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FELIZ 1977

Ene 10, 2021   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Fotos: El día que nació Charlot | Cultura | EL PAÍS

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 09/01/21

Y al día siguiente, para rematar la faena, se murió Charlot.

Las Navidades de 1977 las pasamos en casa de los abuelos. Nos gustaba la casa de los abuelos. El suelo de madera crujía y tenía ojos. A través de ellos podíamos ver la bodega y al abuelo cortando la leña en cuñas que luego echábamos a la cocina. Cada vez que lo hacíamos,  revoloteaban chispas como fuegos artificiales enanos. Después, cuando el fuego cogía fuerza se asomaban por el agujero unas lenguas retorcidas y diabólicas que había que sofocar colocando la tapa con un gancho de hierro. Hacía un calor infernal en la cocina. Los huesos del demonio se rompían en chasquidos dentro de aquel fogón de leña. En las habitaciones, por el contrario, cuando nos íbamos a la cama, las sábanas parecían láminas de hielo, que había que derretir poco a poco con el calor de tu propio cuerpo. Nos costaba dormirnos. El hombre de las 365 narices, que decían que se aparecía  la última noche del año, acechaba nuestros sueños. Nos desvelábamos imaginando cómo sería su rostro. Algunas noches el Míchel ladraba nervioso en el patio y pensábamos que el hombre de las 365 narices (bueno, entonces debía de tener solo 360 o 364) ya estaba allí, aguardando impaciente el momento de desprenderse de aquel peso terrible,  anhelando con ansia el día de Año Nuevo, el único en que no era un monstruo. Claro que tampoco había que fiarse mucho del Míchel, un perro loco que veía constantemente espíritus a su alrededor y al que mis tías más que sacar a pasear al monte lo sacaban a hacer sokatira.

Otras veces, no era el hombre de las 365 narices quien nos robaba el sueño sino el ogro, como llamaban los abuelos al mutilzaharra amargado y quejica que vivía en la casa de enfrente, de la cual nos separaban apenas un par de metros. Una de aquellas noches, la nochebuena de 1977, desde nuestro cuarto, comenzamos a tirar trozos de turrón contra su ventana. Un ogro no tiene gracia si no se le hace gruñir. Era turrón del blando, eso sí. Un turrón con sabor a fresa, una cosa moderna que no había gustado a nadie en la cena y que nos habían dejado a los niños, a quienes, comparado con los Cheiw de fresa ácida aquel turrón también nos parecía una mierda pinchada en un palo. Así que nos dio por tirarlo contra la ventana del ogro. Mi hermana pequeña fue la última en arrojar el proyectil. “¡Uy, casi al señor!”, exclamó. Y cuando, extrañados, nos asomamos los demás, en lugar de los trozos de turrón resbalando como babosas por el cristal, nos encontramos al ogro mirándonos malhumorado con su única ceja fruncida. “Ahora mismo voy a contárselo a vuestros abuelos”, dijo. Y cerró la ventana. Nosotros nos dispersamos. Cada uno se escondió donde pudo, debajo de las camas, en los armarios. Yo bajé corriendo las escaleras y me encerré en un cuarto que había junto a la bodega y al que, esas navidades, nos habían prohibido entrar. Me imaginé que nadie me buscaría allí. El cuarto de la asociación, lo llamaban, y nosotros nos preguntábamos qué clase de asociación era aquella, pues en las paredes había posters de Brigitte Bardot y de Nadiuska, aunque a veces también allí podías encontrarte la vitrina con la virgen que iba pasando por turnos de casa en casa. Eran aquellos tiempos revueltos.

El caso es que, aquella noche, mientras escuchaba a mi madre disculparse avergonzada ante el ogro, los vi. Todos aquellos paquetes, envueltos en papel de regalo. Los mismos paquetes que a la mañana siguiente aparecieron a los pies de nuestras camas, mientras la radio anunciaba que esa madrugada, a los 88 años de edad, Charlie Chaplin, Charlot, había muerto. Creo que, de los niños, fui el único que oyó la noticia. El único  que todavía no había comenzado a desenvolver su regalo. Recuerdo a mi madre mirándome, con una sonrisa triste y cómplice. Yo comprendí y abrí mi paquete. Era una caja de Magia Borras, con su varita, su baraja, sus monedas… Y con su librito de instrucciones, en el que se explicaban todos los trucos de magia. De aquella magia que de repente se desvanecía y cobraba, al mismo tiempo, otro significado.

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