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¡CAMPEONES, CAMPEONES, OÉ, OÉ, OÉ!

Sep 21, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

“Al filo de la medianoche, procedente de Madrid (“Madrid se quema, se quema Madrid”, cantaba la multitud), hizo su entrada triunfal en la Plaza del Castillo el autobús con el flamante y merecido nuevo campeón de la Copa del Rey de Narrativa, Patxi Irurzun. No cabía un alfiler en el cuarto de estar de Pamplona, donde desde primeras horas de la tarde los lectores del escritor txantreano se habían agolpado para seguir en directo la votación del premio, en la que Irurzun competía con su novela «La mentira es la que manda» contra Arturo Pérez-Reverte y su testicular «Mis cojones 33», una recopilación de artículos publicados en prensa. No parecía sencilla la empresa, ni eran aparentemente muchas las opciones frente a un autor con los laureles esculpidos en la frente, pero finalmente al jurado no le quedó otra opción que rendirse al ingenio desbordante y al estado de gracia del navarro, y cuando, pasadas las seis de la tarde, el presidente de la Academia anunció el veredicto, la plaza estallaba en un txupinazo sietemesino, adelantado dos meses, pero festejado por los pamploneses con la misma pasión y vitalidad que el de julio. No era para menos. Hacía ya más de veinte años que ningún autor navarro disputaba el preciado galardón, a pesar de lo cual los aficionados se encargaron de recordar durante la espera al campeón a sus predecesores, coreando canciones como “No podrán parar a Miguel Sánchez-Ostiz” o enfundados en camisetas con los nombres de María Luisa Elío o Ramón Irigoyen”.

¿Se imaginan una noticia así? Parece más propia de algunas gestas deportivas como las que hemos vivido recientemente. Sin embargo, hace algunas décadas no resultaba tan descabellado leer en la prensa notas que daban cuenta de multitudinarios recibimientos a orfeones como el pamplonés, el donostiarra o el bilbaíno, tras vencer certámenes corales, o que, tras perderlos, nos informaban de tumultuosas y apasionadas protestas, tal y como recordaba hace unas semanas en Euskalerria Irratia el historiador Mikel Berraondo.

Por ejemplo −contaba Berraondo−, en 1902 el Orfeón Pamplonés ganaba en San Sebastián un certamen en el que se medía con donostiarras, bordeleses y bilbaínos, los últimos de los cuales no aceptaron de buen grado la derrota y la emprendieron a boinazos −literalmente− contra el jurado, además de exigir una revancha en los meses siguientes, que fue alentada con encendidas líneas en periódicos como El Eco de Navarra o El Pensamiento Navarro (“¿Pensamiento y navarro? Imposible”, se le atribuye a Pío Baroja la maliciosa frase).

La rivalidad entre navarros y vizcaínos, parece venir, pues, de largo. En 1904, en Burdeos, tendría lugar un nuevo enfrentamiento entre los dos orfeones, en el que participaría también en esta ocasión el prestigioso orfeón de Lille, a la postre ganador del concurso, el cual acabaría como el rosario de la aurora, con el Orfeón Pamplonés −a la cabeza del cual estaba Don Remigio Múgica, una especie de Jagoba Arrasate musical de la época− retirándose entre acusaciones de tongo, a pesar de lo cual el recibimiento en Iruña fue en olor de multitudes, tal y como recordaba Berraondo y atestiguó la prensa de la época con una florida prosa en la que se describía la llegada a la ciudad en omnibuses de los agraviados orfeonistas, la presencia de gaiteros o el entusiasmo y al tiempo la indignación de los pamploneses, que dedicaron a los héroes vítores o protestaron airadamente con gritos como “¡Abajo el jurado!”, “¡Abajo los farsantes de Burdeos! o incluso “¡Abajo el vino de Burdeos!”.

Eran otros tiempos. Tan diferentes y, en el fondo, tan parecidos a los nuestros.

Publicado en magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 13/05/23

UN CUENTO FUTBOLERO

Sep 21, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Esto que voy a contar sucedió −o no sucedió, yo ya no sé− hace mucho tiempo. Por primera vez en sus cien años de historia el modesto equipo de fútbol Sporting Jamerdana consiguió clasificarse para la final de la Copa de la República, que disputaría contra el todopoderoso Real Madrid, el cual había ganado dicha competición en veintitrés de sus veintidós ediciones. El partido se convirtió en todo un acontecimiento en la ciudad. Durante la semana previa a la final Jamerdana se engalanó con banderas del equipo y la mayoría de sus habitantes portaron camisetas con los nombres de los jugadores o de personajes locales ilustres: Bustingorri, Eskroto, El Mono Txarli…

Los jamerdanenses compartían, por una vez, un sentimiento de pertenencia y unidad, e incluso los más reaccionarios se declaraban rojos, pues ese era el color de la camiseta de su equipo.

Para disfrutar del partido, el Ayuntamiento dispuso unas pantallas gigantes en la plaza Mayor, a la cual acudió el día señalado media ciudad. La otra media se había desplazado, en un plácido éxodo, a Pontevedra, donde se disputaría la final.

Todo Jamerdana, en fin, estaba con el Sporting, pero la climatología se reveló madridista, y apenas el árbitro dio el pitido inicial se levantó una racha de aire que tumbó una de las pantallas gigantes y a la que siguió una violenta tormenta que dejó sin luz y sin cobertura a la ciudad. Cuando al cabo de media hora amainó y fue posible recuperar la conexión, lo primero que vieron los espectadores fue un gol de su equipo, un trallazo del delantero centro Jamalandruki, que tenía magia en sus botas.

Se desató la locura. Los jamerdanenses saltaban, reían, lloraban, se abrazaban, se daban muerdos… todo ello, sin reparar, o tal vez ignorando deliberadamente, que en una esquina de la pantalla el marcador señalaba que el Real Madrid había marcado, durante aquel tiempo de desconexión, dos goles. “¿Alguien los ha visto?”, se preguntaban unos a otros al acabar el partido, en el que ya no hubo más cambios en el marcador, y continuaban los saltos, la algarabía, los gritos… No iban a permitir que nada les aguara la fiesta otra vez.

Por si eso fuera poco, en las pantallas gigantes la otra mitad de la ciudad, allí en Pontevedra, se mostraba igualmente eufórica, a pesar de la derrota, y arropaba a su equipo, ganador moral de la contienda, celebrando entusiasmados el mero hecho de haber llegado hasta allí y el fin de semana tan maravilloso que habían vivido, todo lo cual contrastaba con el comportamiento anodino de la hinchada blanca, que asimilaba la victoria de su equipo de una manera funcionarial y desapasionada, hasta tal punto que daba la impresión de que habían sido ellos los derrotados.

La fiesta se prolongó en Jamerdana y Pontevedra durante toda la noche y al día siguiente el equipo fue recibido por las autoridades y aclamado por un gentío enfervorizado que coreaba el alirón. “¡Campeones!”, titularon los periódicos locales sus portadas. Fue una hipnosis colectiva, una amnesia general, una mentira compartida, como los reyes magos, lo de la mermelada, Ricky Martin y el perro o los “¡Pechos fuera!” de Afrodita. Fue bonito. Y fue, en cierto modo, cierto. El Sporting Jamerdana tal vez −yo ya no sé− perdió el partido, pero todos los jamerdanenses recuerdan aquel como el año en que la ciudad ganó la Copa.

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para On, magazine de los diarios del Grupo Noticias (27/05/23)

CASETES

Sep 21, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

El otro día me enteré de que existen campeonatos de rebobinado de cintas de casete con boli Bic. Bic Naranja escribe fino, Bic Cristal escribe normal. El que valía era el de cristal, cuyo grosor encajaba milimétricamente en los agujeritos de la cinta. Rebobinemos (para los nacidos en el siglo XXI): esa en apariencia absurda actividad se debía a que en ocasiones los reproductores de las cintas se tragaban las mismas o estas se enganchaban en el aparato, de modo que había que devolverlas manualmente a su estado original. El Bic Cristal, por otra parte, era un artefacto multiusos, podía convertirse también en una cerbatana a través de la que los escolares escupían emplastes de papel contra las pizarras de las aulas; o una chuleta de alta precisión, en las que los más habilidosos eran capaces de tallar con la aguja de un compás un resumen de la Crítica de la razón pura (yo nunca lo entendí muy bien, acaso porque tengo un pulso como para robar panderetas, pero también porque me parecía que si uno se tomaba la molestia de copiar tan minuciosamente aquellos datos, a la fuerza tenía que acabar por memorizarlos y entonces ya no le hacía falta la chuleta). El caso es que lo de las cintas era todo un mundo. Si tenías un casete de doble pletina te convertías en Dios. Podías grabar colecciones de canciones a la chica o el chico que te gustaba y si este o esta no era capaz de reconocer tu sensibilidad y gusto exquisito pasabas del amor al odio en un pispás. También podías grabar discos enteros, si alguien te los pedía, pero en realidad lo que contaba eran los minutos que sobraban en cada cara, que rellenabas a tu libre albedrío. Por cierto, la vida misma es a menudo como una cinta de casete. Lo que importan son esos minutos libres, en los que, cumplidas las obligaciones, nos mostramos como realmente somos. Tampoco estaría mal que, en algunas ocasiones, cuando metemos la pata o hacemos daño a alguien, hubiera alguna manera de rebobinarnos, introduciéndonos el boli Bic por el ombligo, por ejemplo. Aunque tampoco es cuestión de autolesionarse. Los casetes, de hecho, eran un material muy frágil, si uno andaba todo el día dándole al rew o al ffw la cinta acababa por romperse o arrugarse. En fin, todo esto puede sonar a nostalgia boomer, pero también es cierto que el récord de rebobinado de cintas lo tiene un chico de quince años, que consiguió dar cincuenta y una vueltas a una cinta en treinta segundos. La vida, por lo demás, da igualmente muchas vueltas −como una cinta de casete− y los malos estudiantes que tallaban chuletas en los Bic Cristal quizás hayan acabado convertidos en atinados cirujanos cardiovasculares, quién sabe.

Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 10/06/23

FIESTA SÍ, POLÍTICA NO (Cuento de verano)

Sep 21, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

El arranque de la campaña electoral de aquel año coincidió con el inicio de las fiestas. Sin embargo, el día del patrón nadie sacó el tema durante la tradicional comida. Hacía un calor bíblico y el vino entraba como si fuera agua, entre carcajadas que se elevaban al cielo. Tras la sobremesa, al levantarnos de la mesa, la cabeza parecía un globo de helio, que nos hacía caminar sobre las aguas, es decir, sobre los charcos de pis y kalimotxo, cantando con voz de pito poesías de Quevedo, como “Déjame robar, robar tu corazón”.

A media tarde algunos se fueron a echar una siesta, o sea, a dormir la mona, y otros por el contrario continuamos dándole de beber mojitos y gin tonic. Las calles estaban de lo más animadas, con su gente bailando, sus puestos de los jipis, sus carteristas… En una esquina de la plaza había una aglomeración, con gente que se reía y aplaudía con entusiasmo. Nos acercamos y entre la espesura humana distinguimos una jaima de color verde, bajo la cual, subidos sobre una tarima, había dos tipos que parecían gemelos, con una barbita muy bien recortada y las muñecas con pulseritas rojigualdas. Me pareció muy raro que ambos hablaran al unísono, hasta que me di cuenta de que lo que pasaba era que a esas alturas yo ya veía doble. El caso es que cada vez que aquel tipo abría la boca la gente se partía el culo, con perdón, ¡hips!

La verdad es que el tipo tenía mucha gracia, con sus imitaciones de chistes de Arévalo, la parodia de Martínez el Facha, o todas aquella sandeces que soltaba sobre el feminismo, el cambio climático, la memoria histórica… Cuanto mayor era la barbaridad más se reía el público.

Nos quedamos hasta que acabó. Entonces todos prorrumpimos en un aplauso y nos diluimos entre las manadas de jóvenes que llegaban en autobuses dispuestos a quemar la noche, con katxis destellantes como antorchas entre las manos.

Todavía aguantamos un par de horas más, ahora ya a tónicas.

Era ya casi de noche cuando, rendido y zigzagueante, de regreso a casa, lo volví a ver. Al tipo de las barbitas, cargando en una furgoneta la jaima verde, el atril desde el que había hablado… Para mi sorpresa, me di cuenta de que en el lateral de la furgo no aparecía el nombre de una compañía cómica, sino el de un partido ultra. Pensé, arrepentido, lo canelo que había sido antes, durante el mitin, y también que en lugar de haberle reído las gracias debía haberle arrojado los hielos del gin-tonic. Pero ya era demasiado tarde.

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en suplemento ON (diarios Grupo Noticias), 08/07/23

CAMPAÑA ELECTORAL

Sep 21, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Fue a principios de los ochenta. ¡Mi primera campaña electoral, Chispas! Por entonces el marketing estaba todavía en mantillas y los partidos no debían de tener muy claro su target, porque no era raro que a la puerta de los colegios aparecieran tipos que regalaban pegatinas con propaganda política; eso o que jugaban con visión de futuro.

Los niños pegábamos aquellas pegatinas en nuestras carpetas sin ningún criterio, unas junto a otras o junto a un cromo de Mazinger Z o al dibujo del monstruo de Iron Maiden. El PSOE regalaba una con forma de triangulo en la que se leía “OTAN de entrada, no”. Era una buena tarjeta de presentación. Había quienes repartían pegatas con ikurriñas; y otros unas redondas con un fondo rojo sobre el que estaba impreso el escudo de Navarra con la laureada de San Fernando. Algunos niños llamaban a la laureada la lechuga y la recortaban con unas tijeras. A veces también nos daban mecheros, con los logos de los partidos, que rascábamos con la uña. Los de UCD se borraban muy fácil, con dos o tres pasadas sus siglas desaparecían, o daba esa impresión, porque en realidad luego siempre quedaban manchas de tinta incrustadas, recalcitrantes, imposibles de sacar.

Los mecheros venían muy bien para encender los Fortuna con plomo que nos vendían sueltos en los quioscos de chuches. Y para otras cosas, que luego diré. Fumábamos escondidos en un recoveco de la muralla, donde teníamos la cabaña y donde guardábamos revistas con las páginas acartonadas −la Lib, Interviú, El Papus− o las botellas de sifón o de cerveza que mangábamos de los camiones de reparto. Aquellos botines y aquellas cabañas no solían durarnos mucho, porque a veces cuando llegábamos nos encontrábamos a algún yonki pálido, tirado entre los matorrales con una jeringuilla colgando del brazo, y entonces salíamos corriendo como si se nos hubiera aparecido un muerto viviente.

Un día, sobre nuestras cabezas, vimos una avioneta que recorría el cielo dejando tras de sí el raca-raca de un motor constipado. Parecía que fuera a caer en picado en cualquier momento, pero en realidad debía de tratarse de una maniobra para llamar la atención, porque de la cabina del piloto en lugar de arrojarse este en paracaídas, se desprendía una lluvia de octavillas, en busca de las cuales nos precipitamos ansiosos. Recogimos cientos de aquellas octavillas, y también otras de otros partidos, que repartían coches con altavoces y globos. Después, con aquel cargamento, volvimos a nuestro nuevo escondite en la muralla, apilamos toda la publicidad electoral, y con alguno de los mecheros que nos habían regalado a la puerta del colegio, le prendimos fuego. Por último, nos quedamos allí durante un buen rato viendo cómo las octavillas, y las promesas que en ellas hacían los partidos, ardían y se elevaban al cielo, convertidas solo en un hilo de humo negro, que el viento arrastraba y hacía desaparecer, dejando como único rastro un tufo a chamusquina.

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en suplemento ON (diarios Grupo Noticias), 09/06/23

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