi madre, por ejemplo, con chupa vaquera, pantalones de mahón —o de arrantzale, como los llamábamos— y macuto militar (en el que, sin embargo, había escrito con boli Bic “MILI KK”); o con una carpeta forrada con pegatinas anti-OTAN o con fotos del monstruo de Iron Maiden o de Julius Erving o de Maki Navaja.
En el instituto empecé a sentirme adulto, dueño de mí mismo, libre y a saber que la libertad en realidad no consistía en tenerla, sino en perseguirla, en buscar respuestas a preguntas que nunca se resolvían y que bullían en mi cabeza, aquella cabecita confusa de quinceañero que era como un puchero de pisto hirviendo, o como una acera recién cimentada. Y eso a menudo solía suceder, además de en el bar del instituto o escapándose de los antidisturbios, en las clases de literatura o de filosofía, esa asignatura que ahora quieren cargarse, puede precisamente que para eso, para que seamos menos libres, para que no nos hagamos preguntas que no tienen respuesta, que no sirven para nada, para que nos convirtamos en ciudadanos prácticos, que votan y consumen y ven la tele y si se indignan ya tienen emoticonos con el ceño fruncido en el facebook y en el whatsapp. Para que, cuando volvamos a las cavernas, ya no nos quede el fuego ni las sombras, pero podamos optar entre “Hogar” o “Electricidad” (o entre ir al instituto o estudiar una FP para ser toreros).
Publicado en ON, suplemento de los diarios de Grupo Noticias (7/11/15). Foto: Patxi Irurzun
Escribir es a menudo como enviar mensajes en botellas que nunca sabes si llegan a alguna orilla, si, por el contrario, son destruidas contra las rocas por el oleaje o si se pierden confundidas en un océano de cristal y éter, poblado por millones de náufragos con whatssap y cuentas en redes sociales que tampoco dejan de arrojar al vacío sus corazones y otras vísceras embotelladas.
Hace algunas semanas contaba desde esta isla la historia de Putoso, el enorme oso de peluche que me encontré abandonado una mañana junto a unos contenedores de basura. En la habitación de mi hijo había un oso exactamente igual a él, uno de sus quinientosmilillizos, y cuando subí a casa el muñeco me miró con los ojos del revés, clavándomelos como alfileres, de modo que tuve que volver a la calle a rescatar a su hermano. Demasiado tarde. Para cuando llegué aquel oso sintecho había desaparecido, no supe si engullido por el camión de la basura o adoptado por alguien con un corazón más ágil que el mío —y así terminaba el artículo, lanzando aquella duda al mar—.
Para mi sorpresa, durante las semanas siguientes recibí varios emails en los que me decían que habían visto a Putoso aquí y allá, durmiendo sobre la cama de un albergue en Bilbao, colgado por las orejas en un tendedero en Tudela o secuestrado por un hombre con una furgoneta en todas partes. Putoso, pues, o un plantígrado que se le parecía mucho, se había hecho mochilero, había escapado al triste destino que según pude saber aguarda a miles de sus congéneres (durante aquellos días recibí también unas cuantas fotos de osos de peluche desahuciados, abandonados en la basura, e incluso pude saber que hay una especie de subgénero fotográfico dedicado a ellos). Pero lo más curioso sucedió hace unos días, cuando en el autobús se me acercó un señor y me preguntó si yo era rubio de bote:
—Sí, hombre, el que escribe esa sección en el ON—me dijo, mientras yo me mesaba algo ofendido mis canas naturales—. Pues yo soy el que encontró a Putoso—se presentó a continuación, y en su cara se dibujó una sonrisa como un sol de invierno, que se nubló cuando añadió que, por desgracia, algunos días después él también tuvo que deshacerse del peluche…
No pude preguntarle el motivo (quizás Putoso era un oso conflictivo, con el que no resultaba fácil convivir, un oso pedorro o al que le gustaba el reggaeton) porque justo en ese momento el hombre llegó a su parada y tuvo que bajarse del autobús.
Daba igual. A mí casi se me saltaron las lágrimas. Alguien recogía mis mensajes en una botella. Alguien leía mis historias e incluso las prolongaba, las hacía suyas. Escribir es un oficio solitario, un oficio de náufragos, que requiere de alguien que lance el flotador de su lectura. La literatura es un diálogo extraño, complicado, en el que los interlocutores están separados por una mampara de papel. Por eso, de vez en cuando, es estimulante que alguien abra una brecha en ella y que se deje ver, que permita que entre el aire, ese aire que ventila la habitación del escritor y hace que huyan los fantasmas que la habitan: la soledad, la inseguridad, el preguntarse si lo que haces tiene algún sentido, vale para algo, para que alguien se ría o se emocione o se indigne… Yo, al menos, recibo entusiasmado ese tipo de mensajes o comentarios y los agradezco con toda mi alma de rubio de bote. De hecho, estoy esperando más emails o fotos que me informen de las nuevas aventuras de Putoso, el oso de peluche con el corazón vagabundo.