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VIAJES (III) ‘HACIENDEROS’ DEL MAR (MALOH, FILIPINAS)

Jun 30, 2009   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Foto tomada de la web de Marc Serena, www.lavueltadelos25.com

Desde Manila viajamos al la isla de Negros oriental, con la idea de hacer varios reportajes sobre niños buceadores, cortadores de caña de azúcar y una guerrilla comunista, pero por problemas de salud y otros, todo se torció y el reportaje, que se publicaría en Zazpika, y cuyo texto sería seleccionado entre los finalistas del concurso Historias de viatges (Premios Constatí, 2004), acabó siendo una crónica de la vida cotidiana en Maloh, un paradisiaco pueblito de pescadores. Aparentemente.

‘HACIENDEROS’ DEL MAR

10 o 12 tifones asolan Filipinas cada año. Ni siquiera entonces los pescadores, como éstos de la pequeña aldea de Maloh, en la isla de Negros, dejan de mirar al mar. Porque el mar es su hacienda, y deben cuidar de ella. Cuando hay temporal, sin embargo, lo único que pueden hacer es esperar. Y mientras esperan, los pescadores cantan en los karaokes, beben ron, continúan viviendo, en definitiva, de espaldas al mundo. Un mundo que igualmente ignora, cada vez más, valores como la solidaridad, todavía en alza en aquel remoto lugar del sudeste asiático.

Tifones y ron

-Nosotros somos «hacienderos»- dicen los jóvenes pescadores del pueblecito de Maloh, en la Isla de Negros Oriental (Filipinas), mientras esperan al borde de la carretera, botella de ron en ristre, algún vehículo que les lleve hasta una aldea próxima, donde se celebra una fiesta.
-Nuestra hacienda es el mar.
Y señalando un horizonte gris de olas alborotadas añaden entre risas:
-Pero hoy el mar está roto.
Es una tarde de agosto, estación de lluvias, y hay tifón. La noche anterior el viento resquebrajó un puente y la carretera que conduce hasta Dumaguete, la capital de la provincia, quedó cortada. Es la única manera de llegar hasta allí, pero a nadie parece preocuparle. Algo más al sur, dicen, la riada arrastró algunas casitas y han muerto cuatro personas. Y lo dicen de la misma manera que hablan del puente, con una alegre, dulcificada por el ron, resignación. La misma con que apenas unos días atrás la familia de un hombre al que un cáncer como un perro rabioso había arrancado los pulmones a mordiscos, retiró el karaoke y colocó en su lugar, a la puerta de la casa, el ataúd para velarlo sin lágrimas, jugando a cartas y bebiendo ron durante una semana. La muerte es insignificante cuando tu hacienda es dueña de tu vida- y no al revés-, cuando se mira al frente y sólo se ve una inmensa hoguera de cenizas líquidas, o un horizonte inabarcable del azul más intenso.

Un cangrejo en el culo

Cuando es eso último lo que sucede, cuando el mar está en calma y los pescadores salen a restañar con sus botes esa herida de luz resplandeciente, desde sus pequeñas embarcaciones Maloh se asemeja a una isla desierta, paradisiaca, pues lo que se distingue son sólo sus palmeras, sus playas de arenas níveas, perladas únicamente por pequeñas esquirlas de corales y conchas multicolor a las cuales, sin embargo, los lugareños no conceden valor. Para ellos es tan extraño recoger corales y conchas como para nosotros lo sería ver a alguien hurgando entre las montañeras de hojarasca otoñal. Quizás porque allí tan sólo acostumbran a remover la arena para enterrar la basura (con la cual, otras veces alumbran pequeñas hogueras que, de paso, marcan el camino de regreso a quienes salen a pescar por la noche); para eso o para desenterrar cangrejos que usarán bien como cebo, bien con unos dudosos y arriesgados fines terapéuticos, en el caso del «bacoco», un pequeño molusco que, aseguran, corta una fiebre que no es nada recomendable sufrir en aquellas latitudes, pues el «bacoco», para que haga efecto, debe de ser introducido vivo en el ano.
Un paraíso sin agua corriente

Para los habitantes de Maloh, en realidad, quizás lo que es extraño no es que un coral o una concha puedan convertirse en pequeñas joyas sino que un turista recale en su aldea y escarbe ávidamente con la mirada en la arena en busca de ellas. Por mucho que, vistas desde el interior, desde la carretera que recorre paralela la isla, las casitas de los pescadores, alineadas en playas de ensueño bajo frugales cocoteros, semejen pequeños bungalows.
A pesar de su apariencia paradisiaca Maloh dista mucho de ser destino turístico, pues carece de agua corriente y potable -e incluso embotellada, es preciso desplazarse a Siaton, la localidad más cercana, si no se desea ser doblegado por una espantosa diarrea tropical-, de línea telefónica -sorprendentemente también de cobertura, en un país en el que la telefonía móvil es dueña y señora- e incluso a veces de electricidad, al menos en la época de lluvias, cuando el suministro queda a merced de los tifones. El turismo, el «progreso», no ha contaminado, no ha globalizado en esta parte del mundo ciertos valores, o cierto modo de entender la vida (lo cual, por otra parte, es muy fácil de decir cuando son otros los que deben de ducharse en cuclillas, vertiendo agua con un cazo sobre el cuerpo).

Los ojos de los pescadores

Una vida que en Maloh transcurre lenta, tranquilamente, con la vista hundida entre las olas, buscando en sus profundidades abisales una señal, o, simplemente, mucho más sencillo, un pez de buen tamaño. Cuando se vive mirando al mar se le da la espalda a la tierra, y los días que no queda otro remedio que arrostrarla, los días de tifón, los pescadores simplemente dejan pasar las horas, esperando a que amaine el temporal: se sientan frente a los karaokes, y los únicos ecos que llegan de la sociedad de mercado son las canciones de grupos de moda que cantan de oído; beben un ron que nunca se les agria dentro; juegan al billar, al baloncesto…; o esperan al borde de la carretera a que pase algún vehículo que les lleve hasta el próximo pueblo, en el que hay una fiesta, que quizás se celebre o quizás no, porque quizás haya corriente o quizás no… Tampoco importa demasiado. Si el tifón corta el suministro eléctrico, incluso si lo hace en el momento álgido de la fiesta, volverán a esperar tranquilamente a que regrese; o si no a que se encienda otra vez el sol para salir al mar y convertir sus ojos en dos pequeños hombres-rana. Esos ojos de los pescadores que tienen un color mezcla de arena, salitre y cielo reflejado en el agua, un color indefinido, erosionado por el mar y el sol, e inquietante, que a veces cuando te miran te hacen sentir más como si fueras el pez, un atún, o un besugo, que esa señal de las profundidades abisales. Ojos capaces de transmitir la sencillez de sus existencias, de encanijarte y culpabilizarte por las ridículas preocupaciones que amargan las nuestras. Filipinas es un país en el que todavía se puede vivir, en cierta medida, sin la presión de problemas trascendentales como una raya en el coche. Un país en el que las mujeres todavía salen a la calle con el cabello húmedo y los hombres se ponen tiernos cuando cantan en los karaokes. Un país en el que los niños juegan en las calles y la llenan con sus risas.

Trabajo infantil

Hay, por cierto, más niños en el colegio de la pequeña aldea de Maloh que en varios de los de nuestras ciudades juntos. Se les puede ver a todos en formación cuando a las cinco de la tarde se escuchan desde el patio de la escuela el sonido de los tambores que precede a la izada de la bandera, al son del himno nacional (que es como de organillo, gitano y cabra, tal vez como deberían de ser todos, para quitarles solemnidad, para reducir la patria a una cancioncita entonada alegremente por un coro de inocentes). La mayoría de esos niños, una vez rotas filas y abandonada la escuela, hará lo que hacen o deberían hacer los niños de todo el mundo, jugar en las calles y llenarlas con sus risas. Son ya muy pocos los que salen de madrugada a pescar en los botes, y ello se debe sobre todo al trabajo de diferentes ONGs locales que luchan contra el trabajo infantil de una manera inteligente, aportando junto a soluciones de carácter más general, como la denuncia, la concienciación, otras más prácticas, como pagar los estudios de niños y jóvenes que de otra forma no podrían ir a la escuela porque en su casa hay que ducharse de cuclillas y salir a pescar todos los días si se quiere comer algo más que cocos. Un trabajo que además comienza a dar frutos, pues hoy muchos de estos jóvenes son maestros o trabajadores sociales en sus propias comunidades.

El viejo y el mar

El trabajo infantil, sin embargo, era hasta relativamente poco frecuente y muchos, los llamados «child-drivers» o niños buceadores salían a faenar por la noches en los «koud koud», pequeños balandros de carácter familiar, desde los cuales se sumergían en el mar para pescar a pulmón libre; otros lo hacían al amanecer en «Likom», barcos de mayor envergadura y más tripulación. Son estas dos las principales técnicas de pesca en la región, junto con los «sahid», barquitas de una sola plaza a los que se puede ver, regresando al amanecer, mientras el mar engulle un sol como una gran naranja ensangrentada. Y de vez en cuando, como hace unos días, justo antes de que el tifón comenzara a rugir, lo hacen con un pez enorme, cuya cola o espada asoma por los flancos del pequeño bote, en una imagen que evoca al Santiago de «El viejo y el mar». Se arremolinan entonces los niños alrededor del botín, palpan temerosos al animal, vuelven a reír, y ahuyentan con su risas el miedo, lo convierten en curiosidad, y después llegan otros pescadores, que felicitan al afortunado sin grandes alardes, con naturalidad, e incluso le ayudan a cargar el pez hasta una balanza próxima, en la que las mujeres calculan el precio que pagarán por él en el mercado en Siaton, un precio ridículo, una broma comparada con el resto de los días en que en las redes sólo caen pequeñas piezas y, muertas como ellas, las horas bajo un sol de justicia; y comienzan después a despojarlo de la piel, a limpiarle las tripas y puede que incluso decidan finalmente no llevarlo al mercado, sino trocearlo y repartirlo equitativamente entre las distintas familias.

Sokatira contra el océano

El concepto de solidaridad está muy arraigado entre los pescadores de Negros. Nunca hay discusiones tras replegar, en una especie de paciente sokatira contra el océano, las grandes redes amarradas desde la orilla. Cada cual parece saber cuál es la medida exacta que debe recoger, e incluso apartan algunos pececillos para los ancianos que ya no pueden tirar de la cuerda ni salir a faenar. Los niños aprenden desde pequeños. Si alguien alarga a alguno de ellos una propina para que compren golosinas, o una botella de Pop-Cola, el refresco nacional, repartirán la compra entre todos, e incluso guardarán una parte si algún compañero se retrasa, o no está presente. Es una inversión de futuro. En Maloh los niños saben que un día serán viejitos que no pueden pelear contra el océano, y que alguien deberá ocuparse de ellos, separarles pececitos de la red. En Maloh, los niños son también hacendados; o «hacienderos», como dicen en Filipinas. Pequeños «hacienderos» del mar que saben que deben compartirlo todo porque no tienen nada, sólo un océano inabarcable, a cuya merced viven y a cuya orilla esperarán tranquilamente a que amaine el temporal, o a que un día las canciones se terminen y alguien retire, a la puerta de su casa, el karaoke y beba ron, durante una semana, en su memoria.

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