Claus
y Lucas. Lucas y Claus. Desordenando las letras de un nombre se
compone el otro, los nombres de los dos gemelos que protagonizan
estas tres impresionantes novelas de la escritora húngaro-suiza
Agota Kristof. Esos nombres que se confunden deliberadamente
−o no−, sin que podamos asegurar con certeza quién es quién, si
se trata de dos personajes, de uno solo o, en el fondo, de un
trasunto de la propia autora.
Es
interesante, por esto último, comenzar hablando de la vida de Agota
Kristof. Vida y obra. Así era, después de todo, cómo aprendíamos
la literatura en la escuela, no sin su parte de razón, pues casi
siempre la peripecia vital de los escritores tiene su reflejo, su
prolongación o su catarsis en sus libros y en los personajes de los
mismos. Aunque también es cierto que, por el contrario, en otras
ocasiones es conveniente diferenciar y no juzgar una cosa por la
otra: denostar, por ejemplo, una cumbre de la literatura universal
como Viaje al fin de la noche a causa de los devaneos
filonazis de Céline o buena parte de las
novelas de Mario Vargas Llosa pensando en su ideario político
o sus enamoramientos de la pichula. Pero ya nos ocuparemos de ello en
su momento, volvamos ahora con Agota Kristof.
Vida
y obra
La
escritora húngara (Csikvánd,1935)
huyó cuando tenía veintiún años
de su país
y del régimen totalitario bajo el cual transcurrió su adolescencia.
Lo hizo a pie, junto a su marido, atravesando montañas nevadas con
un bebé de cuatro meses en brazos, para instalarse en Neuchâtel
(Suiza). Allí trabajaría durante cinco años en una fábrica de
relojes (suponemos que tratándose de Suiza la otra opción habría
sido hacerlo en una de chocolate), una experiencia que describió
como traumática −hasta
tal punto que llegó a asegurar que habría sido mejor pasar dos años
en un gulag soviético−
y de la que, no obstante, se resarció escribiendo una novela
titulada Ayer,
protagonizada, casualmente, por un exiliado que trabaja en una
alienante fábrica de relojes y que convive con una mujer a la que no
ama. Kristof, de hecho, terminaría divorciándose de su marido al
cabo de esos cinco annus
horribilis como operaria
e iniciando su carrera como escritora, en francés, una lengua que
nunca llegó a dominar por completo, tal y como ella misma confesó,
lo cual paradójicamente forjó su singular
estilo literario.
La escritora nos cuenta todo esto en una brevísima biografía titulada La analfabeta, que es, además, un complemento casi imprescindible para la lectura de Claus y Lucas, pues con ella conseguimos trenzar varios de los hilos que quedan sueltos en las tres novelas que componen la lectura que hoy nos ocupa. En lo que se refiere al idioma y al estilo, las carencias de la autora determinan una escritura sencilla, compuesta por medio de frases cortas, numerosos diálogos y una sintaxis básica, como un esqueleto o un andamio sobre el que se sostiene con firmeza una obra a la que, además, tiene la habilidad de dotar de la voz de dos niños, los dos gemelos que la protagonizan, cuya personalidad inquietante, rayana en la insensibilidad, acaba destilando un tono frío y despersonalizado que, a pesar de ello, resulta adictivo.
Kristof,
por lo demás, no es la única escritora que encuentra su voz en una
lengua que no es la materna. El irlandés Samuel Beckett
escribió Esperando a
Godot en
francés; o el ruso
NabokovLolita
en inglés (aunque en
realidad este último supo escribir y leer antes en esta lengua que
en la suya propia). Agota
Kristof, por el contrario, aprendió su idioma literario siendo
adulta, y si traemos aquí a colación esta
circunstancia es
porque Claus y
Lucas
nos habla, entre otras cosas, de ello, del conflicto o la bipolaridad
que surge entre todo lo que la autora tiene que dejar a sus espaldas
al emigrar −su
país, su familia, su lengua y su cultura−
y la nueva identidad que debe
construir.
Claus
y Lucas, Lucas y Claus
No
existe, en realidad, una obra con ese nombre, Claus y
Lucas, este es el título bajo
el que se agrupan en su edición en español las tres novelas
protagonizadas por los dos gemelos: El gran cuaderno,
La prueba y La
tercera mentira. La primera de
ellas, El gran cuaderno,
es seguramente la más conocida y en sí misma una obra literaria
autónoma y suficiente −o
sobresaliente−
para convertir
a la autora en
una de las grandes escritoras
de la literatura europea. Las
otras dos, por el contrario, exigen o precipitan la lectura de todo
el pack.
A
lo largo de las páginas de El gran cuaderno en ningún
momento es posible desgajar a un gemelo del otro: hablan en plural,
van juntos a todos los sitios, llevan a cabo en comandita sus
ejercicios de crueldad, inmovilidad o silencio (algunos de los cuales
la autora revela en La analfabeta que ella misma practicó
siendo niña, durante sus años en un internado). La individualidad
de los gemelos está anulada y Claus y Lucas, Lucas y Claus son un
único personaje, sobre el que el lector arroja la sospecha de una
esquizofrenia latente o la invención de un amigo o hermano
imaginario que venga a suplir una pérdida traumática… La novela,
en la que se suceden episodios perturbadores de tortura, abusos
sexuales, autolesiones…, nos narra la historia de los dos niños,
abandonados a su suerte junto a una abuela despegada y despiadada,
todo ello en un escenario histórico impreciso y atemporal de
totalitarismo y guerra en el que los gemelos deben aprender a
sobrevivir estableciendo sus propias y rígidas leyes, entre las
cuales también están las de la escritura, pues van anotando sus
progresos en un cuaderno, escrito en primera persona (del plural) y
con brevísimos episodios que son los que nosotros leemos al tiempo
horrorizados e hipnotizados. “Debemos escribir lo que es, lo que
vemos, lo que oímos, lo que hacemos”, sentencian los gemelos en su
cuaderno, y se imponen a sí mismos la norma de evitar hacer juicios
o utilizar palabras que definan sentimientos. El registro literario
resulta, en consecuencia, aséptico y de una gelidez pavorosa, pero a
la vez consigue, extrañamente, reducir la sordidez y el tono
macabro. Agota Kristof da, en definitiva, con una fórmula literaria
mágica.
En
medio de tanta crueldad, no obstante, se deslizan también momentos
de empatía, pues los gemelos endurecen sus almas hasta
insensibilizarlas, pero también recubriéndolas con la armadura de
una moral propia de acuerdo con la cual se sienten obligados a
socorrer a quienes son más débiles que ellos y sufren abusos, como
su vecina Cara de Liebre (también es cierto que, con esa explosiva
mezcla de compasión e indolencia, finalmente le rebanarán el cuello
y quemarán su cuerpo sin inmutarse, cuando Cara de Liebre les pide
que acaben con su sufrimiento).
Una
madeja enmarañada
En la segunda entrega de la trilogía, La prueba, los gemelos se separan y se convierten en adultos: Claus cruza la frontera y Lucas continúa viviendo bajo los rigores de un régimen totalitario. Kristof, de hecho, abandona ahora la primera persona y recurre a un narrador omnisciente −es decir, un Gran Hermano− aunque manteniendo siempre el tono perturbador y despersonalizado. Pese a ello, es en esta parte de la narración donde nos encontramos, como un diamante brillando entre el lodo, con seguramente su pasaje más emocionante, el que nos describe la trágica relación de amor paterno-filial entre Lucas y el hijo de una de sus amantes, que reconoce como propio.
La
prueba, por otra parte,funciona también como una
transición hacia la tercera novela, titulada La tercera mentira,
en la que los gemelos se reencuentran y sus personalidades
vuelven a confundirse, en una madeja en la que no sabemos a ciencia
cierta si se resuelven o se enredan los hilos que han quedado sueltos
a lo largo de la trama. El recuerdo personal que tengo al respecto es
que en el momento físico de la lectura las piezas del puzle
encajaban, pero apenas levantaba la vista del libro, una vez
terminado el mismo, todo volvía a desordenarse. Me resulta
complicado saber si esa fue la intención de la autora, escribir
sobre los imprecisos y confusos límites de la identidad, sobre cómo
componen la suya o se acumula caóticamente todo lo que perdió o
dejó atrás a lo largo de su vida y lo que tuvo que aprender y
completar −una nueva lengua, un nuevo mundo y una nueva manera de
expresarlo−, es decir, si la imposibilidad de distinguir a Lucas y
a Claus, a Claus y a Lucas es magistralmente premeditada, o si las
dos novelas que siguen a El gran cuaderno son solo un error
involuntariamente genial, una pifia monumental, un laberinto
endiablado del que Agota Kristof no supo salir y en el que nos obliga
a acompañarla, siguiendo la inercia inevitable de El gran
cuaderno y disfrutando en el extravío de una experiencia
literaria única e inquietante, que ningún lector que aún mantenga
cierta capacidad de asombro debería perderse.
En una de las obras del escritor y dibujante Juarma, Abrázame hasta que esta vida deje de dar puto asco, una recopilación de sus antológicas viñetas, se lee “Se vienen cositas…” y bajo esa frase aparece la imagen de la muerte con una guadaña al hombro. Un pildorazo de cruda y fatal realidad que Juarma consigue que no se nos atraviese en la garganta haciéndonoslo pasar con el trago del humor negro. El dibujo podría ser además un buen resumen de lo que vamos a encontrarnos si nos acercamos a la literatura o a la obra gráfica de este talentoso escritor y dibujante granadino: punk, existencialismo y muchas sonrisas dibujadas en el rostro del lector a navaja o con la punta afilada de un rotring.
Trainspotting
“granaíno”
Juan
Manuel López, Juarma, nació en 1981 en Deifontes, una pequeña
localidad de los Montes Orientales de Andalucía. Hasta hace apenas
dos años era conocido sobre todo por sus dibujos e historietas, que
publicaba en revistas como El Jueves, el TMEO o en los fanzines que
él mismo se encargaba de fotocopiar y enviar por correo (algo que
todavía sigue haciendo), pero en 2021 su primera novela, Al
final siempre ganan los monstruos −que
la escritora Cristina
Morales
describió en una “bragafaja” promocional como “Trainspotting
en un pueblo de Graná”−
se
convirtió en todo un fenómeno literario tras ser publicada por la
editorial Blackie Books (aunque en realidad la novela apareció antes
en una edición de otra pequeña editorial llamada Camping Motel
Ediciones, con una tirada limitada que se agotó rápidamente).
Al final siempre ganan los monstruos era una afinada y a la vez desgarrada novela coral −algo así como si Iosu y Jualma de Eskorbuto resucitarán para grabar un concierto con la Orquesta Sinfónica de Andalucía −que transcurría en Villa de la Fuente, un trasunto del Deifontes natal del autor en el que el “no future” es la marca de nacimiento para buena parte de los jóvenes de este pueblo imaginario que dibuja una tan real como desoladora estampa del mundo rural contemporáneo. En Villa de la Fuente, como en tantas otras pequeñas localidades de España, no hay trabajo, ni oportunidades, todos los caminos está cerrados, pero la cocaína entra a mansalva, y en ella, y en el trapicheo, la pequeña delincuencia, el alcohol, la violencia… encuentran consuelo para su desesperanza los chavales y perpetúan su autodestrucción los treintañeros.
A
ritmo de Eskorbuto y Piperrak
Punki
es
la siguiente pieza del puzle que Juarma está componiendo con el mapa
de este territorio mítico, en un ambicioso proyecto que tendrá
media docena de entregas y que lleva camino de convertirse en un hito
literario, una especie de domésticos y contemporáneos Episodios
nacionales.
Si la primera de esas entregas era, como decíamos, una novela coral,
en esta ocasión el autor fija su mirada en uno de los protagonistas,
Álex, al que vemos en dos planos: uno, en su primera juventud,
cuando el punk y los primeros coqueteos con la farlopa se convierten
en un refugio para sus problemas familiares y amorosos; y otro en el
que lo encontramos siendo ya un adulto a la deriva, luchando contra
la adicción, el divorcio y contra sus demonios interiores y los
fantasmas de su pasado. La intención confesa de Juarma es
entregarnos una cinta de casete, con su cara A y su cara B. Y lo
cierto es que en ambas resuenan auténticos trallazos, una voz
literaria rabiosa y pegadiza que no podemos dejar de escuchar porque
toda la tragedia personal del personaje se nos cuenta a la vez con un
registro en el que no faltan el humor y la ternura. En Punki
hay, sí, muchas lonchas de cocaína, mucho cubata de discoteca de
pueblo, hay peleas, sale −hablando
de violencia, en este caso acústica−,
hasta Melendi…
pero en realidad todo ello forma parte de un atrezzo
hiperrealista
para traer al frente una historia de amor, de incomunicación, de
extrañeza, de una sensibilidad echada por tierra por la brutalidad
de las circunstancias y de esa vida que da puto asco y frente a la
cual todos necesitamos ser abrazados.
Por
lo demás, emociona imaginar que probablemente esta novela Juarma
comenzó a escribirla, tal vez sin saberlo todavía, cuando era solo
un chaval que bebía litronas con otros como él en el banco de un
parque de Deifontes mientras escuchaban a Eskorbuto,
Piperrak
y otros grupos de punk kalimotxero y la gente decente pasaba a su
lado y murmuraba qué pena de muchachos o vaticinaba que ninguno de
ellos llegaría nunca a hacer nada de provecho.
…y SOLO QUERÍA BAILAR de Greta García
Álex, el protagonista de Punki, y Pili, la narradora de Solo quería bailar, la novela que comentaremos a continuación, podrían perfectamente haberse encontrado en alguno de sus rules por cárceles, centros de desintoxicación, pueblos y escenarios de mala muerte de Andalucía. Y tal vez habrían cruzado una mirada de complicidad o compasión, pues lo que ambos padecen o lo que condena a ambos a una vida perra y violenta es la falta de amor o la incapacidad o la falta de habilidades y de oportunidades para obtenerlo o recibirlo. Las dos son además novelas rabiosas, pirómanas, pero sofocadas por la ternura y el humor.
Las
tres aspiraciones de Pili
En
el caso de Solo
quería bailar,
su autora, Greta
García (Sevilla,
1992) afila este último componente, el humor, para contar otra
historia tremenda, otra tragedia, la de una bailarina encarcelada
tras haber cometido algún tipo de atrocidad que no se desvela, ni lo
haremos nosotros, hasta el final de la obra. Un humor que se torna
descacharrante, una especie de lubricante contra una vida que da por
culo, y perdón por la expresión, pero es por mantenernos a tono con
la novela, en la que la escatología y las referencias a la cavidad
anal son recurrentes. Solo
quería bailar,
de hecho, se abre con una escena en la que la protagonista acude a la
enfermería de la prisión en que cumple condena porque no puede
extraer de su cuerpo un cepillo de dientes con el que ha estado
hurgando en su retaguardia; o en uno de los pasajes del libro podemos
leer: “En
mi vida he tenío tres grandes aspiraciones: ser bailarina, matar a
gente y tener un ano enorme donde metérmelo to”
Quizás eso, el humor, sea uno de los mayores logros de la novela, de la que se ha destacado también su oralidad, el hecho de escribir como se habla −en este caso en Sevilla− burlando para ello convenciones ortográficas, utilizando vocabulario local… Algo que sin ser nuevo (lo podemos encontrar en otras novelas recientes, como Panza de burro, de Andrea Abreu, que también reseñamos en este club de lectura, o en otras literaturas, como en la novela ¡Nel tajo!, de la francesa Anne F. Garreta, pero también en cumbres clásicas de la novela, en este caso gráfica, como las historietas del Makinavaja de Ivà); algo, decíamos, que sin dejar de ser en el fondo natural, parece sorprender todavía a algunos, acaso como consecuencia de una especie de secular mirada supremacista no solo hacia los acentos sino también a los temas locales o periféricos (hace ya veinte años, por ejemplo, si se me permite la intrusión, a mí mismo me rechazó un libro un importante grupo editorial −el mismo, por cierto, que recientemente en uno de sus periódicos destacó como una virtud el uso de la oralidad y las hablas locales en la nueva literatura española− arguyendo que tenía “demasiado vocabulario vasco-navarro”). Greta García, en todo caso, consigue, gracias a un minucioso trabajo de pulido, establecer una convención entre la lengua literaria y la oral que evita que la novela se “makinavajice” en exceso y lastre su lectura.
A
mandíbula batiente
Sucede
lo mismo con el humor. La novela podría haberse convertido en un
largo stand
up comedy,
en una sucesión de chistes o gags más o menos tremendos o sobrados
que acaban por acumulación desarmándose o perdiendo su gracia y su
carácter transgresor, pero la voz narrativa de la protagonista no
llega a ese punto, no se amontona, y Solo
quería bailar
nos ofrece innumerables momentos de carcajadas a mandíbula batiente.
El
humor y la oralidad no nos deben despistar, sin embargo (de hecho,
subrayar la forma por parte de la crítica tal vez haya sido
precisamente eso, una maniobra de despiste para que no reparemos en
el fondo), y no debemos olvidar que en la novela subyace −o
quizás ni siquiera eso, porque resulta bastante frontal−
un ataque a ciertas instituciones y un mensaje subversivo que nos
invita a la acción directa (si antes decíamos que Juarma tal vez
comenzó a escribir, de manera inconsciente, su novela en su
adolescencia kalimotxera, en el caso de Greta García, bailarina como
la protagonista de esta su primera novela, cabe imaginar que el
chispazo para escribir la misma pudiera brotar de su desesperación
frente a la burocracia a la hora de solicitar una ayuda o beca en
alguna institución oficial que más pareciera una tómbola o un
chiringuito).
Dos novelas en fin, Punki y Solo quería bailar, incendiarias y al tiempo refrescantes, perfectas para leer este verano.
Publicado en magazine ON, suplemento semanal de diarios Grupo Noticias (01/07/2023) @patxiirurzun
RÉQUIEM POR UN CAMPESINO ESPAÑOL, de Ramón J. Sender
Me temo que la novela de la que nos ocupamos esta semana, seguramente la más conocida de Ramón J. Sender, el popular autor oscense, hoy en día sería desechada sin contemplaciones por la mayor parte de editores y agentes literarios. La considerarían demasiado corta, con unas hechuras escuchimizadas para competir en estanterías y escaparates con los aplastantes best-sellers, con las musculosas novelas de romanos o de policías o con los tochos firmados por presentadoras de televisión, cocineros o directores de la Oficina del Español. Y además, ¿a qué precio vendes un libro tan delgadito para que sea rentable económicamente? Eso te dirían. O en otras palabras: donde estén destacadas contribuyentes al mundo de la literatura como Paz Padilla que se quiten los equivalentes actuales de El viejo y el mar, de Hemingway, La Perla, de John Steinbeck, Seda, de Baricco, El balneario, de Carmen Martín Gaite, etc.
Una anatomía perfecta Réquiem por un campesino español tiene cincuenta o sesenta páginas. En la mayoría de sus ediciones ocupan más los estudios introductorios que la propia novela. En realidad, podríamos decir que es más bien una novela corta, o un cuento largo, o que está en tierra de nadie, a medio camino entre ambas cosas. Da lo mismo. La novela tiene la extensión que necesita, ni más ni menos. La que le pide el cuerpo, que para eso su anatomía literaria es perfecta.
Publicada en 1953, apareció por primera vez en México con el título de Mosén Millán, uno de los protagonistas principales de la obra. El otro es el joven Paco el del molino, cuya misa de réquiem aguarda para celebrar Mosén Millán en una iglesia vacía, a la que solo acudirán quienes propiciaron un año atrás la detención y posterior fusilamiento del mozo en el pequeño pueblo en que transcurre la acción. Durante esa tensa espera el cura rememora la vida de Paco, que ha crecido a las faldas de su sotana, ha sido de niño su monaguillo, a quien ha casado, al que ha intentado hacer desistir cuando se ha enfrentado a los señoritos y terratenientes del pueblo, a quien finalmente ha visto morir, o, mejor dicho, ser asesinado, después de que él mismo lo haya delatado…
Un trágico final que de manera paralela a los recuerdos de Mosén Millán se anticipa en el romance popular, las coplas que va intercalando en la narración el monaguillo que asiste al cura en la misa de réquiem y que dibujan la figura del héroe, Paco el del molino, y su muerte digna, fiel a sus principios, frente al silencio, la pasividad y la falta de arrepentimiento del sacerdote, como símbolo del papel cómplice de la Iglesia durante el golpe militar.
La complejidad de lo sencillo Esos diferentes planos desde los que se nos cuenta la historia se sobreponen de una manera prodigiosa. Sender nos hace pasar de uno a otro sin que se note el cambio de marcha, del mismo modo que con una facilidad pasmosa es capaz de en apenas unas páginas, con solo algún detalle —por ejemplo, una frase puesta en boca de alguno de los personajes: “En Madrid pintan bastos”— resumir los acontecimientos políticos que sacuden a España: la llegada de la República, la colectivización de las tierras, la reacción fascista, las delaciones, las detenciones y ejecuciones… Una transición que recuerda a esa emocionante escena de Up, la película de dibujos animados, en la que en apenas uno o dos minutos vemos pasar ante nuestros ojos toda la vida de Carl Fredricksen, el anciano vendedor de globos.
La aparente sencillez con que narra Sénder se apoya, no obstante en un dominio de complejos recursos literarios como el mencionado antes, la intercalación, a modo de cantar de gesta, del romance en boca del monaguillo, o la presencia de una especie de coro griego que en la novela forman quienes acuden al “carasol”, ese mentidero en el que todo cuanto acontece en el pueblo adquiere resonancia, se transmite como a través de un teléfono roto o para el caso una red social de hoy en día, magnificándose, deformándose, manipulándose y asentando como verdad lo que a menudo es pura patraña. En ese carasol, además, nos encontramos con la Jerónima, un personaje cómico —o tragicómico, más bien— y asalvajado, cuyas intervenciones contribuyen a rebajar la tensión dramática: “Soltera, pero con llave en la gatera”, se define, por ejemplo, a sí misma.
Libre e indomable Y está además el uso de símbolos y alegorías: el potro de Paco, entrando triunfante en la iglesia y paseándose libre e indomable ante Mosén Millán y los terratenientes; el coche del oportunista don Cástulo, que sirve tanto para transportar al joven campesino a su viaje de novios como para llevarlo al paredón; los acompañantes de Paco en el momento de su asesinato, que recuerdan a los dos ladrones que flanquean a Cristo en la cruz…
No es esta última la única ocasión en que se contrapone la figura del joven, como una representación de los auténticos valores del cristianismo, a los de la iglesia, como institución posicionada a favor del poderoso y enemiga de los pobres. De hecho, los valores morales de Paco, sus anhelos de justicia social y su preocupación por los desfavorecidos, se despiertan cuando siendo monaguillo acompaña a Mosén Millán para dar una extremaunción hasta unas humildes cuevas del pueblo cuya miseria impresiona al muchacho, mientras deja indiferente, por el contrario, al sacerdote.
Artefacto literario Tal vez por todo ello, por no arrebatarle al verdadero héroe de la novela su merecido protagonismo, Sender desplaza finalmente del título original a Mosén Millán, a pesar de que la figura de este sea el eje alrededor del cual gira la obra, y la misma será finalmente nombrada como todos la conocemos hoy en día, Réquiem por un campesino español, un título con un eco mucho más épico, al que, por buscarle un inconveniente, habría que reprochar que de todos modos el tono en que es narrada la novela está alejado de toda solemnidad y la lectura de la misma resulta en todo momento deliciosa y nos conduce con una naturalidad en el fondo terrible al corazón de la tragedia. Réquiem por un campesino español fue llevada al cine en 1985 por Francesc Betriu, con un reparto de lujo (Antonio Banderas, Fernando Fernán Gómez, Antonio Ferrandis…, incluso Labordeta se cuela en el reparto, interpretando al pregonero), que, sin embargo, se encuentra con la desventaja insuperable de tener que competir con el libro, un artefacto literario perfecto, a pesar de su longitud, o que precisamente se vuelve todavía más valiosa por ello, y convierte a esta novela de Ramón J. Sender en una pequeña obra maestra.
Si existe algún escritor que se pueda considerar un icono pop es desde luego Edgar Allan Poe. Hay camisetas, tazas, bolsos con su rostro estampado —y eso que guapo, lo que se dice guapo, no era— y, como veremos más adelante, es posible encontrar reminiscencias de sus obras en infinidad de canciones, películas, cómics, series de televisión…
Puede que muchos de quienes llevan camisetas de los Ramones no sean capaces de tararear ninguna de sus canciones, pero en el caso de Poe, sus cuentos y poemas (El cuervo, Los crímenes de la calle Morgue, Annabel Lee, El corazón delator, El gato negro…), una vez leídos, no se despegan ni con agua hirviendo de nuestra memoria ni de las entretelas de nuestro tembloroso corazón… A ello contribuyen varias cosas: el uso de imágenes poderosas (por poner un ejemplo, una gran cuchilla balanceándose y descendiendo en cada vaivén sobre el pecho de un hombre amarrado al suelo, en El Pozo y el péndulo, relato que, por cierto, transcurre en una mazmorra de la inquisición en Toledo), la impresionante capacidad del autor para crear atmósferas (las claustrofóbicas catacumbas de El barril de amontillado) o el magistral uso psicológico del ritmo y el lenguaje (el latido creciente y enloquecedor de El corazón delator, o el estribillo incesante de El cuervo —nevermore, nevermore— cuya traducción al español se la debemos a uno de los más ilustres “poélogos”: Julio Cortazar)…
Espeluznos
y terrores atávicos En
la literatura de Poe hay algo que interfiere de una manera casi
eléctrica con nuestro cerebro. Tal vez tenga que ver con la
presencia en sus obras de elementos que apelan a nuestros espeluznos
y terrores más atávicos. Son recurrentes, por ejemplo, las escenas
de enterramientos o emparedamientos en vida (en tres de los cuentos
que ya hemos mencionado: El
gato negro, El corazón delator
o El
barril de amontillado);
el temor a enloquecer o la consciencia de estar haciéndolo; la
aparición de seres o entes de naturaleza desconocida; la existencia
de un doble o un doppelgänger
que usurpa nuestra personalidad…
Pero
no se trata solo de eso, sino, sobre todo, del modo en que Poe maneja
todos esos materiales, se desliza sobre los surcos de la mente de sus
protagonistas, desciende a los precipicios de sus almas o convierte
estas, sus cerebros y sus corazones, en los nuestros propios. De eso
y de la manera en que Poe concibe el género del relato, como un
organismo vivo en el que cada palabra, cada frase es una víscera sin
la cual las demás no funcionarían, todo el conjunto estaría
tullido, cojearía, perdería el equilibrio, se estrellaría, dejaría
de respirar…
Crímenes
y detectives En
cuanto a Narraciones
extraordinarias,
en realidad no es un libro que fuera publicado como tal mientras
Edgar Allan Poe estuvo vivo, sino un título que se repite en
diferentes antologías posteriores, sin que los relatos de las mismas
siempre coincidan. Y es también un título redundante, que, por una
parte, alude a la temática común de los cuentos, y, por otra, a la
calidad de los mismos, pues los cuentos de Poe siempre son,
efectivamente, extraordinarios.
Por lo demás, Poe no solo escribió cuentos de terror, que son los que tienden a compilarse en las diferentes ediciones de Narraciones extraordinarias, también firmó relatos de ciencia ficción, de humor, de misterio… Y así, en estas antologías no suele fallar uno de los relatos más famosos del escritor, Los crímenes de la calle Morgue, un cuento de detectives; o mejor dicho, tal vez el primer relato de detectives; o mejor mejor dicho, seguramente el primer relato de un tipo de relatos de detectives: los crímenes de habitación cerrada que se resuelven por un método racional o deductivo y que encontrarán continuidad en el Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, la Miss Marple de Agatha Christie, o su émula televisiva la ceniza Jessica Fletcher, que allá donde va aparece un muerto. Personalmente tengo un anécdota con este cuento, que leí durante un viaje a París en el que me alojé en un hotel de la calle Lamartine, la cual apareció sorpresivamente citada en el relato (es decir, lo leí sobre el terreno). Esa casualidad me provocó un escalofrío, como si yo estuviera dentro del relato. Y esa noche, claro, soñé con gorilas.
Aunque hablando de estar dentro de un cuento de Poe, él mismo parece haber ideado el misterioso y novelesco final de su vida: fue hallado por las calles de Baltimore delirando, con ropas que no le pertenecían, tras haber pasado unos días en paradero desconocido. Murió en un hospital días después, repitiendo su propio nevermore, el nombre de un tal Reynolds, de quien nunca se ha sabido a ciencia cierta si era el nombre del explorador que inspiró uno de sus personajes (el de su única novela, La narración de Arthur Gordom Pym) o tal vez uno de los agentes electorales que reclutaban en los bares a incautos dispuestos a votar repetida y fraudulentamente a cambio de unos tragos. A Poe, al parecer, beber le afectaba de una manera extraordinariamente rauda y perjudicial y se ha especulado, respecto a su desaparición, con el delirium tremens y la posterior muerte por alcoholismo.
El Poe pop Hemos dejado para el final lo referido a la influencia de la obra y el universo de Poe en otras expresiones artísticas o en la cultura pop. Más allá de su repercusión en la propia literatura, desde los simbolistas franceses, pasando, como hemos visto, por la literatura de misterio o policial hasta la ciencia ficción (Julio Verne escribió una secuela de La narración de Arthur Gordon Pym titulada La esfinge de los hielos), más allá de eso, hay cientos de películas y series inspiradas en relatos y poemas de Edgar Allan Poe: La caída de la casa Usher(1929), de Jean Epstein; El cuervo(1935), de Lew Landers, con Bela Lugosi y Boris Karloff; Historias de terror (1962), de Roger Corman, con Vincent Price (el actor de películas de terror de bajo presupuesto que también puso la cavernosa voz en el Thriller de Michael Jackson); o algunas de las Historias para no dormir de Narciso Ibañez Serrador (quien escribió el prólogo de una de las numerosas ediciones de Narraciones extraordinarias), por citar solo algunas.
En cuanto a la música, el rostro de Edgar Allan Poe es uno de los que aparecen en la portada del famoso disco Sargent Pepper’s de los Beatles (cada miembro del grupo debía elegir a varios personajes y fue John Lennon quien incluyó al escritor), aparte de que también es citado en una canción de otro disco del conjunto británico:I am the Walrus. Además, una de las mejores canciones de Bob Dylan, Just like Tom Thumb’s Blues, está en parte inspirada en Los crímenes de la calle Morgue, al igualque el tema Murders in the rue Morgue de Iron Maiden. Y, en castellano, están por supuesto la adaptación del poema Annabel Lee que hizo Radio Futura en la canción homónima, y la Trova de Edgardo de Silvio Rodríguez.
Por último, Los Simpson homenajearon al escritor en uno de sus capítulos, La casa del árbol del terror, una adaptación sui generis de El cuervo en la que Bart es el cuervo, Marge es Leonor y Homer Simpson interpreta al poeta, en cuyo caso no sé si se puede realmente llamar un homenaje, pero sí lo convierte en la expresión máxima, en la confirmación —más allá de las camisetas, las bolsas o las tazas estampadas— de que Poe es efectivamente un icono pop, cuyo legado permanece y sigue latiendo como el corazón delator de un genio como ha habido pocos en la historia de la literatura universal.
“Cuando la tercera edición de
este libro estaba a punto de entrar en máquinas se ha hecho pública la noticia
de la muerte de su autora. Inés Palou
ha muerto en circunstancias particularmente trágicas y con su desaparición Carne apaleada parece adquirir un
sentimiento aún más hondo de testimonio del dolor humano”.
Esa es la nota que se lee en la edición de 1976 de Círculo de lectores de la novela que hoy traemos a este club de lectura, Carne apaleada, una obra testimonial sobre la experiencia carcelaria de la autora. Efectivamente, Inés Palou murió arrollada por un tren, cuyo paso esperó tumbada sobre las vías. Antes, en una carta de despedida a su editor, José Manuel Lara, había dejado escrito: “Le pongo en bandeja de plata el próximo Premio Planeta”, pues al parecer Palou aspiraba al galardón con una obra titulada Operación Dulce. Inés Palou no ganaría el Planeta aquel año (lo hizo Mercedes Salisachs con La gangrena), pese a lo cual Operación Dulce vendió miles de ejemplares, como ya había sucedido anteriormente con su predecesora, Carne apaleada. Inés Palou no era una escritora vocacional ni con pretensiones literarias, pero su corta experiencia en el mundo editorial le había bastado para comprender que el morbo vendía.
Cárceles de mujeres En el caso de Carne apaleada son varias las circunstancias que contribuyeron a ese morbo y en consecuencia al éxito de la novela. En primer lugar, la peripecia vital de la propia autora, una mujer de buena familia, con estudios y un trabajo estable como administrativa, que de manera inesperada, tras realizar una estafa empresarial inducida por su jefe —o al menos eso es lo que ella defiende—, acaba en prisión, inmersa de lleno en el mundo carcelario y delictivo. En segundo lugar, Carne apaleada nos abre las puertas a un universo desconocido, el de las prisiones de mujeres, al que la literatura apenas se había asomado (sí, por el contrario, a las cárceles de hombres, en obras como Papillon, de Henri Charrière o las novelas de Jean Genet). Por último, la novela de Inés Palou aborda otro tema hasta entonces tabú, como es el de las relaciones lésbicas, a través de la historia de amor que la protagonista —Berta, un trasunto nada disimulado de la autora— mantiene con otra presa llamada Senta, a la cual está dedicada la novela. A ella, de manera particular, pero también a todas las compañeras con las que Palou se topa, a las cuales ve entrar y salir de las diferentes prisiones por las que transcurre su periplo carcelario; a esas mujeres “que no son tan malas como parecen”, apostilla en la dedicatoria.
Y así, en Carne apaleada, además de fugas, traslados, peleas, se nos narran
también las historias de estas presas y las circunstancias vitales, económicas
y sociales que han determinado su destino. Por las páginas de la novela
desfilan ladronas, asesinas (en buena parte de los casos, de sus maridos
maltratadores), presas políticas, incluso una hija bastarda de la familia real
(o al menos eso es lo que afirma ella y al parecer también los inconfundibles
rasgos endogámicos de su borbónico rostro), a todas las cuales Palou siempre
retrata de una manera compasiva y solidaria, y reconoce como víctimas de una
sociedad y un sistema penitenciario injustos.
Novela de denuncia De hecho, el propósito final del libro, y así lo
subraya la autora en varias ocasiones a lo largo del mismo, es denunciar las
condiciones inhumanas de las prisiones y el fracaso del régimen carcelario como
medida de rehabilitación y reinserción, que ella misma sufre en su propia y
apaleada carne, pues ingresa en prisión sin ningún contacto previo con el mundo
del hampa, como consecuencia de un error, un engaño, una mala decisión, y sale
de la misma convertida en una delincuente habitual, que acaba reincidiendo de
manera inevitable tras cada una de sus puestas en libertad (en la novela se nos
narran también esas recaídas, los robos y estafas en joyerías de Berta/Palou,
su deambular como fugitiva por diferentes ciudades; un retrato de ambientes
criminales que retoma en su siguiente obra, Operación
Dulce, en la que relata los pormenores de un atraco a un banco).
Solo la propia Inés Palou sabrá
las razones por las que decidió acabar con su vida, pero es probable que le
aterrara la idea de no pertenecer a ninguno de esos dos mundos: al mundo
carcelario, en cuyo hábitat de todos modos consiguió hacerse respetar y
desenvolverse con naturalidad (tal vez incluso ser realmente ella misma o vivir
su amor con cierta normalidad); ni al mundo que quedaba al otro lado de las
rejas, en el que quienes han estado presos nunca llegan a librarse por completo
de sus cadenas.
El astrágalo Carne apaleada fue llevada al cine en 1978 de la mano de Javier Aguirre, que señaló en la película el trágico final de Inés Palou, interpretada por Esperanza Roy y acompañada en el reparto, entre otras, por Bárbara Rey en el papel de su amante Senta.
Aunque para vida de película la
de otra escritora, en este caso francesa, con una historia y una novela similar
a la de Inés Palou: Albertine Sarrazin,
la autora de El astrágalo.
El astrágalo fue publicado unos años antes que Carne
apaleada, en 1965, y es probable que contribuyera de alguna manera al éxito
de la novela de Inés Palou, pues se convirtió en un best-seller en el país vecino. En la obra se cuenta la vida de Anne
(de nuevo un indisimulado alter ego de la autora), una joven de vida corta y
turbulenta y final también trágico, aunque a diferencia de Inés Palou sus
andanzas al margen de la ley dan los primeros pasos desde que es solo una niña:
huésped habitual de reformatorios, violada en uno de ellos cuando solo contaba
diez años, se fugaría de otro saltando un muro y fracturándose un hueso del pie
—el astrágalo, de ahí el título del libro— y sería recogida por un conductor,
un expresidiario (ya es mala pata, nunca mejor dicho) que introduciría a la
muchacha en el mundo de la delincuencia organizada y la prostitución… De todo
ello —bajos fondos, alcohol, prostíbulos, pero también de su carácter bohemio e
indomable— da cuenta Sarrazin tanto en El
astrágalo como en La fuga o Diarios de prisión, obras que le
otorgan una fama literaria de la que apenas pudo disfrutar, pues murió con solo
veintinueve años sobre una mesa de operaciones como consecuencia de una serie
de errores médicos agravados por su propio deterioro físico y un precoz alcoholismo.
Son, en definitiva, El astrágalo y Carne apaleada, dos novelas cuyo valor reside más en lo testimonial que en lo literario, a pesar de lo cual ambas autoras no carecen de cierto e intuitivo don para la narración, a la que aportan frescura, valor, rebeldía y, desde luego, un trazo de verdad y denuncia que solo es posible desde su experiencia personal, trágica, dolorosa, pero a la que, en cierto modo (como si todo lo vivido y padecido tuviera sentido para poder ser escrito), resarce la literatura, una vez más.