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Club de lectura de invierno

Feb 7, 2021   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

JOHNNY COGIÓ SU FUSIL,
de DALTON TRUMBO,
y otras novelas antimilitaristas

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Publicado en magazine On (diarios de grupo Noticias) 06/02/21

Supongo que todos los lectores tenemos nuestros hábitos, vicios y manías. En mi caso no puedo resistirme a la mala costumbre de leer primero la última frase de una novela. No llego, eso sí, al extremo de desecharlas por eso, entre otras cosas porque lo que convierte en bueno o malo un final es todo lo que lo precede; y porque, incluso, si todo lo que lo precede ha merecido la pena un final que no es redondo tiene una disculpa. Por el contrario, a los inicios de los libros, al menos a aquellos que leo por placer, les doy un margen de cinco o diez páginas antes de, si no me convencen,  imaginarme que soy Francisco Umbral y los arrojo a la piscina de mi dacha —como no lo soy ni tengo dacha ni jardín ni siquiera balcón, me conformo con devolverlos a la biblioteca pública—.

Literatura y panfletos

Cuento todo esto porque si pienso en el libro con el que finalizamos esta entrega invernal del club de lectura, Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo vienen a mi cabeza dos cosas: la primera es el video de la canción One de Metallica, en el que se intercalan imágenes de la película que el propio Trumbo dirigió para adaptar su novela y en el que vemos al protagonista de la misma  aparentemente practicando headbanding, es decir sacudiendo su cabeza al ritmo de los acordes trash-metal de la canción, aunque lo que realmente está es intentando comunicarse en morse con la enfermera que cuida de él y suplicándole que lo eutanasie, pues ese protagonista es un soldado de la Primera Guerra Mundial al que un obús ha arrancado las extremidades y lo ha dejado ciego, sordo y mudo.

Y la segunda, la segunda cosa que me viene a la cabeza —y es ahí a donde quería llegar— es el magnífico final de la novela, probablemente uno de los que más me ha impresionado a lo largo de mi vida lectora: dos o tres páginas que deberían hacer aprender de memoria en las escuelas de todos los colegios del mundo y muy especialmente en las de los Estados Unidos o que habría que esculpir en la fachada de la sede central de la ONU o, mejor, en la de FMI, y en los muros de todos los cuarteles, antes de derribarlos… Sí, suena un poco panfletario, pero es que ese final del libro lo es.

A menudo se utiliza ese término, panfletario, para denostar algunos libros o a algunos autores, pero Dalton Trumbo viene a demostrarnos con el impresionante remate de Johnny cogió su fusil que el panfleto también puede elevarse a la categoría de arte, convertirse en literatura de alto voltaje, como vemos a continuación (advertencia, la puntuación de la cita, o la no-puntuación, es la que aparece en el libro): “Recordadlo nosotros nosotros nosotros somos el mundo nosotros somos quienes lo ponemos en marcha hacemos el pan y la ropa y las armas somos nosotros el eje de la rueda y los rayos y la rueda misma…”.

Un grito descarnado

Johnny cogió su fusil es junto con Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, la novela antimilitarista por antonomasia. En ella, como hemos anticipado, se narra el agónico monólogo de un soldado aprisionado en su propio cuerpo, en lo que queda de él, atormentado por sus recuerdos, las falsas promesas —los himnos, las banderas, la patria, las bandas de música que acompañaban a los soldados desde el centro de reclutamiento a las trincheras, es decir a la tumba o, como es el caso, al manicomio o al hospital—y por la imposibilidad de comunicarse con el exterior, hasta que descubre que cabeceando sobre la almohada puede enviar a su enfermera mensajes en código morse. El libro, por ello, está escrito con frases cortas, prácticamente sin comas, hasta desembocar en ese final en el que la ortografía se desvanece y deja limpio, desnudo el mensaje, ese grito antibelicista y descarnado, nunca mejor dicho. Toda la novela es en definitiva la respuesta a una canción popular estadounidense de carácter patriótico, que anima con ardor guerrero a los jóvenes a alistarse, y cuya primera estrofa dice: “Johnny, ¡coge tu fusil!”. 

Pues bien, Johnny cogió su fusil y en eso es en lo que se convirtió: en un tronco humano, con el cerebro intacto pero igualmente herido y desquiciado, abandonado a su suerte en un sucio hospital militar.

La caza de brujas

Johnny cogió su fusil se publicó en 1939, a solo dos días de iniciarse la Segunda Guerra Mundial, cuando, como señala Dalton Trumbo en un prólogo fechado en 1959, el pacifismo era un anatema para la izquierda y un enemigo a batir para la derecha. De hecho, la novela fue considerada inadecuada y, si bien no llegó a censurarse o prohibirse, sí recibió todo tipo de zancadillas, como elevar su precio hasta los seis dólares, un dineral para la época. Comenzaba de ese modo el autor a entrever lo que le aguardaba a él y a su trabajo como guionista de cine en los años siguientes, cuando se convirtió en uno de los “Diez de Hollywood”, la primera de las listas negras elaborada por el senador ultraconservador y anticomunista Joseph McCarthy.

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Dalton Trumbo

Trumbo fue encarcelado durante un año y después se exilió a México, desde donde escribió películas como Vacaciones en Roma, que recibió un Oscar al mejor guión pero que él no pudo firmar ni recoger. Sería Kirk Douglas el primero que se atreviera a rehabilitarlo, volviendo a incluir su nombre en los créditos de Espartaco, ya en 1960. Posteriormente Trumbo escribiría los guiones de otras famosas películas como Éxodo o Papillon (inspirada en otro libro que también merecería un club de lectura) o Johnny cogió su fusil, que el propio Trumbo dirigió, después de que finalmente desecharan la idea otros cineastas que habían mostrado interés en ella como el mismísimo Luis Buñuel.

Hay, por lo demás, también una película titulada Trumbo. La lista negra de Hollywood que cuenta la caza de brujas que padeció el escritor, interpretado en el film por Bryan Cranston, el actor protagonista de la serie Breaking bad.

Más literatura antimilitarista

Hemos mencionado más arriba la otra gran novela antimilitarista: Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque. Como Johnny cogió su fusil, la novela transcurre durante la Primera Guerra Mundial, aunque en este caso el protagonista es un joven soldado alemán. En ella se describe de una manera naturalista la vida en las trincheras, la asfixia de los gases, el fragor de las bayonetas, el silbido de los obuses y las explosiones (lo cual nos recuerda también las asfixiantes primera páginas de otra novela, Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre)… Todo el horror de la guerra, en definitiva, abierto en canal, expuesto de una manera tan terrible como magistral.

Sin novedad en el frente también fue llevada al cine, en este caso por Lewis Milestone, que obtuvo con ella dos Oscar: mejor película y mejor director. Y si Johnny cogió su fusil inspiró a Metallica One, Elton John escribió All quiet on the western front basándose en el libro de Eric Marie Remarque.

Hay más obras literarias de carácter antimilitarista, como los Cuadernos de guerra de Louis Barthas o la demoledora La casa intacta de Willen Frederik Hermans, y no todas ellas usan el realismo, incluso el tremendismo, como alegato contra la barbarie. Es el caso de Las aventura del valeroso soldado Schwejk, de Jaroslav Hasek, quien se decanta por la sátira y el humor para denunciar lo absurdo de las guerras y la impunidad y la falta de escrúpulos de quienes las hacen posibles. Aunque si realmente queremos convencernos del despropósito del militarismo ni siquiera hace falta que recurramos a la literatura, sino a las matemáticas: basta con calcular cuántas camas UCI se podrían habilitar con los cien millones de euros que cuesta un avión Eurofighter, es decir un caza de guerra, de los que España planea comprar veinte unidades, que se suman a los setenta y tres con los que ya cuenta y sin los cuales yo no sé qué haríamos, la verdad.

Club de lectura de invierno

Ene 24, 2021   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA, 
de LUCIA BERLIN

Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 23/01/21

En el caso de Lucia Berlin es cierto que, en vida, habían visto la luz varios libros con sus relatos, algunos de ellos en editoriales de cierto prestigio, al menos literario, como Black Sparrow, que John Martin fundó con el único fin de publicar a Charles Bukowski (para ello vendió su colección de libros raros y asignó a Bukowski un sueldo vitalicio para que se dedicará sólo a escribir – a eso me refiero cuando hablo de prestigio literario; eso es un editor como Dios manda; oh, Dios, ¿dónde está mi John  Martin?—; la cuestión es que a John Martin la apuesta le salió bien, Bukowski comenzó a vender libros como rosquillas, con mucho sabor a anís, y eso le permitió a su editor publicar a otros autores como John Fante, Paul Bowles, Joyce Carol Oates o la propia Lucia Berlin); y es cierto también que esta, Lucia Berlin llegó a ganar con alguno de esos libros algún prestigioso galardón, como el American Book Awards, una especie de Premio Nacional en Estados Unidos con el que han sido distinguidos, por ejemplo, Philip Roth, Alice Munro, John Updike o la Premio Nobel de este año Louise Glück.

A pesar de ello, Berlin no dejó de ser una escritora desconocida para el gran público hasta que en 2015, más de una década después de su muerte, apareció Manual para mujeres de la limpieza, una selección entre los 77 cuentos que escribió a lo largo de su vida. Y como suele suceder también a menudo y paradójicamente en estos casos, su vida, la vida tortuosa de muchos escritores que los aparta de la fama y el reconocimiento mientras  la mantienen, mientras están vivos, se convierte en algo que atrae o lleva hasta su obra a muchos lectores una vez muertos.

Una vida dura

Lucia Berlin no tuvo desde luego una existencia plácida. Errante, alcohólica, atormentada por la escoliosis, a pesar de lo cual se echó a las espaldas la crianza de sus cuatro hijos, vivió dando tumbos por diferentes lugares del mundo, Alaska, Chile, México, trabajando como mujer de la limpieza, recepcionista o profesora en centros penitenciarios, para acabar consumida por un cáncer de pulmón, durante unos agónicos últimos años en que una bombona de oxígeno la acompañaba a todas partes como un caniche, como ella misma decía en alguno de sus cuentos.

Lo cual ya nos da varias pistas sobre el carácter y el tono de los mismos. Escritos recurrentemente en primera persona, los relatos de Lucia Berlin se nutren en su mayoría de sus propias experiencias. Lydia Davis escribe en el prólogo de Manual para mujeres de la limpieza: “Aunque la gente habla, como si fuera algo nuevo, de esa modalidad literaria que en Francia se denominó “autoficción”, la narración de la propia vida, tomada sin modificar apenas la realidad, seleccionada y narrada con criterio y vocación artística, creo que es eso, o una versión de eso, lo que Lucia Berlin ha hecho desde el principio, ya en la década de 1960. Su hijo —se refiere a uno de los hijos de Lucia Berlin, Mark Berlin—, luego añadió: “Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando poco a poco, hasta el punto de que no sé siempre con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la historia es lo que cuenta”.

Es decir, se trataba de mezclar realidad con ficción pero nunca de mentir. O dicho de otro modo, lo que escribía Lucia Berlin tal vez no fuera exactamente lo que había pasado, pero se convertía en algo cierto en el momento en que ella lo que escribía. Esto es así hasta tal punto que Jeff Berlin, otro de los hijos de la autora, señala que los recuerdos más vívidos de su infancia son los que describe su madre en los relatos, o que el Chile que él evoca es el que retrata Lucia Berlin en los cuentos que ubica en ese lugar, donde la escritora pasó buena parte de su infancia y adolescencia, pululando como una extraña por colegios de élite, fiestas de embajadores y cócteles en club náuticos, a los que su padre, un ingeniero de minas destinado en Santiago era invitado con frecuencia.

Las risas de los funerales

Ese ambiente trivial y lujoso tiene poco que ver con otros relatos de una Lucia Berlin adulta cuyos escenarios son los centros de desintoxicación, las tiendas de licores, las salas de urgencias; pero es que incluso ese Chile elitista tiene también poco que ver con el que Lucia Berlin nos muestra en sus relatos, pues ella es capaz de traspasar con su mirada la superficie resplandeciente de las piscinas y bucear entre la ciénaga de la condición humana, de soltar, por ejemplo,  en mitad de un relato que transcurre glamurosamente entre tintineo de copas y sonrisas profidén, que a ella le atraen pensamientos de los que nunca nadie habla, como que los funerales son divertidos o que es emocionante ver arder un edificio, convirtiendo además de ese modo esos pensamientos en la descripción perfecta de esas fiestas de sociedad.

Estos giros inesperados, esa manera de narrar eléctrica, fluida, las metáforas certeras y evocadoras, los olores, la sinceridad apabullante, las enumeraciones que revelan en el último de los términos algo que quiebra y a la vez da sentido a todo lo anterior… todo ello, conforma el estilo de la escritora. El estilo de Lucia Berlin es, en fin, la manera de entender la literatura en la que algunos creemos o a la que aspiramos, una literatura en la que cada párrafo contiene una recompensa para el lector, y que además es ofrecida de manera generosa  y natural, sin resultar pedante o lastrar el ritmo de la redacción.  Y así, Berlin es capaz de hablar de urracas que caen desde el cielo como bombas, de colocar a sus personajes a hacer el amor en una cámara frigorífica o a leer salmos religiosos de una manera lasciva, como si acariciaran las palabras, de describirnos un lugar diciéndonos que huele a cilantro y a pis, de escribir frases tan contundentes como “Aquí no hay bandas ni hay racismo. Tampoco hay muchas razas, de hecho” o, refiriéndose a un agente de policía y a sus compañeros: “El educado, llamábamos todos a Wong. A los demás los llamábamos cerdos”…

¿Justicia poética?

“No pudo imaginarme a nadie que no quisiera leer a Lucia Berlin”, dice Stephen Emerson en la introducción a Manual para mujeres de la limpieza. Pero lo cierto es que durante años casi nadie quiso hacerlo y que fue poco menos que una casualidad (una crítica positiva en New York Times) la que la rescató del olvido. Lydia Davis señaló premonitoriamente en el prólogo antes señalado, escrito de manera previa al boom en que acabaría convirtiéndose el libro, que quizás con este Lucia Berlin empezara a recibir la atención que se merecía. Y también, en un exceso de optimismo, que siempre había tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano acaban emergiendo, como la nata montada, y su obra siendo reconocida.  Pero lo cierto es que por cada Lucia Berlin debe de haber cien autores u autoras olvidados y desconocidos y maravillosos a los que la mala fortuna, la falta de habilidades o de contactos sociales, la condición social, de género, económica, política o sexual nos ha arrebatado, todo ello mientras cada año surge un nuevo genio que ha escrito o va a escribir la novela definitiva sobre algo, el conflicto vasco, la pandemia o el corazón humano y sus abismos.

Club de lectura de invierno

Ene 17, 2021   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

«NO ENCONTRÉ ROSAS PARA MI MADRE»
José Antonio García Blázquez

Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 16/01/21

Como si fuera un presagio, y aunque seguramente solo responda a una moda tipográfica de la época, la edición del Círculo de lectores que popularizó el libro del que hoy hablamos, No encontré rosas para mi madre, muestra el título de la obra y el nombre del autor en minúsculas.

José Antonio García Blázquez fue finalista con ella del Premio Alfaguara, vendió trescientos mil ejemplares de la misma, hubo una adaptación cinematográfica dirigida por Francisco Veleta Rovira y protagonizada por “la mujer más guapa del mundo”, así llamaban por entonces a Gina Lollobrigida, y por Concha Velasco (quien años más tarde exageraría su participación en el filme calificándolo como pornográfico)… Blázquez llegó incluso a ganar el Premio Nadal en 1973, con la novela El rito. Pese a todo lo cual, hoy en día el escritor extremeño es un autor desconocido, algo que resulta sorprendente si tenemos en cuenta que No encontré rosas para mi madre ha resistido muy bien el paso de los años y su lectura, su estilo sobre todo, es sorprendentemente actual, a diferencia de otras obras de autores de la época (por ejemplo, un año antes de que García Blázquez ganara el Nadal la novela premiada fue Groovy, de José María Carrascal, a quien la seducción por el ambiente hippie de Nueva York que retrata en la misma solo le dejó como poso unas corbatas de colorines que lucía en los telediarios mientras de su boca salía un batallón de sapos y culebras afiliados a VOX).  

Contra la prosa garbancera

Tal vez sea la modernidad de la novela de Blázquez, en realidad, lo que explique su  olvido: a veces es tan perjudicial llegar tarde a la foto como llegar antes de tiempo. Claro que en el caso de José Antonio García Blázquez también se da la circunstancia de que nunca mostró demasiado interés en aparecer en esa foto, es decir,  siempre fue reacio a hacer el payaso en el gran circo de la literatura o, mejor dicho, de la industria editorial, tal y como se desprende de algunas, no muchas entrevistas, que a pesar de todo concedió.

José Antonio García Blázquez nació en Plasencia en 1940. Trabajó como traductor en diferentes organismos internacionales a lo largo de toda su vida. Sus personajes, como él, deambulan entre esos dos escenarios, la localidad natal  —convertida unas veces en ese paraíso perdido que es la infancia, otras en ese infierno de los pueblos pequeños—, y las grandes ciudades como París, Nueva York, Barcelona…, en donde esos personajes se mueven a la deriva, arrastrados por las mareas de la soledad, la búsqueda o la locura. Además de No encontré rosas para mi madre, su gran éxito comercial, y El rito, la novela con la que ganó el Nadal entre Carrascal y Umbral (bueno, por medio también lo hizo Luis Gasulla, pero nos fastidiaba la rima), publicó otras obras como Señora muerte, que el propio autor consideraba su mejor novela, o Los diablos, un intento por superar el realismo social predominante en la literatura de aquellos años (la obra se publicó en 1966), realismo al que calificó de garbancero, del mismo modo que décadas atrás había hecho Valle-Inclán para referirse a la obra de Galdós.  José Antonio García Blázquez murió en 2019, sin grandes reconocimientos: una calle con su nombre en Plasencia y algunas necrológicas en la prensa local.  

Muere el escritor extremeño José Antonio García Blázquez, ganador del  premio Nadal en 1973 | Hoy

Rara pero bonita

Los obituarios coinciden en resaltar algunos rasgos del carácter del escritor que quizás nos den el quid de la cuestión: su carácter asocial y huidizo (al menos en lo literario) que le hacía alejarse de las camarillas de escritores y de los medios de comunicación. “Desde luego el que sale en la televisión es porque se mueve, y yo no tengo ni tiempo ni ganas”, declaraba por ejemplo en una entrevista al diario ABC en 1981, en la cual también tiraba con balín contra Vargas Llosa o denunciaba la amenaza que suponía para los escritores de verdad la irrupción de otros “escritores” como Susana Estrada, Jimmy Giménez-Arnau o Lola Flores, además de dejar claro que en sus obras no hacía concesiones comerciales ni se plegaba a los cantos de sirena que entonan las editoriales para otorgar determinados premios o promocionar determinadas obras o booms literarios. Por supuesto, con semejante tarjeta de presentación, Blázquez también añadía que no pretendía vivir de la literatura. “No considero la literatura como una profesión. Si para mí se convirtiera en una rutina, el arte desaparecería”.

En la misma entrevista el autor señala que lo que a él le gustaría que dijeran de su novela es “qué novela más rara, pero qué bonita”. Y aunque se refiere a su obra Rey de ruinas, podríamos aplicarlo también a No encontré rosas para mi madre, aunque que nadie se asuste, esta, la novela que nos ocupa es una novela totalmente legible y accesible, de hecho esa es una de sus virtudes. En ella se narran las peripecias de Jaci, un joven enamorado de manera edípica y posesiva de su madre, y que, incapaz de soportar cómo esta cae en brazos de otros —los huéspedes que pasan por la habitación que se ve obligada alquilar tras caer en ciertas penurias económicas—, se aleja y vuelve una y otra vez a ella, topándose en sus huidas con toda clase de personajes, prostitutas, protoquinquis, enfermos mentales, entre los que Jaci (Jacinto) ejerce cierto magnetismo sexual. Eso en cuanto al argumento, que quizás, como en todas las obras literarias,  sea lo de menos, lo importante es la manera en que José Antonio García Blázquez nos hace vagabundear con su protagonista, mediante una prosa en la que se mezcla un humor que recordaría a las novelas del detective sin nombre de Eduardo Mendoza (El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas, etc.) si no fuera porque esta novela en realidad es anterior a ellas; unos diálogos a veces chispeantes otras absurdos; unas inmersiones oníricas y delirantes en la mente algo averiada del narrador (la novela está contada en primera persona); y, sobre todo, unos chispazos de poesía, unas metáforas brillantes que perlan la lectura como quien no quiere la cosa (“Desde mis muslos subieron canciones infinitas”).

NO ENCONTRE ROSAS PARA MI MADRE: Amazon.es: Jose Antonio G. Blazquez: Libros

Una extravagante naturalidad

A menudo, cuando se trata de elogiar una novela se utilizan términos como carpintería, mecanismo, arquitectura, pero lo cierto —bueno, esta es una opinión particular— es que en la mayoría de las ocasiones en realidad se trata de su música, de la manera en que lo que vamos leyendo fluye en nuestra cabeza, del modo en que las palabras están colocadas una tras otra, hasta tal punto que si lo estuvieran de otro descarrilarían. Y en No encontré rosas para mi madre las páginas fluyen con una rara, extravagante naturalidad.

Les recomiendo fervientemente esta novela, que deberán conseguir a través de librerías de viejo o en páginas de internet, en las ediciones de Círculo de lectores o de los legendarios libros Reno. Y de paso les advierto de que no la confundan con otra de título homónimo, publicada este mismo y calamitoso año, cuyo autor es Martín G. Ramis, en una extraña decisión. Desconozco esa novela, no la he leído, me gustaría pensar que es un homenaje o un guiño —un tanto excesivo, por decirlo suavemente—a su predecesora, o tal vez, no lo sé, a la adaptación cinematográfica de Francisco Rovira Veleta, ignorando u obviando que está basada en la obra literaria de José Antonio García Blázquez, una obra literaria, por lo demás, la de este último, mayúscula.  

                    

Club de lectura de invierno

Ene 10, 2021   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

EL PEQUEÑO NICOLÁS (SEMPÉ/GOSCINNY)

El hombre que usted no conoce | El Primo Ramón

Al periodista al que se le ocurrió por primera vez usar el apodo “El pequeño Nicolás” para referirse a aquel arribista con cara de pan —de pan duro como el cemento—que hace algunos años se colocó por una rendija de las cloacas del estado y comenzó a salpicar barro en todas las direcciones, habría que mantearlo en la plaza del pueblo, torturarlo hasta la agonía con el anuncio en bucle de Yatekomo de David Bisbal, obligarle a escuchar todos los audiolibros de Alfonso Ussía o de Paulo Coelho mientras se pudre eternamente en el infierno… Ustedes me disculparán la crueldad, pero es que no se lo perdonaré nunca. Igual a él su ocurrencia le pareció muy original, pero a quienes hemos leído y amado desde niños al pequeño Nicolás, al de verdad, el de Sempé y Goscinny, nos resulta inexplicable y propio de un ignorante… ¿Qué tipo de conexión, aparte de la evidente del nombre, pudo encontrar  ese periodista entre dos personalidades, dos formas de ver el mundo tan enfrentadas? ¿Y no se le pasó en ningún momento por la cabeza el tremendo daño que estaba haciendo a la memoria de esta cumbre de la literatura infantil? ¿Dónde está el defensor del menor? ¿Y el de los lectores?

El auténtico pequeño Nicolás

El pequeño Nicolás, el auténtico (de hecho, para nosotros de aquí en adelante el otro, el fake,  como si nunca hubiera existido) dio sus primeros pasos en un formato diferente al que todos conocemos, pues en sus inicios fue una tira cómica que Jean Jacques Sempé (dibujante) y René Goscinny (guionista; aunque entonces firmaba como Agostini) publicaron entre 1956 y 1958 en la revista belga Le Moustique. Desconozco cuál fue el motivo concreto por el que la pareja artística decidió dar el salto al relato ilustrado que haría a sus personajes universalmente conocidos. Se dice que Sempé no se sentía cómodo como dibujante de cómics, pero a mí también me gusta pensar que el universo del pequeño Nicolás —sus padres, sus compañeros del colegio, sus recreos y veraneos— le fue creciendo a Goscinny en la cabeza hasta desbordar los bocadillos de las tiras cómicas. Algo que, sin embargo, no le sucedió con otras de sus no menos famosas creaciones, como Asterix o Lucky Lucke, que sí se ciñeron al formato del cómic, y que publicó junto con otros ilustradores, como Uderzo, en el caso del guerrero galo, y de Morris en el del entrañable y desgarbado vaquero. 

EL GRAN PEQUEÑO NICOLÁS | LO QUE EL VIENTO SE DEJÓ

El cambio de la tira cómica a la narrativa, en el caso del pequeño Nicolás fue en todo caso un acierto, y cabe preguntarse incluso si las aventuras y travesuras de Nicolás habrían obtenido tamaño éxito (se han vendido millones de ejemplares en todo el mundo) de no dar con esa manera de ser contadas; o incluso si hubieran sido las mismas sin las pequeñas ilustraciones de Sempé, que salpican los textos, a veces como miniaturas, siempre con ese estilo divertido y sencillo. Yo, de hecho, me recuerdo a mí mismo de pequeño tanto riéndome a carcajadas con las ocurrencias de Nicolás, Agnan, Clotario, Alcestes…, como copiando los geniales dibujos de Sempé con la punta de la lengua asomando por un lado de la boca.

El  mundo contado desde la altura de un niño

En lo que se refiere a los textos de Goscinny, a la técnica y el estilo, hay varios aspectos que contribuyen a la inmediata popularidad de las historietas y a la perdurabilidad  en el tiempo de las historias de este niño de clase media francesa, que todavía los pequeños de hoy, doy fe como padre y bibliotecario, siguen leyendo con pasión, a pesar de que fueran publicadas por primera vez a mediados del siglo pasado y de que retraten un mundo y una infancia en parte ya desaparecidos  (por ejemplo, con escuelas segregadas por sexos; bueno, todavía hay alguna secta religiosa que mantiene esa anomalía y que, a pesar de eso, se ha beneficiado durante años de la educación concertada). Por el contrario, y a pesar de la omnipresencia de la tecnología entre los niños de hoy, estos no dejan todavía de llegar a casa en ocasiones con la ropa y los zapatos cubiertos de barro o con una mascota, un perrito o un gato al que han recogido de la calle  entre los brazos, del mismo modo que lo hace Nicolás en sus narraciones.

Mis comics y mas: EL PEQUEÑO NICOLAS (Goscinny) en la gran pantalla

En estas, si de aciertos y hallazgos hablamos, es probablemente el punto de vista el mayor de todos ellos. El pequeño Nicolás nos cuenta sus historietas en primera persona, es decir, ve el mundo desde su altura y desde una mentalidad infantil,  sin filtros,  con una manera de razonar lógica y reveladora que a los adultos el paso del tiempo y la vida nos ha ido arrebatando a sopapos. Las narraciones tienen de ese modo dos lecturas, una en la que concede a los lectores más pequeños, los que tienen la misma edad que Nicolás, el protagonismo, y les hace sentirse identificados con las correrías de este, y otra en la que los padres de ese niño se regodean viendo como a través del humor y una aparente inocencia el mundo en el que han ido siendo aprisionados se desmonta o pueden regresar por un momento a su infancia. Goscinny, en fin, escribe sabiendo que además de a los niños se dirige a sus padres, que son quienes a fin de cuentas comprarán los libros.

La escuela literaria del pequeño Nicolás

Ese modo de narrar determinó posteriormente buena parte de la literatura infantil, puso en el centro al sujeto de la misma, y creó una escuela que todavía sigue vigente, con sagas literarias como los diarios de Greg,  Tom Gates o el Capitán Calzoncillos, en las que además las ilustraciones o el acompañamiento gráfico tienen gran peso. En España, el émulo más incontestable del pequeño Nicolás es sin lugar a dudas Manolito Gafotas, de Elvira Lindo, quien tuvo además la virtud por una parte de acentuar ese rasgo cabroncete del carácter infantil, que en el caso de Nicolás estaba tal vez muy atemperado, y de ubicar a su personaje en un entorno de clase trabajadora, frente al más burgués o de clase media del personaje francés.

Pequeños pero no tontos | Babelia | EL PAÍS

El punto de vista, de todos modos, no es suficiente si no se dispone de los recursos y el  talento para materializarlo sobre la hoja impresa, y en el caso de Goscinny despliega todo un arsenal que convierten a sus historietas en magistrales e inolvidables. Por citar solo algunas, el uso de los epítetos: los amiguitos de Nicolás son Agnan, el ojito derecho de la maestra —o ese niño al que como lleva gafas no se puede pegar—; Alcestes, un niño muy gordo que siempre está comiendo cruasanes; Godofredo, que como tiene un papá muy rico le compra siempre todo lo que quiere… Y además Eudes y sus puñetazos en la nariz,  y Majencio, Clotario, Rufo… Quizás el menos conocido de todos ellos sea Joaquín, quien, sin embargo y sorprendentemente, dio nombre a uno de los libros de la serie, el único que no lleva la palabra Nicolás en el título: Joaquín tiene problemas (y que posteriormente también se editó como Los problemas del pequeño Nicolás, entre otras cosas porque la elección del título original lo convirtió en el libro menos vendido de la serie).

Junto a los epítetos recurrentes (además de los citados están otros como el papá de Nicolás, que siempre está leyendo el periódico) nos encontramos la alternancia de frases cortas con otras en las que se acumulan las cópulas, con perdón, imitando la manera de hablar de los niños, oraciones que a menudo se resuelven con un final sorprendente o inesperado, siempre humorístico y que dejan al descubierto los complejos mecanismos mentales infantiles: “…y después nos enfadamos y ahora ya no vamos a volver a hablarnos nunca más”, puede decir, por ejemplo, Nicolás a mitad de uno de sus relatos, aunque al final del mismo el niño con el que se ha peleado de manera irreconciliable vuelva a convertirse en su mejor amigo.

El pequeño Nicolás' llegará el viernes a Salamanca

Los cinco libros y la película

Las peripecias del pequeño Nicolás aparecieron en cinco libros, entre 1960 y 1964: El pequeño Nicolás, Los recreos del pequeño Nicolás, Las vacaciones del pequeño Nicolás, Los amiguetes del pequeño Nicolás y Joaquín tiene problemas o, como hemos visto, Los problemas del pequeño Nicolás. Posteriormente, a la muerte de Goscinny, ya entrados los 2000, la hija de este y Sempé acordaron  recopilar algunas de las historias que los dos artistas habían publicado originalmente en prensa y no habían sido recogidas en ninguno de los libros, y que vieron la luz con títulos como La Navidad del pequeño Nicolás o La vuelta al cole del pequeño Nicolás.  Hay además, una adaptación cinematográfica de 2009, titulada El pequeño Nicolás, pero como suele suceder en estas arriesgadas e incluso suicidas adaptaciones, el resultado es cuestionable. Para nosotros, los lectores incondicionales, de El pequeño Nicolás, este, sus amiguetes, sus padres, El Caldo, la maestra o María Eduvigis…, serán siempre los que retrató Sempé y a los que Goscinny contó —parafraseando a su protagonista— fenómeno. 

Club de lectura de invierno

Ene 3, 2021   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

JOHN BARLEYCORN: LAS MEMORIAS ALCOHÓLICAS de JACK LONDON, y otros libros y escritores dipsómanos.

File:Jack London 1904.jpg - Wikimedia Commons

Publicado en magazine ON, con diarios de Grupo Noticias, 02/01/21

La primera vez que Jack London, el autor de Colmillo blanco, La llamada de la selva y otros clásicos de la literatura juvenil y de aventuras, se emborrachó tenía cinco años. Lo cuenta en John Barleycorn: las memorias alcohólicas, uno de sus libros autobiográficos en el que reconstruye su vida a partir de su relación con la cerveza, el vino y las bebidas espirituosas. Por cierto, ¿por qué demonios se llamará así al ron, la ginebra, el whisky y otros licores? Un misterio, lo mismo que alguien como London, quien, tras iniciarse en el pimple a tan tierna edad y beberse a lo largo de su azarosa vida un océano de alcohol, fuera capaz de recordar nada. Igual es que se lo inventó todo. Sea como fuere, a nosotros nos gusta creer sus historias, pues estas están pobladas de piratas, buscadores de oro, pescadores de perlas, boxeadores, revolucionarios…  (y en cierto modo es esto también, como veremos a continuación, lo que determina la dipsomanía del escritor).

Primeras borracheras, primeras resacas

Solo dos años más tarde de aquella inaugural borrachera, cuando contaba siete, London volvió a beber. A pesar de semejante precocidad, el autor asegura en sus memorias que no había en él una predisposición genética al alcohol; que tampoco, como a cualquier niño pequeño, le gustaba el sabor del mismo (no le gustó nunca, en realidad); o que junto con las primeras melopeas llegaron las primeras resacas y estas fueron especialmente severas para tan tiernas meninges. ¿Por qué, pues, el escritor californiano se lanzaba de esa descuidada manera en los brazos del corruptor de menores John Barleycorn —con ese nombre es como personifica al alcohol London en sus memorias, un compañero que nunca le abandonará en su vida y al que amará y odiará a partes iguales—? Pues por dos razones muy sencillas: primera, porque el alcohol estaba allí, en todas partes, inevitable; y, segunda, porque cuando bebía, London, que era un chaval muy listo, se percataba de que pasaban cosas.

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Por ejemplo, con esta segunda borrachera, advirtió que un niño de siete años tambaleándose hacía mucha gracia (como decían Faemino y Cansado en uno de sus números: “Míralas qué graciosas, ahí vienen las niñas, borrachitas”); y que en su caso, en el caso de Jack London,  resultaba especialmente gracioso a las muchachas jóvenes, que lo acogían protectoras en sus senos.

Un modo de vida

Poco a poco, además, el futuro escritor fue siendo consciente de que su naturaleza física le había dotado de una fuerte resistencia al trago y de que era capaz de tumbar bebiendo a los más fieles discípulos de Baco, a quienes había comenzado a frecuentar en los bares, qué lugares, allá donde marinos y vagabundos de las estrellas solían alardear de sus peripecias a lo largo y ancho del mundo y de los siete mares y a los que él escuchaba embelesado. “En cualquier parte donde la vida transcurre libre y placenteramente hay hombres entregados al alcohol”, escribe London en estas memorias.

El alcohol es para él, pues, un modo de vida que lo mantiene ligado a los aventureros, por los cuales se sintió fascinado desde muy pequeño, y que bebían del mismo modo que respiraban. Cuando los hombres de mundo querían celebrar algo, bebían. Bebían cuando se sentían desgraciados. Y si la vida se tornaba aburrida, ni fú, ni fá, volvían a beber, buscando una grieta o directamente el abismo.

Las memorias alcohólicas de Jack London se convierten de este modo en un recorrido, trago a trago, a la lo largo de su ajetreada biografía, y en estas páginas además de en los bares, lo encontraremos vendiendo periódicos, cuando apenas levantaba un palmo del suelo, buscando el calor de la biblioteca pública de su San Francisco natal (para ser un escritor de libros de aventuras no basta con vivirlas, hay que vivir también la mayor de las aventuras, que es la lectura), tentado por el suicidio, delirando tremendamente y viendo elefantes rosas o, ya al final de sus días, incapaz de escribir si no es con su inseparable John Barleycorn sentado a su vera.

Alcohol y escritores

Jack London es solo uno más en la larga lista de escritores bebedores: Hemingway, Faulkner, Dorothy Parker, Truman Capote, Lucia Berlin (de la que nos ocuparemos en otra entrega de este club de lectura), Juan Rulfo, Marguerite Duras, Raymond Carver, Edgar Allan Poe (aunque en el caso de este parece que le bastaba apenas un vaso para emborracharse, al igual que a Fernando Arrabal, al menos si ese vaso, de chinchón en su caso, se mezcla con su medicación, como afirma que sucedió en su etílica y milenarista aparición en aquel programa de Sánchez Dragó —Sánchez Dragó, por su parte, no sabemos si bebe pero sí que a menudo delira—). Y Charles Baudelaire, Jim Thompson, Raúl Nuñez (Derramaré whiski sobre tu tumba, se titulaba una de sus estupendas novelas),  Anne Sexton… La nómina es interminable (para quien quiera abundar en ella, hay un interesante trabajo sobre el tema titulado Alcohol y literatura, de Javier Barreiro).  

A algunos de los escritores su dipsomanía les costó incluso la vida, como al poeta Dylan Thomas, quien falleció tras trasegar dieciocho vasos de whisky y rematar la faena con esta frase: “Creo que he batido algún récord”, o al menos eso cuenta la leyenda; una autopsia, por el contrario, revela que fue una neumonía lo que le llevó a la tumba.

Bukowski y Fante

Claro que si hay un escritor en el que el alcohol está omnipresente, tanto en su vida como en su obra, es Charles Bukowski. Sus relatos están jalonados de bares, borrachos, vomitonas y otras  placenteras evacuaciones en los días de resaca, pensiones de mala muerte, textos escritos en modo dios bajo el influjo del alcohol que acaban en la papelera al día siguiente, peleas… (y no sigo por no dar más argumentos a quienes a menudo suelen reducir la obra de Bukowski a estas escenas y otras sobre folleteo, o a su indefendible misoginia, obviando su afilado y transgresor existencialismo, su lirismo de lo cotidiano, o su endiablado ritmo narrativo). Bukowski, por cierto, como Arrabal, también protagonizó una memorable entrevista beoda en la televisión, en este caso francesa, en el programa “Apostrophes” de Bernad Pivot, donde se bebió a morro varias botellas de vino blanco. Y como Dylan Thomas, Bukowski también le vio la cara a la muerte después de una borrachera, o de una tras otra, si bien él tuvo la sangre fría o la resistencia física de Jack London multiplicada por diez y fue capaz de escupirle en la boca a la parca, después de una hemorragia estomacal, que se curó tomándose un trago al salir del hospital y continuando bebiendo otros cuarenta años más.

Lo cuenta el periodista Barry Miles en su biografía sobre el máximo exponente del realismo sucio, en la que además nos revela otros lances de la vida de Bukowski, como la oferta de Madonna para que el escritor posara en su libro de fotografías eróticas; la noche que pasó en la misma habitación que solía ocupar Janis Joplin en el Hotel Chelsea (y en la cual esta hizo la famosa felación de la canción homónima a Leonard Cohen); o el día que Bukowski visitó a su —y nuestro— admirado maestro, John Fante, en un hospital, mientras desde una de las habitaciones contiguas, Johnny Weissmüller agonizaba entre alaridos a lo Tarzán, convencido de que era el auténtico hombre-mono.

Todo lo cual, hablando de John Fante, nos lleva a concluir recordando que uno de sus hijos, el también escritor Dan Fante (quien narró su infierno con el alcohol —y también su rehabilitación—  en libros como Chump Change), cuenta en una entrevista algo que intenta explicar el por qué de la tan a menudo estrecha relación entre alcohol y escritores: “Mi padre bebía mucho pero no era exactamente un alcohólico, lo que intentaba era deshacerse de algo que había en su interior. En la parte inferior de las botellas suele poner spirit (espíritu) y lo que hacen los autores es exactamente eso: perseguir el espíritu”.  

Es, en fin, otra forma muy literaria de decir que eres o has sido un borracho, pero resuelve al menos el misterio sobre el nombre de las bebidas espirituosas.

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