LA INCREÍBLE HISTORIA DE LA PELOTA VASCA, de Santiago Lesmes Zabalegui
Si empiezo diciendo que el
libro que comentamos hoy es una enciclopedia de la pelota vasca, su
autor, el pamplonés Santiago
Lesmes Zabalegui,
se me va a enfadar. Con razón. De la máxima horaciana “enseñar
deleitando” las enciclopedias suelen por lo general olvidarse de la
segunda parte, reduciéndose en la mayoría de los casos a aburridas
y frías acumulaciones de fechas, datos y definiciones. Y no es el
caso. En La
increíble historia de la pelota vasca su
autorhace
una declaración de intenciones cuando, en la introducción del
libro, afirma que aspira a ofrecer al lector “un relato apasionante
y extraordinario, un viaje en el tiempo narrado de forma amena y
aderezado de infinidad de historias, anécdotas, personajes y
curiosidades”. Objetivo que cubre sobradamente. No obstante, no
podemos obviar que la obra nos da cuenta también de los orígenes
del juego, las diferentes modalidades y herramientas, la importancia
del frontón como elemento arquitectónico y social (el ágora
vasco), la presencia de la mujer en los frontones, el reflejo del
mundo pelotazale en el arte, el carácter de la pelota como rasgo
definitorio de la cultura vasca…
Si
eso no es una enciclopedia que baje Txikito
de Eibar
del cielo y lo vea.
¡Patapún! No, no se me ha aparecido Indalecio León Sarasqueta (Txikito de Eibar), el estruendo se debe a que, cuando consultaba el nombre de pila del célebre cestapuntista en La increíble historia de la pelota vasca, el libro se me ha caído al suelo, con sus casi cuatrocientas páginas y sus más de mil ilustraciones y fotos, incluso con sus dibujos animados (la pequeña figura de un pelotari aparece en la parte inferior de todas las páginas, de modo que si las pasamos rápidamente el dibujito cobra vida)… Todo lo cual, convierte, efectivamente, en un deleite la lectura de esta instructiva obra.
Dada
la exhaustividad de la misma nos vamos a ceñir a aquello que nos
atañe, el capítulo dedicado a la literatura −los
libros y autores que se han hecho eco del mundo de la pelota y los
pelotaris−,
pero antes no podemos pasar por alto otro tema recogido por Santiago
Lesmes: las apuestas y los desafíos, que han estado unidos al
deporte de la pelota desde sus inicios, generando multitud de lances
y personajes novelescos.
Apuestas
rocambolescas
Las apuestas hoy en día están regularizadas, así como el reglamento de las diferentes modalidades de pelota, pero hubo un tiempo en que los desafíos se hacían casi a la carta, y así podemos encontrarnos con partidos en los que un solo pelotari se medía a dos, tres o más contrincantes, o debía restar los tantos con una serie de condiciones (al aire, sentándose entre punto y punto en una silla, de revés, con el canto de la pala…), o −rozando ya lo esperpéntico− en los que uno de los deportistas tenía que competir con una arado romano al cuello (y lo que a priori parecía una clara desventaja también podía favorecerle, pues su adversario, si no quería ser descalabrado, tenía que agacharse con cada giro del arado). Se han llegado a conocer partidos en los que un pelotari competía atado por el pie a un ciego, o a un perro, o al perro del otro pelotari (que, por supuesto, no paraba de llamar al animal)… Y había auténticos profesionales de estas rocambolescas apuestas, que utilizaban todo tipo de pillerías, por ejemplo, fingirse débiles o enfermos durante el partido y, cuando les convenía, recuperar prodigiosamente la salud y dar la vuelta al resultado. Ganapanes que recorrían los frontones de feria en feria y que en ocasiones alcanzaron enorme celebridad, como el navarro de Espronceda Luis Zubielqui que, tras trabajar en su infancia como carbonero y pastor, decidió, cumplida la veintena, darse a la buena vida valiéndose de sus facultades físicas, tanto las buenas (su talento innato para la pelota) como las malas (un rostro que aparentaba cortedad de luces y que hacía, en un tocomocho pelotazale, confiarse a aquellos “listos” a quienes desafiaba en sus apuestas).
Pelota
y literatura
La vida de Luis de Zubielqui daría para una novela picaresca, pero, a la espera de la misma, tal y como hemos adelantado, Santiago Lesmes recoge referencias a la pelota vasca en numerosas obras literarias, empezando por las Confesiones de San Agustín, que se lamenta del tiempo que su afición al juego le resta a la oración o la escritura, pasando por alusiones en obras clásicas como el Quijote, el Lazarillo de Tormes, el Libro de buen amor o el Gero, de Axular, y llegando a novelas, como la de Pierre Loti, Ramuntcho, en la que la pelota ya adquiere un mayor protagonismo, más allá de la cita aislada (Ramuntcho es “pescador y pelotari de día, contrabandista y aventurero de noche”). Y, además, varios cameos pelotazales en obras de grandes autores de la literatura universal como Shakespeare, Alexandre Dumas, Rousseau, Martín Lutero, Rabelais… Por citar solo a uno de ellos esto es lo que escribe Prosper Mérimée en Carmen: “Me gustaba demasiado el juego de la pelota y eso es lo que me ha perdido. Cuando jugamos a la pelota, nosotros, los navarros, nos olvidamos de todo”. Quien habla es el sargento protagonista de la novela, natural de Elizondo y euskaldun (su enamorada, la gitana Carmen, que ha venido a encarnar todos los tópicos raciales españoles, era por su parte oriunda de Etxalar e igualmente vascoparlante).
Capítulo aparte se dedica a Ernest Hemingway, de quien se ha destacado siempre su afición a los sanfermines y a los toros, pero no tanto su pasión por la pelota vasca, hasta tal punto que llegó a afirmar: “Entre los pelotaris vascos cuento con mis más y mejores amigos”. Y, en efecto, durante sus años en Cuba fue un asiduo del jai alai y compartió en su legendaria finca Vigía comilonas semanales con los cestapuntistas que formaban parte del cuadro del Palacio de los gritos, tal y como era conocido el frontón habanero.
A
las obras citadas nos permitimos aquí añadir la radionovela
Pelotari
zaharraren ajeak,
de Bernardo
Atxaga,
o mencionar que otro clásico de la literatura vasca como Jean
Etchepare
se doctoró en medicina en la Universidad de Burdeos con una tesis
sobre los pelotaris y su salud: “Quelques
remarques sur le jouer de pelote”.
El
photocall
de
la pelota
En fin, La increíble historia de la pelota vasca está trufada de curiosidades e historias apasionantes. Por sus páginas desfilan Pancho Villa (que mandó construir un frontón en su hacienda comunal de Canutillo) o, fotografiados junto a pelotaris, Charlot, Walt Disney, Errol Flynn, Jayne Mansfield, Travolta, Ava Gadner…; nos enteramos de que siendo adolescente Simón Bolívar se enfrentó y venció en un partido premonitorio a Fernando VII, a quien años más tarde volvería a derrotar en el campo de batalla; que durante la primera guerra mundial Chiquito de Cambo arrojaba granadas contra las líneas enemigas propulsándolas con su cesta (algo que debió inspirar a un redactor de El Confidencial casi un siglo después, quien afirmó que durante unos disturbios en Barcelona en 2019 miembros de la kale borroka habían sido vistos utilizando la misma herramienta para lanzar piedras y rodamientos contra la policía); leemos también sorprendidos que durante algún tiempo, hacia 1940, hubo más mujeres pelotaris profesionales que hombres (eran los tiempos gloriosos de las raquetistas, a los que el general Moscardó intentó poner fin alegando que la pelota “no era una cosa bonita de mujeres”, cuando lo que quería decir en realidad era que no podía tolerarse que aquellas mujeres empoderadas y libres ganaran más que los hombres, alternaran de noche, viajaran solas, etc.).
Son,
en fin, cientos las historias increíbles y, sin embargo, ciertas que
vamos a encontrar en este libro que recomendamos esta semana
encarecidamente a los pelotazales y a quienes no lo sean, también.
¿Stefan
Suaij, Svaij, Esveij? El primer problema con el que uno se enfrenta
ante este autor es la pronunciación de su apellido. Personalmente
tengo la teoría de que la mayor o menor dificultad que supone
memorizar y vocalizar el nombre de un escritor influye en cierta
medida en el éxito de su obra o determina este; eso, o el interés o
los prejuicios con que el lector se enfrente a ese nombre, pues en
ocasiones, tal y como denuncia la escritora canaria de origen
marroquí Meryem El Mehdati en su reciente y estupenda novela
Supersaurio −de la que también hablaremos en alguna
de las próximas entregas de este Club de lectura de verano−, en su
caso dichas dificultades se solventan sencillamente leyendo lo que
pone: Meryem; algo que −si me disculpan este egomaníaco inciso−
he sufrido en carnes propias, escuchando cómo mi apellido, que, al
menos en castellano, no debería presentar ninguna traba fonética,
es a menudo maltratado y desfigurado: Izurzun, Irurzum, Uzurun… (el
récord está en una ocasión en un telediario −la única vez que
he salido en un telediario, para más inri− en la que apareció en
los rótulos o fue pronunciado por la presentadora de tres maneras
distintas).
Un
autor rehabilitado
Es esta una teoría que no tiene ninguna base científica o estadística, al contrario que otra (un estudio de investigadores de las universidades de Edimburgo, Manchester y Sheffield) que revela que a alguien cuya procedencia social es la clase trabajadora le cuesta cuatro veces más abrirse camino en el mundo de la cultura y la creatividad que a una persona de clase acomodada.
En el caso de Stefan ¿Sveij, Suaig, Chuei?, hijo de una acaudalada familia judía austriaca, este último factor no debería haberle afectado, pero lo cierto es que, quien fuera un reconocido escritor e intelectual en su época, cayó tras su suicidio en un largo olvido, sin que lleguemos a comprender muy bien por qué (de ahí las especulaciones sobre el éxito y el fracaso con las que nos estamos despistando en este largo preámbulo); olvido del que afortunada y justamente parece haber sido rescatado en los últimos años, con antologías y reediciones de sus relatos y novelas entre las que, quizás, esta de la que hoy nos ocupamos sea la más destacada.
El
título de la novela, Novela de ajedrez, tampoco parece
mejorar la atracción que pueda suscitarnos este autor de nombre
impronunciable, excepto para los aficionados a dicho juego, pero lo
cierto es que en esta breve obra, de apenas cien páginas,
encontramos todas las virtudes de la escritura del autor austríaco
−la perfección y la elegancia de su sintaxis, la concisa precisión
de la trama, el tratamiento psicológico de los personajes, la
tensión narrativa−, todo lo cual hace que cualquier persona que no
sepa distinguir un alfil de un satisfyer disfrute igualmente
de ella.
Bendita
impaciencia
La bibliografía de Stefan Zweig es extensa, biografías, novelas, obras de teatro, pero es tal vez en la media distancia, en sus novelas cortas o cuentos largos, en las nouvelles, donde demuestra su maestría, con títulos como Veinticuatro horas en la vida de una mujer oCarta de una desconocida. Enellas todo parece, y lo está, medido y sopesado por el autor −la eliminación de todo lo adiposo, la renuncia a la adjetivación innecesaria, el uso de la palabra y la frase precisa en cada momento−, pero, paradójicamente, el motor de ese equilibrio y esa perfección tiene que ver con la impaciencia, tal y como el propio Zweig confesara: “En definitiva, creo que proviene de un defecto mío, a saber: que soy un lector impaciente y temperamental. En una novela, una biografía o un debate intelectual me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura. Sólo un libro que no cese de mantener su nivel página tras página y me arrastre hasta el final de un tirón y sin dejarme tomar aliento me produce un placer completo. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro llenos de descripciones superfluas, de diálogos plagados de cháchara y de personajes secundarios innecesarios; resultan demasiado extensos y, por lo tanto, demasiado poco interesantes, demasiado poco dinámicos».
Ajedrez
y psicología
En
el caso de Novela de ajedrez, la estructura de la obra es
aparentemente sencilla: un peculiar campeón mundial de ajedrez, un
auténtico zoquete en toda otra actividad intelectual o social que no
tenga que ver con el tablero, es desafiado por otro espontáneo y
desconocido jugador durante un viaje transatlántico. Eso es todo
cuanto sucede en la novela, pero esa trama sirve para que Zweig haga
un profundo retrato psicológico de los dos jugadores y nos vaya
revelando las circunstancias vitales que los han conducido hasta
allí, todo ello recurriendo a algunos procedimientos tradicionales o
clásicos de la novela que a menudo el escritor austriaco utiliza en
sus obras, como el narrador en primera persona sin apenas peso en la
acción y cuya única tarea es la de convertirse en un interlocutor
pasivo al que los protagonistas van revelando sus historias.
En
el retrato psicológico que Zweig hace del genio del ajedrez
Czentovic y sobre todo de su contrincante, el señor B., el autor
deja entrever alguna de sus preocupaciones más profundas, como la
sospecha de que ni siquiera las pasiones y vocaciones más decididas
−el ajedrez, en el caso
de los personajes de la novela, la literatura en el suyo propio−
consiguen amainar las tormentas interiores de cada cual ni sirven
para modificar los fenómenos atmosféricos exteriores que las
desencadenan.
Stefan
Zweig, tal y como hemos adelantado anteriormente, se quitaría la
vida, junto con su segunda esposa, en 1942 en la ciudad brasileña de
Petrópolis, después de un periplo como exiliados por diversos
países −Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Argentina…−.
Antes, en su condición de “no ario”, sus obras fueron prohibidas
por el régimen nazi (el músico Richard Strauss se negó a
eliminar del cartel de una de sus óperas el nombre de Zweig, autor
del libreto, desatando la furia de Hitler, que declinó acudir
al estreno y prohibió finalmente las representaciones de la obra).
La
última jugada de Zweig
Pese
a todo ello, a Zweig se le atribuyó en ocasiones una postura tibia o
acobardada frente al
régimen nacional-socialista, tanto en sus intervenciones públicas
como en sus obras de ficción, en las que apenas existen referencias
o críticas al mismo… a excepción de esta Novela
de ajedrez,
en la que el señor B. es una víctima de la Gestapo sometida
a una prolongada tortura psicológica, a la cual consigue sobrevivir
gracias a la lectura obsesiva de un libro sobre ajedrez. Algo −la
supuesta pasividad de Zweig frente al nazismo−,
que parece contraponerse a una de las motivaciones que se suelen
argüir cuando se trata de encontrar una explicación al suicidio del
autor: la incapacidad para soportar el avance del III Reich, que
Zweig creyó que acabaría dominando el mundo y destruyendo la
civilización, la democracia y los ideales europeístas
(“el
mundo de mi propio idioma se derrumbó y mi hogar espiritual, Europa,
se autodestruyó”, escribe
en una de sus notas de despedida).
Nunca
sabremos, en realidad, −nunca se sabe, solo la persona que toma esa
decisión lo sabe− cuáles fueron los motivos reales que llevaron a
Stefan Zweig a acabar con su vida, si se trató, tal
vez, de la misma impaciencia
que le llevaba a escribir novelas meticulosas, pero lo cierto es que
también en esa última escena de su vida todo parecía
cuidadosamente premeditado: los cuerpos de su
compañera, Charlotte
Altmann,
y de
Stefan Zweig fueron
encontrados tendidos sobre su cama de matrimonio, abrazados y
elegantemente vestidos − Zweig con corbata y Charlotte con kimono−.
En la mesilla de noche reposaban los restos de dos vasos con veneno y
cuatro cartas de despedida, en una de las cuales explicaban incluso
cómo ocuparse de su fox terrier.
Solo
unos meses después, Novela de ajedrez, la última novela que
Zweig escribió, fue publicada en Argentina, en una pequeña edición
de trescientos ejemplares, y más tarde en Suecia, Reino Unido o
Alemania y su Austria natal, hasta convertirse finalmente en la obra
maestra, el jaque mate del gran escritor austríaco.
Existe una geografía remota cuyos mapas solo se pueden leer con los ojos cerrados. Algunos lugares a los que únicamente es posible acceder a través de la niebla del sueño. A mí, de vez en cuando, mientras duermo, se me aparece una pequeña casa, en lo alto de una colina, que a veces se alza al borde de un acantilado junto al mar y otras a la orilla de un camino. Es una casa humilde y fea, un bloque de hormigón, en realidad, con solo dos o tres camastros y un lavabo, pero a la vez te sientes allí como en un palacio o en una fortaleza, porque, aunque la casita se ubica en algún país lejano y peligroso, quienes pasan junto a ella me saludan con afecto o el rugido del océano a mis pies es el ronquido de un gigante pacífico. Creo que soy el dueño de esa casa, pero no estoy seguro. Es algo que solo sé, así como dónde se encuentra, cuando la sueño. Cada vez que lo hago la reconozco, recuerdo que ya he estado ahí antes.
No consigo identificar o conectar ese sueño con ningún lugar real, con ninguna experiencia personal, con ningún anhelo propio. Otras veces, por el contrario, los sueños, sus lugares y situaciones, son el reflejo en un espejo deformante de la vigilia. Yo, por ejemplo, sueño a menudo que estoy frente a un casillero de buzones y que aquel en el que aparece mi nombre se encuentra repleto de sobres acolchados con −intuyo− libros, discos, fanzines… en su interior. Y que tengo que sacarlos apresuradamente, dejando muchos sin recoger, porque hay alguien esperándome con la puerta del ascensor abierta. Es un sueño, o una pesadilla, que me remite a esos momentos en que mi buzón, el real, se convierte en un cofre del tesoro, pues encuentro en él un libro descatalogado que he pedido a alguna librería de viejo, un intercambio de cromos −mi última novela por tu último disco− o la obra recién publicada que generosamente me envía algún colega −la última, el diario «Días del indomable» del poeta pamplonés Alfredo Rodríguez, que es una apasionada y sincera defensa de la poesía como razón vital−.
También hay noches que sueño películas, películas hermosas, con planos cenitales, música emocionante e historias arrebatadoras, películas para ganar leones, conchas y espigas de oro, pero que se me olvidan al despertar; o madrugadas en las que tengo pesadillas clásicas y comunes en las que voy con el trasero al aire por la calle o en las que no he acabado la carrera porque me queda todavía pendiente una asignatura.
Todo esto para acabar diciendo, en esta jornada de reflexión, que este domingo hay elecciones y el programa de cierto partido es un catálogo de pesadillas realmente aterradoras. Ojalá, pues, que mañana estemos todos bien despiertos.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo noticias), 22/07/23
Claus
y Lucas. Lucas y Claus. Desordenando las letras de un nombre se
compone el otro, los nombres de los dos gemelos que protagonizan
estas tres impresionantes novelas de la escritora húngaro-suiza
Agota Kristof. Esos nombres que se confunden deliberadamente
−o no−, sin que podamos asegurar con certeza quién es quién, si
se trata de dos personajes, de uno solo o, en el fondo, de un
trasunto de la propia autora.
Es
interesante, por esto último, comenzar hablando de la vida de Agota
Kristof. Vida y obra. Así era, después de todo, cómo aprendíamos
la literatura en la escuela, no sin su parte de razón, pues casi
siempre la peripecia vital de los escritores tiene su reflejo, su
prolongación o su catarsis en sus libros y en los personajes de los
mismos. Aunque también es cierto que, por el contrario, en otras
ocasiones es conveniente diferenciar y no juzgar una cosa por la
otra: denostar, por ejemplo, una cumbre de la literatura universal
como Viaje al fin de la noche a causa de los devaneos
filonazis de Céline o buena parte de las
novelas de Mario Vargas Llosa pensando en su ideario político
o sus enamoramientos de la pichula. Pero ya nos ocuparemos de ello en
su momento, volvamos ahora con Agota Kristof.
Vida
y obra
La
escritora húngara (Csikvánd,1935)
huyó cuando tenía veintiún años
de su país
y del régimen totalitario bajo el cual transcurrió su adolescencia.
Lo hizo a pie, junto a su marido, atravesando montañas nevadas con
un bebé de cuatro meses en brazos, para instalarse en Neuchâtel
(Suiza). Allí trabajaría durante cinco años en una fábrica de
relojes (suponemos que tratándose de Suiza la otra opción habría
sido hacerlo en una de chocolate), una experiencia que describió
como traumática −hasta
tal punto que llegó a asegurar que habría sido mejor pasar dos años
en un gulag soviético−
y de la que, no obstante, se resarció escribiendo una novela
titulada Ayer,
protagonizada, casualmente, por un exiliado que trabaja en una
alienante fábrica de relojes y que convive con una mujer a la que no
ama. Kristof, de hecho, terminaría divorciándose de su marido al
cabo de esos cinco annus
horribilis como operaria
e iniciando su carrera como escritora, en francés, una lengua que
nunca llegó a dominar por completo, tal y como ella misma confesó,
lo cual paradójicamente forjó su singular
estilo literario.
La escritora nos cuenta todo esto en una brevísima biografía titulada La analfabeta, que es, además, un complemento casi imprescindible para la lectura de Claus y Lucas, pues con ella conseguimos trenzar varios de los hilos que quedan sueltos en las tres novelas que componen la lectura que hoy nos ocupa. En lo que se refiere al idioma y al estilo, las carencias de la autora determinan una escritura sencilla, compuesta por medio de frases cortas, numerosos diálogos y una sintaxis básica, como un esqueleto o un andamio sobre el que se sostiene con firmeza una obra a la que, además, tiene la habilidad de dotar de la voz de dos niños, los dos gemelos que la protagonizan, cuya personalidad inquietante, rayana en la insensibilidad, acaba destilando un tono frío y despersonalizado que, a pesar de ello, resulta adictivo.
Kristof,
por lo demás, no es la única escritora que encuentra su voz en una
lengua que no es la materna. El irlandés Samuel Beckett
escribió Esperando a
Godot en
francés; o el ruso
NabokovLolita
en inglés (aunque en
realidad este último supo escribir y leer antes en esta lengua que
en la suya propia). Agota
Kristof, por el contrario, aprendió su idioma literario siendo
adulta, y si traemos aquí a colación esta
circunstancia es
porque Claus y
Lucas
nos habla, entre otras cosas, de ello, del conflicto o la bipolaridad
que surge entre todo lo que la autora tiene que dejar a sus espaldas
al emigrar −su
país, su familia, su lengua y su cultura−
y la nueva identidad que debe
construir.
Claus
y Lucas, Lucas y Claus
No
existe, en realidad, una obra con ese nombre, Claus y
Lucas, este es el título bajo
el que se agrupan en su edición en español las tres novelas
protagonizadas por los dos gemelos: El gran cuaderno,
La prueba y La
tercera mentira. La primera de
ellas, El gran cuaderno,
es seguramente la más conocida y en sí misma una obra literaria
autónoma y suficiente −o
sobresaliente−
para convertir
a la autora en
una de las grandes escritoras
de la literatura europea. Las
otras dos, por el contrario, exigen o precipitan la lectura de todo
el pack.
A
lo largo de las páginas de El gran cuaderno en ningún
momento es posible desgajar a un gemelo del otro: hablan en plural,
van juntos a todos los sitios, llevan a cabo en comandita sus
ejercicios de crueldad, inmovilidad o silencio (algunos de los cuales
la autora revela en La analfabeta que ella misma practicó
siendo niña, durante sus años en un internado). La individualidad
de los gemelos está anulada y Claus y Lucas, Lucas y Claus son un
único personaje, sobre el que el lector arroja la sospecha de una
esquizofrenia latente o la invención de un amigo o hermano
imaginario que venga a suplir una pérdida traumática… La novela,
en la que se suceden episodios perturbadores de tortura, abusos
sexuales, autolesiones…, nos narra la historia de los dos niños,
abandonados a su suerte junto a una abuela despegada y despiadada,
todo ello en un escenario histórico impreciso y atemporal de
totalitarismo y guerra en el que los gemelos deben aprender a
sobrevivir estableciendo sus propias y rígidas leyes, entre las
cuales también están las de la escritura, pues van anotando sus
progresos en un cuaderno, escrito en primera persona (del plural) y
con brevísimos episodios que son los que nosotros leemos al tiempo
horrorizados e hipnotizados. “Debemos escribir lo que es, lo que
vemos, lo que oímos, lo que hacemos”, sentencian los gemelos en su
cuaderno, y se imponen a sí mismos la norma de evitar hacer juicios
o utilizar palabras que definan sentimientos. El registro literario
resulta, en consecuencia, aséptico y de una gelidez pavorosa, pero a
la vez consigue, extrañamente, reducir la sordidez y el tono
macabro. Agota Kristof da, en definitiva, con una fórmula literaria
mágica.
En
medio de tanta crueldad, no obstante, se deslizan también momentos
de empatía, pues los gemelos endurecen sus almas hasta
insensibilizarlas, pero también recubriéndolas con la armadura de
una moral propia de acuerdo con la cual se sienten obligados a
socorrer a quienes son más débiles que ellos y sufren abusos, como
su vecina Cara de Liebre (también es cierto que, con esa explosiva
mezcla de compasión e indolencia, finalmente le rebanarán el cuello
y quemarán su cuerpo sin inmutarse, cuando Cara de Liebre les pide
que acaben con su sufrimiento).
Una
madeja enmarañada
En la segunda entrega de la trilogía, La prueba, los gemelos se separan y se convierten en adultos: Claus cruza la frontera y Lucas continúa viviendo bajo los rigores de un régimen totalitario. Kristof, de hecho, abandona ahora la primera persona y recurre a un narrador omnisciente −es decir, un Gran Hermano− aunque manteniendo siempre el tono perturbador y despersonalizado. Pese a ello, es en esta parte de la narración donde nos encontramos, como un diamante brillando entre el lodo, con seguramente su pasaje más emocionante, el que nos describe la trágica relación de amor paterno-filial entre Lucas y el hijo de una de sus amantes, que reconoce como propio.
La
prueba, por otra parte,funciona también como una
transición hacia la tercera novela, titulada La tercera mentira,
en la que los gemelos se reencuentran y sus personalidades
vuelven a confundirse, en una madeja en la que no sabemos a ciencia
cierta si se resuelven o se enredan los hilos que han quedado sueltos
a lo largo de la trama. El recuerdo personal que tengo al respecto es
que en el momento físico de la lectura las piezas del puzle
encajaban, pero apenas levantaba la vista del libro, una vez
terminado el mismo, todo volvía a desordenarse. Me resulta
complicado saber si esa fue la intención de la autora, escribir
sobre los imprecisos y confusos límites de la identidad, sobre cómo
componen la suya o se acumula caóticamente todo lo que perdió o
dejó atrás a lo largo de su vida y lo que tuvo que aprender y
completar −una nueva lengua, un nuevo mundo y una nueva manera de
expresarlo−, es decir, si la imposibilidad de distinguir a Lucas y
a Claus, a Claus y a Lucas es magistralmente premeditada, o si las
dos novelas que siguen a El gran cuaderno son solo un error
involuntariamente genial, una pifia monumental, un laberinto
endiablado del que Agota Kristof no supo salir y en el que nos obliga
a acompañarla, siguiendo la inercia inevitable de El gran
cuaderno y disfrutando en el extravío de una experiencia
literaria única e inquietante, que ningún lector que aún mantenga
cierta capacidad de asombro debería perderse.
TRILOGÍA SUCIA DE LA
HABANA, de Pedro Juan Gutiérrez
A Pedro Juan me lo llevé a
Manila en 2002. Me refiero a su libro, claro, él estaría por
entonces en su azotea de Centro Habana a lo suyo, el ron, la
literatura, las mulatas y la supervivencia, sin tener ni idea de que
yo existía. Lo que no podía ni imaginarme era que apenas un par de
años después me encontraría pateando las calles que el escritor
frecuentaba y mencionaba en sus obras, San Lázaro, Campanario,
Industria, y buscando su cabeza pelona entre los transeúntes, para,
en el caso de que Pedro Juan se me apareciera, invitarlo a un trago o
solicitarle una entrevista.
El olor de La Habana
auténtica
A veces los libros nos dan señales, funcionan como pitonisos, nos echan las cartas, dibujan para nosotros los mapas de los lugares que aún no sabemos que un día recorreremos.
En aquel año, 2002, yo había
ganado un certamen literario que convocaba El
País y cuyo premio
consistía en seis mil euros que había que gastar −esa
era la única condición−
en un solo viaje. Me fui al basurero de Payatas, en Manila, donde
viven ochenta mil personas y trabajan, en turnos de día y noche,
diez mil. En mi maleta llevaba la Trilogía
sucia de La Habana,
cuyos relatos solía leer hipnotizado cuando regresábamos a la
casita en la que nos alojábamos, a pesar de que el hedor que
aquellas páginas de Pedro Juan exhalaban −el
de los retretes comunitarios y desbordados, el de la sangre fresca de
las cuchilladas, el olor intenso de la transpiración y los humores
sexuales flotando en el aire denso de La Habana hambrienta y sin
jabón del período especial−
no sirviera precisamente para quitarme de encima aquel otro que yo
traía del vertedero de Payatas pegado a la piel.
Lo
que olí, viví y sentí en Payatas sería largo de contar, y además
ya lo hice en un libro, Atrapados
en el paraíso; pero,
por resumir: Atrapados
en el paraíso ganó
algún que otro premio y me convirtió durante algún tiempo en un
escritor de viajes, gracias a más premios y carambolas literarias,
en una de las cuales me encargaron redactar una guía turística
de… ¡La Habana!
Un libro de extranjis
De modo que allá estaba de nuevo. Aunque esta vez sin Pedro Juan guiándome. Durante mis caminatas por las calles de la capital cubana, Ánimas, Obispo, Trocadero, nunca me topé con el escritor, seguramente porque en el fondo nunca dejé de ser un paracaidista, un intruso que jamás llegó a atravesar la piel de la ciudad. Nunca vi, por ejemplo, a los pajilleros que se masturbaban en el malecón y en los cuentos de la Trilogía sucia de La Habana, mientras las parejas templaban en lo oscuro; o nunca subí las escaleras de un solar como aquel en el que vivía Pedro Juan, con sus habitaciones hacinadas y su trasiego de personajes desquiciados y lúbricos…
En
realidad, lo más cerca que estuve del escritor fue el día que un
jinetero se me acercó en la Plaza de Armas con una bolso lleno de
libros y yo le pregunté, sin mucha esperanza, si tenía algún
pedrojuán. Para mi sorpresa, el tipo rebuscó entre su material y me
mostró un ejemplar de Animal
tropical,
publicado en 2002 por la editorial habanera Letras Cubanas. Para
entonces Pedro Juan Gutiérrez ya era conocido en Europa, donde su
trilogía se había convertido en un fenómeno editorial, el Bukowski
caribeño
(hay bukowskis africanos, bostonianas, murcianos… como luego
veremos); en Cuba, sin embargo, sus obras, que retrataban sin
concesiones ni tapujos la realidad de la isla, eran silenciadas o
circulaban en ejemplares de pequeñas tiradas como la que el jinetero
me ofrecía, la cual, añadió, se editaba solo para que nadie
pudiera acusar al régimen castrista de atentar contra la libertad de
expresión.
Por
supuesto, compré aquella joya, a precio de baratija; tal vez lo
fuera, no lo sé, no tengo en realidad ni idea del valor que tiene,
yo en todo caso lo guardo como oro en paño en mi biblioteca, en
cuyas estanterías acompaña a El
rey de La Habana
o al libro que hoy comentamos, Trilogía
sucia de La Habana,
que en realidad es una compilación de tres libros de relatos:
Anclado en
tierra de nadie, Nada que hacer y
Sabor a mí,
narrados por un personaje llamado Pedro Juan (excepto algunos de los
cuentos de la tercera de las colecciones, curiosamente la titulada
Sabor a mí).
El Museo de la Revolución
y las azoteas
Pedro Juan, o el alter ego de Pedro Juan llamado Pedro Juan, narra a un ritmo frenético y desinhibido, con un lenguaje desnudo y sudoroso, su día a día: nos lo encontramos oliéndose excitado sus propias axilas en su cuarto de un rascacielos destartalado de Centro Habana, al que los ciclones deshacen como arena entre sus manos las paredes; o “resolviendo”, o sea, buscándose la vida, recogiendo por ejemplo latas de conserva de la basura, que lava y vende después a quienes compran bolas de helado en la calle pero no tienen dónde colocarlas; bebiendo ron con Superman, un viejo actor erótico que en su época más fecunda eyaculaba litros de esperma sobre el público, sin ni siquiera tocarse la pinga, sólo con mirar a una pareja que le ponían entre bambalinas haciendo el amor; nos lo encontramos, a Pedro Juan, haciendo él mismo el amor, muchas veces y muy seguidas y con muchas mujeres; o visitando a las santeras, hablando con las prostitutas, emborrachándose con homosexuales y otros proscritos… trazando en definitiva, un fresco hiperrealista de La Habana de mediados de los noventa, la que si uno no tenía una venda en los ojos también podía ver desde las ventanas del Museo de la Revolución, en las azoteas en las que los turistas estupraban jineteras, los vecinos de otras azoteas arrojaban envueltas en el Gramma sus propias heces porque les habían cortado el agua o los más afortunados alimentaban con mondas de patatas un cerdo con las costillas afiladas como cuchillos, como un cristo en la cruz.
Oficio: revolcador de
mierda
Pedro
Juan nos lo muestra todo, ya no quiere callarse, ya se ha callado
demasiado tiempo o ha escrito lo que otros querían que escribiera
−durante
años trabajó como periodista bajo una férrea censura−,
no, ahora solo quiere contarnos la realidad, sirviéndose para ello
del recurso de la literatura o la ficción. “Tomas la realidad tal
como está en la calle. La agarras con las dos manos y, si tienes
fuerza, la levantas y la dejas caer sobre la página en blanco. Y ya.
Es fácil. Sin retoques (…) Ese es mi oficio: revolcador de mierda
(…) Y no es que busque algo entre la mierda. Generalmente no
encuentro nada. No puedo decirles: Oh, miren, encontré un diamante
entre la mierda…”, escribe en uno de sus relatos. Pero miente,
por pura modestia. El realismo sucio de Pedro Juan trae consigo
también entre todas esas líneas emborronadas de ron y roña, entre
todas esas páginas de sexo animal y cruda escatología, hondas
reflexiones sobre la condición humana o violentos empujones al
lector que lo obligan a mirar al abismo de su alma.
Es ese realismo sucio, precisamente, pero también esas cuchilladas existencialistas hasta las cachas, lo que ha emparentado a menudo a Gutiérrez con Bukowski, empezando por su propia editorial, Anagrama, que cita al escritor californiano en la contraportada de la trilogía, abundando en un recurso promocional y de la crítica literaria, que encuentra bukowskis en todos aquellos autores que escriban sin pudor sobre beber, follar o que utilicen las palabra “joder” o “puto” más de tres veces. Y así, es un bukowski africano Mohamed Chukri, o se convierte en heredera del viejo indecente la estadounidense Otessa Moshfegh, por no hablar de que se ha calificado como bukowskismo murciano la obra del autor cartagenero Luis Sánchez Martín.
Un trago con Pedro Juan
Al
bukowski tropical, por lo demás, acabaría finalmente cruzándomelo
años después, pero no en La Habana, sino en internet, a cuenta de
algunos poemas suyos que publiqué en mi fanzine digital Borraska
y que él me cedió amablemente en un email escrito en un tono
cordial y pausado que no tenía mucho que ver con el Pedro Juan de
sangre caliente de sus cuentos; aquel Pedro Juan al que, en el fondo,
tampoco estoy tan seguro de que me hubiera atrevido a invitar a un
trago de ron si me lo hubiera topado en alguna de las esquinas de
aquellas calles de Centro Habana de nombres hermosos y terribles,
Dragones, Cuchillo, Zanja…