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Posando muy cerca del Bar París, en la calle Jarauta. Foto: Noticias de Navarra (Oskar Montero)
Hay algunos bares que están gafados. Bares a los que no entra nadie, aunque todos los de alrededor parezcan una olla hirviendo. Bares con camareros campeones de sudokus y carteles en la puerta del baño que dicen “Solo para clientes”, porque, bueno, de vez en cuando alguien sí entra, pero solo para mear. Nadie sabe muy bien a qué se debe su maldición. A veces esos bares cambian de dueño, de estilo, se remodelan, llaman a Chicote, pero la gente sigue sin atravesar su puerta, como si al hacerlo fuera a absorberlos un agujero negro, a tragárselos una bacteria gigante de la salmonella o a morderles entre las piernas una cucaracha carnívora emergida del baño turco.
Cuando yo era joven, o sea más joven, solía andar con mis amigos por los bares de la calle Jarauta de Pamplona. Como además de jóvenes éramos también bobos nos gustaba entrar a aquellos que parecerían un vagón de metro de Tokio en hora punta si en los metros japoneses se pudiera fumar, poner la música a todo volumen o derramarte los katxis de cerveza por la cabeza. La música que cantábamos a pleno pulmón podía ser, por ejemplo, aquel estribillo de Eskorbuto, “Las multitudes son un estorbo”, sin que eso nos supusiera ninguna contradicción. Por entonces, con veinte años, no se nos pasaba por la cabeza pensar que, al cabo de otros veinte años, más de cinco personas esperando para ser atendidas en la barra nos parecerían una muchedumbre.
A mí de todos modos, que no sé si era menos bobo o más raro y eskorbutiano—o quizás solo que no me gustaba pedir, abrirme paso hasta aquellas barras como trincheras, en las que mis disparos nunca alcanzaban a los camareros— ya por entonces me agobiaban los tumultos y de vez en cuando solía salir del Zagit o del Depor o del 84 y cruzaba la acera hasta uno de aquellos bares gafados que había enfrente, el Bar París, para respirar un poco, es decir para fumarme tranquilamente un cigarro.
El Bar París era un bar pequeñito que estaba siempre vacío, a pesar de su leyenda: la París-Niza, un poteo mortal que se iniciaba en él y que, con parada en decenas de establecimientos de Jarauta y Estafeta, acababa en el Bar Niza, cerca de la plaza de toros. Yo creo que nadie lo ha completado jamás, como no sea por etapas, o para hacer fuagrás con su hígado. El caso es que en el París uno solo se encontraba con algún txikitero sin cuadrilla, algún insomne, algún borrachín… Y que a mí que, fíjate si era raro, ya por entonces escribía, al observarlos se me encendía el botón, modo literatura, y comenzaba a fantasear con sus historias.
Fue de ese modo como imaginé una novela en la que la camarera del París se llamaba Esperanza y cada día cocinaba un puchero de pisto con el que alimentaba a aquellos náufragos de la noche. Una novela que nunca escribí, porque aquella no era la realidad de Pamplona en aquellos años y mi historia se parecía más a los libros de borrachos de Bukowski o de vagabundos de Steinbeck que yo leía por entonces. Y una novela también, que sin embargo, al cabo de los años acabaría convirtiéndose en una historia real, pues aquel bar París terminaría siendo la primera sede del comedor solidario Paris 365.
Nunca escribí esa novela, pero en una de esas carambolas del destino, sí un libro que acaba de publicarse titulado De igual a igual. 8 historias del comedor solidario Paris 365 en el que he tenido el privilegio y la responsabilidad de poder contar las historias de algunas de las personas que acuden cada día a esta asociación y que gracias a ella han tenido una oportunidad de rehacer sus vidas. Personas de aquí y de allá, de Senegal y de Donosti, de Pamplona y de Quito, que cayeron e intentan levantarse. Historias duras, pero, en cierto modo, también esperanzadoras. Historias que pudieron ser o pueden ser también las nuestras. Y es que, después de todo, entre un bar con mala suerte y otro en el que parece que regalan algo casi siempre solo hay unos pasos de distancia.
Publicado en ON, suplemento de diarios de Grupo Noticias (01/07/2017)

Publicado en Rubio de bote (semanario ON, Grupo Noticias, 04/06/17)
Hace unos días me invitaron a una charla que tenía por tema la obsesión por escribir. Un escritor es básicamente un enfermo. Alguien capaz de discernirse a sí mismo como escritor y como civil, un ser peligroso para sus amigos y su familia (y algo menos de lo que quisiera para sus enemigos), pues todo lo que le ocurre a él y a quienes le rodean es susceptible de convertirse en literatura. Un obseso, en definitiva, sí.
Escribir no solo consiste en el mero hecho físico de ponerse a teclear delante del ordenador; durante el resto de su vida el escritor, el escritor enfermo, es incapaz de desconectar del “modo literatura”. Su vida no es vida, solo un simulacro, un borrador para la verdadera vida que es la que trasladará luego al papel. Como cuando vamos a ver a nuestros hijos a una exhibición de judo o a una audición de flauta travesera y los grabamos en video y mientras los grabamos nos perdemos lo que realmente está pasando.
A todas esas ideas, por ejemplo, iba dándoles vueltas, mientras conducía de camino a la charla y pensaba en que podía contar en ella, y a la vez en si me pondría nervioso, en si me temblaría la voz, si me quedaría en blanco… cuando de repente se me ocurrió un cuento. ¿Qué pasaría si de repente, mientras estaba en esa charla, comenzara a hablar, perfectamente, en un idioma que desconocía?
Al principio, habría risitas, nervios entre el presentador y el público, porque cada vez que se dirigieran a mí, yo no lo podría evitar, les contestaría y creería estar haciéndolo correctamente, pero mi boca emitiría un perfecto wólof o un idioma sin consonantes o una voz extraterrestre de lata —decidir cuál tiene un efecto más cómico—. Después, el pasmo inicial se iría convirtiendo en cabreo y tal vez habría que suspender la charla, pero para entonces ya varios de los asistentes me habrían grabado en sus móviles, lo habrían compartido en las redes sociales y, al cabo de unas horas, el video se habría vuelto viral —valorar si una charla de un escritor, incluso una charla como esta, puede convertirse en viral, o si hay que cambiar la situación por la rueda de prensa de un cantante, un cocinero, un pelotari…—. Aparecería incluso en El Caso, perdón, en el telediario de Antena 3, y algún presentador con voz matiaspratiniana lo introduciría de este modo: “Y ahora presten atención a esta noticia. Un desconocido escritor estaba impartiendo una charla cuando, de repente, observen lo que sucediooooó”.
Pronto comenzaría también la polémica: ¿se había tratado de algún tipo de alteración en la mente del escritor, algún cortocircuito que había descubierto desconocidas conexiones neuronales en el cerebro humano y que había que investigar, como sugerían algunos expertos?; ¿o era solo una burda maniobra de promoción, que el escritor había urdido, ayudándose de algún ingenio técnico? La opinión pública acabaría inclinándose por esto último y colocándome en la picota: yo era solo un farsante, que necesitaba recurrir a esas triquiñuelas, incapaz de igualar el talento de escritores de verdad como Maxim Huerta o Dolores Redondo.
A partir de ahí el autor, yo, enloquecía poco a poco, pues sabía que lo que me había sucedido, a pesar de contravenir todos los fundamentos de la ciencia y de la lógica, había sido real — tener claro que este debe ser el quid del cuento: el salto desde la anécdota a la categoría; establecer un vínculo con ideas, actitudes, comportamientos nobles y verdaderos que van contra la corriente general—.
Les cuento, en definitiva, todo esto para que ustedes entiendan cómo procede una mente enferma, la mente de un escritor, y la manera nada misteriosa ni sesuda, simplemente algo obsesiva, en que a menudo idea sus relatos, sus novelas, o para el caso, sus columnas periodísticas.

Publicado en «Rubio de bote», colaboración en el semanario ON (con diarios de Grupo Noticias) 17/06/2017
Esto que no lo lean mis hijos, pero yo, como es natural, aborrecía el colegio. Y en el instituto los días que más aprendí fueron los que hice borota. Y no recuerdo, o prefiero no recordar nada de la universidad. Las matemáticas que nos enseñaban no servían para medir todos aquellos días que duraban años de perro, ni el latín para jurar contra ellos.
Quizás solo había una cosa peor que los estudios. El trabajo. Lo supe el primer verano después de entrar en la universidad, cuando todavía con el olor a humo de las hogueras de San Juan pegado al pelo, me contrataron en una empresa de limpieza.
Había visto un anuncio en la prensa y había llamado: “¿Experiencia?”. No. “¿Carnet de conducir?”. “No”. “¿Servicio militar?”. “No”. Cada una de aquellas preguntas era como un conjuro que me hacía más y más diminuto ante el tipo con el que hablaba y ante al mundo. El mundo siempre esperaba de uno que tuviera algo, un carnet de conducir, una licencia militar, una carrera, un trabajo fijo, y aunque uno prefiriera empequeñecerse frente al mundo no podía porque le pisaban como a una cucaracha. Pensé, pues, que sin aquellos requisitos difícilmente me darían el trabajo. Pero esa misma noche telefonearon.
“¿Puedes venir mañana a las seis?”. “Sí”, contesté apresuradamente, aunque quizás no pudiera. La empresa que había que limpiar se ubicaba en un polígono industrial a las afueras y a esas horas todavía no circulaban autobuses. A la mañana siguiente tuve que pedir un taxi. Mientras éste se dirigía a la fábrica miraba el taxímetro y pensaba que debía conseguir que alguien me prestara una bici sino quería trabajar únicamente para pagarme el desplazamiento al trabajo.
Cuando llegué había varios tipos más esperando. Reconocí a un antiguo compañero del instituto. Después llegó un encargado y nos entregó un buzo, unas botas, un cubo y jabón. El trabajo no parecía complicado: consistía en limpiar la grasa acumulada en las máquinas. Sin embargo al cabo de dos horas la piel de mis manos se agrietó y despellejó. Al mediodía el encargado vino con unos guantes de goma. “Ponéoslos porque ese jabón es muy fuerte”, dijo, pero por lo visto empezaba a serlo a partir de ese momento.
Cuando acabamos el turno pregunté a mi antiguo compañero cómo había ido al trabajo. Me dijo que en moto y se ofreció a llevarme con él, de paquete.
Esa noche dormí como un tronco. A la mañana siguiente continuamos limpiando máquinas. Mi compañero del instituto y yo hacíamos apuestas sobre qué color aparecería bajo la capa de grasa. En una ocasión estábamos riéndonos por el resultado de una de las apuestas y el encargado gritó: “¡Menos risas!”. A los demás no les gritaba, incluso se mostraba cordial con ellos. Me fijé en cómo trabajaban. La gente se lo montaba muy bien en todos los sitios. En la universidad hacían preguntas tontas para que el profesor se fijara en ellos. Allí, para que el encargado no lo hiciera, limpiaban muchas máquinas, pero sólo en las partes visibles, y si te acercabas veías las manchas de grasa en los rincones y en las tripas de los motores. En todos los sitios parecía premiarse la superficialidad.
Una vez acabado el trabajo y a pesar de la bronca, el encargado vino al vestuario y nos habló de otro modo. Dijo que le perdonáramos pero íbamos muy mal de tiempo, tal vez habría que hacer horas extras, “¿qué os parece esta tarde?”, añadió. No respondí nada. En la empresa me habían preguntado cuántas horas podía trabajar al día y había contestado ocho, que suponía era el máximo permitido. Además había visto en las paredes de la fábrica pintadas que decían: “Horas extras, vergüenza obrera” y creía que cada uno decidía si quería ser un sinvergüenza o no. Esa misma tarde llamaron por teléfono. “Mañana no hace falta que vuelvas”, dijeron. Fue mi primera experiencia laboral. Por suerte, los viajes en moto del trabajo a casa, de casa al trabajo, no habían borrado todavía el olor a humo de mi pelo.

Publicado en Rubio de bote (magazine ON, diarios de Grupo Noticias) 20/05/2017
LA METAMORFOSIS DE GABILONDO
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gabilondo se levantó convertido en un monstruoso culturista con músculos por todo el cuerpo menos en la cabeza.
Gabilondo, que en su anterior vida había sido de complexión tirillas y de oficio corrector de textos, al principio se sintió sumido en una especie de nebulosa, confundido por su acojonante aspecto físico y la clamorosa falta de ortografía en el tatuaje que atravesaba su pechotoro: Gora gu eta gitarrak! Pero fue solo un momento, casi inmediatamente le entraron ganas de repartir estopa al primer facha o para el caso aficionado del Betis (o del Sevilla, o del Coria del Río Club de Fútbol, españolitos de mierda todos, en definitiva) que se cruzara por la calle y de mandar whatsapps a la peña, del tipo “Haber, peña, ya en puta Seviya, pasada de biaje, gora gu eta gorrotoak!”.
Gabilondo, que como todo el mundo sabía era uno de los jefes de los proetarras, desayunó un lingotazo de anís, dos tazas de café y un puñado de trankimazines, salió a la calle y se metió en el primer bar que vio, en el que pidió dos katxis de cerveza, uno para bebérselo de un trago y otro para tirárselo por encima a un tipo que había en la terraza leyendo el Marca, El País, La Razón o algún otro de esos diarios fascistas.
Se acercó al provocador y tras ponerle en la cara una ikurriña, una bandera del Athletic o algún otro símbolo terrorista, no recordaba, le vertió el katxi en la cabeza y le dio una colleja y un patadón que mandó a al perrito que lo acompañaba hasta Bormujos, todo ello mientras un compañero que iba con él y del que no hemos dicho nada todavía porque lo único que hacía era reír las gracias de su amigo con una risita de ababol, grababa todo en el móvil (en realidad el colega de Gabilondo era profesor de lengua y literatura, pero esa mañana se había levantado convertido en rata).
El Rata, pues, grabó la ekintza y no tardó ni dos minutos en subir el video a dieciséis redes sociales, con lo cual no había pasado ni media hora (es decir, un kilo de trankimazines, tres cafés y seis copas de anís más —que como todo el mundo sabe es la bebida preferida por los cachorros de ETA—) y ya todo Bilbao, todo Sevilla y todo Coria del Río sabían qué había pasado, si bien la guardia civil no detuvo a los dos energúmenos hasta bien entrada la madrugá.
Conducidos hasta el cuartelillo, pasaron la noche en el calabozo, y, tras un sueño intranquilo, se levantaron convertidos de nuevo en un corrector de textos de cincuenta kilos de peso y un anodino profesor de lengua y literatura que se habían desplazado hasta Sevilla para participar en una cacería de erratas ortográficas; o al menos eso fue lo que le contaron al juez, y también lo que corroboró al día siguiente la madre de Gabilondo cuando, desplazada hasta la capital hispalense, declaró ante una marabunta de micrófonos que su hijo era un chaval muy zintzo, que nunca había hecho mal a nadie y que siempre miraba a ver si en los autobuses viajaban niños o mujeres antes de pegarles fuego.
El juez, sin embargo, no se creyó una palabra y mandó a Gabilondo y a su compinche directamente a la Audiencia Nacional, donde decretaron para ambos prisión sin fianza y donde todavía siguen a espera de juicio, en el cual el fiscal pedirá ocho años de cárcel por un delito de terrorismo. “Hombre, si esto hubiera sido al revés y en Bilbao, con nueve mil eurillos lo arreglábamos”, dicen que les dijo su abogado, y que, a pesar de todo, ellos mantuvieron el ánimo alto y contestaron: Gora gu eta orangutarrak!
Para saber más: http://www.antena3.com/programas/espejo-publico/noticias/la-declaracion-del-ultra-del-betis-al-juez-le-di-una-torta-porque-me-pusieron-una-bandera-proetarra-en-la-cara_20170509591191860cf22906e6bafe3d.html

Esta es una historia real. Me sucedió en una época de mi vida en que había un montón de gente empeñada en que me alargara el pene, me casara con una chica rusa o heredara la fortuna de una desconsolada viuda nigeriana. También tenía roto el antivirus.
El caso es que algunos meses antes había coordinado junto a mi amigo, el escritor Vicente Muñoz Alvarez, una antología de cuentos y poemas sobre Charles Bukowski que llevaba por título Resaca / Hankover. La portada del libro era obra de Miguel Ángel Martín y en ella aparece una chica tumbada en un sofá, rodeada de latas de cerveza vacías, en calzoncillos, desgreñada y con claros síntomas de que por la cabeza se le está pasando una de las frases que más veces se han incumplido a lo largo de la historia de la humanidad: “No pienso volver a beber nunca más”.
A pesar de que el libro tuvo dos ediciones, cierta repercusión y buen ojo —entre los participantes había autores como Manuel Vilas o Agustín Fernández Mallo, antes de que escribieran Los inmortales o Nocilla Dream—, como sucede con la mayoría de los libros, no tardó en desaparecer de la circulación, sepultado por pilas de best-sellers, trilogías y novelas escritas por presentadores de televisión y cocineros.
Sin embargo, pocos meses después, en uno de aquellos spam que recibía regularmente en mi correo electrónico volví a toparme con la ilustración de la portada. En esta ocasión no se trataba de un email de un banco del que nunca había sido cliente pidiéndome que confirmara los datos de mi cuenta, ni de un mensaje en cadena que debía mandar a diez personas si no quería que me pasara algo horrible, sino de publicidad de unas pastillas contra la resaca (de ahí la elección de la imagen). Por supuesto, en el mensaje no se mencionaba en ningún momento la autoría de la ilustración ni que era la portada de nuestro libro.
Nosotros decidimos tomárnoslo con buen humor y escribir a la empresa que distribuía aquellas pastillas, comunicándoles que no emprenderíamos acciones legales contra ellos si citaban los créditos del dibujo y, sobre todo, si nos enviaban algunas cajas de pastillas para repartir entre los participantes de la antología, dado que éramos todos bastante borrachuzos. Las pastillas, además, según rezaba la publicidad, eran la pera, se llamaban RU-21, y las utilizaba la KGB para que los espías se mantuvieran sobrios mientras invitaban a vodka a las personas de las que querían obtener información.
Sorprendentemente, la empresa accedió a nuestra petición, y aún tuvieron el valor de pedirnos permiso para incluir en su catálogo nuestro libro. Y todos tan contentos.
Yo, por mi parte me conformé con el tamaño de mi picha, actualicé el antivirus y mi vida dejó de ser intensa y divertida (a veces contestaba a los spam, por ejemplo, enviaba la foto de algún imputado del Partido Popular y le ponía “curriculum” al nombre del archivo, cuando me escribían para decirme que me daban un trabajo en el que en dos semanas iba a ganar montañas de dinero sin dar ni golpe). En cuanto a las pastillas, todavía las guardo, intactas. Nunca he hecho uso de ellas, no porque no haya habido motivos, sino porque nunca he tenido cuerpo de espía ruso, que como todo el mundo sabe nunca se emborrachan pero cagan de color verde.
Publicado en Rubio de bote (6/5/2017)