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1978 (Cuento sanferminero)

Jul 7, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Dibujo de Tasio para «Cuentos sanfermineros»

Los sanfermines de aquel año se suspendieron. Era 1978. El 8 de julio la policía entró a la plaza de toros y disparó a los tendidos, donde alguien había exhibido una pancarta. A un mozo le salvó la vida el reloj de bolsillo que llevaba en el de la camisa, que una bala reventó en lugar de su corazón. A otro lo mataron en una calle próxima cuando huía.
Mucho antes de que alguien desplegara esa pancarta la Plaza de toros estaba ya rodeada por decenas de camionetas de grises. Lo sé por que mi madre nos llevó aquella tarde a la salida de las peñas y lo vimos. Volvimos a casa antes de que ocurriera nada. Aquella tarde no hubo salida de peñas, ni toro de fuego, ni verbenas… nada. Al día siguiente te asomabas a la ventana y veías la calle desierta, o jóvenes que corrían; y siempre, siempre, una camioneta de policía dando vueltas. Al mediodía seis grises se bajaron de la puerta trasera de una de ellas y apalearon a un chaval que volvía de comprar el pan. Lo dejaron tumbado en medio de la acera y continuaron patrullando, como si nada. Cuando pasaron debajo de mi casa algún vecino gritó ¡POLICÍA ASESINA! y entonces un gris volvió a bajarse de la camioneta y apuntó con su fusil hacia las ventanas. Mis hermanos y yo nos tiramos al suelo, como en las películas. Después se oyó ruido de cristales que se rompían y en el pasillo apareció una pelota de goma anaranjada dando encabritados, frenéticos botes. Nos quedamos tirados en el suelo, en silencio, un buen rato, hasta que mi madre entró en la habitación y se puso a marcar números en el teléfono. No llamó al cristalero, habló con la tía Berta, que estaba de vacaciones en Pasajes de San Juan, y por la tarde nos metió en el 127 a los 4 y dijo que nos íbamos a la playa.
En la calle había maderas ardiendo a los lados de la carretera. Los cristales de algunos portales y los de los escaparates sin persianas estaban rotos. Junto a los bordillos de las aceras había cascotes y las tapas de las alcantarillas con los que habían sido arrancados. De vez en cuando se oía un estallido seco y hueco, un pelotazo. Otras veces un grito —¡POLICÍA ASESINA!— que se retorcía haciendo eco por las calles vacías.
Al salir del barrio nos topamos con un grupo de jóvenes con pañuelos en las caras que cogían maderas ardiendo de los lados de la carretera y los ponían en el centro, cortando el tráfico. Mi madre aceleró y consiguió pasar antes de que nos lo impidieran, atropellando casi a uno de los chavales. Entonces otro se puso delante del coche, cogió una piedra enorme del suelo y se acercó con ella hacia nosotros. Venía muy enfadado y parecía que iba a tirar la piedra contra el cristal delantero, pero cuando nos vio a los 4 niños apretujados en el asiento de atrás, temblando y mirándole con unos ojos como sartenes que no comprendían nada, se apartó y nos dejó pasar.
Llegamos a Pasajes de noche. Mi madre nos metió en la cama y se quedó hablando con los tíos en la cocina. Estuvieron hablando mucho rato. Por contra me di cuenta de que desde que la tarde anterior habíamos bajado de la plaza de toros a casa yo apenas había dicho unas palabras, y de que no había tenido ganas de jugar, de saltar, de reír… Y pensando en ello me quedé dormido.
Al día siguiente la cosa fue distinta. En Pasajes no había policía, ni disparos, ni barricadas…
Pasajes era un pueblecito de calles estrechas, retorcidas y oscuras que olían a mar. En los tejados de las casas había gatos que se escondían si les mirabas de día y que encendían los ojos si lo hacías por las noches. En las ventanas señoras de brazos gordos que hablaban en euskera apoyadas sobre ikurriñas con crespones negros. La playa era de arena oscura, había muchas piedras y el agua estaba sucia. Pero lo mejor de todo era sin duda el puerto. Mi hermano Javier y yo solíamos despertarnos muy temprano y corríamos hasta él para ver llegar los barcos grandes, y oírles pitar con su voz que se te metía entre el pecho y la espalda, y adivinar de qué país eran las banderas que enarbolaban…; también había barquitas pequeñas con hombres mayores que echaban anzuelos y redes al agua. Por las tardes, cuando los viejos marineros volvían a tierra solíamos preguntarles qué era esto, y aquello otro, y ellos sonreían y miraban con sus ojos tristes que habían acabado por absorber un trocito de mar de tanto mirar, y contestaban: chipirón, centollo…
También por las tardes, cuando el sol empezaba a derretirse a lo lejos, en el horizonte, aparecía una trainera repleta de jóvenes peludos y musculosos que remaban con toda su alma hacia ese sol para darle un chupetón antes de que se deshiciera y que después volvían a remar como locos para que no se les echara la noche encima sin haber regresado. Luego, cuando llegaban al puerto, soltaban los remos de repente, todos a la vez y saboreaban el pedacito de sol que traían en la boca, lo saboreaban como si fuera el manjar más sabroso, ensanchando el pecho, cerrando los ojos, echando la cabeza hacía atrás y besando el cielo…
Fueron aquellas unas vacaciones divertidas. Jugamos, saltamos, nos reímos mucho.
Un domingo fuimos a La Concha, en Donosti, a ver una competición de traineras. Queríamos que ganara San Juan, claro, pero no supimos si llegó a hacerlo, porque cuando estábamos buscando un sitio para aparcar se oyeron unas sirenas y comenzaron a llegar camionetas y camionetas de grises y otra vez hubo pelotazos y gritos y carreras y humo, como en sanfermines.
Mi madre dio media vuelta y cogió la carretera de vuelta a Pasajes. Durante el camino ella y la tía Berta no paraban de hablar, muy nerviosas. Decían “me lo imaginaba”, “no sé qué va a pasar al final”, cosas por el estilo… Nos pararon en un control. Un policía con bigotes le pidió los papeles a mi madre y a la tía Berta, se asomó y cuando nos vio a los cuatro atrás dedujo muy inteligentemente que no éramos un comando terrorista. Registraron, sin embargo, el maletero, y a la tía Berta le hicieron quitarse las gafas. La tía Berta era ciega. Después nos dejaron seguir. Mi madre y la tía Berta ya no hablaban. Nosotros, apretujados en el asiento de atrás tampoco. Sólo mirábamos todo con aquellos ojos como sartenes que no comprendían nada. No teníamos ganas de hablar, ni de jugar, ni de saltar, ni de reír… Sólo teníamos miedo y miedo al miedo, porque no sabíamos qué estaba pasando. Sólo queríamos volver a Pasajes y oír el vozarrón de barcos enormes, y ver a los gatos escondiéndose en los tejados, y hablar con los viejos marineros de ojos tristes…

De Cuentos sanfermineros. Patxi Irurzun (Altaffaylla kultur taldea, 2005)

Otra de fútbol

Jul 7, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Horacio Elizondo fue el árbitro que pitó la final del Mundial de Alemania 2006. La del cabezazo de Zidane. En ella, Zizou, el jugador-bailarín, el que parecía que siempre hacía lo que debía, con el balón y sin él, pudo haber cerrado su trayectoria impecablemente. Su cabezazo, sin embargo, lo hizo humano y yo, al menos, lo prefiero así. Pero volviendo al árbitro, el otro día Lander Santamaría contaba en Diario de Noticias que el argentino Horacio Elizondo era un árbitro poeta, y dejaba esta dirección desde la que podía descargarse su biografía, Un hombre justo. Curioso.

Un cuento maradoniano

Jul 4, 2010   //   by admin   //   Blog  //  28 Comments

A mí por lo general el futbol ni fú ni fá, excepto cuando juega Osasuna y en los Mundiales. En estos de Sudafrica iba con Argentina (o más bien, con Maradona) y, siempre, con todos los equipos que juegan contra España. Ahora seguro que suenan las vuvuzelas. Pero no aguanto el bombardeo mediático, la arrogancia, el desprecio, en lugar de respeto al contrario (aunque Del Bosque ha atemperado algo eso), el buscar siempre cabezas que cortar cuando algo falla, como si esto no fuera un juego en el que el error humano es uno de los componentes, los comentaristas-hoolligans de televisión (aunque uno de ellos sea el entrenador de Osasuna, precisamente), el despliegue de banderas y de patriotismo chusco… Supongo que en todos los países sucederá lo mismo, pero a mí me toca soportar a los de aquí. En cuanto a lo de Argentina, siempre he sentido debilidad por Maradona, y también en este mundial, donde ha seguido siendo el Pelusa (por ejemplo, sacando a Palermo y con la fortuna y la justicia poética de su parte, consiguiendo que este metiera su golito). Ahí abajo va un cuento maradoniano que escribí para un especial sobre Diego que creo que nunca llegó a publicar el escritor Chus Fernández en su fanzine -luego lo incluí en La polla más grande del mundo-y que explica esa extraña simpatía por un personaje como este, al que creo que hay que querer de este modo, desde lejos y viéndolo detrás de esa halo nebuloso que rodea a los mitos.

 

PELUSA

 

Aquel gatito lo trajo a casa mi hermano una tarde de agosto en que el cielo era un brasero. Se lo encontró a la orilla del río, enredado en unos matorrales. Parecía una bolita palpitante de pelos negros, negrísimos. Estaba aterrorizado. Recuerdo que todos los días le lavábamos la cola con un champú que olía a fresas, pero el volvía a cagarse encima. Era todavía muy pequeño. Tan pequeño que dormía en una caja de galletas María. Y sin embargo, ya desde aquellos primeros días, jugueteaba con las pelotas de lana con destreza, correteaba por el pasillo con ellas ensartadas en sus garras de pantera de mentirijillas . Le pusimos Pelusa, por ello, y porque era negro, y porque había nacido en un arroyo. Por Maradona. Por entonces Diego estaba en su mejor época, hacía sobre la cancha exactamente lo mismo que nuestro gato en el pasillo, sorteaba a todos sus rivales como si estos fueran invisibles, como si llevara la pelota cosida al pie, enganchada a una de sus uñas; o metía goles con la mano. La mano de Dios. En un mundo-balón Diego Armando Maradona no podía ser otra cosa sino Dios.
Pelusa poco a poco fue creciendo, dejando de embadurnarse la cola con sus propios excrementos, hasta acabar convirtiéndose en un gato hermoso, que se movía con una elegancia arrogante por la barandilla del balcón, como si también él fuera un dios animal, o un demonio enmascarado. Un día, sin embargo, de repente perdió el equilibrio, y cayó al patio desde nuestro quinto piso. Cayó de pie, porque esa era su naturaleza, y aunque tras una semana sin probar bocado ni moverse de su capazo pareció volver a ser el de antes, algo se había roto dentro de si mismo. Pelusa comenzó a destrozar todas las plantas de casa, a mordisquear sus hojas y revolcarse después medio loco en el suelo de la cocina. A veces incluso se cagaba encima, y volvía a ensuciar su preciosa cola negra. Pero Pelusa ya no era un cachorrito, así que mamá dijo «O el gato o yo».
Lo abandonamos allá en las afueras, junto al manicomio, en un viejo caserón plagado de gatos callejeros, más demonios caídos y rotos por dentro, a los que los locos alimentaban en sus paseos errantes. Algunas tardes mi hermano y yo también le llevábamos a Pelusa un trozo de hígado, pero siempre aparecía un gato más fuerte, o más rápido, o más joven, que se lo arrebataba. Poco a poco dejamos de vagabundear por allá, pero algunos meses más tarde, cuando por casualidad volvimos a pasar por el caserón Pelusa, lejos de morir de hambre, se había transformado en un magnífico ejemplar, gordo, monstruoso, casi repulsivo que se paseaba desafiante entre los demás machos, los cuales le abrían paso con respeto, sin valor para disputarle la comida que le arrojaban los internos del manicomio y que él sólo compartía con varios cachorrillos con las colas salpicadas de lapas; como si todavía recordara aquella tarde de agosto con un cielo como un brasero en que mi hermano lo encontró enredado en un matorral.
Me gusta recordar así a Pelusa. Casi más que cuando se deslizaba, presumido y elegante, por la barandilla del balcón.
Me gusta casi tanto como ver a ese Diego gordo y balbuceante, o a aquel Diego con la mirada perdida en un desierto de nieve, a este Diego al que los porteros le dejan meter los penaltis.
Porque prefiero creer en un dios que tropieza, y que cae de pie, y que se vuelve a levantar enrabietado; en un dios que lleva al Che Guevara tatuado en un hombro; en un dios al que Andrés Calamaro le escribe canciones; en un dios que no olvida que él también nació en el arroyo.

METACOLUMNA Y JUMELAGE

Jul 3, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Una columna de autobombo -sobre mi propia columna, Día D hora H, de hace años en Gazte Algara- ilustrada por Exprai en esta ocasión en jumelage con Kalvellido.

TABLÓN DE ANUNCIOS

La primera vez que escribí un cuento tenía cinco o seis años –hay que ver, tan pequeñito y ya tan desgraciado, contagiado por esa terrible enfermedad–. Fue en el campo. Me había destripado un dedo trepando a un árbol, cuando uno de aquellos anillos con sello se enganchó en uno de sus nudos, y ya no pude, ya no me dejaron seguir jugando con mis hermanos y mis primos, continuar taponando los hormigueros, meándome en las brasas de las fogatas domingueras… Fue entonces cuando, ¡voila! mi madre sacó de la chistera que es el bolso de todas las mamás un lápiz y un cuaderno, que todavía conservo y en la cual aparece garabateado aquel primer cuento. Cuenta la historia de unas mariposas a las que les gustaba oler las flores en vez de ir al cole, y cuando fueron mayores, se hicieron pelotaris, como mi abuelito, y restaban todos los tantos desplazándose rápidamente por el aire y recogiendo suavemente con sus alas la pelota… Cosas por el estilo, no importaba. Lo que de verdad importaba era que de esa manera podía seguir trepando a los árboles, y hasta encaramándome a sus ramas más altas, aquellas a las que sólo podía llegar con mi imaginación.
Todavía hoy, muchos años después, mientras el resto de los niños de mi edad se casan, tienen niños preciosos (un beso muy fuerte para la recién llegada, mi sobrinica Amaia), sacan sus oposiciones, sientan, en definitiva, sus cabezas, yo sigo, lápiz –ahora ordenador–, en ristre, dándole vueltas a la mía, mi cabezota, incapaz de bajarme de las frondosas copas de esos árboles imaginarios, donde se encuentran mundos maravillosos o extraños pero muy pocas peras, melocotones o higos que llevarse a la boca. Escribir, sñif, continua siendo llorar, pero tranquis, que no transcribiré a continuación la consabida lista de lamentos : las impersonalmente amables cartas de rechazo de las editoriales, los editores que juegan con tus sentimientos, prometiendo libros que nunca llegan a publicarse, los que te reciben calculadora en mano, los “encargos” de los “colegas” (otro saludo, éste a escritores, dibujantes, rockeros… gremios “altruistas” donde los haya; ellos entenderán de qué hablo–, las correcciones, recortes y errores como amputaciones en los textos …). A todo termina resignándose uno, incluso a esta enfermedad incurable que es lo del lápiz, o sea el ordenador, y el papel y que tantos sarpullidos provoca en la piel de la autoestima y en la de la cartera. A todo, excepto a que aquí al lado, junto a esta columnita, no aparezca mi careto. ¿Soy acaso más feo que los demás? Sí, lo soy; planteémoslo de otra manera: ¿soy acaso un monstruo?… Bueno, dejémoslo.
El caso es que, tantos años después, sigo escribiendo por lo mismo que cuando tenía cinco o seis años, en busca de un poco de diversión, de comunicación, y que de vez en cuando, muy de vez en cuando, o al menos más de vez en cuando de lo que yo quisiera y para lo que quisiera (para ligar, para ser sinceros, que es para lo que uno escribe –para que le quieran, en definitiva, y así ¿cómo?, si nadie sabe quien soy o nadie me cree cuando intento pegarme el moco–), pues eso que, muy de vez en cuando, a pesar de todo algún despistado o despistada me comenta que le ha gustado alguna de estas mis colaboraciones. Dicho lo cual, para todos esos perturbados que quieran respescar cualquiera de estos DIA D HORA H que el cruel género que es la colaboración periodística el columnismo, o como quiera Umbral que se llame, anuncio que he colgado, modestamente, todas ellas en la siguiente dirección web: http://salman.ws/diadhorah*

Y puesto que lo que comenzaba siendo un tierno y nostálgico relato infantil ha terminado convirtiéndose en un descarado tablón de anuncios publicidad, saludos a tutiplén –ahí va otro, este para mi socio y sin embargo amigo el dibujante malagueño Kalvellido, que es el que me retratado de tan impresentable guisa en el dibujico que acompaña, excepcionalmente estas líneas…), recuerdo también que a través de esa página se puede acceder a, ejem, ejem, mi vida, obra y milagros, enviarme vuestras apasionadas declaraciones de amor, propuestas indecentes o insultos –siempre que sean originales–, además de echarle un vistazo al ciberfanzine literario que edito, Borraska, de momento yo solito, pero que está deseperadamente abierto a todo tipo de ayuda y colaboraciones que le permitan supermineralizarse, como diría Super-ratón, antes de esfumarse, dejando una estela de humo y estrellitas, hasta la siguiente semana; hasta el siguiente Dia d Hora h, en este caso.

*El link no funciona desde hace años.

LA POLLA MÁS GRANDE DEL MUNDO

Jun 24, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Este es el segundo cuento que me publican en la revista Groenlandia, y el que da título a mi libro La polla más grande del mundo, que, una vez más lo aclaro, no es una autobiografía.

LA POLLA MÁS GRANDE DEL MUNDO

El ojeador de monstruos descubrió su vocación cuando su papá le compró uno de aquellos pollos que vendían en las fiestas de los pueblos, todos apelotonados en una caja de galletas y pintados de colores chillones, a la mayoría de los cuales a los dos días comenzaban a pelárseles el culo, y después venían los temblores y finalmente el pollito moría trágicamente ante los ojos como sartenes de los niños, en los que se empezaba a cocinar la idea todavía imprecisa de la muerte, pero al ojeador de monstruos el pollito le sobrevivía, el color se iba desdibujando hasta quedar sólo algunos ridículos corronchos fosforitos en las alas despeluchadas, y después le salía una cresta punk, y como lo alimentaba con ositos de gominolas, y panteras rosas, el bicho engordaba a lo bestia, y un día aparecía un huevo extraño, como una canica blanca, así que el pollo era en realidad polla, la polla más grande del mundo, que era como la anunciaba el ojeador de monstruos entre sus compañeros del colegio, a los cuales cobraba cinco duros por enseñarles aquel adefesio, hasta que un día su mamá se cansaba, porque la casa se le estaba llenando de cagadas, y se llevaba la polla al gallinero del cuñado en el pueblo, donde finalmente acababa sus desdichados días entre las fauces de un perro malo maloso, eso nunca se lo contaban al ojeador de monstruos, aunque hubiera dado igual, él ya llevaba el veneno en el cuerpo, y cuando en el colegio les mandaban aquello de las semillas y los algodones dentro de un tarro vacío, él se las ingeniaba de modo que a sus raíces les brotaran unas hojas con calcamonías de Popeye, unas hojas tan raras que ahora para verlas la tarifa subía hasta los diez duros, y de esa manera era como nuestro héroe iba medrando, por ejemplo cuando descubrió en el bloque de enfrente a aquella pareja que se vestían como batman pero a lo «jevi», con cadenas, y se daban de hostias sobre el colchón, antes de hacer el amor, el alquiler de los prismáticos alcanzaba ya el talego, y así iba tirando, hasta que acabó el colegio, entonces se enroló en con unos titiriteros, «pasen y vean al hombre más pequeño del mundo, el cordero de dos cabezas, el policía bueno», se desgañitaba sin demasiado éxito, pues el mundo del circo agonizaba, todos los monstruos y payasos se habían trasladado ahora la televisión, la mujer barbuda fue sustituida por una folclórica, los leones que rugían por presentadores de telediario, los domadores por ministros del interior…, y para allá que se fue el ojeador de monstruos, cameló a una chica del barrio algo chocholoco, ésta a su vez a un picoleto corrupto, que había estado casado con la hija de otra folclórica, y a triunfar, al principio era así de sencillo, no había más que aplicar el viejo truco de la polla más grande del mundo, instruir a su pupila para que contara quien entre los que se tiraba ostentaba aquel récord, y a esperar a que el móvil, al que había programado el tono de una caja registradora, empezara a echar humo, pues la programación se había reducido en todas las cadenas a una sucesión de programas del bajovientre entre los cuales se insertaban algún que otro telediario en el que sólo hablaban de Arzalluz y del Real Madrid, aunque, eso sí , después al ojeador de monstruos la niña acabó fugándosele con el mejor abogado ultraderechista del país, que andaba algo flojillo últimamente, ahora ya le hacían la mayoría -la mayoría absoluta- del trabajo otros, y había tenido que abrirse de patas a otros mercados, así estaban las cosas, los nuevos famosos no daban más que disgustos, y el ojeador de monstruos pasó una mala temporada, hasta que llegó su gran oportunidad, el público se había encanallado ya tanto que ya no se conformaba con la foto de un pito retocada con photoshop, ahora se trataba de subir al pedestal y ver hacer el ridículo, entre carcajadas malsanas, a auténticos fenómenos de feria, y ahí nadie le ganaba, él era único, y no tardó en reunir a la cuadrilla más «freak» imaginable, uno que parecía Heidi con peluca, otro que aseguraba haber invitado a Michael Jackson a comer macarrones a su piso, y sobre todo, ella, su joyita, la nueva diva, y su canción, una sarta de mentiras, cuando el público se aburriera de ella no seguiría siendo la misma, si cambiaría, si cambiaría, si cambiaría, y no lo podría soportar, pero ese era ya no era su problema, el ojeador de monstruos había tocado techo y, eso él no lo sabía, fondo al mismo tiempo.
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