¿Stefan
Suaij, Svaij, Esveij? El primer problema con el que uno se enfrenta
ante este autor es la pronunciación de su apellido. Personalmente
tengo la teoría de que la mayor o menor dificultad que supone
memorizar y vocalizar el nombre de un escritor influye en cierta
medida en el éxito de su obra o determina este; eso, o el interés o
los prejuicios con que el lector se enfrente a ese nombre, pues en
ocasiones, tal y como denuncia la escritora canaria de origen
marroquí Meryem El Mehdati en su reciente y estupenda novela
Supersaurio −de la que también hablaremos en alguna
de las próximas entregas de este Club de lectura de verano−, en su
caso dichas dificultades se solventan sencillamente leyendo lo que
pone: Meryem; algo que −si me disculpan este egomaníaco inciso−
he sufrido en carnes propias, escuchando cómo mi apellido, que, al
menos en castellano, no debería presentar ninguna traba fonética,
es a menudo maltratado y desfigurado: Izurzun, Irurzum, Uzurun… (el
récord está en una ocasión en un telediario −la única vez que
he salido en un telediario, para más inri− en la que apareció en
los rótulos o fue pronunciado por la presentadora de tres maneras
distintas).
Un
autor rehabilitado
Es esta una teoría que no tiene ninguna base científica o estadística, al contrario que otra (un estudio de investigadores de las universidades de Edimburgo, Manchester y Sheffield) que revela que a alguien cuya procedencia social es la clase trabajadora le cuesta cuatro veces más abrirse camino en el mundo de la cultura y la creatividad que a una persona de clase acomodada.
En el caso de Stefan ¿Sveij, Suaig, Chuei?, hijo de una acaudalada familia judía austriaca, este último factor no debería haberle afectado, pero lo cierto es que, quien fuera un reconocido escritor e intelectual en su época, cayó tras su suicidio en un largo olvido, sin que lleguemos a comprender muy bien por qué (de ahí las especulaciones sobre el éxito y el fracaso con las que nos estamos despistando en este largo preámbulo); olvido del que afortunada y justamente parece haber sido rescatado en los últimos años, con antologías y reediciones de sus relatos y novelas entre las que, quizás, esta de la que hoy nos ocupamos sea la más destacada.
El
título de la novela, Novela de ajedrez, tampoco parece
mejorar la atracción que pueda suscitarnos este autor de nombre
impronunciable, excepto para los aficionados a dicho juego, pero lo
cierto es que en esta breve obra, de apenas cien páginas,
encontramos todas las virtudes de la escritura del autor austríaco
−la perfección y la elegancia de su sintaxis, la concisa precisión
de la trama, el tratamiento psicológico de los personajes, la
tensión narrativa−, todo lo cual hace que cualquier persona que no
sepa distinguir un alfil de un satisfyer disfrute igualmente
de ella.
Bendita
impaciencia
La bibliografía de Stefan Zweig es extensa, biografías, novelas, obras de teatro, pero es tal vez en la media distancia, en sus novelas cortas o cuentos largos, en las nouvelles, donde demuestra su maestría, con títulos como Veinticuatro horas en la vida de una mujer oCarta de una desconocida. Enellas todo parece, y lo está, medido y sopesado por el autor −la eliminación de todo lo adiposo, la renuncia a la adjetivación innecesaria, el uso de la palabra y la frase precisa en cada momento−, pero, paradójicamente, el motor de ese equilibrio y esa perfección tiene que ver con la impaciencia, tal y como el propio Zweig confesara: “En definitiva, creo que proviene de un defecto mío, a saber: que soy un lector impaciente y temperamental. En una novela, una biografía o un debate intelectual me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura. Sólo un libro que no cese de mantener su nivel página tras página y me arrastre hasta el final de un tirón y sin dejarme tomar aliento me produce un placer completo. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro llenos de descripciones superfluas, de diálogos plagados de cháchara y de personajes secundarios innecesarios; resultan demasiado extensos y, por lo tanto, demasiado poco interesantes, demasiado poco dinámicos».
Ajedrez
y psicología
En
el caso de Novela de ajedrez, la estructura de la obra es
aparentemente sencilla: un peculiar campeón mundial de ajedrez, un
auténtico zoquete en toda otra actividad intelectual o social que no
tenga que ver con el tablero, es desafiado por otro espontáneo y
desconocido jugador durante un viaje transatlántico. Eso es todo
cuanto sucede en la novela, pero esa trama sirve para que Zweig haga
un profundo retrato psicológico de los dos jugadores y nos vaya
revelando las circunstancias vitales que los han conducido hasta
allí, todo ello recurriendo a algunos procedimientos tradicionales o
clásicos de la novela que a menudo el escritor austriaco utiliza en
sus obras, como el narrador en primera persona sin apenas peso en la
acción y cuya única tarea es la de convertirse en un interlocutor
pasivo al que los protagonistas van revelando sus historias.
En
el retrato psicológico que Zweig hace del genio del ajedrez
Czentovic y sobre todo de su contrincante, el señor B., el autor
deja entrever alguna de sus preocupaciones más profundas, como la
sospecha de que ni siquiera las pasiones y vocaciones más decididas
−el ajedrez, en el caso
de los personajes de la novela, la literatura en el suyo propio−
consiguen amainar las tormentas interiores de cada cual ni sirven
para modificar los fenómenos atmosféricos exteriores que las
desencadenan.
Stefan
Zweig, tal y como hemos adelantado anteriormente, se quitaría la
vida, junto con su segunda esposa, en 1942 en la ciudad brasileña de
Petrópolis, después de un periplo como exiliados por diversos
países −Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Argentina…−.
Antes, en su condición de “no ario”, sus obras fueron prohibidas
por el régimen nazi (el músico Richard Strauss se negó a
eliminar del cartel de una de sus óperas el nombre de Zweig, autor
del libreto, desatando la furia de Hitler, que declinó acudir
al estreno y prohibió finalmente las representaciones de la obra).
La
última jugada de Zweig
Pese
a todo ello, a Zweig se le atribuyó en ocasiones una postura tibia o
acobardada frente al
régimen nacional-socialista, tanto en sus intervenciones públicas
como en sus obras de ficción, en las que apenas existen referencias
o críticas al mismo… a excepción de esta Novela
de ajedrez,
en la que el señor B. es una víctima de la Gestapo sometida
a una prolongada tortura psicológica, a la cual consigue sobrevivir
gracias a la lectura obsesiva de un libro sobre ajedrez. Algo −la
supuesta pasividad de Zweig frente al nazismo−,
que parece contraponerse a una de las motivaciones que se suelen
argüir cuando se trata de encontrar una explicación al suicidio del
autor: la incapacidad para soportar el avance del III Reich, que
Zweig creyó que acabaría dominando el mundo y destruyendo la
civilización, la democracia y los ideales europeístas
(“el
mundo de mi propio idioma se derrumbó y mi hogar espiritual, Europa,
se autodestruyó”, escribe
en una de sus notas de despedida).
Nunca
sabremos, en realidad, −nunca se sabe, solo la persona que toma esa
decisión lo sabe− cuáles fueron los motivos reales que llevaron a
Stefan Zweig a acabar con su vida, si se trató, tal
vez, de la misma impaciencia
que le llevaba a escribir novelas meticulosas, pero lo cierto es que
también en esa última escena de su vida todo parecía
cuidadosamente premeditado: los cuerpos de su
compañera, Charlotte
Altmann,
y de
Stefan Zweig fueron
encontrados tendidos sobre su cama de matrimonio, abrazados y
elegantemente vestidos − Zweig con corbata y Charlotte con kimono−.
En la mesilla de noche reposaban los restos de dos vasos con veneno y
cuatro cartas de despedida, en una de las cuales explicaban incluso
cómo ocuparse de su fox terrier.
Solo
unos meses después, Novela de ajedrez, la última novela que
Zweig escribió, fue publicada en Argentina, en una pequeña edición
de trescientos ejemplares, y más tarde en Suecia, Reino Unido o
Alemania y su Austria natal, hasta convertirse finalmente en la obra
maestra, el jaque mate del gran escritor austríaco.
Existe una geografía remota cuyos mapas solo se pueden leer con los ojos cerrados. Algunos lugares a los que únicamente es posible acceder a través de la niebla del sueño. A mí, de vez en cuando, mientras duermo, se me aparece una pequeña casa, en lo alto de una colina, que a veces se alza al borde de un acantilado junto al mar y otras a la orilla de un camino. Es una casa humilde y fea, un bloque de hormigón, en realidad, con solo dos o tres camastros y un lavabo, pero a la vez te sientes allí como en un palacio o en una fortaleza, porque, aunque la casita se ubica en algún país lejano y peligroso, quienes pasan junto a ella me saludan con afecto o el rugido del océano a mis pies es el ronquido de un gigante pacífico. Creo que soy el dueño de esa casa, pero no estoy seguro. Es algo que solo sé, así como dónde se encuentra, cuando la sueño. Cada vez que lo hago la reconozco, recuerdo que ya he estado ahí antes.
No consigo identificar o conectar ese sueño con ningún lugar real, con ninguna experiencia personal, con ningún anhelo propio. Otras veces, por el contrario, los sueños, sus lugares y situaciones, son el reflejo en un espejo deformante de la vigilia. Yo, por ejemplo, sueño a menudo que estoy frente a un casillero de buzones y que aquel en el que aparece mi nombre se encuentra repleto de sobres acolchados con −intuyo− libros, discos, fanzines… en su interior. Y que tengo que sacarlos apresuradamente, dejando muchos sin recoger, porque hay alguien esperándome con la puerta del ascensor abierta. Es un sueño, o una pesadilla, que me remite a esos momentos en que mi buzón, el real, se convierte en un cofre del tesoro, pues encuentro en él un libro descatalogado que he pedido a alguna librería de viejo, un intercambio de cromos −mi última novela por tu último disco− o la obra recién publicada que generosamente me envía algún colega −la última, el diario «Días del indomable» del poeta pamplonés Alfredo Rodríguez, que es una apasionada y sincera defensa de la poesía como razón vital−.
También hay noches que sueño películas, películas hermosas, con planos cenitales, música emocionante e historias arrebatadoras, películas para ganar leones, conchas y espigas de oro, pero que se me olvidan al despertar; o madrugadas en las que tengo pesadillas clásicas y comunes en las que voy con el trasero al aire por la calle o en las que no he acabado la carrera porque me queda todavía pendiente una asignatura.
Todo esto para acabar diciendo, en esta jornada de reflexión, que este domingo hay elecciones y el programa de cierto partido es un catálogo de pesadillas realmente aterradoras. Ojalá, pues, que mañana estemos todos bien despiertos.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo noticias), 22/07/23
Claus
y Lucas. Lucas y Claus. Desordenando las letras de un nombre se
compone el otro, los nombres de los dos gemelos que protagonizan
estas tres impresionantes novelas de la escritora húngaro-suiza
Agota Kristof. Esos nombres que se confunden deliberadamente
−o no−, sin que podamos asegurar con certeza quién es quién, si
se trata de dos personajes, de uno solo o, en el fondo, de un
trasunto de la propia autora.
Es
interesante, por esto último, comenzar hablando de la vida de Agota
Kristof. Vida y obra. Así era, después de todo, cómo aprendíamos
la literatura en la escuela, no sin su parte de razón, pues casi
siempre la peripecia vital de los escritores tiene su reflejo, su
prolongación o su catarsis en sus libros y en los personajes de los
mismos. Aunque también es cierto que, por el contrario, en otras
ocasiones es conveniente diferenciar y no juzgar una cosa por la
otra: denostar, por ejemplo, una cumbre de la literatura universal
como Viaje al fin de la noche a causa de los devaneos
filonazis de Céline o buena parte de las
novelas de Mario Vargas Llosa pensando en su ideario político
o sus enamoramientos de la pichula. Pero ya nos ocuparemos de ello en
su momento, volvamos ahora con Agota Kristof.
Vida
y obra
La
escritora húngara (Csikvánd,1935)
huyó cuando tenía veintiún años
de su país
y del régimen totalitario bajo el cual transcurrió su adolescencia.
Lo hizo a pie, junto a su marido, atravesando montañas nevadas con
un bebé de cuatro meses en brazos, para instalarse en Neuchâtel
(Suiza). Allí trabajaría durante cinco años en una fábrica de
relojes (suponemos que tratándose de Suiza la otra opción habría
sido hacerlo en una de chocolate), una experiencia que describió
como traumática −hasta
tal punto que llegó a asegurar que habría sido mejor pasar dos años
en un gulag soviético−
y de la que, no obstante, se resarció escribiendo una novela
titulada Ayer,
protagonizada, casualmente, por un exiliado que trabaja en una
alienante fábrica de relojes y que convive con una mujer a la que no
ama. Kristof, de hecho, terminaría divorciándose de su marido al
cabo de esos cinco annus
horribilis como operaria
e iniciando su carrera como escritora, en francés, una lengua que
nunca llegó a dominar por completo, tal y como ella misma confesó,
lo cual paradójicamente forjó su singular
estilo literario.
La escritora nos cuenta todo esto en una brevísima biografía titulada La analfabeta, que es, además, un complemento casi imprescindible para la lectura de Claus y Lucas, pues con ella conseguimos trenzar varios de los hilos que quedan sueltos en las tres novelas que componen la lectura que hoy nos ocupa. En lo que se refiere al idioma y al estilo, las carencias de la autora determinan una escritura sencilla, compuesta por medio de frases cortas, numerosos diálogos y una sintaxis básica, como un esqueleto o un andamio sobre el que se sostiene con firmeza una obra a la que, además, tiene la habilidad de dotar de la voz de dos niños, los dos gemelos que la protagonizan, cuya personalidad inquietante, rayana en la insensibilidad, acaba destilando un tono frío y despersonalizado que, a pesar de ello, resulta adictivo.
Kristof,
por lo demás, no es la única escritora que encuentra su voz en una
lengua que no es la materna. El irlandés Samuel Beckett
escribió Esperando a
Godot en
francés; o el ruso
NabokovLolita
en inglés (aunque en
realidad este último supo escribir y leer antes en esta lengua que
en la suya propia). Agota
Kristof, por el contrario, aprendió su idioma literario siendo
adulta, y si traemos aquí a colación esta
circunstancia es
porque Claus y
Lucas
nos habla, entre otras cosas, de ello, del conflicto o la bipolaridad
que surge entre todo lo que la autora tiene que dejar a sus espaldas
al emigrar −su
país, su familia, su lengua y su cultura−
y la nueva identidad que debe
construir.
Claus
y Lucas, Lucas y Claus
No
existe, en realidad, una obra con ese nombre, Claus y
Lucas, este es el título bajo
el que se agrupan en su edición en español las tres novelas
protagonizadas por los dos gemelos: El gran cuaderno,
La prueba y La
tercera mentira. La primera de
ellas, El gran cuaderno,
es seguramente la más conocida y en sí misma una obra literaria
autónoma y suficiente −o
sobresaliente−
para convertir
a la autora en
una de las grandes escritoras
de la literatura europea. Las
otras dos, por el contrario, exigen o precipitan la lectura de todo
el pack.
A
lo largo de las páginas de El gran cuaderno en ningún
momento es posible desgajar a un gemelo del otro: hablan en plural,
van juntos a todos los sitios, llevan a cabo en comandita sus
ejercicios de crueldad, inmovilidad o silencio (algunos de los cuales
la autora revela en La analfabeta que ella misma practicó
siendo niña, durante sus años en un internado). La individualidad
de los gemelos está anulada y Claus y Lucas, Lucas y Claus son un
único personaje, sobre el que el lector arroja la sospecha de una
esquizofrenia latente o la invención de un amigo o hermano
imaginario que venga a suplir una pérdida traumática… La novela,
en la que se suceden episodios perturbadores de tortura, abusos
sexuales, autolesiones…, nos narra la historia de los dos niños,
abandonados a su suerte junto a una abuela despegada y despiadada,
todo ello en un escenario histórico impreciso y atemporal de
totalitarismo y guerra en el que los gemelos deben aprender a
sobrevivir estableciendo sus propias y rígidas leyes, entre las
cuales también están las de la escritura, pues van anotando sus
progresos en un cuaderno, escrito en primera persona (del plural) y
con brevísimos episodios que son los que nosotros leemos al tiempo
horrorizados e hipnotizados. “Debemos escribir lo que es, lo que
vemos, lo que oímos, lo que hacemos”, sentencian los gemelos en su
cuaderno, y se imponen a sí mismos la norma de evitar hacer juicios
o utilizar palabras que definan sentimientos. El registro literario
resulta, en consecuencia, aséptico y de una gelidez pavorosa, pero a
la vez consigue, extrañamente, reducir la sordidez y el tono
macabro. Agota Kristof da, en definitiva, con una fórmula literaria
mágica.
En
medio de tanta crueldad, no obstante, se deslizan también momentos
de empatía, pues los gemelos endurecen sus almas hasta
insensibilizarlas, pero también recubriéndolas con la armadura de
una moral propia de acuerdo con la cual se sienten obligados a
socorrer a quienes son más débiles que ellos y sufren abusos, como
su vecina Cara de Liebre (también es cierto que, con esa explosiva
mezcla de compasión e indolencia, finalmente le rebanarán el cuello
y quemarán su cuerpo sin inmutarse, cuando Cara de Liebre les pide
que acaben con su sufrimiento).
Una
madeja enmarañada
En la segunda entrega de la trilogía, La prueba, los gemelos se separan y se convierten en adultos: Claus cruza la frontera y Lucas continúa viviendo bajo los rigores de un régimen totalitario. Kristof, de hecho, abandona ahora la primera persona y recurre a un narrador omnisciente −es decir, un Gran Hermano− aunque manteniendo siempre el tono perturbador y despersonalizado. Pese a ello, es en esta parte de la narración donde nos encontramos, como un diamante brillando entre el lodo, con seguramente su pasaje más emocionante, el que nos describe la trágica relación de amor paterno-filial entre Lucas y el hijo de una de sus amantes, que reconoce como propio.
La
prueba, por otra parte,funciona también como una
transición hacia la tercera novela, titulada La tercera mentira,
en la que los gemelos se reencuentran y sus personalidades
vuelven a confundirse, en una madeja en la que no sabemos a ciencia
cierta si se resuelven o se enredan los hilos que han quedado sueltos
a lo largo de la trama. El recuerdo personal que tengo al respecto es
que en el momento físico de la lectura las piezas del puzle
encajaban, pero apenas levantaba la vista del libro, una vez
terminado el mismo, todo volvía a desordenarse. Me resulta
complicado saber si esa fue la intención de la autora, escribir
sobre los imprecisos y confusos límites de la identidad, sobre cómo
componen la suya o se acumula caóticamente todo lo que perdió o
dejó atrás a lo largo de su vida y lo que tuvo que aprender y
completar −una nueva lengua, un nuevo mundo y una nueva manera de
expresarlo−, es decir, si la imposibilidad de distinguir a Lucas y
a Claus, a Claus y a Lucas es magistralmente premeditada, o si las
dos novelas que siguen a El gran cuaderno son solo un error
involuntariamente genial, una pifia monumental, un laberinto
endiablado del que Agota Kristof no supo salir y en el que nos obliga
a acompañarla, siguiendo la inercia inevitable de El gran
cuaderno y disfrutando en el extravío de una experiencia
literaria única e inquietante, que ningún lector que aún mantenga
cierta capacidad de asombro debería perderse.
TRILOGÍA SUCIA DE LA
HABANA, de Pedro Juan Gutiérrez
A Pedro Juan me lo llevé a
Manila en 2002. Me refiero a su libro, claro, él estaría por
entonces en su azotea de Centro Habana a lo suyo, el ron, la
literatura, las mulatas y la supervivencia, sin tener ni idea de que
yo existía. Lo que no podía ni imaginarme era que apenas un par de
años después me encontraría pateando las calles que el escritor
frecuentaba y mencionaba en sus obras, San Lázaro, Campanario,
Industria, y buscando su cabeza pelona entre los transeúntes, para,
en el caso de que Pedro Juan se me apareciera, invitarlo a un trago o
solicitarle una entrevista.
El olor de La Habana
auténtica
A veces los libros nos dan señales, funcionan como pitonisos, nos echan las cartas, dibujan para nosotros los mapas de los lugares que aún no sabemos que un día recorreremos.
En aquel año, 2002, yo había
ganado un certamen literario que convocaba El
País y cuyo premio
consistía en seis mil euros que había que gastar −esa
era la única condición−
en un solo viaje. Me fui al basurero de Payatas, en Manila, donde
viven ochenta mil personas y trabajan, en turnos de día y noche,
diez mil. En mi maleta llevaba la Trilogía
sucia de La Habana,
cuyos relatos solía leer hipnotizado cuando regresábamos a la
casita en la que nos alojábamos, a pesar de que el hedor que
aquellas páginas de Pedro Juan exhalaban −el
de los retretes comunitarios y desbordados, el de la sangre fresca de
las cuchilladas, el olor intenso de la transpiración y los humores
sexuales flotando en el aire denso de La Habana hambrienta y sin
jabón del período especial−
no sirviera precisamente para quitarme de encima aquel otro que yo
traía del vertedero de Payatas pegado a la piel.
Lo
que olí, viví y sentí en Payatas sería largo de contar, y además
ya lo hice en un libro, Atrapados
en el paraíso; pero,
por resumir: Atrapados
en el paraíso ganó
algún que otro premio y me convirtió durante algún tiempo en un
escritor de viajes, gracias a más premios y carambolas literarias,
en una de las cuales me encargaron redactar una guía turística
de… ¡La Habana!
Un libro de extranjis
De modo que allá estaba de nuevo. Aunque esta vez sin Pedro Juan guiándome. Durante mis caminatas por las calles de la capital cubana, Ánimas, Obispo, Trocadero, nunca me topé con el escritor, seguramente porque en el fondo nunca dejé de ser un paracaidista, un intruso que jamás llegó a atravesar la piel de la ciudad. Nunca vi, por ejemplo, a los pajilleros que se masturbaban en el malecón y en los cuentos de la Trilogía sucia de La Habana, mientras las parejas templaban en lo oscuro; o nunca subí las escaleras de un solar como aquel en el que vivía Pedro Juan, con sus habitaciones hacinadas y su trasiego de personajes desquiciados y lúbricos…
En
realidad, lo más cerca que estuve del escritor fue el día que un
jinetero se me acercó en la Plaza de Armas con una bolso lleno de
libros y yo le pregunté, sin mucha esperanza, si tenía algún
pedrojuán. Para mi sorpresa, el tipo rebuscó entre su material y me
mostró un ejemplar de Animal
tropical,
publicado en 2002 por la editorial habanera Letras Cubanas. Para
entonces Pedro Juan Gutiérrez ya era conocido en Europa, donde su
trilogía se había convertido en un fenómeno editorial, el Bukowski
caribeño
(hay bukowskis africanos, bostonianas, murcianos… como luego
veremos); en Cuba, sin embargo, sus obras, que retrataban sin
concesiones ni tapujos la realidad de la isla, eran silenciadas o
circulaban en ejemplares de pequeñas tiradas como la que el jinetero
me ofrecía, la cual, añadió, se editaba solo para que nadie
pudiera acusar al régimen castrista de atentar contra la libertad de
expresión.
Por
supuesto, compré aquella joya, a precio de baratija; tal vez lo
fuera, no lo sé, no tengo en realidad ni idea del valor que tiene,
yo en todo caso lo guardo como oro en paño en mi biblioteca, en
cuyas estanterías acompaña a El
rey de La Habana
o al libro que hoy comentamos, Trilogía
sucia de La Habana,
que en realidad es una compilación de tres libros de relatos:
Anclado en
tierra de nadie, Nada que hacer y
Sabor a mí,
narrados por un personaje llamado Pedro Juan (excepto algunos de los
cuentos de la tercera de las colecciones, curiosamente la titulada
Sabor a mí).
El Museo de la Revolución
y las azoteas
Pedro Juan, o el alter ego de Pedro Juan llamado Pedro Juan, narra a un ritmo frenético y desinhibido, con un lenguaje desnudo y sudoroso, su día a día: nos lo encontramos oliéndose excitado sus propias axilas en su cuarto de un rascacielos destartalado de Centro Habana, al que los ciclones deshacen como arena entre sus manos las paredes; o “resolviendo”, o sea, buscándose la vida, recogiendo por ejemplo latas de conserva de la basura, que lava y vende después a quienes compran bolas de helado en la calle pero no tienen dónde colocarlas; bebiendo ron con Superman, un viejo actor erótico que en su época más fecunda eyaculaba litros de esperma sobre el público, sin ni siquiera tocarse la pinga, sólo con mirar a una pareja que le ponían entre bambalinas haciendo el amor; nos lo encontramos, a Pedro Juan, haciendo él mismo el amor, muchas veces y muy seguidas y con muchas mujeres; o visitando a las santeras, hablando con las prostitutas, emborrachándose con homosexuales y otros proscritos… trazando en definitiva, un fresco hiperrealista de La Habana de mediados de los noventa, la que si uno no tenía una venda en los ojos también podía ver desde las ventanas del Museo de la Revolución, en las azoteas en las que los turistas estupraban jineteras, los vecinos de otras azoteas arrojaban envueltas en el Gramma sus propias heces porque les habían cortado el agua o los más afortunados alimentaban con mondas de patatas un cerdo con las costillas afiladas como cuchillos, como un cristo en la cruz.
Oficio: revolcador de
mierda
Pedro
Juan nos lo muestra todo, ya no quiere callarse, ya se ha callado
demasiado tiempo o ha escrito lo que otros querían que escribiera
−durante
años trabajó como periodista bajo una férrea censura−,
no, ahora solo quiere contarnos la realidad, sirviéndose para ello
del recurso de la literatura o la ficción. “Tomas la realidad tal
como está en la calle. La agarras con las dos manos y, si tienes
fuerza, la levantas y la dejas caer sobre la página en blanco. Y ya.
Es fácil. Sin retoques (…) Ese es mi oficio: revolcador de mierda
(…) Y no es que busque algo entre la mierda. Generalmente no
encuentro nada. No puedo decirles: Oh, miren, encontré un diamante
entre la mierda…”, escribe en uno de sus relatos. Pero miente,
por pura modestia. El realismo sucio de Pedro Juan trae consigo
también entre todas esas líneas emborronadas de ron y roña, entre
todas esas páginas de sexo animal y cruda escatología, hondas
reflexiones sobre la condición humana o violentos empujones al
lector que lo obligan a mirar al abismo de su alma.
Es ese realismo sucio, precisamente, pero también esas cuchilladas existencialistas hasta las cachas, lo que ha emparentado a menudo a Gutiérrez con Bukowski, empezando por su propia editorial, Anagrama, que cita al escritor californiano en la contraportada de la trilogía, abundando en un recurso promocional y de la crítica literaria, que encuentra bukowskis en todos aquellos autores que escriban sin pudor sobre beber, follar o que utilicen las palabra “joder” o “puto” más de tres veces. Y así, es un bukowski africano Mohamed Chukri, o se convierte en heredera del viejo indecente la estadounidense Otessa Moshfegh, por no hablar de que se ha calificado como bukowskismo murciano la obra del autor cartagenero Luis Sánchez Martín.
Un trago con Pedro Juan
Al
bukowski tropical, por lo demás, acabaría finalmente cruzándomelo
años después, pero no en La Habana, sino en internet, a cuenta de
algunos poemas suyos que publiqué en mi fanzine digital Borraska
y que él me cedió amablemente en un email escrito en un tono
cordial y pausado que no tenía mucho que ver con el Pedro Juan de
sangre caliente de sus cuentos; aquel Pedro Juan al que, en el fondo,
tampoco estoy tan seguro de que me hubiera atrevido a invitar a un
trago de ron si me lo hubiera topado en alguna de las esquinas de
aquellas calles de Centro Habana de nombres hermosos y terribles,
Dragones, Cuchillo, Zanja…
En una de las obras del escritor y dibujante Juarma, Abrázame hasta que esta vida deje de dar puto asco, una recopilación de sus antológicas viñetas, se lee “Se vienen cositas…” y bajo esa frase aparece la imagen de la muerte con una guadaña al hombro. Un pildorazo de cruda y fatal realidad que Juarma consigue que no se nos atraviese en la garganta haciéndonoslo pasar con el trago del humor negro. El dibujo podría ser además un buen resumen de lo que vamos a encontrarnos si nos acercamos a la literatura o a la obra gráfica de este talentoso escritor y dibujante granadino: punk, existencialismo y muchas sonrisas dibujadas en el rostro del lector a navaja o con la punta afilada de un rotring.
Trainspotting
“granaíno”
Juan
Manuel López, Juarma, nació en 1981 en Deifontes, una pequeña
localidad de los Montes Orientales de Andalucía. Hasta hace apenas
dos años era conocido sobre todo por sus dibujos e historietas, que
publicaba en revistas como El Jueves, el TMEO o en los fanzines que
él mismo se encargaba de fotocopiar y enviar por correo (algo que
todavía sigue haciendo), pero en 2021 su primera novela, Al
final siempre ganan los monstruos −que
la escritora Cristina
Morales
describió en una “bragafaja” promocional como “Trainspotting
en un pueblo de Graná”−
se
convirtió en todo un fenómeno literario tras ser publicada por la
editorial Blackie Books (aunque en realidad la novela apareció antes
en una edición de otra pequeña editorial llamada Camping Motel
Ediciones, con una tirada limitada que se agotó rápidamente).
Al final siempre ganan los monstruos era una afinada y a la vez desgarrada novela coral −algo así como si Iosu y Jualma de Eskorbuto resucitarán para grabar un concierto con la Orquesta Sinfónica de Andalucía −que transcurría en Villa de la Fuente, un trasunto del Deifontes natal del autor en el que el “no future” es la marca de nacimiento para buena parte de los jóvenes de este pueblo imaginario que dibuja una tan real como desoladora estampa del mundo rural contemporáneo. En Villa de la Fuente, como en tantas otras pequeñas localidades de España, no hay trabajo, ni oportunidades, todos los caminos está cerrados, pero la cocaína entra a mansalva, y en ella, y en el trapicheo, la pequeña delincuencia, el alcohol, la violencia… encuentran consuelo para su desesperanza los chavales y perpetúan su autodestrucción los treintañeros.
A
ritmo de Eskorbuto y Piperrak
Punki
es
la siguiente pieza del puzle que Juarma está componiendo con el mapa
de este territorio mítico, en un ambicioso proyecto que tendrá
media docena de entregas y que lleva camino de convertirse en un hito
literario, una especie de domésticos y contemporáneos Episodios
nacionales.
Si la primera de esas entregas era, como decíamos, una novela coral,
en esta ocasión el autor fija su mirada en uno de los protagonistas,
Álex, al que vemos en dos planos: uno, en su primera juventud,
cuando el punk y los primeros coqueteos con la farlopa se convierten
en un refugio para sus problemas familiares y amorosos; y otro en el
que lo encontramos siendo ya un adulto a la deriva, luchando contra
la adicción, el divorcio y contra sus demonios interiores y los
fantasmas de su pasado. La intención confesa de Juarma es
entregarnos una cinta de casete, con su cara A y su cara B. Y lo
cierto es que en ambas resuenan auténticos trallazos, una voz
literaria rabiosa y pegadiza que no podemos dejar de escuchar porque
toda la tragedia personal del personaje se nos cuenta a la vez con un
registro en el que no faltan el humor y la ternura. En Punki
hay, sí, muchas lonchas de cocaína, mucho cubata de discoteca de
pueblo, hay peleas, sale −hablando
de violencia, en este caso acústica−,
hasta Melendi…
pero en realidad todo ello forma parte de un atrezzo
hiperrealista
para traer al frente una historia de amor, de incomunicación, de
extrañeza, de una sensibilidad echada por tierra por la brutalidad
de las circunstancias y de esa vida que da puto asco y frente a la
cual todos necesitamos ser abrazados.
Por
lo demás, emociona imaginar que probablemente esta novela Juarma
comenzó a escribirla, tal vez sin saberlo todavía, cuando era solo
un chaval que bebía litronas con otros como él en el banco de un
parque de Deifontes mientras escuchaban a Eskorbuto,
Piperrak
y otros grupos de punk kalimotxero y la gente decente pasaba a su
lado y murmuraba qué pena de muchachos o vaticinaba que ninguno de
ellos llegaría nunca a hacer nada de provecho.
…y SOLO QUERÍA BAILAR de Greta García
Álex, el protagonista de Punki, y Pili, la narradora de Solo quería bailar, la novela que comentaremos a continuación, podrían perfectamente haberse encontrado en alguno de sus rules por cárceles, centros de desintoxicación, pueblos y escenarios de mala muerte de Andalucía. Y tal vez habrían cruzado una mirada de complicidad o compasión, pues lo que ambos padecen o lo que condena a ambos a una vida perra y violenta es la falta de amor o la incapacidad o la falta de habilidades y de oportunidades para obtenerlo o recibirlo. Las dos son además novelas rabiosas, pirómanas, pero sofocadas por la ternura y el humor.
Las
tres aspiraciones de Pili
En
el caso de Solo
quería bailar,
su autora, Greta
García (Sevilla,
1992) afila este último componente, el humor, para contar otra
historia tremenda, otra tragedia, la de una bailarina encarcelada
tras haber cometido algún tipo de atrocidad que no se desvela, ni lo
haremos nosotros, hasta el final de la obra. Un humor que se torna
descacharrante, una especie de lubricante contra una vida que da por
culo, y perdón por la expresión, pero es por mantenernos a tono con
la novela, en la que la escatología y las referencias a la cavidad
anal son recurrentes. Solo
quería bailar,
de hecho, se abre con una escena en la que la protagonista acude a la
enfermería de la prisión en que cumple condena porque no puede
extraer de su cuerpo un cepillo de dientes con el que ha estado
hurgando en su retaguardia; o en uno de los pasajes del libro podemos
leer: “En
mi vida he tenío tres grandes aspiraciones: ser bailarina, matar a
gente y tener un ano enorme donde metérmelo to”
Quizás eso, el humor, sea uno de los mayores logros de la novela, de la que se ha destacado también su oralidad, el hecho de escribir como se habla −en este caso en Sevilla− burlando para ello convenciones ortográficas, utilizando vocabulario local… Algo que sin ser nuevo (lo podemos encontrar en otras novelas recientes, como Panza de burro, de Andrea Abreu, que también reseñamos en este club de lectura, o en otras literaturas, como en la novela ¡Nel tajo!, de la francesa Anne F. Garreta, pero también en cumbres clásicas de la novela, en este caso gráfica, como las historietas del Makinavaja de Ivà); algo, decíamos, que sin dejar de ser en el fondo natural, parece sorprender todavía a algunos, acaso como consecuencia de una especie de secular mirada supremacista no solo hacia los acentos sino también a los temas locales o periféricos (hace ya veinte años, por ejemplo, si se me permite la intrusión, a mí mismo me rechazó un libro un importante grupo editorial −el mismo, por cierto, que recientemente en uno de sus periódicos destacó como una virtud el uso de la oralidad y las hablas locales en la nueva literatura española− arguyendo que tenía “demasiado vocabulario vasco-navarro”). Greta García, en todo caso, consigue, gracias a un minucioso trabajo de pulido, establecer una convención entre la lengua literaria y la oral que evita que la novela se “makinavajice” en exceso y lastre su lectura.
A
mandíbula batiente
Sucede
lo mismo con el humor. La novela podría haberse convertido en un
largo stand
up comedy,
en una sucesión de chistes o gags más o menos tremendos o sobrados
que acaban por acumulación desarmándose o perdiendo su gracia y su
carácter transgresor, pero la voz narrativa de la protagonista no
llega a ese punto, no se amontona, y Solo
quería bailar
nos ofrece innumerables momentos de carcajadas a mandíbula batiente.
El
humor y la oralidad no nos deben despistar, sin embargo (de hecho,
subrayar la forma por parte de la crítica tal vez haya sido
precisamente eso, una maniobra de despiste para que no reparemos en
el fondo), y no debemos olvidar que en la novela subyace −o
quizás ni siquiera eso, porque resulta bastante frontal−
un ataque a ciertas instituciones y un mensaje subversivo que nos
invita a la acción directa (si antes decíamos que Juarma tal vez
comenzó a escribir, de manera inconsciente, su novela en su
adolescencia kalimotxera, en el caso de Greta García, bailarina como
la protagonista de esta su primera novela, cabe imaginar que el
chispazo para escribir la misma pudiera brotar de su desesperación
frente a la burocracia a la hora de solicitar una ayuda o beca en
alguna institución oficial que más pareciera una tómbola o un
chiringuito).
Dos novelas en fin, Punki y Solo quería bailar, incendiarias y al tiempo refrescantes, perfectas para leer este verano.
Publicado en magazine ON, suplemento semanal de diarios Grupo Noticias (01/07/2023) @patxiirurzun