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HACE YA CINCO AÑOS DE MI ‘TRIGESIMOQUINTA CRISIS’

Ene 20, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Juan Antonio Mora publica en el último número de su revista La Hamaca de lona este cuento, «Trigesimoquintacrisis«, en el que, entre otras cosas, escribo:

Sólo consigo escribir historias en las que yo soy el protagonista y me compadezco de mí mismo. Son, en realidad, las mismas historias que cuando tenía 15, 20, 30 años y me encontraba triste, solo y asustado. He escrito el mismo cuento 35 veces, pero ahora ya no sirve, no es suficiente.

Han pasado ya cinco años desde entonces, ahora tengo ¡40! Ya no me siento solo, sólo triste y asustado, pero hace tanto que no escribo un cuento…

Este empezaba así:

TRIGESIMOQUINTACRISIS

Pa-paaa-parabá….

La alarma del móvil suena todos los días a las 8 de la mañana.

Parapa-papaaa-parabá.

«Satisfaction». El tema peor elegido para un momento como ése. He terminado por aborrecerla, pero no tengo ni idea de cómo cambiar la melodía. Soy un desastre.

Pa-paaa-parabá….

Isabel siempre remolonea varios minutos. Yo entonces suelo mirarla. Me gusta mirarla. Es muy guapa y creo que nunca me acostumbraré ello. A veces me pregunto qué hago yo junto una mujer como Isabel. Sé que ella también suele preguntarse qué hace con un tipo como yo. Pero lo hace de otro modo.

Isabel suele despertarse de buen humor, a pesar de todo. La oigo cantar en la ducha, mientras hago la cama. Vivimos en una habitación de un piso compartido y para abrir los armarios antes hay que recoger la cama plegable. Todo muy confortable.

Cuando Isabel vuelve a la habitación y comienza a vestirse la tumbo desnuda sobre el colchón y abro sus piernas, o la abrazo por detrás y coloco mi pene entre sus nalgas.

ESE TOCHO (CAPÍTULO 3)

Ene 19, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments
Ilustración: Tasio
El calentón se nos pasó en un pispás, tanto a la alcaldesa como a mí. Apenas salimos al balcón del ayuntamiento fue como si nos devorara un animal, un monstruo de miles de cabezas que le sacaban otras tantas pequeñas lenguas al mundo.

—¡Macanudo! —no pude menos que exclamar.

Nunca había visto nada semejante. Ni siquiera en la cancha de Liverpool, cuando yo era el más diablo de los diablos rojos. La pequeña plaza parecía que fuera a reventar y desde ella se elevaba ya un solo grito —“¡San Fermín, San Fermín!”— que me arrebató la erección y, en compensación, me puso de punta todos y cada uno de los pelos del cuerpo. Pensé que si la afición de Osasuna se comportaba del mismo modo nos íbamos a llevar bien.

Observé a algunos de mis compañeros. Un ejército de mercenarios reclutados en países pobres. Camerún, Brasil, Rumanía… Vi cómo miraban boquiabiertos el espectáculo. Habían conseguido triunfar a fuerza de pegarle patadas a un balón, de pegárselas con todo su alma, como si con cada una de ellas golpearan al hambre y pudieran hacerlo añicos. En cierto modo era así, ahora todos ellos eran millonarios, pero cuando alguien ha sido pobre, pobre de verdad, es imposible mandar el balón lo suficientemente lejos. Me recordé a mí mismo, en nuestra chabolita, allá en Buenos Aires, comiendo papas todos los días, y de repente tuve la impresión de que aquello mismo que estaba viendo ahora era la manera exacta en que yo me imaginaba en mi niñez lo que debía ser un mundo feliz, un mundo sin hambre, un mundo en que la comida y la bebida eran abundantes y la gente se divertía arrojándose huevos, salpicándose con champán. Un mundo en que las guerras se libraban a tartazos de nata.

Aquel, sin embargo, no era el momento de ponerse trascendentales. Al menos ahora, nosotros, algunos de los pobres de la tierra, estábamos arriba, en el balcón y debíamos disfrutar del momento. Observé cómo Godman, guiado por Pichurri, la alcaldesa, encendía un puro enorme y se acercaba al micrófono y al cohete que allá había dispuestos.

—¡Pamplonesos! —comenzó el míster.

El griterío ensordecedor en la plaza se convirtió de repente en un silencio tenso, como un gato callejero a punto de saltar y enganchar un filete gordo, que le alimentara durante nueve días.

—¡Viva san Quintín! ¡Gorda¡ ¡Dios salve a América!

Yo no estaba muy seguro, pero para mí que se había equivocado. Al principio, sin embargo, tras prender la mecha y hacer estallar el cohete, no sucedió nada extraño, si entendemos por ello que abajo la multitud comenzó a saltar, a bailar, a abrazarse… —aquello era la normalidad al parecer durante los sanfermines—, pero pasados unos segundos el que hasta entonces había sido un sirimiri de huevos y taponazos de champán que pretendía calar sólo a la alcaldesa, se convirtió en un diluvio de dimensiones bíblicas dirigido al míster. Tuve la sensación de que aquel era el principio del fin de la Godmanía.

Rápidamente todos cuantos estábamos en el balcón corrimos a refugiarnos al interior del ayuntamiento, pero se había formado un tapón en la puerta porque los concejales se habían adelantado unos segundos, justo cuando alguien anunció que el lunch estaba listo.

La lluvia de huevos arreciaba y yo me encontraba junto a la alcaldesa. Fue la primera vez que la abracé. Por mi parte fue solo un gesto protector, pero ella, como quiera que éste se prolongara y yo volviera a imponerle mis manos mágicas, lo acogió de muy buen grado, como demostrarían al día siguiente las portadas de todos los periódicos locales, en las que, bajo titulares como “¡San Quintín, San Quintín!” u otros más malintencionados —“¡Ese Tocho!”— la alcaldesa apareció amarrada a la parte de mi anatomía más afamada. Y no estoy hablando de las manos.

ESE TOCHO (CAPÍTULO 2)

Ene 18, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

A Pichurri, que es como llamaba yo en la intimidad a la alcaldesa, me la presentó Godman, el míster, poco antes de que él mismo lanzara el chupinazo y liara una gorda. El míster en ocasiones me recuerda a mí mismo. Ambos tenemos una personalidad vampira, que acaba por absorber la atención, para bien o para mal, de todos los que nos rodean. Godman acaparó portadas del Marca nada más desembarcar en Pamplona procedente de Estados Unidos, su país natal, cuando a golpe de billetera se compró un equipo de segunda en plena crisis, como era entonces Osasuna, y se convirtió en su presidente, entrenador y hasta delantero centro en una jornada en que todo el equipo se vio afectado por una terrible cagalera. Al principio, la ciudad en pleno se puso a cara de perro con el míster, porque Osasuna siempre había sido un club en el que los socios creían que elegían a sus presidentes, pero después, cuando Godman comenzó a aflojar plata y a fichar a buenos jugadores, y más tarde a ganar partidos, y finalmente logró incluso un ascenso que se había resistido durante años, llegó la Godmanía. Hasta tal punto que, invitado por la alcaldesa, se le concedió el más alto honor que puede otorgar la ciudad a un pamplonés —Godman era ya tomado como tal, incluso fue elegido el navarro más guapo del año—: lanzar el cohete que da inicio a sus fiestas.

—¿Quién se lo iba a decir, cuando llegó y le querían arrojar al pilón? —bromeaba con él, poco antes del chupinazo, Pichurri, la alcaldesa.

—Ellos primero no entender mentalidad americana. Fútbol negocio, no corazón. Pero tampoco cambiar tanto. Antes vosotros poner y quitar presidentes. Vosotros tener money. Ahora mí.

—Claro, claro —se reía Pichurri, y mientras lo hacía su sonrisa pizpireta se me estiraba a mí entre las piernas.

Había algo que me atraía en ella, algo morboso, esa extraña mezcla que parecía expresar su aspecto y su carácter. Era una mujer echada para adelante y de aspecto monjil a un tiempo, una de esas mujeres de edad indefinida, que uno no sabe si son ancianitas con el alma enfundada en un chándal o jovenzuelas a las que alguien o algo les ha arrebatado sus mejores años. Una mujer llena de huecos oscuros que yo sentía que debía rellenar, no sabía si para derramar todo mi cariño o todo mi veneno.

—Aunque en realidad es lo mismo, porque ahora que usted se ha afiliado al partido es uno de los nuestros, señor Godman, un navarro por los cuatro costados.

Yo asistía a la conversación como convidado de piedra, hasta que abajo, en la plaza, los piropos dedicados a Pichurri —“¡La alcaldesa es una posesa!”, coreaban— fueron sustituidos por el que ya era mi grito de guerra: “¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!”. El míster entonces se volvió hacia mí y me presentó.

—Oh, sorry, ser nuestro último fichaje. Gran portero. Y mucha publicidad, camisetas… —añadió.

Yo encajé el golpe con deportividad. Sabía que en buena medida me habían fichado por ello, porque mis gansadas atraían al público al campo y a los anunciantes a los despachos de los comerciales.

—Oh, sí, lo conozco, señor Tocho, he oído hablar mucho de usted —dijo la alcaldesa.

Fue entonces cuando ella estiró su mano y yo la estreché. Pude darme cuenta de inmediato cómo todo ese calor que es capaz de proyectar la mía, mi mano, la fue derritiendo por dentro. Siempre sucede así. Ellas comprenden que nunca las ha acariciado una piel tan suave y que quizás nunca volverá a hacerlo. Es como si las tocara un bebé grande con una tranca descomunal. No sé muy bien cómo explicarlo, pero siempre sucede así.

—Un placer —dije.

Y ella, esquivando con un donaire encantador los huevos que le arrojaban desde la plaza, al tiempo que se dirigía al balcón —faltaban ya sólo un par de minutos para las doce—, contestó:

—Igualmente.

Continuará

ODIO A FELIX ROMEO

Ene 18, 2010   //   by admin   //   Blog  //  2 Comments
Foto: Jesús Caso
Lo odio porque en sus dos últimas colaboraciones de la nueva sección de ABCD me ha pisado. Primero, el pasado sábado, dijo que nunca había leído u oído decir a ningún autor que se buscaba a sí mismo en Internet. ¡Ay! En esta entrada ya vieja de este mismo blog hablo de esas egobúsquedas. Y ¡ayyyy! (esta duele más), hace dos semanas Felix escribió sobre La Pinturitas de Arguedas (la foto de arriba es de mi compañero de trabajo el fotógrafo Jesús Caso, que fue gracias a quien la conocí). Tenía muchas ganas de escribir algún día un reportaje sobre La Pinturitas, conducir hasta Arguedas y hablar con ella… Incluso estuve pensando en proponerla a los de Sra. Rushmore como protagonista para una campaña de Aquarius, “el ser humano es extraordinario”, y entonces aparecerían todos esos coloridos dibujos que La Pinturitas hace y deshace en una de las naves abandonadas junto a la carretera.

(Bueno, lo cierto es que si Romeo me ha pisado ha sido porque yo me he quedado quieto, por pereza, por falta de iniciativa, porque, total, escribir reportajes para qué…)

Odio, por lo demás, también a Felix Romeo porque le he escrito en alguna ocasión por algún asunto de la cosa literaria y nunca me ha contestado, no sé si porque el correo al que me dirijo es uno de esos que se encuentran en el limbo de internet, el de los buzones que nunca se abren, o quedan desactualizados, o a los que tus email llegan apellidándose spam; o porque ha actuado con prudencia, por un lógico temor –tratándose de alguien que escribe sobre libros en periódicos o los reseña en la radio- a encontrarse con un escritor psicópata, un perseguidor, un pelma…; o no sé si, simplemente, porque a Felix Romeo se la ha sudado lo que yo le he contado en esos emails, que puede ser y está en su derecho.

Y lo odio porque estuvo en la presentación mundial de Resaca / Hank over, en Zaragoza, hace ya casi dos años, yo lo ví, es difícil no verlo, y, que yo sepa, puede que me equivoque, nunca dijo ni escribió nada sobre ese libro, Felix estaba allá al fondo, recostado sobre una pila de libros, y miraba o eso me parecía a mí con cierta desgana y aburrimiento, como si todo eso, Bukowski, fuera algo ya superado, jugar a hacerse los malditos, algo ya visto y falso (aunque Resaca no va de eso). Todo esto, claro, es una impresión personal, quizás errónea.

Pero odio, sobre todo a Félix Romeo, por envidia cochina, por lo ya dicho, porque se dedica a leer libros –no solo por placer, digo, además profesionalmente- y a escribir sobre ellos, y también porque he leído algunos de sus libros y me han gustado, qué cabrón, he pensado, y he sentido esa sensación malsana que sentimos –yo al menos- los escritores, cuando leemos libros que nos gustaría haber escrito a nosotros (o incluso cuando vemos cómo elogian libros -o más bien a autores- que nosotros nunca escribiríamos, cuando otros triunfan, aparecen en los papeles, ves a chicas guapas leyendo sus mierdas de libros en el autobús…); de eso, como de las egobúsquedas, tampoco habla nadie, de las envidias entre escritores, incluso de la envidia como inspiración, o génesis de obras literarias. Escribiría un reportaje también sobre eso, pero total para qué, ya escribí uno sobre las venganzas literarias, y nadie quiso publicarlo.

En fin, solo me queda despedirme con un saludo a Félix Romeo, que si es verdad que hace egobúsquedas, leerá esto. Yo a él lo leeré el próximo sábado, a ver si vuelve, ¡ay!, a pisarme.

ESE TOCHO (CAPÍTULO 1)

Ene 17, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments
Ilustración: Tasio. Portada de Cuentos sanfermineros, en donde aparece este relato

Aunque en todos los equipos por los que he pasado mis compañeros me han apodado con alias nada ingeniosos, como «El Trípode», «Barrapán» o, mayormente, «Tocho», el secreto de mi éxito con las mujeres no tiene nada que ver con el descomunal tamaño de mi miembro viril. Tampoco está relacionado con la fama que me precede allá donde vaya, ni con mi personalidad dicharachera y jovial, ni siquiera con la cuenta corriente en la que se me desbordan los ceros por la derecha de la libreta. Quienes lo crean así no saben absolutamente nada sobre mujeres. A las mujeres lo que realmente las vuelve locas es un tipo que sepa acariciarlas y yo siempre he tenido unas manos superdotadas. Es por eso mismo por lo que soy portero de fútbol. Probablemente el mejor portero del mundo. He militado en los clubs más laureados, he ganado varias ligas y un Mundial y he compartido habitación con Dios, que entonces se llamaba Diego Armando Maradona… Y que me disculpen si a alguien le parezco sacrílego. Al contrario, conozco la Biblia lo suficiente como para saber que el Dios del que hablan en ella es un boludo, un tipo vengador, vanidoso y cruel al que sólo pueden haber inventado los hombres. Para mí Dios no es alguien que me haga avergonzarme de ser un hombre sino que convierto a Dios en todo aquello que me hace reír, gozar o tener esperanza. Dios es para mí la mujer con la que hago el amor —y como soy un tipo muy religioso y politeísta procuro hacerlo a menudo y con muchas mujeres—; Dios es cada disco nuevo de Andrés Calamaro; y Dios es Osasuna, el club que me ha fichado y que ha confiado en mí cuando ya todos me habían desahuciado.

El fútbol es así. Un mínimo error y pasas de ser el rey del mundo a un condón anudado en un descampado. En mi caso se trató de un regate mal calculado en un Barça-Madrid y automáticamente todas aquellas características de mi personalidad con las que siempre se había identificado la afición se convirtieron en pecados imperdonables: vividor, borracho, mujeriego… Me lo decían los mismos que aplaudían a rabiar cada vez que me adelantaba con el balón entre los pies y lograba dejar sentado a Raúl o a Figo. Me gustaba hacerlo así, driblar al delantero de moda, escuchar primero el murmullo en las gradas, y después los aplausos de alivio y mofa. Sentía que al hacerlo era capaz de poseerlos, de poseer no sólo lo que eran —se identificaban conmigo porque era un tipo algo golfo y de procedencia humilde— sino lo que añoraban, envidiaban y nunca llegarían a ser ellos, que nunca se arriesgarían a salirse del área y regatear a su destino —como mucho, ocultos y a salvo entre la masa, a desahogarse insultando al árbitro; o a mí mismo—. «¡Muerto de hambre, indio de mierda!», me gritaron entonces, de hecho, cuando erré el dribling. Y eso sí que me dolió. Me dolió tanto que, a pesar de que ahora una nueva afición, allá abajo, en la plaza, volviera a corear mi nombre (“¡Ese Tocho, ese Tocho, eh¡”, alternaban los gritos con otros como “¡San Fermín, San Fermín!” o “¡Alcaldesa dimisión!”) no pude evitar despreciarlos, por arrastrados, por diluirse, como una aspirina contra la estupidez de sus vidas, en la multitud; la misma multitud que pediría mi cabeza en cuanto palmáramos tres partidos seguidos; la misma multitud que cuando pasaran los sanfermines y con ellos toda la polémica, volvería a votar a la alcaldesa; la misma multitud, en suma, que nunca comprendería por qué apenas hube estrechado su mano, la mano de la alcaldesa, allá arriba en el balcón del ayuntamiento el día del chupinazo, supe que acabaría acostándome con ella.

Continuará

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